BAQUIANA – Año XXIV / Nº 127 – 128 / Julio – Diciembre 2023 (Poesía III)

FOTO SECCIÓN POETICA

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ROBERTO GARCÉS MARRERO 

Nació en San Juan de los Remedios, Cuba (1984). Antropólogo, filósofo, narrador y poeta. Participa en los proyectos Letras y Poesía y Microlectivo. Escritos suyos han aparecido en revistas literarias como Primera Página, Nagari Magazine, El Narratorio, El coloquio de los perros, Herederos del Kaos, Freibrújula, Letralia, Nefelismos, Letraheridos, Extrañas Noches y en blogs como El Claroscuro e Incoherencias. Actualmente reside en la Ciudad de México.

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HASTA PRONTO

 

                           A Domingo, por esa despedida que no tuvimos

 

Nunca supe que quería a mi abuelo.

 

Lo vi poco.

Rara vez escuché a su marcado acento guajiro

llamarme por mi nombre,

con esa leve sorpresa final en cada palabra.

 

No sé si me quiso:

era demasiado confusa

su mirada de algas.

Simpre hubo algo en él que quedaba lejos.

 

Muchos infartos

le rompieron el corazón a mi abuelo

y no lo sintió, no lo supo,

como no supo decir te quiero a sus hijos,

como no supo ser padre,

como no supo hablar nunca.

 

Pero mi abuelo guardaba poesía en su alma con remiendos:

me llevó en su tractor a ver cómo llovía azúcar desde la tolva de un ingenio,

me dijo que pusiera la mano:

mi palma, pequeña, sorprendida, atrapó aquel dulzor vivo, caliente, vibrante

y lo llevé a mi boca como quien comulga torrejas

que se vuelven tomeguines.

Mi abuelo me regaló el sabor del azúcar recién hecha.

 

Mi abuelo era un poeta que no tuvo palabras:

quién sino un poeta regala sensaciones,

como aquel mediodía cuando me llevó a una cantera abandonada,

en la que solo quedaban pedazos de una loma y su esqueleto.

Con un gesto me enseñó la belleza del correr del viento

sobre la destrucción humana,

sobre lo ya inútil:

la belleza del olvido.

Había una soberbia soledad en el aire.

En su rostro arrugado, solemne

pude reconocer la nostalgia que habían sentido todos mis ancestros,

esa añoranza por quién sabe qué,

que marca más a mi familia que el apellido.

 

Así era la belleza que identificaba a mi abuelo,

solo yo la vi, creo.

Pero olvidé que lo quería,

o no lo supe nunca,

hasta que ya no pude despedirme,

hasta que kilómetros de mares me separaron de su tumba.

 

Otra vez mi abuelo me enseñó

cómo corre el aire sobre las soledades,

donde el olvido y el abandono,

se hacen hermosos

y que se no necesitan palabras que, en realidad,

no existen.

 

  

EN UNA EXPOSICIÓN DE REMEDIOS VARO

 

Floto,

en círculos de flores de zompantle

mientras gatos de helecho

bailan en felinas bacanales.

 

Un hombre lechuza guarda a la luna en una jaula para pájaras.

¿Cantará la luna enjaulada?

¿Cantará la jaula?

 

Pero la gente,

siempre oscura,

eclipsan los cuadros,

miran a otra parte/ se toman selfies.

Los veladores del museo

gritan, como capataces enloquecidos.

¡Avancen más rápido!

¡No se detengan!

¡Hagan espacio!

 

Hacer espacio…

Es tu voz, querida Remedios,

la que habla a través de estos seres apurados y apuradores.

Cuánta sabiduría en tan casual frase.

Hacer espacio es algo alquímico,

o

ciencia inútil, a lo mejor dirías.

 

Pero el muchacho a mi vera huele a muerte,

quizás ya no pueda hacer espacio,

quizás ya sea espacio vacío,

a la espera de una multitud de estrellas que aún no nacen.

Se pierde en la multitud,

que no hace espacio para su olor a muerte.

 

Felinos vegetales bailan con una mujer despeinada que sale del psicoanalista

llevando la cabeza del terapeuta:

la utilizará para hacer pócimas,

o quizás, para hacer espacios

para guardar estrellas.

 

Salgo del último cuadro:

una galaxia se me escapa de la boca.

 

 

EL BANCO EN EL QUE NO SE SENTABA NADIE

 

Este era un banco azujeleado,

en un barrio viejo.

 

Cubierto de hojarasca, recuerda.

Tantas parejas se besaron sobre él.

Tantas conversaciones

de amor, de odio, de reconciliación, de ruptura.

 

El parque se fue llenando de hierbas,

bolsas de plástico,

botellas de refresco, papeles sin dirección.

Presenció asaltos,

fue la cama de personas sin hogar,

lo hicieron urinario.

 

Perdió el lustre de sus azulejos.

 

El banco añoraba cálidas posaderas,

solo tuvo el consuelo de recibir ardillas retozantes.

Se cuarteó su cemento,

Se quebró por dentro.

No hay fuerza más destructiva que el olvido.

 

Hoy demolieron el banco en el que no se sentaba nadie.

Sus restos, dispersados en un maloliente basurero.

En su lugar no construyeron nada que lo sustituyera.

Ni siquiera eso.

 

 

TRAUMAS

 

En mi infancia los osos discutían con zorras

y los cuervos perseguían liebres.

Mis libros de cuentos,

editados en Moscú o Leningrado,

contaban sobre amapolas y trigales a las orillas del Volga.

En los dibujos animados,

animales nunca vistos

hablaban raros idiomas,

luego supe que eslavos.

Nunca los entendí.

 

Alguna vez comí melocotones búlgaros en conserva.

 

Recuerdo a los adultos hablar de la gran Unión Soviética,

de Checoslovaquia y Yugoslavia.

Luego, en tono más bajo, escuché sobre muros cayendo,

sobre alguien llamado Gorbachov

y una tal Perestroika.

No entendí tampoco:

ya tenía la costumbre.

 

Aquella revista de jugosos colores

con nombre de satélite

a la que me abalanzaba

buscando atisbos de lugares maravillosos

de rara toponimia

no volvió a ser vendida.

El almuerzo en la escuela

se reducía,

como las sonrisas que me rodeaban,

como las latas de leche condensada

y de carne rusa.

 

Apagones eléctricos.

Almas apagadas.

Personas enflaquecidas.

Gatos devorados en la desesperación.

Dudas, frustración, discursos,

más apagones

y un hambre feral.

 

Un día,

camino a la escuela,

pasé frente a una verja.

Un niño tras ella me sonrió.

Turbado, volteé el rostro:

me pareció demasiado bello para que me sonriera.

Mañana le sonrío, me prometí.

Al día siguiente

pasé frente a su casa desmantelada.

Supe que había huido en balsa hacia los Estados Unidos

mientras yo dormía

y sus vecinos robaban todo lo que su familia dejó detrás.

No volví a saber de él.

Guardé tan bien la sonrisa

que le llevaba preparada,

la más espléndida que tenía,

que nunca volví a encontrarla.

 

Comencé a escuchar

sobre otros países, vi revistas en otros idiomas.

 

Llovieron puntos suspensivos…

 

Y aquí estoy,

casi cuarenta años después,

sin haber visto nunca la nieve

que cubría mis cuentos infantiles,

pensando que las noches blancas moscovitas

quizás sean otra mentira

como los osos que hablan con zorras,

como el glorioso futuro del proletariado.

 

 

CONFESIÓN

 

No sé vivir.

Nunca he aprendido.

Ya no sé si aprenda.

Quizás vivir es un talento que no tengo,

como jugar baloncesto,

como soportar a la gente.

 

Creí que vivir era leer a Proust y a Dostoievski,

ver a Bergman y a Almodóvar,

recitar poemas de Lezama,

cantar con Paganini,

discutir sobre Cioran y Nietzsche

y ver teatro nō.

Creí que vivir era un acto estético.

 

Resulta que la vida es el lecho de Procusto

de la ingenua estética.

—Y mío, agrego.

 

No quisiera caer en ese increíble acto de arrogancia de considerar

que algo es válido solo si lo comprendo.

(Hasta me da miedo pensar algo así: puede que me escuche ese monstruo ciego

que llaman karma)

 

No entiendo qué es vivir,

verbo tan abstracto.

¿Será sinónimo de respirar?

Sí, respiro a veces…

¿Será tener signos vitales?

¿No es eso una falacia?

 

Intento comprender, quizás por eso no sé vivir.

Quizás sea la vida válida o vívida,

no sé,

no entiendo, ya te digo, nunca entiendo.

 

Tanto verso para decir algo tan simple:

estoy perdido.

 

 

APEX AFFECTUS

 

Perfumando con absenta mis encías sangrantes

quiero agradecer el aún no haber muerto.

Violeta le dio las gracias a la vida

para luego suicidarse:

quizás sea más prudente mostrar gratitud a la muerte

por bendecirnos con su ausencia,

brindando por esos efímeros flashazos de eternidad, no siempre abundantes,

no siempre reconocibles.

 

Recuerdo mi primer sueño:

caminaba con mi mamá por un sendero rodeado de agua,

mientras nos cubrían cientos de libélulas.

 

Solo dos sonidos me han tocado el alma:

el llanto del duduk,

el grito del shofar.

 

He visto más sabiduría en la mirada de un perro al que le acarician la oreja

que en las cátedras de filosofía de muchas universidades.

 

Cuatro hombres desnudos, sudando sobre una cama,

son cuatro cristales calobares a punto de quebrarse.

 

Casi eyaculé la primera vez

que sentí cómo el despegue de un avión me arrancaba de la gravedad.

 

Un Domingo de Resurrección, la eucaristía:

en la noche se transparentaba mi cuerpo,

vi las luces que llevo dentro.

 

Creí derretirme dentro de un temazcal,

mientras la migraña abría en dos mi cráneo

y extrañas sombras furtivas corrían entre las ruinas cercanas.

 

Del tráfago de cosas inesenciales que nos diluvian,

solo tenemos estos atisbos de la vida misma.

Mi aura se conforma de estos chispazos

reveladores del Ser tras el ser.

 

Caminé de mano de la Santa Muerte

por las calles más peligrosas de Ciudad de México:

con ella aprendí esto

y algo más

que prometí no contar,

al menos no en estos versos.