BAQUIANA – Año XXIV / Nº 127 – 128 / Julio – Diciembre 2023 (Cuento II)

NO SEAS ASÍ

por
 
Armando Figueroa Rojas

 


     Por lo menos hoy hace un día bonito. Parece que el cielo y la primera línea del mar están posando para una foto. El aire luce tan limpio que la cordillera central, en vez de esconderse a lo lejos detrás de sus nubes bajas, se ve con claridad desde aquí.  En la avenida Main, los cruza calles de lona y los semáforos que cuelgan del cableado se mecen despacio con la brisa, mientras las palmas reales abren orgullosas sus pencas altas en abanico.

—No viene nadie —le digo a Willy.

     Los chamacos de Bay Gardens llegarán a la cancha de baloncesto al atardecer, cuando refresque y prendan las luces, con ganas de jugar hasta tarde en la noche. Por mí, bien; que lleguen cuando les dé la gana y echen su juego. He dejado la bola debajo del canasto. Yo pienso quedarme aquí en lo alto de las gradas con Willy, fumando pasto y sintiendo en la cara el viento que nos llega húmedo y caliente del mar, y sigue su camino sin prisa hacia el interior.

     Allá, donde hoy se ven tan cercanas las montañas, al tocar la masa fría del bosque el aire salado cuaja el agua que lleva dentro, ennegrece el cielo y hace llover largo y tendido. Pero eso es monte adentro; en esta hondonada donde levantaron Bay Gardens, tal como se ve el día, hoy no cae ni una gota del cielo.

     De todos nosotros, Willy es al único que no le gusta el baloncesto. Lo suyo es estarse quieto y mirar el juego. O pasarse horas aquí leyendo los libritos de fantasías que roba en Walgreens. Tremendo personaje el Willy: espejuelos de culo de botella, huesitos finos como bejucos, cara de nene sabihondo. Y esa mirada suya que en verdad nunca está en las cosas o en la gente que tiene delante.

     El mundo le resbala; en eso nos parecemos.

     Hoy, en vez de estar practicando tiros de falta, Willy me ha encontrado a la sombra de las gradas, fumando hierba. Este es el mejor lugar de la urbanización para arrebatarse la cabeza sin miedo a que algún vecino te llame la atención. A esta hora la mayoría de la gente está dentro de casa o en tiendas y oficinas, huyéndole al calor; sólo algún que otro carro atraviesa a las millas la Main y sigue de largo hacia dondequiera que vaya.

     Si el sol se pone muy bravo, Willy y yo daremos una vuelta por el shopping center de Bay Gardens, donde por lo menos el aire acondicionado es gratis. Pedimos un combo de pizza de pepperoni y frozen en Walgreens, para matar los munchies. Y nos ponemos a mirar los estantes, como si fuéramos a comprar algo, hasta que aparezcan los encubiertos de Seguridad a sacarnos de la tienda a punta de macana. Con esos tipos lo mejor es no bregar.

     En el cielo avanzan nubes casi disueltas, como manchas de leche, y pequeños claros de azul que aparecen y desaparecen. Es el capricho del viento, que anda sin saber si sopla liviano o no sopla nada, o lo deja para más tarde. Al sol, en cambio, le da igual lo que hagan el aire y las nubes. Desde allá arriba se va dejando caer por su propio peso, sereno en su calor. Para mí que es el único en toda la isla que tiene claro de dónde viene y a dónde va. Puedes contar con que mañana estará aquí a primera hora haciendo lo suyo, esté nublado o no. Pasado también. Y la semana que viene.

     Willy me pide luz para prender el grullo gordo que acaba de enrolar. Por lo que tengo visto, Bay Gardens por fin ha regresado hoy, manso, al orden natural que sabe de memoria. La tranquilidad se abulta en todo lo que uno tiene al alcance de la vista. Será porque con el pasto, la mente encuentra a la primera el mejor lugar para cada cosa. Y hasta uno mismo siente que está justo dónde quiere quedarse el resto de la vida.

—Ayer, por la tarde, el viejo mío regresó a casa, después de una semana perdido —quiero contarle a Willy.

     En esa semana mi mamá no quiso que saliera a buscarlo por las barras y billares de Bay Gardens. Con todo y que va a misa los domingos, me confesó que, por ella, más valdría que esta vez lo encontraran tumbado boca abajo en un callejón, muerto a tiros; o dentro del carro, al fondo de un barranco. Así ya sólo sabríamos de él por el periódico, o el noticiero de la televisión.

     Mi mamá es nerviosa, pero la verdad es que tener a mi viejo en casa pone nervioso a cualquiera Se pasa los días y las noches sin trabajar, durmiendo en el sofá o en mi cama; si sale es a los bares, para luego llegar a casa de madrugada, o no llegar.

—El tipo no es fácil.

     Según mi mamá, mi padre se está tirando poco a poco al desperdicio. Y, que la perdone Dios, si es lo que él busca, que acabe de abrir él mismo un boquete hondo y oscuro para enterrarse debajo de su propia porquería. Eso sí, no va a permitirle que se agarre a los que tiene más cerca para que se hundan con él.

—Reconocí el traqueteo del Falcon alineando delante de la marquesina.

     El hombre había salido un día bien temprano, limpio, oliendo a perfume y peinado con brillantina. Vestido todo de blanco. Se llevó el carro de mi mamá, porque el suyo, en teoría, estaba en el mecánico. Dejó dicho que no lo esperaran a la hora del almuerzo: iba al centro de la isla a atender un negocio, y lo más seguro es que terminara tarde. Conociéndolo, esa noche tampoco lo esperamos en casa.

     Ahora volvía hecho leña: sin afeitar, oliendo a ron, a días de sudor y suciedad, con la ropa manchada. Unos chorros colorados le salpicaban la guayabera y los pantalones de lino, incluso los zapatos de charol. Pero, aparte de un ojo morado, estaba entero. En la pelea que se metió en algún bar de mala muerte seguramente le dieron un tajo a un infeliz, pero no fue a él.

     De repente en la cancha, canastos, aros, mallas y hasta las líneas pintadas encima del cemento pulido se mueven en cámara lenta. El poco aire que sopla se estira despacio, como un chicle reblandecido por el calor. Son muchas las cosas que pasan a la vez debajo de las gradas. Pero todas se distinguen, claritas, como quien se mira los dedos de la mano bajo la luz del sol. Y los va contando despacio, para no equivocarse, desde el meñique hasta el pulgar. Los cinco que son. Ninguno se parece al otro, pero todos trabajan juntos a la hora de pegar un sopapo, de rebotar una bola contra el suelo, de hacer un grullo y fumarlo.

     La hierba que me traje hoy es especial, difícil de encontrar en Bay Gardens. Rubia colombiana la llaman. Por sus moñas amarillas, resinosas, que brillan hasta en lo oscuro. Da un arrebato sereno, tan largo que parece no acabarse nunca. Después de lo de anoche, llevo horas por fin sintiéndome chévere de mente y cuerpo, gozando el día tan claro que nos hace.

     Willy ya tiene los ojos chinos y la lengua trabada. Aunque da igual que la lleve suelta, porque, como a cada rato le digo, sólo la tiene para que le sepa la comida. Eso sí, el hombre, aunque no lo parezca, sabe escuchar. Sé que me entiende: de vez en cuando mueve la cabeza de arriba abajo, completamente de acuerdo con todo lo que digo, puede que hasta adivinando lo que pienso.

     Un remolino de nubes prietas amaga con lluvia, soltando un par de gotas que hoy no vienen a cuento. De pronto un carro blanco con cristales tintados aparece en la Main, reduce la velocidad delante de la cancha y sigue de frente. No lleva marcas, pero aquí todo el mundo sabe que es de la Policía. Al final es sólo una llovizna pasajera: las nubes siguen el camino del aire, ahora con más impulso.

—Mi vieja estaba trancada en su cuarto, con seguro.

     En verdad quería que fuera yo quien bregara con él. Le habría encantado que, nada más entrar por la puerta, lo mandara a las candelas del infierno, donde debería quedarse toda la vida; porque del infierno mismo había salido. Allá iba a sentirse más a gusto, dañándose y dañando a los demás. A cada rato mi mamá dice que le gustaría ser hombre como yo, nada más que para poder partirle la cara al otro.

—La mujer había llegado matada del trabajo, en guagua.

     Entonces mi padre vio su maleta empacada en medio de la sala. Y un par de bolsas negras de basura con el resto de sus cosas, tumbadas en el suelo como dos pedazos de carne muerta. Parpadeó, trató de sacudirse la borrachera de la frente, y me miró fijo, pidiéndome una explicación.

     Mi mamá llevaba toda la semana esperando a que apareciera a recoger sus motetes y saliera de casa para siempre. Según ella, ya no había nada que hablar con él, me atreví a decirle.

     El hombre recorrió la sala con su mirada caída, para mí que haciendo el inventario de lo que iba a perder: el sofá, la mesa de centro, los adornitos y las fotos de familia, los cuadros de montes y playas clavados a la pared. Yo me dije: éste se va a ofuscar y quizá hasta se pone violento. Pero no, lo que hizo fue coger un sixpack de cervezas de la nevera y sacar sus bultos de la sala.

—Al final, mi viejo sólo estuvo un rato en casa.

     Después de meter la mudanza en el baúl del carro, se puso a gritar en medio de la calle. Que, por su madre, (se besó los dedos en cruz), ahí mismo, delante de casa, iba a abrirse la vena gorda del cuello. Porque lo suyo era una enfermedad de nacimiento, para la que no había médico, ni cura, ni ayuda del cielo. ¿Para qué iba a seguir viviendo? ¿Qué ganaba esperando el día de mañana? Si mañana seguro que amanecía peor que hoy, como si Dios la hubiera cogido con él. Dijo otro montón de cosas que no entendí.

     Pero yo tenía claro que lo de desangrarse en la cuneta, enfrente de casa, era solo un show. El viejo mío se quiere demasiado como para matarse así porque sí. Cuando se cansó de montar escándalo, para que los vecinos se enteraran, me pidió que lo llevara a buscar su carro. Era lo menos que un hijo podía hacer por su papá. ¿O yo también iba a fallarle?

—Salí con él, en el Falcon de mi madre.

     Me dio las llaves del carro, porque él no estaba para ponerse delante del guía. Como solo tengo licencia de aprendizaje, cogí la Main bien despacio desde el principio. Callados, le pasamos por delante a la cancha, que ya tenía los postes de luz prendidos, y continuamos hacia las montañas del interior. Atrás dejamos el shopping center, las últimas manzanas de Bay Gardens, todavía en construcción. A la tercera cerveza, a mi padre le dio por conversar.

—Me dijo que tenía que contarme una vaina importante.

     En esta vida hay que ser duro, si no la gente te pasa por encima, sin compasión. Un buen día, como acababa de sucederle, tus panas de siempre, los que te conocen de nombre y apellido, van a virar la cara al verte en la calle y hasta querer borrarte del mapa de la isla. ¿Por qué? Por mala fe. Este mundo está lleno de mala fe.

     De todos modos, no quería hablar de él, sino de mí.

     En las primeras curvas cerradas de la cordillera central, nos metimos en tremendo aguacero. El cielo se hizo una masa prieta que se revolvía y estrujaba contra sí misma, dejando caer a plomo su sobrante de agua.  Yo tenía que adivinar el trazado de la carretera, bajo una lluvia tan gruesa que ponía el aire más negro de la cuenta. Iba a veinte millas por hora, con las luces largas y los wipers al máximo.

     Mientras subíamos los picos y sus sombras, los bosques de bambúes y yagrumos amenazaban con dejarse caer desde lo alto para cortarnos el paso. Ya veía el Falcon de mi mamá patinando en la brea encharcada, saltando el murito de seguridad y cayendo y dando vueltas de trompo por uno de aquellos riscos profundos, cubiertos de yerbazales. Hasta el fondo del valle habría, por lo menos, doscientos pies.

—Al final no me dijo nada: se quedó dormido en el asiento.

     Mi pana Willy descansa desparramado encima de las gradas, con los ojos casi cerrados. Se le ve de lo más feliz, a lo mejor pensando en cosas que no son, o en las personas inventadas de sus libros. Pero no está en condiciones para acompañarme andando media milla hasta Walgreens.

—Pasamos la mudanza a su carro y regresé a Bay Gardens.

     Cansado de repartir luz el día entero, el sol se hunde despacio en la última línea del mar, la misma que separa el día de la noche en toda la isla. Quedan quince minutos de claridad, veinte a lo sumo.  Las pencas de las palmas reales de la Main van juntando poco a poco las sombras que ahora trae la brisa. Parecen crecer en la penumbra, sin miedo a la oscuridad del cielo.

     Por fin empiezan a llegar los demás; los muy pendejos, sin la menor idea de que van a quedarse con las ganas de tirar bolas al canasto. De haber luz, se podría jugar hasta muy tarde, como siempre. El problema es que ya no hay luz, ni la habrá hasta mañana, cuando amanezca.

     Anoche, a la vuelta de mi viaje a las montañas, dejé alineado el Falcon de mi mamá en la avenida, un rato nada más, en lo que desbarataba a pedradas el alumbrado de la cancha. Fui de un poste a otro, lo más rápido posible por si aparecía gente.

     Tan ofuscado estaba, que ni una bombilla sana dejé.

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ARMANDO FIGUEROA ROJAS

Nació en Camagüey, Cuba (1957). Narrador, traductor y profesor. Salió de Cuba a una edad temprana, realizando sus primeros estudios en Puerto Rico. Sus estudios universitarios los llevó a cabo en universidades de Estados Unidos (University of Maryland y Columbia University), obteniendo un doctorado en Literatura Latinoamericana en Columbia University en Nueva York. En la actualidad reside en Madrid, España, donde trabaja como traductor y profesor de cultura y literatura latinoamericana en programas de “study abroad” de universidades estadounidenses, principalmente en Middlebury College y New York University (NYU). Ha colaborado con distintas publicaciones periódicas, como el periódico El Mundo y la revista literaria Quimera, y ha publicado relatos en la revista Quadrivium (Puerto Rico) y la revista Monteagudo (Murcia, España).

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