BAQUIANA – Año XXV / Nº 129 – 130 / Enero – Junio 2024 (TEATRO I)

TEATRO CON ESTÉTICA COLOMBIANA 

 

por

 

Pedro R. Monge Rafuls


Las Américas son tierras de teatro. Los incas –créalo o no lo crea– tenían dos géneros teatrales: el wanka y el aranway, que, aunque parecidos, presentan diferencias cuando se comparan con la tragedia y la comedia griega. Los mayas tenían un dios del teatro: Xochipilli, señal de que tenían teatro. Los prehispánicos hasta nombraban a los actores según sus interpretaciones. En Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, el Padre Diego Durán refiere sobre actores creando personajes [cómicos] con defectos físicos que hacían reír a los espectadores; describió a niños en los escenarios: vestidos de mariposas, que subían a los árboles, desde donde eran derribados por indios[1] con cerbatanas. O sea, además del uso de las lenguas autóctonas en las obras usaban sus efectos teatrales. Pero aún más, en estas representaciones nativas se encuentran las muestras más tempranas del surrealismo, el absurdo, el postmodernismo, y el realismo mágico. Los colonizadores, cuando llegaron a nuestras tierras tuvieron que echar mano del teatro de los aborígenes para poder enseñar sus doctrinas religiosas y sus costumbres. Téngase presente que no hay noticia sobre el hecho de que alguno de esos primeros frailes-colonizadores fuera teatrista. O sea: llegaron, vieron que el teatro era importante en los nativos e hicieron uso de ello para adoctrinar y dominar. Queda claro: nosotros, los latinoamericanos, somos existencialmente teatrales desde antes que los europeos llegaran. Colombia, que particularizamos en este artículo, igual que el resto del Nuevo Mundo, es teatral desde su época precolombina. Sin embargo, lamentablemente, muchos investigadores, historiadores y teatristas desconocen o devalúan toda esta teatralidad que ocurrió antes de la llegada de los colonizadores y, después, durante la época colonial y, lo peor, hacen afirmaciones tremebundas en el cyber espacio sobre la historia del teatro colonial colombiano: “El Teatro en Colombia fue introducido durante la época de colonización española en 1550 con compañías de zarzuelas”. También en “Teatro de Colombia” en Wikipedia se lee: “Durante la época de colonización, entre 1560 y 1820 después de Cristo, no se puede hablar de un teatro colombiano hasta el siglo XX y restringido tan solo a su capital, Bogotá, que en 1830 contaba con un único edificio, el Coliseo Ramírez)”.[2] Más tremebundo es cuando en el mismo artículo de Wikipedia se afirma: “Habría que esperar hasta el siglo XX para que el interés por el teatro se extendiera a otras ciudades de perú como chimbote, machu pichu, santa marta, san pablo”. (Perú y el nombre de las ciudades aparecen comenzando con minúsculas). Conteste usted, lector: ¿aprendieron de las zarzuelas españolas los niños actores disfrazados de mariposas, que subían a los árboles para ser bajados dramáticamente por cerbatanas? Por suerte, investigadores y críticos ilustrados como el colombiano Fernando González Cajiao (1938-1997), dramaturgo y crítico preocupado por lo prehispánico, establecen lo que otros desconocen. Hablando sobre la creación del hombre en culturas prehispánicas, particularmente de los muiscas,[3] escribe:

Esta metamorfosis de lo real en fabuloso, o de lo fabuloso en real, es característica frecuente de todas nuestras literaturas aborígenes, desde los aztecas hasta los incas; algunos personajes pueden transformarse a voluntad en jaguar, otros en piedra, otros en serpiente; las épocas históricas también pueden transformarse en forma igualmente mágica… (…) Por ello el realismo mágico de que tanto se habla hoy día como novísimos estilo literario, hunde sus más profundas raíces en el más antiguo pasado de America; es  la decisiva asimilación del mestizaje, que no es consciente, que se lleva en la sangre; nuestra literatura india que es mágica, pero real. (Fernando González Cajiao: Historia del teatro en Colombia. Bogotá: COLCULTURA, 1986, 17-18).

     Se dice que el teatro colonial nació con raíces temáticas religiosas españolas, pero, no se dice que con características escénicas propias, heredadas de los prehispánicos que tenían estilos, técnicas dramatúrgicas, nombres para los actores de acuerdo a lo que caracterizaban y hasta un dios del teatro, mientras en España andaban representando autos religiosos. O sea, el teatro del Nuevo Mundo continúa más que adquiere, su personalidad propia desde el primer momento en que los conquistadores lo representan con técnicas aborígenes, con actores y en lenguas nativas y, más aún, que imperceptiblemente, aunque no lo hemos estudiado, se trasmite en transiciones propias hasta nuestros días. Un ejemplo de esas características donde se mezcla lo profano con lo religioso aparecidas durante los primeros tiempos postcolombinos está en El baile de los negritos, en lengua mayance: dos actores bailan y piden de comer, otro actor se caracteriza de Tata-abuelo, los regaña y los azota. En la segunda parte aparece el alcalde presidiendo un juicio; y en la tercera, según lo que dice el cronista:

… comienzan a representar la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, más o menos como ellos se la imaginan, o lo han visto hacer en la iglesia. En esta parte es donde lloran de verdad y terminan por comerse una porción de gallina. Cosas raras, parte de superstición, parte de creencia a su manera, que solo ellos, los indígenas, saben sus significados y que el espectador profano no entiende.

      Es importantísimo notar la referencia a “su manera” en que los indios se la imaginan, y que “solo ellos, los indígenas, saben sus significados y que el espectador profano no entiende”. O sea, los españoles ni idea de lo que estaba sucediendo, entonces ¿por qué han dictado cátedra sobre nuestro teatro y nosotros lo hemos aceptado sumisos? Es decir, el teatro de las Américas hispano hablantes es teatro autóctono. Y más aún, la descripción del cronista corresponde al llamado teatro posmodernista que comienza a mencionarse tan tarde como en el siglo XX. Ese postmodernismo, los nativos lo hicieron siglos antes de que se inventara el concepto y el término.

     Otra de las escenas que representan es la imitación de la muerte:

Fingen que la madre de uno de los actores ha muerto y comienzan con la costumbre de repartir licor y lloran sobre la difunta, que es un petate en que se envuelven trapos para simular el cuerpo de la recién fallecida madre y luego la relación que hacen recomendaciones, lamentos y tristezas por la desaparición y que su alma estará en el cielo; luego ponen el cuerpo simulado en una parihuela y la cargan, para llevarla a enterrar. Todos lloran, especialmente los actores y el tata-abuelo que también los acompaña todo lleno de compunción y cabizbajo.[4]

     Además, las escenografías, por muy rústicas[5] que fueran, incluían objetos y significados distintos a los que tenían en España; los vestuarios también. O sea, todo el espectáculo teatral se convirtió en un espacio cultural-escénico distinto al europeo-español. Los aborígenes, durante la conquista, aportaron un sedimento teatral/artístico trascendental a la ficción del continente, formando la estética dramatúrgica y artística de las puestas en escena en las colonias americanas, pasándolas, sin dudas, de varias maneras, a la metrópoli conquistadora. Un ejemplo: Fernando González Cajiao refiriéndose al auto sacramental La competencia en los nobles y discordia concordada de Juan de Cueto y Mena, español de nacimiento y cartagenero por adopción desde 1604, escribe:

Pero la pieza tiene además un gran valor en sí misma, si consideramos especialmente que fue compuesta al tiempo que en España Calderón de la Barca llevaba el auto sacramental a su más lograda culminación; es posible que La competencia en los nobles hubiera podido disputar un puesto de honor en la dramaturgia de la metrópoli: Lyday, por ejemplo, comparando a este autor con Moreto y Calderón señala: “Los juegos de palabras, apuntes y chuscadas que se encuentran en la pieza son dignos de lo mejor de estos dramaturgos” (León F, Lyday, 40).

     Más aún, se ha señalado a Cueto y Mena como a una posible fuente de inspiración para el propio Calderón en La vida es sueño.  (Historia del teatro en Colombia, 50-51).

     O sea, con esta afirmación de que Juan Cueto y Mena influyó al gran Calderón en La vida es sueño, entramos en otra “situación revolucionaria teatral”, que ya viene desde años antes con  la posibilidad de que Tirso de Molina (1579-1648), viviendo en Santo Domingo, conociera y fuera influenciado por el Entremés del dominicano Pbro. Cristóbal De Llerena (1541-1626), el primer dramaturgo nacido en el Nuevo Mundo, que escribe una obra secular con monstruos y atacando al gobierno, si se desconoce a todos los autores indígenas a los que no se acreditó al principio de la colonia[6.]

     Fueron varios los autores del siglo XVII colombiano, algunos estudios nombran al entremés titulado Laurea crítica, escrito alrededor de 1629 por Fernando Fernández de Valenzuela (1616-1677?), cuando aún era un adolescente, como la primera pieza dramática escrita en el Nuevo Reino de Granada por autor nacido en esas tierras. Fernández de Valenzuela fue un erudito precoz desde sus trece años, cuando escribió Thesaurus, una exposición sistemática de sintaxis, un repertorio de vocablos y de frases, una colección de adagios, otra de sentencias de autores antiguos y modernos sobre varios temas y una lista de sinónimos ordenados alfabéticamente. Teniendo en cuenta su entusiasmo por ser distinto, es probable que haya aportado una mirada muy personal a Laurea critica, lo cual se trata de desvirtuar usualmente. Otra obra del siglo XVII nuevogranadino, aunque perdida, es Comedia de la guerra de los pijáos de Hernando de Ospina, natural de Mariquita, Colombia. Sería curioso e importante analizar objetivamente a qué altura estaban los conocimientos dramáticos en Nueva Granada en aquella época (1610-1630); época que coincidía con el periodo en que Lope de Vega (1562-1635) creaba su teatro inmortal.[7]

     Las obras religiosas deseosas de adoctrinar a los nativos no se descuidaron de los intereses artísticos de los naturales. En La historia de las misiones de los Llanos de Casanare y de los ríos Orinoco y Meta (1736) del Padre Juan Rivero, S.J. (1681-1736),[8] se narra lo que hizo el Padre jesuita José Hurtado de Colombia, en alguna época entre 1600 o 1610 y 1640 (?), que enseñaba a los niños nativos (los niños por la mañana, las niñas por la tarde) en su lengua, a montar comedias, para que enseñaran la doctrina y sirvieran de entretenimiento a pequeños y mayores.[9] También nos cuenta que el Padre Alonso De Neira, S.J. “…Compuso muchas comedias de vidas de santos y autos sacramentales, que habían de representar los indios…” El matrimonio Marti escriben: “sin duda era en esos tiempos muy de gusto del público ver a los indios en escena chapurreando el castellano”.[10] Y aquí tenemos otro aspecto para equiparar y para juzgar: los indios eran los actores, o sea, es probable que De Neira al entender que los indios no tenían ningún interés por ver a los españoles actuar, nos coloca frente a una percepción distinta del actor y del público. Por eso de que chapurreaban el castellano, es de figurarse que eran comedias, o momentos cómicos en las obras.

     Tampoco en Colombia nos puede sorprender una situación teatral existente en otros países de las Américas en el siglo XVII, cuando se puede encontrar la presencia de negros y mulatos en las fiestas donde se escenificaban obras. Según cuenta fray Juan de Santa Gertrudis: “En el pueblo de Taminango, que se compone de ocho casas y una iglesia. Tendrá de vecindario sesenta vecinos, indios, sambos y mulatos (…) El que hacía la fiesta era un mulato llamado Antonio Méndez” (Historia del teatro en Colombia de Fernando González Cajiao, 56). En Bogotá, en la década de los veinte del siglo XIX, “en esos tiempos se formó una compañía en que representaba don Chepito Sarmiento, rechoncho y de facciones vigorosas. Era mulato…” (Historia del teatro en Colombia, 85).

     Pero, lamentablemente, ayer como hoy, no valoramos nuestro teatro latinoamericano. La causa substancial del desconocimiento, en este caso, de la dramaturgia colombiana, que se dice nula hasta el siglo XX, es la constante mirada hacia Europa. Demos una ojeada a dos ejemplo, entre muchos: en 1851, se edifica e inaugura en Bogota el pequeño Teatro Lleras, del Colegio del Espíritu Santo, en donde se escenifican obras del repertorio inglés y francés, traducidas por el rector Lorenzo María Lleras o por sus alumnos, quienes después mantendrían la actividad teatral en Bogotá y otras ciudades colombianas, con completo desprecio de las obras de los dramaturgos colombianos del momento. En 1863, un grupo de actores colombianos establecen, también en Bogotá, la Compañía Dramática, dirigida por el popular actor bogotano Honorato Barriga. La agrupación se especializaba en introducir el repertorio francés de los dramaturgos considerados “socialistas” (?).  Lamentablemente, como se puede ver, el hecho del desmerecimiento a lo nacional en particular, y a lo latinoamericano en general, es una constante que, como sabemos, no se limita solo a uno de nuestros países. Mientras existían grupos interesados en montar solo obras europeas, el siglo XIX teatral colombiano era/es rico de ejemplos importantes de la escritura teatral, unos pocos dramaturgos para demostrar esa riqueza autoral, son: Enrique Álvarez Bonilla (1848-1913);  Rafael Álvarez Lozano (1805-1845); José Caicedo Rojas (1816-1898); José Leocadio Camacho (1835-?); Mariano del Campo Larraondo (1772-1860); Mario M. Candil (1789-1841); Ricardo Carrasquilla (1827-1886);Francisco de Paula Cortés (1850-?); Ángel Cuervo (1838-?). Muchos son los dramaturgos y muchas las magnificas y, repetidamente, insólitas obras del XIX: El medico pedante (1838) del médico José Manuel Royo (1805 o 1810-1891) es una obra admirable, con unos personajes muy bien delineados. Por su lado, José María Vergara y Vergara (1831-1872), con El espíritu del siglo (1864) “se adelanta conceptualmente al teatro del absurdo y plena de humor involucra en escena al autor y al público”, según Carlos Nicolás Hernández. La riqueza teatral del siglo XIX colombiano se complementa con las dramaturgas, entre las que sobresalen: Soledad Acosta de Samper (1833-1913), una de las escritoras más prolíficas del siglo XIX colombiano, escribió cuatro obras. Waldina Dávila de Ponce de León (1831-1900), autora de Zuma, un drama indigenista en tres actos; interesada en la música y la pintura, se trasladó desde su natal Neiva a Bogotá, donde asistía a las tertulias de El Mosaico. La comediógrafa moralista Josefa Acevedo de Gómez (1803-1861) fue la primera mujer escritora de la época republicana. Silveria Espinoza de Rendón (1815-1886) fue la primera poeta colombiana reconocida en Europa y también publicada. Como respuesta a la crítica de Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873) a las mujeres españolas que escribían comedias,[11] con ironía y humor en uno de sus poemas, mostró su apoyo para que las mujeres pudieran ser lo que expresaban. Un colegio de Cundinamarca hoy lleva su nombre. La periodista y poeta Eva Ceferina Verbel y Marea (¿1856-1900 o 1920?), usó el seudónimo Flora del Campo, fue directora del colegio de niñas de Sampués, Departamento de Sucre, y publicó dos obras: En honor a un artesano y María.[12] Y, para cerrar con broche de oro estas pocas menciones de una época brillante, pero mirada de lado, tengamos en cuenta que María, la gran novela de Jorge Isaacs (1837-1895), primero fue una obra de teatro.

     El siglo XX también es un siglo que nos entrega una dramaturgia colombiana notable, gracias, entre otros autores, a: Gilberto Martínez, Orlando Cajamarca Castro, Arturo Laguado, Alberto Llerena, Geovanny Largo León, Tatán Londoño, Jairo Martínez Pérez, Juan Diego Granada Melán, Jhon David Montoya, Orbey A. Romero De La Rosa, Edgar Antonio Dixon Ortiz, Sergio Alberto Montoya, Alfredo Mejía Vélez y Javier A. Arredondo, quien escribe teatro para adultos y para niños, una modalidad importante en las Américas. Son muchos más los dramaturgos y múltiples las piezas que pudiéramos analizar, pero, debido al espacio, vamos a particularizar sucintamente cuatro obras que son muestra de la variedad de temas y estilos del teatro contemporáneo colombiano: Balada para unos zapatos rojos de Yezid Paez; Montallantas (Premio Nacional de Cultura en dramaturgia. Colcultura 1996) de Rodrigo Rodríguez; Carruaje de viejos con látigo verde (ganadora de la VII convocatoria becas de creación Ciudad de Medellín 2006. Área: Creación literaria. Género: Dramaturgia) de Henry Díaz Vargas y Ruleta rusa (Primer Premio en el Tercer Concurso Nacional Literario 1964 de la Extensión Cultural de Bolívar) de Régulo Ahumada Sulbarán.

     Comencemos con Balada para unos zapatos rojos del profesor tolimense radicado en Cartagena Yezid Páez Vargas (1950), quien la dedica a las víctimas de la masacre ocurrida en el 2016, en la discoteca Pulse, en Orlando, Florida.

La acción comienza en una zapatería, donde se encuentran Gerardo y Gonzalo. Andan preparando una fiesta sorpresa a Heliodoro. Gonzalo no está contento porque no pueden llevar sus hombres a la fiesta:

GONZALO. Me parece una locura que no invitemos hombres. ¿Qué podemos hacer unas deschavetadas como nosotras en una fiesta sin machos?

GERARDO. Pues esta vez no habrá. ¿Para qué?

GONZALO. ¿Qué para qué?… Mm, de pronto nos aparece un alma gemela. Nunca se sabe cuando nace la pasión o el amor.

     Llega Heliodoro, quien no sospecha que la fiesta que preparan sea para celebrar su cumpleaños y se enamora de unos zapatos rojos en la vidriera. Gerardo le dice y repite que son muy caros. Son franceses. En la tienda, Heliodoro pide medirse los zapatos. El vendedor no lo deja, pelean. El Hombre Uno sale detrás de Heliodoro. También el Músico del Tambor, quien ofende a Heliodoro diciéndole que “era poco mierda para un perro”. No obstante, Heliodoro continúa antojado por los zapatos rojos. De otras boutiques salen: Hombre Dos acompañado del Músico del bombo; y el Hombre Tres, seguido del Músico de los platillos. Les molesta la presencia de Heliodoro y Gerardo. Repica el tambor, y los hombres comienzan a jugar al llamado de ¡Play Ball! Se celebra la fiesta, y Gerardo no llega, pero le hace llegar los zapatos rojos a Heliodoro, cumpliendo su sueño. En medio de la fiesta se apaga la luz. Hay fuego. Los homofóbicos, afuera de la casa, sus caras cubiertas con medias veladas o pasamontañas. Los festejantes logran abrir la puerta, y van saliendo. Hay disparos. Los homosexuales van cayendo. Heliodoro corre y casi se escapa, se le cae uno de los zapatos y regresa a recuperarlo. Esta es la idea de lo que sucede en la obra.

     La obra, con un estilo exagerado muy cerca del esperpento, reflexiona sobre la otredad en/de la condición humana. En ese ambiente a simple vista ligero, Balada para unos zapatos rojos posee una expresión de gran fuerza teatral. Es una obra perspicaz, dolorosa y trágica. Los distintos personajes creados por Páez se mueven con soltura por mundos humanos paralelos (el homosexual y el heterosexual) donde el realismo y la palpitación onírica se entrecruzan y se aíslan, con humor negro, y siempre con una latente posibilidad de encarnación desde la definición de sus opuestos. El dramaturgo supo utilizar con efectividad los matices del lenguaje: la forma de hablar de los homosexuales, ligera, afectada, en contraste con la de los homofóbicos, bajo una afectación distinta. La acción, ligera y hasta cómica, en el primer cuadro, toma, igual que el diálogo, otro giro en el segundo cuadro, uno cruel, cuando los hombres exclaman: ¡Play Ball!; grito que no sólo cambia la existencia de los personajes, sino también la técnica de la obra: la persecución homofóbica es narrada por los personajes homofóbicos, como un juego de béisbol El uso del estilo narrativo deportivo es un toque especial y efectivo de Páez, que con el toque musical adecuado de bombos y platillos, que pide el autor, se convierte en un manejo teatral distintivamente atractivo.

     Con agudeza humana y teatral, el profesor y director bogotano Rodrigo Rodríguez (1964) entrelaza enredos humanos de la vida común en su premiada Montallantas, la segunda obra que nos ocupa. Con/de significados crueles por antifamiliares y hasta antisociales, pero de frecuente conocimiento en cualquier comunidad. En dos actos y un epílogo y haciendo uso de música para dar ambiente, comienza el relato el día del partido en que la selección Colombia le ganó a Argentina por un marcador de 5 a 0, con todo el significado nacional del fútbol en el mundo. La acción toma lugar en el universo cotidiano de un taller por donde, además de los dos hermanos protagonistas, la esposa de uno y concubina del otro, y la loca hija de la adultera, desfila una cantidad de pintorescos personajes, como un taxista deshonesto, un repartidor de pizzas y un ejecutivo homosexual que busca arreglar su carro. La acción nos sumerge en un mundo de trampas que dan lugar a diversos sucesos. Un barullo, que al juntarse las situaciones y los personajes construyen una estructura particular real, donde cada individuo está encima del otro, siempre enredando la duplicidad y la ambigüedad para componer imágenes escénicas sorprendentes, diálogos ágiles y sucesos (des)humanos. El autor sabe mezclar todo con ingenio, con maña para hacerlo factible para la acción que nos presenta. Es llamativa la división, nada convencional, con la que el dramaturgo trabaja: viñetas teatrales que pueden parecer independientes, pero que no lo son; nada nuevo, podríamos decir, pero es peculiar la forma en la que Rodríguez las enlaza, exigiendo, por otro lado, un director no solo creativo sino aguzado, con la suficiente capacidad para llevar a escena el estilo y la forma aparentemente disparatada, insólita, que el autor ha creado, en la que pone a la audiencia a correlacionar con aparentes enredos inútiles de diálogos y de situaciones. Un golpe de destreza dramatúrgica de Rodrigo Rodríguez, fundador del grupo Ditirambo Teatro.

     La tercera obra que comentamos es de Henry Díaz Vargas (1948), nacido en Armenia en el Departamento del Quindío, un hombre valuarte del teatro antioqueño actual, no solo como autor sino como propulsor del teatro colombiano, auspiciando jóvenes dramaturgos y editando una revista teatral. Desde niño, fue testigo de la dictadura de Rojas Pinilla y según fue creciendo fue testigo del crecimiento de la violencia colombiana. Quizás, quién escriba su biografía deba decretar como esas tristes experiencias existenciales influyeron en su dramaturgia. Miremos, por encima, la trama existencial, cruel y surrealista, o sería mejor hablar de realismo mágico, o quizás ambos, en su Carruaje de viejos con látigo verde (2006): la existencia final de unos viejos decrépitos. Los ancianos viven en un mundo fiero de recuerdos, deseos sexuales, esclavitud. Hay ataques verbales: acusaciones sexuales, maldiciones, y violencia física, cruel: Lisandro y Fonnegra lanzan a Lázaro al vacío. Es una pesadilla. Llega Floripe, y los viejos se abalanzan, peleando y golpeándose, para mamarle las tetas como cerdos. Llega La Joven con alas, desnuda, con olor de mujer joven, y les lava sus orines y porquerías. Floripe los amamanta. La Joven y el Joven con alas en un momento del torbellino existente aparecen con arneses de tiro para caballos puestos.

     Es un mundo loco, desfachatado, pero lleno de simbolismos. La dramaturgia, recordemos, no está solo en lo que se lee en el libreto original y/o se ve en la puesta en escena, también puede estar en lo que no se dice, en lo que la obra nos hace pensar. Estas tres obras que comento, como toda buena obra, debe ser interpretada adecuadamente por el director que tutela a los actores. Lamentablemente, frecuentemente en los escenarios de las Américas, prima el entretenimiento sobre la búsqueda de una estética, de la creación de movimientos donde surjan o se hagan fuertes dramaturgias y actores. Lamentablemente, se critica desfavorablemente a las dramaturgias nacionales americanas, cuando deberían ser un espacio de circulación, de formación, de intercambio y de diálogo entre si, con montajes correctos, con lo más avanzado, igual que hacen con la escena contemporánea “internacional”. En Carruaje de viejos con látigo verde, nuevamente el teatro latinoamericano ofrece un reto a un director inteligente y creativo, y brinda la oportunidad a los actores para su mejor lucimiento histriónico. Al incorporar adecuadamente elementos dramáticos, fantasiosos, y creencias religiosas, cual vorágine en medio de la realidad, Díaz Vargas logra una representación de la congoja humana cuando ya no se es joven, haciendo que nos preguntemos si la verdadera evolución humana proviene del cambio de uno mismo dentro de la sociedad o, por el contrario, emana de la sociedad per se imponiéndose sobre nosotros; sobre todo cuando es dominada por un tirano con un látigo en mano. El manejo de los personajes y de la situación, con mucho humor negro (nunca debe verse como una comedia), nos hace reír de la decrepitud de estos viejos y de las vidas que hoy tienen. Sin embargo, nos estremecemos cuando oímos reflexiones, que nos deben hacer pensar, como: “Es la vergüenza de la edad… Es la vergüenza de no ser hombre. Cuando se es viejo no se es hombre… Se es un barullo de recuerdos de la infancia, de la adolescencia, de nada. Se es recuerdo”.

     Del gran dramaturgo cartagenero Regulo Ahumada Sulbarán (1925-2010) es Ruleta rusa, la cuarta obra trascendental a la que nos referimos en este breve recorrido por el teatro colombiano. Conozcamos la situación: Capuleto y Torcusa llegan al bar y comienzan a filosofar (Capuleto: No es propio de filósofos desfilosofar.) y ordenan bebida con la desconfianza del Dependiente y del Mesero. Se forma una discusión (Capuleto: Al sentarme en esta mesa lo hice para un debate de ideas, no para asistir a una refriega de vasos y botellas.). La discusión toma rumbo existencialista con la entrada de la Damisela y del Lustrabotas. Damisela, cuyo destino es el sexo, se acuesta con Torcusa; ataca a los dos hombres con una navaja. Torcusa la asfixia (Torcusa: Otra vez solos, sin perturbaciones de sexo.). Solos hasta que llega Proteno con la muerte, que no se ve, pero a la que desea matar. La muerte lo convence a jugar a la ruleta rusa. La escena es violenta. Sorpresivamente, el final no es totalmente el esperado.

     Ruleta rusa es una obra existencial, con manipulaciones del realismo mágico, que trasciende más allá de la poesía del lenguaje, de la concepción de la trama y de la intensidad de la emoción con que Ahumada Sulbarán crea una estructura teatral que lleva a la trascendencia mística captada a través del carácter de formas abstractas y simbólicas de la situación, y de los personajes retratados en/bajo una luz de acusaciones y reproches negativos.

     Cuatro obras creadoras de mundos marginales cotidianos que podemos identificar. Mundos surrealistas; sexuales; violentos, hasta crueles; pero, humanos por ser partes del mundo grotesco que nos rodea y del que el teatro latinoamericano hace gala. Estas cuatro obras son teatro universal, bajo diferentes miradas y con diferentes estilos y técnicas dramatúrgicas, que muestran la riqueza del teatro colombiano contemporáneo.

 

 

 

NOTAS:

[1] Acaso eran/son indios (de la India) los habitantes del mal llamado Nuevo Mundo. Por eso, uso cursiva para ambas “palabras”. Quizás un día corrijamos equivocaciones que arrastramos por siglos.

[2] Aunque se habla de 1830; lo cierto es que la idea de construir un teatro se le ocurrió a José Tomás Ramírez (¿-1824), un subteniente de Artillería, negociante y amante del teatro, en 1792. Por eso su primer nombre fue Coliseo Ramírez. El teatro tiene una interesante historia, que, entre otras cosas, incluye intrigas por parte del Arzobispo de Bogotá, Baltasar Jaime Martínez Compañón y Bujanda (1737-1797) para que no se llevara a cabo. El Arzobispo no pudo convencer a Ramírez y hasta llegó a lanzar una siniestra profecía sobre el teatro: “El constructor del teatro perdería su fortuna y el día de mayor concurrencia, se desplomaría el edificio sobre las cabezas de los espectadores”. Las funciones comenzaron en 1793, al terminarse la construcción. El teatro ha sufrido varias modificaciones y cambios de nombres. Hoy se erige como el Teatro Colón.

[3] La Confederación Muisca compuesta por diferentes gobernantes muiscas (Zaques, Zipas, Iraca y Tundama) en las tierras altas andinas centrales. El área, actualmente llamada Altiplano Cundiboyacense, que comprende los actuales departamentos colombianos de Boyacá, Cundinamarca y partes de Santander. Según algunos estudiosos, la Confederación Muisca fue una de las confederaciones de pueblos mejor organizada en el continente sudamericano

[4] En Celso Narciso Teletor: Apuntes para una monografía de Rabinal. Mencionado por José Cid Pérez y Dolores Martí de Cid (Teatro indoamericano colonial, 1970, 40). O sea, es obvio: lo no-español es patente, y la presencia del actual llamado posmodernismo es igual de patente. ¡Era un teatro especie de realismo mágico, adelantado a las loas españolas de la época! Yo lo clasifico como modernismo colonial.

[5] Todo depende del concepto que se tenga de rústico. Si se aprecia con mirada europea eran escenografías de la edad de piedra.

[6] Sobre ambos y otros autores trato en Teatro latinoamericano para los escenarios, trabajo en progreso con idéntica intención a Teatro cubano para los escenarios. Compendio de setenta y una obras de todos los tiempos (Editorial OLLANTAY, 2018).

[7] José María Vergara y Vergara. Historia de la literatura en la Nueva Granada, tomo 12 de las ediciones del Banco Popular de Bogotá, 1974, 71. Citado por Fernando González Cajiao en Historia del teatro en Colombia, 45-46.

[8] Historia de las misiones de los llanos de Casanare y de los ríos Orinoco y Meta. (Bogotá: imprenta de Silvestre y Compañía, 1883. Libro V, 336.  Esta historia debería ser texto en todos los estudios de historia de bachilleratos de las Américas. Además, es una epopeya increíblemente interesante. Algunos capítulos se encuentran en el cyber espacio.

[9] Enseñar a los niños a hacer teatro. ¿cuántos precedentes existen? Los prehispánicos, ya lo hemos visto, tenían niños actores que interpretaban mariposas. ¿Hay referencias en España o el resto de Europa? ¿Y en la Grecia antigua?

[10] Reseña histórica del teatro en México. 1538-1911, 3ra. Edición. México: edit. Porrúa, 1961. Tomo I. Mencionado por José Cid Pérez y Dolores Martí de Cid: Teatro indoamericano colonial, 1970, 36.

[11] https://medium.com/@GisselleMac/mujeres-periodistas-del-siglo-xix-d9df16c8edc3

[12] Ver mi artículo “Dramaturgas del siglo XIX”, aparecido en BAQUIANA (Enero-Junio 2023, Año XXIV, Números 125-126).

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PEDRO R. MONGE RAFULS

Nació en Placetas, Cuba (1943). Después de vivir en Tegucigalpa, Honduras, y en Medellín, Colombia, donde estudió filosofía, se radicó en los Estados Unidos. En Chicago, co-fundó el Círculo Teatral de Chicago, el primer grupo de teatro en español del Medio-Oeste estadounidense. En 1977 fundó OLLANTAY Center for the Art, en Queens, New York, y en 1993 OLLANTAY Theater Magazine, revista bilingüe dedicada al estudio y difusión del teatro latino en los Estados Unidos, como también al teatro latinoamericano. Como dramaturgo, ha incursionado en varios estilos que van desde la comedia, la comedia de humor negro y el drama. No se ha detenido en un solo tema sino que tiene una preocupación en la situación que genera la inmigración de los latinoamericanos y la situación de los marginales en una urbe fastuosa como Nueva York. La problemática que genera el exilio cubano es otra constante en su teatro. Su teatro busca la relación directa entre las técnicas tradicionales y las nuevas técnicas que incluyen la imagen y los efectos visuales no-teatrales. Su obra Nadie se va del todo (1991) ha sido motivo de diversos estudios críticos. Ha sido publicada, aparte del español, en traducciones en alemán y coreano. En 1994 inauguró el programa “El autor y su obra” en el prestigioso Festival de Cádiz, España. Es texto de estudio en cuatro universidades de los Estados Unidos y de Valencia, España. Varias de sus obras han sido producidas Off-Broadway o en teatros regionales. Varias han sido traducidas al portugués y al alemán. Algunas de sus obras están escritas originalmente en inglés. Ha sido publicado en varias antologías latinoamericanas y españolas, y en la segunda antología de teatro latino de los Estados Unidos, de TCG, la editorial americana más importante del país. En dos antologías alemanas, una de autores latinoamericanos exiliados. Ha ofrecido talleres de dramaturgia en Guanare, Maracaibo, Barcelona y Caracas (Venezuela), así como en Cartagena (Colombia) y en distintas ciudades de los Estados Unidos, en inglés o español. Ha sido contratado varias veces por la ciudad de Nueva York para impartir talleres de dramaturgia en centros comunitarios en diversas partes de dicha ciudad. Ha sido jurado de importantes concursos teatrales (también de artes visuales y literatura) en importantes organizaciones culturales, oficiales y privadas, de los Estados Unidos y América Latina. Ha participado en los más importantes festivales de teatro y ha sido panelista de innumerables conferencias alrededor del mundo y del National Endowment for the Arts, la organización del gobierno de los Estados Unidos que, desde Washington, otorga ayuda a todas las organizaciones culturales de los Estados Unidos. Ha escrito veintiocho obras, con estilos que van desde el realista a la comedia y al surrealismo. En 1990, le otorgaron el Very Special Arts Award, en la categoría “Artist of New York”, concedido por el Kennedy Arts Center, de Washington, D.C. En el 2011 le dedicaron la Feria del libro hispana/latina de New York y, en el 2014, los profesores Elena Martínez y Francisco Soto, del sistema universitario de New York (CUNY) antologaron Identidad y Diáspora: El teatro de Pedro R. Monge Rafuls, un volumen con veinticuatro trabajos sobre su dramaturgia, por igual número de críticos e investigadores. En el 2018 salió publicado su Teatro cubano para los escenarios. Compendio de setenta y una obras de todos los tiempos. Un trabajo de exploración del teatro cubano desde sus comienzos hasta el 2016.

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