BAQUIANA – Año XXIV / Nº 127 – 128 / Julio – Diciembre 2023 (Opinión)

LA VISIÓN ALUCINANTE DE VICENTE ALEIXANDRE: POEMAS DE LA CONSUMACIÓN

 

por

 

Guillermo Arango

 


En 1928, Vicente Aleixandre publica Ámbito, su primer libro de poemas, y cuarenta años más tarde nos entrega un nuevo volumen, Poemas de la consumación, un libro breve pero inmenso en su magnitud espiritual. Está dividido en cinco apartados con un Intermedio —característicos en muchos libros de Aleixandre—: “Conocimiento de Rubén Darío”. El poemario, sorprendente no ya por la calidad de su poesía, a la que el autor nos tiene acostumbrados, sino por la novedad de tono y de tema que el libro nos brinda, por la visión de la existencia que en él se contiene. Una vez más nos admira la capacidad de Aleixandre para renovar su pensamiento poético y su expresión, sin dejar por ello de ser fiel a sí mismo y a su poesía. Porque si es posible hablar ante este poemario de un nuevo Aleixandre, no es menos cierto que el lector reconoce en seguida en ellos al autor de tantos otros admirables libros, que en su conjunto expresan un mundo poético absolutamente personal e identificable. A la abrumadora intensidad del libro habría que añadir, como apéndice, el poemario Diálogos del conocimiento, publicado en 1977, que sigue en muchos aspectos la modalidad meditativa del poemario en cuestión: en este caso son diálogos entablados entre personajes simbólicos abstractos.

     Pero, ¿qué quieren ser y qué son estos Poemas de la consumación que he calificado de sorprendentes, cuya publicación coincide con el setenta aniversario del poeta? La respuesta no me parece difícil: una honda mirada lírica desde la altitud de la edad, a los sueños, recuerdos e iluminaciones de una existencia que alcanza la madurez última, y que es contemplada y penetrada hasta el fondo con implacable lucidez. Vuelve Aleixandre, tras la mirada abarcadora del existir total de hombre en su libro En un vasto dominio —en el que la materia cantada no era ya el mundo personal del poeta, sino la realidad exterior, el mundo de los “otros”—, vuelve, digo, a dirigir su mirada ahora hacia sí mismo, hacia su propia y última soledad, hacia los seres, fantasmas, sueños y desolaciones que han poblado su vida, y que aún dejan en él un reguero de luz o de sombra. Bastará, para comprobarlo, recorrer los títulos de algunos de los poemas de este nuevo libro —como “El pasado: Villa Pura” (27), o “Visión juvenil desde otros años” (31), o “El poeta se acuerda de su vida” (82)—, o leer un poema de tan evidente tono autobiográfico como “Horas sesgadas” donde encontramos:

               «Durante algunos años fui diferente,

               o fui el mismo. Evoqué principados, viles ejecutorias

               o victoria sin par. Tristeza siempre.

               Amé a quienes no quise. Y desamé a quien tuve.»  (20)

Mirada poética personal que cala en lo humano revelando valores fundamentales. Todo esto nos hace recordar aquella penetrante sentencia de Dulce María Loynaz “el pasado es un tiempo elemental”.

     Pero lo importante no es tanto el mundo hacia el que hora vuelve el poeta su mirar, como el registro de esa mirada, al que le corresponde la especial entonación de su voz.  Porque esa voz y esa mirada —voz y mirada de quien llegó a la vejez— ya no cantan, exultantes, un paraíso o un cuerpo, una montaña o un corazón. No cantan, sino sueñan u olvidan con palabras alucinadas a veces, como un delirar lúcido en voz baja, como un susurro o soliloquio inspirado que el poeta parece decirse así mismo, no a los otros, en la soledad y en la penumbra de su gabinete. Todo desde una ladera aún humana, pero ya más cerca del acabamiento final que del pujante vivir. Se subraya así esa sombra patética de la soledad que nos empuja hacia adentro. Lo que no quiere decir que la entonación sea tenue e indiferente. En las palabras del poeta viejo no sólo hay sapiencia sino dolor y tristeza, delirio y desolación, como en esas últimas sonatas de los grandes músicos, lejos ya de la melodía brillante y armoniosa, y más cerca de la desolada pasión que presiente otras luces, otros sones: el sombrío llamar de la muerte, la vacía luz de la nada.

     “Urgencia, sufrimiento, el drama y el peligro son condiciones necesarias para la creatividad”, asevera el artista M. Heizer. Pero el viejo aquí no alza la voz ni el ademán. Contempla en silencio, sueña o recuerda. Mas su mirada es invisible, como su figura, y la vida le ignora. Es como si un cristal opaco, como si un turbio fanal le envolviese, haciéndole invisible de las miradas jóvenes. El enfrentamiento, puramente de situación, de la vejez a la juventud, actúa como una coordenada esencial del libro, y su expresión más evidente la encontramos en el poema “Los viejos y los jóvenes” (16), y en el titulado “Los años”, al que pertenecen estos versos:

               «…Pero los años echan

               algo como una turbia caridad redonda,

               y él marcha en el fanal odiado. Y no es visible

               o apenas lo es, porque desconocido pasa, y sigue envuelto.

               No es posible romper el vidrio en el aire

               redondos, ese cono perpetuo que algo alberga:

               aún un ser que se mueve y pasa, ya invisible.

               Mientras los otros, libres, cruzan, ciegan.

               Porque cegar es emitir su vida en rayos frescos.

               Pero quien pasa a solas, protegido

               por su edad, cruza sin ser sentido. El aire inmóvil.»  (14-15)

     Se entenderá mejor la concepción del poeta si advertimos que la juventud es, en estos poemas, identificada con la vida. “Vida es ser joven, y no más”, afirma Aleixandre en el breve poema “No lo conoce” (73), como también nos dice, identificando vida y amor, “Quien pudo ser no fue. Nadie le ha amado” (48). Por eso el viejo, en quien el amor —la vida— se ha consumado, ya no vive sino contempla y recuerda. De igual modo que, mientras vida —juventud— es libertad, el joven ama el mundo, libre, el viejo siente la prisión —de opaco cristal— el invisible muro que le separa de la vida. Y a veces, como en el estupendo poema “Rostro final”, cuando contempla su rostro acabado, su imagen degradada por la vejez, ya máscara hilarante entre rejas.

               «Allí, tras ese rostro un grito queda, un alarido

               suspenso, la gesticulación sin tiempo…

               Y allí entre hierros vemos la mentira final. La ya no vida.» (23)

     Inseparable el tema de la juventud —como dispensadora del amor— encontramos en no pocos poemas el tema del beso, motivo frecuente en libros anteriores del poeta. El beso recordado, que llora y cae como lluvia mojando el alma vieja del poeta en el hermoso poema “Llueve” (80); el beso como muerte, como oscuridad final que alumbra otra luz cegadora en “Cueva de noche” (83); los besos como el mar, como las olas y algas que vuelven siempre en “Como la mar, los besos” (29). Pero es en otros dos poemas donde el tema alcanza una significación más intensa. Me refiero al brevísimo “Quien hace vive”, en que los besos están vistos como la memoria del amor:

               «La memoria del hombre está en sus besos.

               …..

               Contar la vida por los besos dados

               no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria.» (93)

nos dice el poeta, y por igual en el aún más breve “Beso póstumo” (91), en que se canta el beso como algo que no muere, que brilla aun a solas cuando los amantes ya no existen “Porque él es cuerpo cuando ya no estamos”. Aunque en otro poema anterior, “Visión juvenil desde otros años” (31), había dicho lo contrario: que el beso acaba, como acaba el amor. No nos extrañen estas contradicciones, frecuentes en el libro, porque ellas participan en la visión en buena parte alucinante del libro, como fruto de un alma compleja y contradictoria, en que delirio y realidad cruzan sus caminos y sus luces.

     No podía faltar tampoco el tema de la muerte en un libro escrito desde “la última ladera”, y en cuyo título la palabra “consumación” dice bien expresivamente la atmosfera de acabamiento, de final de una vida, en que quieren situarse los poemas. Por ello, la visión de la muerte que ofrece el libro está ya muy lejos de la que nos presentaban otros libros capitales del poeta (pienso en poemas como “La muerte” de La destrucción o el amor, y “Muerte en el paraíso” de Sombra del paraíso). Aquí la muerte no está identificada con la gloriosa consumación del amor, ni se canta como la llama destructora de una pasión fulgurante, o como una forma irresistible de belleza, sino como el lento inevitable acabamiento de una vida. Es una visión anti-romántica la que ahora contemplamos. La muerte es decadencia, degradación, y también —como ya vimos en el poema “Rostro ideal”— máscara grotesca, mentira devastadora. Pero —otra contradicción— “la dignidad del hombre está en su muerte”, nos dice el poeta en el poema “El límite” (92). Es la dignidad de la verdad, de esa verdad quietísima, engolfada, de la muerte de los “bultos miserables”, que contempla el poeta en otro breve poema, “Los muertos” (85), que lleva al frente un verso del Dante: “Ma guarda e passa”, y que nos hace meditar en aquel desolado verso de Rilke: “la penosa tarea de estar muerto”. La muerte como paz, como sueño final del hombre, es el tema de otro poema realmente conmovedor, “Por fin”:

               «Y de pronto, la postrera palabra,

               la caricia del agua en la boca sedienta,

               o era la gota suave sobre los ojos ciegos,

               quemados por la vida y sus lumbres.

               Ah, cuánta paz, el sueño.»  (36)

 Y no falta tampoco la consideración de la muerte vista desde el abrazo final —“el beso último”— de la tierra, en “El enterrado” (98). Pero quizá sea en “Cercano a la muerte” (86) y “Ayer” (87), poemas unidos por un verso que se repite en ambos, donde el tema de la muerte ofrece un tratamiento más original, aparentemente menos dramático. El verso repetido —“ese telón de sedas amarillas”— es aquí un símbolo de ese vivir último cercano al momento final, vivir sereno que ya sólo contempla, vacilante, un ocaso. Telón o cortina última que un soplo empuja, y otra luz “apaga”… “que un sol aún dora y un suspiro ondea”. Versos de un lirismo fervoroso, impaciente. Ondear último, postrer sonido de una vida que contempla su trama en esa seda lenta que aún cruje:

               «Trama donde el vivir se urdió despacio, y hebra a hebra

               quedó, para el aliento en que aún se agita.»

               Ignorar es vivir. Saber, morirlo.»  (88)

La muerte aquí no es trágica ni gloriosa, sino lento suspiro, luz quietísima, puro y desmayado sonido:

               «Dormir, vivir, morir. Lenta la seda que cruje diminuta,

               finísima, soñada, real. Quien es signo,

               una imagen de quien pensó y ahí queda.»  (87)

     Todo el libro está como velado por una cenicienta luz amorosa, que es como el halo, ya pálido y siempre triste, del amor. Aleixandre ha celebrado el amor como fuerza natural ingobernable, que destruye todas las limitaciones del ser humano. Pero es en este poemario, sobre todo en la parte V y última del volumen, cargada de poso amoroso, y en donde las palabras del amor se hayan más teñidas de tristeza. En el poema “Tienes nombre” nos dice como el nombre de la amada llena la vida del amante,

               «Tu nombre,

               pues lo tienes. Toda mi vida ha sido eso:

               un nombre. Porque lo sé no existo.»  (100)

 tema este ya tocado por Aleixandre en otros poemarios especialmente en Historia del corazón, aunque con tratamiento distinto. Para el poeta como para Simone Weil “el amor no es consuelo, es luz”.

     Entre las características de composición lirica podemos observar la superposición temporal: vida y muerte, juventud y vejez. Parte del procedimiento de Aleixandre está en un tipo de poema muy breve —a veces de cinco o seis versos tan sólo— y el uso de versos y frases cortas, de un apuramiento extremado del lenguaje. Y es un lenguaje acendrado y, como hemos dicho, de muy corto fraseo, de modo que los versos suenan a veces como densas y viejas sentencias o definiciones, como zumo de verdades: “Para morir vasta un ocaso” (19), “Mi juventud fue reina” (39), “Vida es ser joven y no más” (73). Tenemos, por igual, el uso de imágenes o metáforas negativas para crear distanciamiento: “Quien pudo amar no amó. Quien fue no ha sido” (48), “Porque quien vio y miró, no nació. Y vive” (81), “Nació y no supo. Respondió y no ha hablado” (104). En otro aspecto, ya desde el primer poema “Las palabras del poeta” (11), encontramos el estilo típico aleixandrino de reunir la “o” identificativa como aparato expresivo: “las palabras… las aún no prometidas o dichas”, “Como el eco o la luz que muere allá”, “momentos de delicia o de ira, de éxtasis o abandono”, “las palabras dejadas o dormidas”.

     Hay también en Poemas de la consumación, giros que recuerdan el procedimiento surrealista inicial (1928-1932) del poeta, inspirado por los precursores de ese movimiento estético, y todavía patentes en Espadas como labios (1932), La destrucción o el amor (1935), y Sombra del paraíso (1944).  Así, este poemario en cuestión se beneficia de una técnica de maestro.

     Quizá en ningún otro libro de Aleixandre es tan frecuente el uso de los infinitivos: “Volar. Vivir. No / puedo / no debo / recordar” (28), “conocer no es lo mismo que saber” (41). Las palabras del poeta suenan como un susurro o una meditación, sin ninguna elevación de la voz. No hay apenas interrogaciones, tan frecuentes en los libros anteriores del poeta sevillano, y pueden contarse muy pocas frases exclamativas en todo el libro. Porque aquí lo que escuchamos es una confesión en voz baja, entreverada a veces del lento delirio de un sueño o de una alucinación. Tenemos así la parte tercera del libro que es especialmente rica en poemas alucinados e irracionales, tan hermosos como “El cometa”:

               «Un niño mira y cree.

               Ve los cabellos largos

               y mira, y ve la cauda

               de un cometa que un niño izó hasta el cielo.»  (55)

 o en “Si alguien me hubiera dicho”:

               «…La luna cayó en aguas.

               El mar cerróse y verdeció sus brillos

               Hace mucho, muchísimo

               que duerme.»   (58)

Confesión dramática —estética materialista de un pesimismo cósmico—, hecha desde una conciencia abrumadora del fin de la vida, de que no hay ninguna esperanza tras ella. Cada poema ofrece un equivalente tangible al concepto de la consumación. Por eso es un libro desolado y trágico, en el que el poeta ha tenido que eludir todo brillo, toda sonoridad halagadora, para darnos su más desnuda e íntima palabra, la más próxima al silencio y a la opacidad de la muerte. La creatividad llega, nos dice Ceslaw Milosz, de una “orden interna para expresar el sentimiento y la verdad”. Creo que en la extensa obra lírica de Aleixandre habrá que situar estos Poemas de la consumación a la altura de los más hondos y extraordinarios del poeta.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Aleixandre, Vicente, Poemas de la consumación. Barcelona: Plaza & Janes, S.A., Editores, 1968. Impreso.

——, Diálogos del conocimiento. Barcelona: Plaza & Janes, S.A., Editores, 1977. Impreso.

 

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GUILLERMO ARANGO

Nació en Cienfuegos, Cuba (1939). Es poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado siete libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011); El año de la pera tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012); y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha publicado un libro de ensayos literarios Visiones y Revisiones (2020) y siete libros de obras teatrales bajo el sello de Ediciones Baquiana: TeatroTodos los caminos, Nube de verano, La mejor solución (2016); Teatro IILos viejos días perdidos, Entre dos, Encuentro, Ensayo de un crimen (2017); Teatro III Retablillo del amor rey: Un testigo veraz y La petición de Rosina, Una proposición decente, Las dos muertes de Gumersindo el indiano, Romance de fantoches (2017); Teatro IV ─  Mañana el paraíso, Noche de ronda, La corbata roja, El uno para el otro, Mi hermana Vilma, Dos trenzas de oro, El plato del día, Espejismo, Coto de caza, Los pescadores (2018); Teatro VAdagio, Un lugar para vivir, La ruta de las mariposas, El parque de las palomas, El viento que pasa (2019); Teatro VI ─ Hoy es siempre todavía, La recepción, La familia de Adán, Propiedad en venta, A la luz de un relámpago; y Teatro VII ─ Un día de reyes, Esos juegos del amor, Una corona de flores  (tres comedias en tres actos). Ha sido becado en tres ocasiones por la National Endowment for the Humanities. Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro “Alberto Gutiérrez de la Solana”, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. Ha publicado y presentado trabajos de investigación literaria en revistas y congresos nacionales e internacionales. Es miembro de diversas organizaciones literarias y profesionales. En octubre de 2016 le fue concedido el Premio Ohio Latino Award por su excelencia literaria. Reside desde hace varias décadas en el estado de Ohio, EE.UU.

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