BAQUIANA – Año XXIV / Nº 127 – 128 / Julio – Diciembre 2023 (Cuento I)

EXTRAÑA MARIPOSA

 

por

 

Juan Carlos Dido

 


     La vio revolotear en el balcón; se posó sucesivamente en varias flores; se confundió con las piedritas de colores de los maceteros, hasta que, después de algunas acrobacias para evitar que la brisa la arrastrara, entró al departamento y se detuvo delicadamente sobre el cuadro del paisaje de campo, que tanto le gustaba a Arturo. Él la había seguido atentamente en las cabriolas del balcón. Ahora, detenida, con las alas juntas como un solo triángulo leve, pudo observarla despaciosamente. Era maravillosa. La belleza se multiplicó cuando extendió las alas y permaneció inmóvil, como si supiera que era minuciosamente examinada. Colores fosforescentes, tornasolados, metálicos, relucientes, exhibían todo su esplendor. Arturo acercó una mano lentamente. Las alas se agitaron en vibrátil temblor y el frágil insecto inició un vuelo irregular por la habitación, hasta que se fue aproximando, sobrevoló en insistentes giros sobre la cabeza de Arturo y finalmente se animó a posarse en un hombro.

     Arturo consideró ese gesto como una muestra de confianza. Despacio le fue arrimando un índice extendido, a modo de invitación. La mariposa ejecutó un acompasado vaivén de alas, levantó vuelo, dio unas volteretas cerca del techo y descendió mansamente hasta el dedo de Arturo, que sintió el cosquilleo del contacto con garfios diminutos y tuvo un dulce estremecimiento.

     Arturo no supo qué otra cosa hacer con la mariposa, que permanecía  morosamente en la yema del índice. La aproximó hasta pocos centímetros de sus ojos y la miró fijamente. Desde esa perspectiva privilegiada confirmó el carácter singular de la mariposa. Es verdad que jamás se le había ocurrido observar una con tanto detenimiento, pero reconoció que esa era algo especial, diferente y única. Inconscientemente comenzó a tararear una canción y a seguir el compás en un baile solitario, hamacando en el ritmo a la mariposa, en el extremo del dedo.

–Tralalá la la la tralalá. Tralalá la la la la…

     Lamentó su actitud cuando vio que el insecto reaccionó enseguida y se apartó. Arturo se descubrió entonces tarareando y bailando solo y tomó conciencia de la absurda situación. No obstante, prosiguió, sin perder de vista a la mariposa, que se balanceaba armoniosamente alrededor del florero, encima de la repisa. Arturo creyó notar que el vuelo y el vaivén de las alas de correspondían con su tarareo. Cambió de ritmo varias veces:

–Trala, trala, trala, tralalá.

–Tralalá, tralalá, tralalá, tralalá.

–Tralalá, tralalín, tralalero.

     En efecto, la mariposa parecía danzar siguiendo el tarareo con sus desplazamientos, a la vez que el movimiento de las alas coincidían con los golpes de las palmas que daba Arturo para marcar el ritmo.

     Arturo extendió el brazo y la mariposa volvió a posarse en su mano.

–Me llamo Arturo –dijo-; lástima que no pueda saber tu nombre… Cómo te podrías llamar… Patricia… Julieta… Aurora… Rosa… Carolina. Al pronunciar este nombre la mariposa dio un pequeño salto. Arturo lo repitió varias veces y en cada una hizo lo mismo. Él lo interpretó como una respuesta, por lo que declaró:

–Muy bien, tu nombre es Carolina, la mariposa Carolina.

     La relación fue creciendo a tal punto que Arturo no tuvo empacho en confesar  que se había establecido una cordial amistad. Cuando Arturo se acostaba, Carolina efectuaba unas piruetas alrededor de la lámpara, luego se acercaba hasta rozar apenas una mejilla y se posaba en el borde de la almohada donde Arturo la descubría al despertar. Por la mañana, mientras él acomodaba y limpiaba la habitación, ella lo acompañaba en cada acción y se anticipaba a la tarea colocándose en el sitio al que Arturo debía dirigirse. Cuando preparaba el desayuno, Carolina hacía una recorrida aérea de la mesa, sobrevolaba la heladera y se ubicaba junto al pequeño plato que él le destinaba a su lado, en el que depositaba minúsculas migas y unas gotas de leche, que Carolina agradecía con inconfundibles gestos de antenas y patas y con un vuelo artístico por toda la cocina. Si leía el diario, la mariposa se quedaba en la parte superior de la página, en claro mensaje de silenciosa compañía.

     Al salir Arturo hacia la oficina, la ceremonia de despedida era un juego cargado de significados simbólicos, que Arturo sabía interpretar sin dificultad. Carolina se posaba en el placar sobre la camisa que él iba a ponerse y después le indicaba de igual modo la corbata elegida. Mientras se peinaba, Arturo comenzaba a tararear y Carolina danzaba con delicados traslados que dibujaban en el aire una invisible escritura que él reconocía como el saludo de la partida. Momentos antes de que se encaminara hacia la salida, la mariposa revoloteaba junto a la puerta y cuando abría para salir se posaba en el hombro, esperando que él la saludara con un ademán y con las palabras que se habían convertido en el código común:

–Hasta luego Carolina; cuidá la casa.

     Entonces la mariposa se ubicaba en el centro del espejo que está frente a la puerta y en ese lugar exacto la reencontraba Arturo al volver. Siempre regresaba con algún obsequio: unas flores que, en el centro de la mesa, se constituían en el escenario de una actuación admirable de Carolina, y unas galletitas que desmigaba durante la cena y deleitan a la mariposa.

     Cuando mencionó a Carolina en una conversación con sus compañeros de trabajo, le preguntaron si había formado pareja con esa mujer.

–Es una mariposa- aclaró naturalmente y, ante la incredulidad de los otros, relató cómo la había encontrado y los vínculos que habían establecido gracias a las especiales condiciones del insecto.

–¿Pero estás seguro de que es una mariposa?- preguntó un empleado de la sección laboratorio.

–Y… tiene el aspecto de una mariposa.

–A ver ¿ cómo reconocés si es o no; qué elementos anatómicos tenés en cuenta para la identificación?

–Bueno… No… No creo necesario ningún examen científico. Quién no conoce una mariposa, un bichito tan común.

–Claro. Pero resulta que “esa” no es tan común, según  lo que contás sobre ella.

–Es cierto; Carolina es especial.

–Tan especial que tal vez no sea una mariposa. No es para alarmarte, pero te sugiero que realices todas las pruebas necesarias para clasificar a ese extraño bicho. Me llama la atención que un tipo tan preparado como vos no haya tomado al menos algunas precauciones elementales para contrarrestar eventuales riesgos.

–Pero ché, qué riesgos pueden venir de una inofensiva mariposa.

–¿Pero vos sos o te hacés, Arturo? Primero: no estás seguro de que se trate de una mariposa. Y segundo: ¿de dónde sacás que es inofensiva?  Porque es linda? ¿Porque no muerde? ¿Porque es chiquita? Esto no resiste el menor análisis. ¿Sabés qué te recomendaría? Que te asegurés bien de qué se trata eso.

–¿Y qué se te ocurre?

–¿Y para qué trabajás en la oficina de un laboratorio? Mirá, no te vas a venir acá con la mariposa. Lo que podés hacer es sacarle las antenas y traerlas para que nosotros las analicemos: entonces la vamos a identificar perfectamente.

     Esa noche Arturo no cenó y no pudo dormir. Estaba preocupado e indeciso. Su ánimo no pasó inadvertido para Carolina, según lo observó él mismo, porque redobló sus cabriolas como si quisiera reanimarlo. Por la mañana, Carolina ya se había posado en el espejo y Arturo insertaba la llave en la cerradura, cuando, mordiéndose los labios, sujetó a Carolina por las alas con una mano, apretó las antenitas entre el índice y el pulgar de la otra y tiró. Soltó a Carolina y cerró la puerta sin mirar.

     Entregó en el laboratorio la servilleta de papel en la que había envuelto las antenas y pasó el día sin poder concentrarse en el trabajo, esperando el resultado que le darían a última hora.

–Mirá Arturo, hicimos todas las pruebas posibles, con resultado negativo.

–¿Negativo? ¿Qué significa?

–Simplemente significa que las antenas no son suficientes para determinar la identificación zoológica de ese bicho… Hay cientos de especies que tienen las mismas antenas. Lo que podés hacer es traernos las patas. Examinando las extremidades es muy probable que se defina inequívocamente el ejemplar.

     Al entrar al departamento, no se atrevió a saludar a Carolina ni a tararear ni a ofrecerle el dedo para que se posara. Se dirigió al dormitorio y puso las antenas, que estaban rígidas y secas, debajo del vidrio de la mesita de luz. Enseguida descubrió a Carolina que revoloteaba alegremente por toda la habitación. Él empezó a tararear y a observar de refilón la actitud de la mariposa. Como lo hacía siempre, Carolina danzó con su vuelo siguiendo el tarareo y entonces Arturo comprendió que no había rencor en ella, aunque comprobó que sus desplazamientos no eran tan armoniosos y sus aleteos evidenciaban alguna torpeza, que atribuyó a la falta de las antenas.

     Al otro día debió vencer el profundo remordimiento que sentía, antes de atreverse a arrancarle las patas y colocarlas en un sobrecito transparente que guardó en el bolsillo de la solapa. Carolina, esta vez no lo despidió desde el espejo porque no pudo sostenerse en el vidrio vertical. Su saludo fue un revoloteo nervioso en las inmediaciones de la puerta.

     Arturo entregó las patas a sus compañeros de laboratorio y aguardó el final de la jornada esperanzado en que finalmente iba a conocer de verdad a Carolina. Él mismo fue a averiguar cuál era la conclusión poco antes de terminar su horario.

–Bueno… ¿Qué pasó con el análisis de las patas?

–Es muy curioso lo que pasa con este insecto.

–¿Curioso?

–Claro, porque no llegamos a determinar con certeza cuál es su ubicación en las clasificaciones elaboradas según las características de sus elementos componentes. El estudio exhaustivo de las patas no alcanza a revelar su esencia particular. Mañana traenos la cabeza; ahí sí que no habrá posibilidad de dudas. No te olvidés, Arturo, así vas a saber quién es la intrusa que tenés en tu casa.

     Cuando entró en el departamento, le costó trabajo encontrar a Carolina, que estaba muy quieta debajo de un sillón. Arturo interpretó que se había ocultado como una manera de reprocharle su proceder. Pero abandonó la idea, al ver que Carolina intentaba responder a su gesto amistoso de acercarle la mano. Tuvo que ayudarla para que se posara. La depositó sobre la mesa y tarareó las canciones que más le gustaban a la mariposa. Ella sacudió  desparejamente las alas, que golpearon la superficie sin lograr remontarse. Arturo comprendió que ahora tendría que ayudarla a inicar el vuelo. La tomó de las alas y le dio un impulso hacia arriba. El vuelo era bastante irregular, si bien conservaba su gracia. Además, Arturo tuvo que ayudarla a comer porque al acercarse a las migajas, como se movía golpeando las alas contra la mesa, el aleteo producía un vientecillo que las alejaba. Antes de acostarse, Arturo ubicó las patas junto a las antenas, debajo del vidrio de la mesita de luz.

     A la mañana siguiente, al ver que Carolina no respondía a su llamado y permanecía sobre la almohada, recordó que debía darle el envión inicial. Mientras se afeitaba, el espejo le devolvió la imagen de Carolina revoloteando encima de su cabeza. Comparó ese estilo de vuelo algo desprolijo, sobresaltado, con el de los primeros días, magnífico, perfecto. Qué raro bicho será esta mariposa -pensó- sin encontrar respuesta a su inquietud.

     Se secó la cara y buscó a Carolina, que había caído en la bañadera y se empapaba las alas en cada sacudida. Arturo aprovechó la hojita de afeitar para separarle la cabeza y guardarla en el sobrecito. Carolina quedó sin control Se golpeaba contra todo, iba sin orden de un lado a otro. Avanzaba de costado, revés, torcido; aleteaba en forma grosera e incoordinada; no atendía palabras, gestos ni tarareos. Arturo quiso sujetarla antes de irse pero fue imposible asirla. Cuando cerró la puerta, Carolina ejecutaba cabriolas alocadas. Ni bien llegó a la oficina se encaminó hacia el laboratorio y entregó el sobrecito.

–Traje la cabeza de Carolina, a ver qué revela el análisis.

     Como en las jornadas anteriores, la inquietud que lo dominaba le impidió desempeñarse en eficacia en su tarea habitual.  Debió romper algunos formularios mal confeccionados, se equivocó en varias anotaciones. Estaba tenso, esperando el resultado de los exámenes.

     A media tarde, el muchacho del laboratorio llegó hasta su sector y le pidió que lo acompañara. Lo siguió y lo invitaron a sentarse junto a una mesa azulejada, cargada de tubos de ensayo, probetas, retortas y mecheros. Quedó frente a un microscopio.

     Él acercó los ojos al aparato y distinguió perfectamente, en proyección gigantesca, cada mínima porción de la cabeza de Carolina.

–¿Te das cuenta, Arturo?

–No sé; explíquenme qué sucede.

–Sucede que la cabeza no revela ninguna novedad que facilite las cosas. Estamos como al principio.

–¿Pero están seguros?

–Lo estás viendo con tus propios ojos –le respondió el compañero al tiempo que retiraba los vidrios del microscopio y volvía a poner la cabeza del insecto en el sobre.

–Vamos a terminar con esto de una vez por todas, Arturo. Todavía tenés tiempo. Andá y traénos ya mismo las alas. Esa será la prueba definitiva.

     Pidió permiso y se fue en taxi hasta su casa. Entró apresuradamente y le pareció increíble que Carolina continuara con sus incontrolables acrobacias. Dejó la cabecita debajo del vidrio y comenzó a llamarla nombrándola, con señas y ademanes, tarareando ritmos suaves. En cada intento, adivinó que Carolina procuraba satisfacer su reclamo, pero su reacción resultaba incoherente. Entonces la persiguió utilizando un pañuelo a modo de red y así logró retenerla. La puso en una bolsita y la guardó en el bolsillo interior del saco. Tomó otro taxi para volver a la oficina rápidamente. En la leve agitación que percibía en el pecho, reconoció los indomables aleteos que Carolina experimentaba en su encierro.

–Aquí están las alas… Es todo lo que queda de Carolina.

–No nos va a llevar mucho tiempo… En un rato te alcanzamos el resultado, Arturo.

     Estaba cerrando los cajones del escritorio cuando se le acercó el jefe del laboratorio, que traía las alas de Carolina en la bolsita y una planilla con innumerables casilleros y datos.

–Arturo, los muchachos me pidieron que le trajera el informe de su consulta.

–La agradezco mucho. ¿Se pudo averiguar?

–Por supuesto; aquí está todo registrado. Puede quedarse tranquilo: este insecto no es más que una mariposa vulgar y silvestre, así que no le puede traer ninguna complicación, no se preocupe, Arturo.

     Al trasponer la puerta del departamento, Arturo se sintió totalmente abatido. Las alas hicieron un ruido crujiente y quebradizo cuando las retiró de la bolsita. Fue hasta el dormitorio. Despaciosamente se sentó al borde de la cama, levantó el vidrio de la mesita de luz y las puso junto a las antenas, las patas y la cabeza. Al apoyar otra vez el vidrio, descubrió que la figura del animalito había quedado recompuesta. Estaba enterita Carolina, como si no hubiera perdido nada de su esplendor. No pudo contener el deseo de tararear la música que más le gustaba… y de llamarla “¡Carolina!”… Y de ofrecerle el índice. Pero la mariposa permaneció inmóvil, crucificada tras el cristal que las lágrimas de Arturo habían convertido en una enorme lupa.

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JUAN CARLOS DIDO

Nació en General Pico, La Pampa, Argentina. Es profesor universitario, locutor nacional, periodista y escritor. Actualmente es catedrático de la Carrera de Locución en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLM). Es Magíster en “Comunicación, Cultura y Discursos Mediáticos”, Licenciado en Gestión Educativa y Profesor en Letras. Ha publicado diecinueve libros, varios de ellos de carácter pedagógico tales como Clínica de ortografía, Taller de periodismo y Cómo hablar bien. Otros son de investigación y creación literaria: La fábula argentina, Identikit de los argentinos, La fábula española y Fábulas folclóricas. Entre sus más recientes publicaciones está Radioteatro y cultura popular, libro en el que rescata aspectos valiosos del radioteatro argentino en su época de oro. Además, es autor de numerosos artículos publicados por revistas especializadas, Varios de sus libros han merecido premios otorgados por prestigiosas instituciones, como  el Primer premio “ensayo” del Fondo Nacional de las Artes (1989), Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1991), y Premio de la Secretaría de Cultura de la Nación (1992), entre los más destacados. Algunos de sus textos fueron incluidos en dos libros antológicos publicados por la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la que es miembro correspondiente: Entre el ojo y la letra (2014) y Los académicos cuentan (2015).

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