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EMILIO SIERRA GARCÍA
Nació en Madrid, España (1988). Poeta y narrador. Estudió Teología y Filosofía en la UESD, donde recibió el doctorado en Filosofía con una tesis sobre Estética, libertad y el problema del mal. A lo largo de los años de docencia en la Universidad (CEU y EFI) ha podido participar con distintas comunicaciones en congresos en Denver, Texas, Lublin, Zagreb, Madrid, Irán e Indonesia. Ha sido finalista del premio Adonáis en los años 2016 y 2017 con los poemarios “Versos para nadie” y “Silentium y otras voces”, respectivamente. Ha publicado sus poemas en revistas como Piedra del Molino y La Poesía alcanza. Tiene publicado los ensayos: Providencia y casualidad (Palabra, 2019) y Pensar la libertad con Pareyson. Una razón que acoge el mito (UESD, 2021). En poesía, ha publicado el libro: Versos para nadie (Editorial Amarante, 2022). En fecha reciente recibió el premio “La Nunca Poesía” de Ediciones Oblicuas por el poemario Estupores. Dicho poemario también fue finalista en el X certamen nacional de poesía “Antonio Fernández” (2023).
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A TI QUE LEES
A ti que lees y que has de morir,
a ti que lees y que pronto empezarás a amar.
A ti que lees y estás solo,
a ti que lees y todavía no vives,
y lees en el latido de un seno
susurros y debates,
en el silencioso embate
del suave murmullo de su voz.
A ti que lees y has muerto,
a ti que no lees y, por ello, mueres,
a ti que lees y porque lees en demasía,
no verás nunca en las letras nada nuevo,
tal vez se te hagan superfluos estos versos,
pero trata de permanecer virgen
con tus ojos sobre ellos,
vacíate de otros ecos,
del clamor de las pantallas,
de la plenitud de los huecos
de tu vida.
A ti que lees,
nosotros los pájaros te hablamos.
CANTO DEL GORRIÓN
Pasos, sendas, caminos…
Son tantos como estelas, años, amos y niños.
Pasando entre ellos, añoro mi inocencia,
araño mi ingenuidad.
La fatiga del sol afecta al corazón
del árbol silencioso en que me poso
con la lepra incurable del cansancio.
Vivo en un mundo sin espejos
para no hacer de mi debilidad un escudo,
un endeble parapeto perpetuo.
Los charcos son trampolín
para mis piruetas y forcejeos callejeros.
No estás sola.
Nunca el aire sopló más fuerte
que cuando el mar latía bajo tu espalda.
La tormenta es escuela.
Nunca el fuego susurró con más calma
en tus sueños de sal ausentes.
La hoguera es hogar.
Nunca la carne estuvo más expuesta
al blanco vino de la caricia.
La falta es seno.
Cuando te persiga el escalofrío
por el tuétano del alma,
cuando la boca seca busque ansiosa sin saber,
cuando la tenue mano tiemble,
cuando las palabras despunten
sin filo en el sentido,
cuando los ojos huérfanos de barro
presientan su sequía,
cuando bebas y finjas reír,
cuando sueñes y temas desear morir…
Estaré allí.
Ese es mi regalo:
la soledad repleta acompañada.
CANTO DEL MIRLO
El mirlo canta su canción de noche,
cuando esta fenece sin ganas,
porque los que moran en la oscuridad
marcan la llegada de la aurora.
Así, los restos del día no son solo
pegajoso rocío, escamosas alas de lechuza,
negra flauta de agujeros amarillos.
Lo que queda de la noche
no permanece únicamente
sombra coagulada de la bruma
que flota como un saqueo,
pisoteo interminable y obstinado,
cargando el silbido y su ritmo ciego
sobre el jacinto embellecido
por los crepúsculos al raso y las tormentas,
hilo tenso sobre una vorágine.
Lo que queda de la noche
y pervive a lo largo del día
es la música.
Deberíamos escuchar más.
CANTO DEL JILGUERO
Alado lirio renuente y moribundo,
sin nidada alguna a la que acogerse,
que tiene en su mirada el lugar donde mora,
acribillado por una soledad poblada,
descansando en la ignorancia de los cultos
de tanto bullicio y aullido.
Una pizca de cielo atisbas,
nadie más que tú lo sabrá,
solo tú, siempre en tu recuerdo,
música de la memoria, porque es posible:
Hubo un jilguero que,
arrastrando tras de sí los huracanes,
puso su nido en las estrellas.
CANTO DEL FÉNIX
Tú que lates en balde,
porque el ataúd tiñe
tus días de abismo,
recuerda que todo pasa
y todo queda
grabado a lápiz en el aire.
Nada permanece
y nada eres.
Fuiste y serás. Nada más
y nada menos.
Renace.
CANTO DEL CISNE
Aprender a caer
como la piedra lisa
de golpe sobre la dura tierra,
como la tenue hoja seca
silenciosa en la rama quieta,
como la lenta pluma
bogando por el aire
hasta mi mano tierna.
La piedra sostiene y pesa,
la hoja el equilibrio desata,
la pluma lenta enseña
el arte en su reto con el aire.
Aprender a caer,
sin mirar el suelo,
el sueño o el cielo.
No existe la blancura,
no hay nada perfecto.
Solo estatuas de sal
o caídos encuentro.
Y después de haber caído
del todo, por entero,
palpando el seno del fondo,
saber que, cuando no estás muerto
y solo puedes caer,
aprender a caer hacia arriba es levantarse.
Caer es alzar el vuelo.