BAQUIANA – Año XXV / Nº 129 – 130 / Enero – Junio 2024 (Opinión I)

NERUDA Y EL TEATRO

 

por

 

Guillermo Arango

 


Una obra tan copiosa y variada como la de Neruda nos ofrece siempre alguna sorpresa. Entre otras: la sorpresa de que el poeta chileno, en un breve momento de su larga carrera literaria, se convirtió en autor dramático. En 1966 apareció en Santiago, publicado por Editora Zig-Zag, Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, obra que el propio Neruda en nota preliminar califica de “tragedia”, pero también define como “jeu d’esprit…, melodrama, ópera y pantomima”. Neruda se autodefine como “aprendiz de teatrero” y señala que la obra nació en parte por la evolución y transformación de un libro de poemas, La Barcarola, inspirado por su amor a Matilde Urrutia, libro inédito todavía en 1966. En la nota preliminar, ya citada, Neruda confiesa una influencia literaria en su drama: Un drama japonés “Noh” que vio en Yokohama, del que “no entendió ni jota”, pero en el que figuraba una procesión fúnebre que lo impresionó profundamente. ¿Hasta qué punto debemos aceptar esta declaración del poeta? Un problema constante, eterno, es el que los autores no dicen siempre la verdad cuando de definir influencias en sus obras se trata. Probablemente el cortejo fúnebre de Fulgor… se inspira en la obra japonesa; los parlamentos en que Murrieta expresa su amor por su esposa Teresa tienen su origen en La Barcarola. Faltan, sin embargo, otros ingredientes. Se necesita señalar la presencia del teatro épico de Brecht. Y además señalar que el tema elegido por Neruda sugiere una fuente inspiradora que quizá el autor no quiso confesar por creerla poco “digna”. El héroe de la obra es Joaquín Murrieta, y este “bandido noble”, transformado y modificado ligeramente por Hollywood, apareció como protagonista de una larga serie de films de la época temprana de Hollywood, en general confiados a la actuación de Douglas Fairbanks. En la serie El Signo del Zorro, el héroe defiende los derechos de todos los “buenos ciudadanos”, en contra de un Gobierno injusto, cruel y caótico, a veces compuesto por tiranos mal definidos; otras, por “vigilantes” improvisados también crueles. Todos, en  nuestra infancia y adolescencia, hemos visto estas películas o las series que las han continuado. Además de conquistar a las mujeres, el Zorro es prudente, valiente, defensor de los pobres, aristócrata, a la vez defensor de la justicia y “fuera de la ley”. En casi todos los detalles Zorro coincide con Joaquín Murrieta, figura histórica que asociamos con los días de “la quimera del oro” californiana: también de Murrieta se afirmó que había protegido a los habitantes hispanohablantes del territorio californiano contra los abusos de la chusma de aventureros y buscadores de oro, la gente dura de habla inglesa que había cruzado el oeste para hacer fortuna y no respetaba ningún derecho, ninguna ley. Neruda convierte a Murrieta en chileno, algo que no ha sido aceptado por la mayor parte de los historiadores que se han ocupado de esta figura; algunos sugieren que Murrieta nació en Sonora, Méjico; otros, que fue hijo de un ingeniero llamado Ross y de una madre de origen español o hispanoamericano.

     Todo lo cual nos ayuda a comprender que la obra de Neruda, Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, es, desde luego, una obra “americana” del “Lejano Oeste”, y centrada en un héroe, de dimensiones épicas. Pero, ¿es ópera, es tragedia, es melodrama o pantomima? Es, ante todo, creemos, “ópera épica”, tragedia épica con coros y música, con bailes desfiles y cortejos, espectáculo lírico-dramático. Por lo menos es esta la intención del autor, y así fue representada en 1967. Pero creemos también que Neruda, al acercarse por primera vez al teatro —y en su forma más elevada, la tragedia operística—, necesitaba algún modelo. Este modelo, probablemente, lo encontró en el dramaturgo Bertolt Brecht. Ya en 1929, Brecht había escrito una “ópera moderna” —amarga, grotesca, desgarrada— sobre un tema del Lejano Oriente: Grandeza y decadencia de la ciudad de Mahagonny. No hay que olvidar los muchos años que Neruda vivió en la Europa Oriental, y en particular en Alemania Oriental, específicamente en Berlín, sede del “Berliner Ensemble”, compañía creada y dirigida por Brecht, y que representaba continuamente las obras del dramaturgo durante los años en que Neruda visitaba Berlín. En forma directa o indirecta, es más que probable que el poeta chileno conociese a obra de Brecht. Las semejanzas entre la pieza de Neruda y la del dramaturgo alemán son muy abundantes. En ambos casos hallamos un trío de pobres mineros que llegan de tierras lejanas —Brecht los hace llegar de Alaska, Neruda de Chile—, mineros que van a ser víctimas de los bandidos del Oeste. Otros elementos comunes: personajes pintorescos, estafadores, escenas de burdel, finales patéticos y épicos que exaltan la muerte del héroe; danzas, coros “griegos”, y, sobre todo, el tema esencial es el mismo: un héroe frustrado frente a la corrupción del oro, de la avaricia y la altivez del dinero, la corrupción del capitalismo norteamericano. En ambos casos se trata de lo que podríamos llamar una “tragedia marxista”. En la obra de Neruda hallamos matices de conciencia racial que no encontramos en la de Brecht. En el discurso del indio Rosendo Juárez, que relaciona el destino de su pueblo con el destino del grupo de Murrieta, el grupo hispánico y chileno, se evoca el tema noble de la Araucana, se suscita la posibilidad futura de que indios y españoles se unan algún día para hacer frente al explotador de ambos.

     Y, sin embargo, las diferencias interesan tanto como los puntos en común. Si bien Jimmy, el héroe del drama de Brecht, es un héroe imaginario y, en cambio, el de Neruda es personaje real, histórico, nos parece que Jimmy se proyecta como muy real, muy auténtico, en tres dimensiones, con momentos de fuerza y debilidad; los tres “villanos” que se le enfrentan parecen también de carne y hueso: se emborrachan, bromean, se quejan de su suerte; todos se ven a sí mismo como víctimas de un sistema, todos se sienten culpables en mayor o menor grado. En la pieza de Neruda, en cambio, el héroe, Murrieta, es impecable: las fuerzas que lo atacan quedan pintadas en colores oscuros; son, como indica su autor, prefiguraciones del Ku-Klux-Klan, seres encapuchados, sin rostro. Dejando aparte un bello diálogo lírico entre Murrieta y su esposa, el héroe no habla con voz propia: oímos la voz del coro griego, o bien la voz del autor, comentando la acción o previendo el resultado futuro de la misma; vemos, pues, a Murrieta a través de la personalidad de Neruda o a través de voces colectivas; llegamos a creer que Murrieta es Neruda. El poeta se halla presente por doquier en su drama de esplendor y muerte, medita acerca de la ocasión, juzga la moralidad de su hagiografía y violencia, vindica las hazañas de su héroe fuera de la ley, crea puentes, justifica, revela. En el episodio final, la Cabeza de Murrieta invoca al Poeta-tras-la-obra y sabe que el Poeta es un “Deus-ex-Machina”. El héroe empieza por ser un fantasma; su muerte no nos sorprende; al contrario, todo en el texto de Neruda la señala y la prepara. Murrieta es “un-héroe-para-la -muerte”. Toda la obra queda polarizada en el desfile funeral en que culmina.

     Lo mismo que para Brecht, para Neruda el objetivo de su teatro es, ante todo, didáctico, es decir moral. Y, en este caso, exalta el patriotismo chileno. Los bandidos norteamericanos, disfrazados de policías, atacan la bandera chilena, violan a las mujeres, y asesinan a los chilenos. Pero el coro predice que “No tenemos temor ni terror. No será derrotado el honor. / Serán respetados por fin el color de la piel y el idioma español”. Es un teatro épico —y didáctico— el de Neruda. ¿Hasta qué punto se ajusta a las normas de Brecht? El teatro épico de Brecht se basa en ciertos principios que lo distinguen de la tragedia o el drama tradicionales, “aristotélicos”. Para Brecht. La tragedia o el drama identifican demasiado al espectador con los personajes y la acción: la catarsis, cuando llega, deja al espectador exhausto, sin comprensión ideológica clara de lo que ha ocurrido y sin fuerzas para modificar el mundo exterior. Su teatro épico, al contrario, mantiene al espectador a distancia, lo extraña de la acción, para que vea más claro por qué las cosas son como son. Pues bien: en Fulgor… sí hay catarsis —todo el Cuadro Sexto, con la “Muerte de Murrieta”, el “Lamento”, el “Coro femenino”, el “Coro viril” y, el final, el parlamento de la Cabeza del Murrieta y el Coro Cantando—. Nos fundimos con la colectividad doliente, sufrimos con el héroe asesinado; en lugar de reflexionar, sentimos un éxtasis de dolor y lágrimas y un deseo de “salir a matar gringos”. No es, pues, un teatro reflexivo y didáctico a la manera de Brecht; sí, una obra variada, a veces alegre, otras pintoresca, picaresca, llena de baile y de música, henchida de dolor y de indignación; obra que se agita sobre nuestras cabezas como una bandera lírica; obra que, partiendo de Valparaíso, acaba en la tierra ensangrentada de California. Obra eminentemente poética con evidentes fallas —el héroe no queda bien dibujado, interviene muy poco—, pero con empuje lírico, con momentos de gran dramatismo, y sobre todo en su variedad, en sus bruscos cambios de escena, sus numerosos y pintorescos personajes, su música y su coreografía, obra para ser vista, no leída: obra de gran espectáculo al servicio de un mensaje concreto quizá demasiado sumario. Obra, en fin, de un aprendiz, pero de un aprendiz de genio.

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GUILLERMO ARANGO

Nació en Cienfuegos, Cuba (1939). Es poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado siete libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011); El año de la pera tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012); y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha publicado un libro de ensayos literarios Visiones y Revisiones (2020) y siete libros de obras teatrales bajo el sello de Ediciones Baquiana: TeatroTodos los caminos, Nube de verano, La mejor solución (2016); Teatro IILos viejos días perdidos, Entre dos, Encuentro, Ensayo de un crimen (2017); Teatro III Retablillo del amor rey: Un testigo veraz y La petición de Rosina, Una proposición decente, Las dos muertes de Gumersindo el indiano, Romance de fantoches (2017); Teatro IV ─  Mañana el paraíso, Noche de ronda, La corbata roja, El uno para el otro, Mi hermana Vilma, Dos trenzas de oro, El plato del día, Espejismo, Coto de caza, Los pescadores (2018); Teatro VAdagio, Un lugar para vivir, La ruta de las mariposas, El parque de las palomas, El viento que pasa (2019); Teatro VI ─ Hoy es siempre todavía, La recepción, La familia de Adán, Propiedad en venta, A la luz de un relámpago; y Teatro VII ─ Un día de reyes, Esos juegos del amor, Una corona de flores  (tres comedias en tres actos). Ha sido becado en tres ocasiones por la National Endowment for the Humanities. Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro “Alberto Gutiérrez de la Solana”, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. Ha publicado y presentado trabajos de investigación literaria en revistas y congresos nacionales e internacionales. Es miembro de diversas organizaciones literarias y profesionales. En octubre de 2016 le fue concedido el Premio Ohio Latino Award por su excelencia literaria. Reside desde hace varias décadas en el estado de Ohio, EE.UU.

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