BAQUIANA – Año XXIV / Nº 127 – 128 / Julio – Diciembre 2023 (Narrativa)

CRISÁLIDA BALBUCIENTE

 

 por

 

Emilio Sierra García

 


     Mamá dice que no moriré, que me transformaré en mariposa. Me ha contado que fui una crisálida en su tripa que se hizo luz y empezó a llorar de alegría al entrar al mundo. Dice que yo siempre he llorado de alegría, que soy su alegría, incluso ahora que estoy enferma. Piensa que no sé llorar de otra manera o por otras razones, pero no es cierto. A veces lloro porque no entiendo lo que dicen los médicos en voz baja delante de mí, sabiendo que estoy, pero como si no estuviese; lloro porque no puedo dormir de dolor, pero tampoco quiero que me den más pastillas aunque estas sean contra el insomnio. Lloro porque me gustaría tener una vida normal.

     El otro día le dije a mamá que quería llevar una vida normal y me dijo: “¿y qué es normal, Thais, preciosa?” La verdad es que esa respuesta me dio mucho que pensar. Recordé las palabras del médico resbalando sobre mis oídos para caer directamente sobre el estómago y sonsacarle unas cuantas lágrimas. Sí, así es, el estómago también llora. Algunas veces. Llora en esos momentos en los que la cabeza no procesa y el corazón prefiere no mirar. La mano de mamá sobre mi hombro suave en el tacto, áspera por su impotencia. Sé que se hubiese cambiado por mí en ese mismo instante. Todo eso no tenía nada de normal.

     Vida normal: nacer, crecer, estudiar, divertirse, trabajar, reproducirse, envejecer, morir. Vida normal, lo que se dice normal, en el fondo no existe. Hay una vida predecible, programada, sana y saludable, pero al final siempre acabas pasando por un hospital o en el cementerio. Mamá, yo no sé qué es normal, pero sí sé lo que es mi vida. Los desfiles por la habitación del hospital de conocidos que se hacían extraños. Tú siempre sentada a mi lado. Seguías poniendo tu mano, ya no en mi hombro, sino sobre mis dedos, cubriendo con su calor el tibio frío de mis huesos. Creo que las dos habíamos sido nombradas acompañantes de la soledad de la otra, por eso la soledad no era la única compañía. Su ternura llenaba y cubría esos enormes vacíos que creemos sólidos cuando nos sentimos débiles.

     Thais tenía su vida normal. Había entendido a sus diecisiete años más sobre la vida que la mayoría de la gente. Tenía su vida y un tumor cerebral canceroso primario. Un astrocitoma. Unas células llamadas “astrocitos” se habían rebelado y se habían invitado a sí mismas a la rutina de su cuerpo sin horario alguno con convulsiones, dolores de cabeza y náuseas. Su vida normal. El piar de los gorriones cerca del castaño que asomaba a su ventana. Sus largos discursos sobre una alegría que está más allá de lo que estaba tan cerca. El perro callejero milagrosamente limpio que deambulaba en el patio de las basuras. Su cola en una carrera intermitente hacia la dicha por la posible captura de una sombra esquiva. El sabor dulce de la gelatina del hospital de la que la madre le hablaba, con una tímida sonrisa, como el manjar reservado a unos pocos. Su mano de nuevo sobre su cara. Nunca una caricia le había dicho tanto. La sonrisa cansada desde el incómodo sillón. Alguien por las noches le acunaba los sueños. Los bombones de avellana que no podía comer, pero que, sin probarlos, ya le sabían a lo más profundo de las entrañas de este mundo. Las palabras entrecortadas de las visitas como lluvia que cae delicada. La enfermera del turno de mañana que labraba con esmero el tacto con la vía. El color del cielo anaranjado por las tardes y las nubes asaltando un sol inexpugnable. Esas pequeñas cosas le decían que existía un inmenso amor en todo lo pequeño que se le entregaba. Ese amor no anulaba el miedo y el dolor, pero hacía que los mirase no como el único hilo que tejía el tapiz de su historia. Al fin y al cabo, tenía solo diecisiete años y una vida normal.

     La madre, para entretenerla, le había hablado de una Thais de otro tiempo. Se habían hecho amigas. Sentía que su vida era parecida a la suya. La otra Thais también vivía en una habitación encerrada. No podía salir, aunque la causa era porque ella no quería. Era la única diferencia entre ellas. Ella también estaba enferma, pero con una enfermedad de las que no se ve, en la mente o algo así. Esa dolencia le había llevado a quemar todo lo que tenía y a meterse en una habitación que había sido sellada con plomo, dejando solamente una ventanita diminuta para que le dieran de comer. En la corte, puesto que antes vivía en un palacio, había dicho que le habían sido prometidos placeres que superan todo deseo, acrobacias del espíritu que hacían sonrojar a la pobreza de la carne. En el fondo, tenía miedo al mundo que había conquistado ya que Thais era la mujer más hermosa y famosa de su tiempo. Pero no era miedo, era cansancio. Se había cansado de sonreír, de entrelazarse en otros brazos. Estaba extenuada de ir de una boca a otra boca siempre con sed. La sed produce aspereza. Thais también había llorado mucho, a solas, sin miradas inoportunas que le pudiesen quitar lo único que realmente era suyo: las lágrimas. Rescatada de los tersos cuerpos palaciegos, de la tortura que encubre el deleite, de los miembros arrancados y pútridos y de los garfios del comercio en las costillas, podía llorar en su habitación excavada en la montaña en medio del desierto. Ya no tenía espectadores, no los necesitaba. Salió del castillo para los proscritos, de un prostíbulo de inmundos ladrones de ideales miserables donde se ejecutaba a la gente, aunque siguiesen con vida. En su caverna tenía la luz, ya no daba más culto al cadáver, a ese frágil meteoro que envejecería con el paso del tiempo. Un fuego artificial esplendoroso y espeso que, al amanecer, no sería más que un palo quemado y ennegrecido. La Thais del pasado era una extraña inspiración para la Thais del futuro. Por sus respectivas enfermedades las dos Thais habían visto todas las ciudades del planeta y habían caído en la cuenta de que los hombres son estatuas que se mueven y nunca duermen. Siempre necesitados de que alguien les meza. Nada les apasionaba y se consideraban prisioneras en fuga constante hacia el infinito. Thais del pasado en su oscura cueva de la Tebaida y Thais del presente en la habitación 413 del hospital. La comedia humana marchaba ante ellas como un cortejo cabizbajo, sin dar lo que prometía, sin decir lo que no debería callar. Y por la noche arañas, águilas y tigres las acechaban y se abalanzaban sobre ellas. Las dos niñas habían sido galgos persas, que, veloces, se habían recorrido a sí mismas. La Thais del pasado también fue torpe y amarga zarza, seca, dura y espinosa. Fácil para el fuego. La Thais del presente tenía numerosos seguidores en Instagram. El dolor pulido en una pantalla atrae, el opaco resplandor de una historia triste que no se sabe cómo va a acabar siempre merece atención ajena.

     En el desierto florecían las presencias. En el hospital el silencio era un murmullo. El vacío de la arena se extendía ante sus imaginaciones como un diáfano laberinto. El lugar de la libertad. Compartían cilicios. La Thais del pasado de acero mal forjado. La Thais del presente en su reservorio con la quimio ardiendo a lo largo de sus venas. Casi cien mil kilómetros de ardor percutiendo cada milímetro de vida exangüe. Millones de desiertos hormigueando bajo la piel. Sus frías figuras crepitaban como carne muerta a manos de los golpes de la muerte que viene y no se va. Ayunaban. La Thais del pasado solo comía cada dos días. Un mendrugo de pan acompañado por un vaso medio lleno de agua. Un aljibe la conservaba fresca. Thais esperaba a que se atemperase. La Thais del presente tomaba gelatina y unos batidos de nutrientes porque el resto de los alimentos le producían náuseas de más. Hacía mucho tiempo que no tenía hambre.

     Todo el mundo vive desnudo huyendo de algo. Da igual lo pausados que parezcan que dirigen sus pasos o sus vidas. No importa que vistan bien, con prendas caras o bien descritas por la moda del momento. Todo el mundo vive desnudo huyendo de algo. Thais no. Thais huía buscando algo o a alguien, como una sonrisa que brilla bajo la ceniza. Las enfermeras la visitaban con frecuencia. Sus amigos la escribían mensajes a cada instante. Cuando te encuentras con alguien así, que no huye y que resulta estar revestida de algo distinto que no es ropa, no puedes dejarle escapar. Caminar al borde de la plenitud, sin tener nada, tan solo a un paso total de la carestía, eso es vivir. Relucían en ellas las tres cortantes evidencias que habían encontrado en el desierto de la Tebaida y el desierto del hospital. Tres evidencias comunes que sostienen la savia de lo humano: la sed, el polvo y una fuente inesperada.

     Mamá me había contado la historia al completo. Me caía bien aquella Thais. Me hacía sentir menos desamparada. Le daba a mi nombre un gustillo a antiguo, como si fuese importante. Me hacía pensar que, quizás, en alguna época futura, mi historia también iba a ser contada y escuchada, y ayudase a otras Thais a no sentirse únicas. Ser única es una carga demasiado pesada. No únicas, pero sí admirables. Pasaban mis días y yo sabía que estaba peor. Sabía que tarde o temprano dejaría de hablar. Dejaría de estar despierta. Dejaría de respirar. Me moriría. Pero la Thais del pasado también había muerto y no pasaba nada. Era algo normal dentro de una vida normal.

     Las mariposas viven poco tiempo. Una semana, un mes como mucho. Yo diecisiete años y dos meses.

     Lat markiosas pueseb cvoñar.

    Se sumió en el silencio. Los astrocitos tenían prisa. Habían carcomido ya gran parte del cerebro y apenas le dejaban espacio dentro del cráneo. Se habían reproducido y otra operación era inviable. La quimioterapia había hecho el resto. La salud es un lento asesinato que retarda lo inevitable. Una crisálida balbuciente que pasó de una vida normal reseca al desierto de la clínica y, de aquel desierto, a una vida extraña e imperceptible. Se le había arrancado sin permiso la máscara de cera que, hasta entonces, poco a poco, la rutina y las muchas cosas que solemos hacer le habían puesto en la cara. Se sumió en el silencio anhelando pasear por un campo de lavandas de esa mano que, fría y tibia, siempre había estado a su lado mientras durante meses había estado muriéndose lentamente. Bueno, según mamá, transformándose en mariposa.

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EMILIO SIERRA GARCÍA

Nació en Madrid, España (1988). Poeta y narrador. Estudió Teología y Filosofía en la UESD, donde recibió el doctorado en Filosofía con una tesis sobre Estética, libertad y el problema del mal. A lo largo de los años de docencia en la Universidad (CEU y EFI) ha podido participar con distintas comunicaciones en congresos en Denver, Texas, Lublin, Zagreb, Madrid, Irán e Indonesia. Ha sido finalista del premio Adonáis en los años 2016 y 2017 con los poemarios “Versos para nadie” y “Silentium y otras voces”, respectivamente. Ha publicado sus poemas en revistas como Piedra del Molino y La Poesía alcanza. Tiene publicado los ensayos:  Providencia y casualidad (Palabra, 2019) y Pensar la libertad con Pareyson. Una razón que acoge el mito (UESD, 2021). En poesía, ha publicado el libro: Versos para nadie (Editorial Amarante, 2022). En fecha reciente recibió el premio “La Nunca Poesía” de Ediciones Oblicuas por el poemario Estupores. Dicho poemario también fue finalista en el X certamen nacional de poesía “Antonio Fernández” (2023). 

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