JEZABEL
Espero que una vez concluida esta nébula no quede nada pendiente y no tenga que rendirle cuentas a nadie. Sentada desde el jardín de mi casa diviso el sombrío horizonte de mi pasado y me siento más sola que nunca porque hasta mi prima Serafina, fiel aliada y cómplice de mis desafueros, ha dejado de venir a verme; es asmática y el sufrir de asma en Lima, la oscura y triste Ciudad de los Reyes, no solo implica una enfermedad incurable sino también un estigma indeleble. Eso me pasa por haberle quitado el marido a mi sobrina.
Viví en Nueva York por diez años hasta que me dio cáncer a las mamas y, tras mucho llevaitrae, terminé en mi ciudad natal con solo cuarenta y pico de años. Al poco tiempo de que los médicos me desahuciaran, regresé al Perú para preparar mi partida con el poco dinero ganado en una empacadora de comestibles. Alquilé un cuarto lúgubre en el centro con la ilusión de que el Coronel, mi bisabuelo y héroe nacional de la guerra con Chile, me diera una audiencia para cruzar al otro mundo en paz. Nunca tuve hijos gracias a la vida agitada que llevé. Al enterarme de que estaba por agonizar, me mudé a la casa donde nací por invitación de mi madre a esperar mi turno. Esta es mi historia.
Mis padres me bautizaron Agustina en honor a los padres de la Iglesia de Santa María Magdalena, evocación de dignidad, respeto y exaltada pureza, apelativo fuera de lo común entre los peruanos. Después del escándalo, tanto parientes como conocidos insistieron en que me quitara el nombre, alegando que no me lo merecía. Uno a uno me fueron dando la espalda. Tal vez debieron haberme llamado Jezabel por haber alejado a los hombres de su destino.
—Las lágrimas de muchas mujeres han caído sobre ti, hija mía…por eso es mejor que no traigas hijos al mundo…
me recordaba con cierta frecuencia la pobre vieja quien muriera rogándome que no la pusiera en un asilo de ancianos, sin percatarse de que había permanecido en uno por varios años. Según los médicos, murió de septicemia, pero los que la visitaron en sus últimos momentos declararon una sentencia más recia: descuido filial. Me echaban la culpa de su partida prematura y del maltrato que sufrió a manos de los enfermeros diletantes. Sin sorpresa acepté el mismo destino que mi madre con la única diferencia que moriré aquí en la misma casa que me dio la bienvenida al mundo.
A los dieciocho años tenía el cuerpo ansiado por toda peruana: una guitarra humana marcaba mis curvas y se hizo famosa al punto que hasta los chicos de los barrios colindantes, aconsejados por los novios de mis sobrinas, babeaban por verla. Consciente del impacto que ejercía en los hombres, opté por explotar la complacencia de deleites oscuros. Desde joven había dado señales de quedarme con lo ajeno y esto se vino a manifestar por primera vez al salir de la escuela secundaria.
El primer amante que tuve fue un papanatas llamado Antonio, tipo con cara de baboso, blanco, delgado, algo atractivo, de bigote ridículo, simpático y bastante alto para ser peruano, características importantes para mi familia. Toño era yerno del dueño de los Bazares Murguía, una cadena de tiendas de regalos finos conocida por toda Lima. Tenía dos hijos y por mujer, una gorda que se teñía el pelo para ocultar la encanecida pesadumbre del desamor de su matrimonio.
Mi padre se ganaba la vida como vendedor de alimento vacuna y lo que traía a la casa apenas alcanzaba para la comida. Nuestra situación era precaria y, entre el aburrimiento y la situación económica, decidí buscar trabajo. Fuera de esto, los militares pasaban incontables decretos apretando cada vez más a la gente y usurpaban propiedades de la clase media acomodada como la nuestra. Nos moríamos de hambre.
Gracias a una amiga logré que el dueño de los bazares me diera una entrevista como vendedora. No tenía ni experiencia en ventas ni sabía envolver regalos sin desperdiciar la cinta y el papel o malograr el moño, pero sí tenía encanto para engatusar a cualquiera. Igual, siempre fui la niña de los ojos de mi padre, mi primer admirador y fomentador, mi primer éxito. Cuando Toño me vio entrar a la tienda se quedó estupefacto, pálido, inmóvil. Para mantener las apariencias, disimuló delante de las empleadas de la tienda, todas cómplices y espías de su mujer. Para él fue amor a primera vista. Para mí, el comienzo de una retahíla de amoríos en busca de la felicidad. Al entrar en la oficina de Don Juan, me sentí más tranquila porque sabía que ya había embaucado al anciano:
—Así es que estás buscando trabajo, ¿no? – observó. —Sí, señor, no tengo experiencia en ventas, pero le garantizo que soy trabajadora y tengo buenas referencias —repliqué en una manera sutil y segura.
—En este momento necesito una señorita de buena presencia, joven, y amable…tendría que entrenarte antes de presentarte al público. Según tus referencias, tienes voluntad para trabajar duro. Pues bien, te daré la oportunidad. ¿Puedes empezar de inmediato? — dijo el dueño.
—Sí, Señor, mi papá me deja todas las mañanas en el centro y después tomo el ómnibus a mi casa — contesté.
Salí de la oficina de Don Juan orgullosa y con la certeza de que había calado mi cuerpo de arriba a abajo y no podría olvidar mis grandes ojos negros. Al día siguiente, me aparecí con una minifalda y una cafarena azules ceñidas y, aunque lucía como toda una profesional, no evité que las arpías empleadas me sacaran las tripas con los ojos y se murieran de envidia al verme.
Antonio anduvo todo el día como encerrado en una jaula, buscando la forma de hablarme y la encontró a la salida del trabajo:
—¿Hay mucho tráfico y es peligroso que esperes el ómnibus tan tarde…pensé que tu papá te recogía todos los días…—me dijo sin notar que su cara lo vendía —¿Te puedo llevar a tu casa?
—Ay, no, Don Antonio. Mi papá me deja en el trabajo solamente en las mañanas…es que me da mucha pena…me imagino que usted querrá llegar temprano a su casa, ¿no?
—No, no, está bien, vivo en San Miguel, está cerca. Vamos, te llevo…
—Ah, bueno, entonces le agradezco el jalón.
Este superfluo encuentro señaló el comienzo de un largo romance, enlace en el que compartimos nuestra soledad e infelicidad. Me contaba que se había casado por el embarazo de su mujer y por asegurar su holgura económica. Su padre y Don Juan se conocían bien, y les pareció buena idea formar una sociedad a través de sus hijos. Yo, por otra parte, le contaba las vicisitudes de mi joven existencia con los ojos enrojecidos por las lágrimas, de la insistencia de mi cuñado en sobarse contra mi cuerpecito de adolescente a cambio de una propina; la morbosidad de los albañiles que me espiaban cuando iba al baño; la lascivia de mi hermano quien insistía en bañarse conmigo; la envidia de mis maestras que me daban malas notas solo por ser linda; la rectitud excesiva de mi madre, una exmonja cuya culpa la obligaba a flagelarse todas las noches. Le hablaba también de la maldición de mi belleza. Teníamos mucho en común, ambos marginados por una sociedad severa que no permite errores: la vida se encargó de unirnos. Hicimos el amor sin tocarnos muchas veces por miedo a encontrar una cuerda equivocada, pero al final la concupiscencia fue más fuerte.
Una mañana dominical en la que todos estábamos en casa, sonó el timbre y Rosalía, la menor de mis sobrinas, al ver que nadie acudía a la puerta, corrió a atender y dejó entrar a una mujer. Luego de un corto intercambio, la niña subió a mi cuarto para decirme que había visita. Tenía puesto el baby doll que Toño me había obsequiado y medio dormida bajé, algo de mal gusto, lo sé, pero no quería hacer esperar a la desconocida. Conforme bajaba las gradas de la sicaria escalera, descubrí que la señora era nada menos que la esposa de mi amante. Mi corazón comenzó a palpitar como si me fuera a dar un síncope, ¡qué horror! ¿Cómo se le ocurre a esta señora venir a mi casa?, ¡Qué indiscreta! Pero ya era demasiado tarde pues el resto de la familia había bajado detrás de mí. No esperó a que llegara al primer escalón y lo que se asomó a su boca fue un desate de sapos y culebras mezcladas de maldiciones:
—Soy la esposa de Toño y tú una cualquiera… ¡so pedazo de sinvergüenza! ¡Roba maridos!, ¿Crees que puedes quitármelo así nomás? Estás loca, y aunque él no me quiera, tiene que estar conmigo porque mi padre le da trabajo, que Dios te perdone, so mujer mala, so puta, so mocosa precoz para las cosas malas y amiga de lo ajeno, te vas a sancochar en el infierno, ¡mis lágrimas y las de mis hijos te caerán a ti y a nadie más!…
Todavía recuerdo la sensación de miedo en aquel momento, miraba con detenimiento a la mujer mientras me vituperaba a su gusto, no atinaba a contestarle los insultos. Pasaron los años y las palabras de mi madre resonaban como un eco augurando que no sería la primera vez que recibiría esta humillación. No obstante, a través de estas experiencias ominosas, noté el goce de una felicidad extraña, consciente de que venía acompañada de un precio demasiado alto: mi madre nunca supo que los sollozos de los niños no me dejaban dormir. Pero nadie me indujo a pecar.
A la llegada del segundo amorío, la cosa fue más fácil porque ya entendía bien a los hombres. Algunos no necesitan experiencia para tener encuentros extramatrimoniales; saben qué decir, qué omitir, cuándo, cuánto mentir cuándo y dónde tocar. Tampoco me ponía nerviosa cuando las esposas me hacían la visita; una vez convencido, mi padre comprendió el trastorno de estas mujeres y de sus calumnias. No dudó nunca de mí. La cara de ángel que tuve hasta bien entrados los treinta años me ayudó a convencer a otros con una excepción: por más que intentaba, sentía que Rosalía me atravesaba la conciencia. La niña no entendía el por qué de no encontrar un buen partido que me cortejara como a toda mujer decente. Aun y con sus dones de clarividencia, siempre fui un acertijo para ella y nunca sospechó nada. A la hora de mi agonía, nadie imaginaría que fuera ella precisamente la que oyera mi historia. Por último, Rosalía sabía que yo no rehusaba la etiqueta de mujer decente.
Este fue el principio de una sarta de encuentros prohibidos, uno más intenso que el otro. Lo que había empezado como una aventura irresponsable de chiquilla inmadura, se convirtió en una perversidad depurada que me invitaba a continuar. Era querida porque quería: amante de títeres. Los encuentros prohibidos satisfacían mis inagotables deseos en busca de la felicidad, una sensación que se desvanecía entre mis manos con cada seducción. Pocos saben que mi gran pecado no fue la concupiscencia, sino el egoísmo al que sometía a los mequetrefes por medio de una tiranía eterna ligada a mi sexo. Era libre como pocas.
Presenté mi renuncia al bazar y con ella abandoné una prometedora carrera en ventas. Gracias a mis encantos, encontré trabajo como secretaria en un laboratorio médico donde conocí a Paco. Bastante menor que mi primer amante, era simpático y buen mozo, tenía la sonrisa torcida y los ojos saltones y encapotados. Siempre llegaba a mi casa con un ramo de flores o una caja de chocolates. Lo recibía con coquetas atenciones, presentándoselo a todo el mundo como uno de los trabajadores médicos más talentosos de la compañía. Mi padre, orgulloso y creído de que su hija menor finalmente había sentado cabeza, lo saludaba y se retiraba a la biblioteca donde estudiaba filosofía.
A los pocos meses del idilio, una mujer morena, baja y revejida, se presentó en mi casa un domingo dando de gritos a diestra y siniestra, exigiendo que se apareciera la mujer que le había quitado a su marido. De nuevo todos bajaron las malditas escaleras, solo para darse cuenta de que esta vez los pocos vecinos que se habían mudado a esa parte de Pueblo Libre, ya estaban parados en la puerta de su casa esperando algún desenlace desagradable. Los gritos eran de tal magnitud que no importaba que la casa ocupara más de la mitad de la cuadra pues se oían en la manzana entera. Cuando todos estuvieron presentes, la mujer se dirigió directamente a mí:
—So cualquiera, ¿quién crees que eres para quitarme el marido? Jamás le daré el divorcio a Paco y estarás condenada a vivir como su querida… ¿Lo entiendes, so cojuda? Querida… ese es tu futuro…el de ser una querida, eres una basura!!!
Similares acontecimientos sucedieron a través de los años y poco a poco los vecinos, aburridos de la misma cosa, ya no se asomaban a presenciar más escándalos pues ahora sí teníamos suficiente con los misteriosos sucesos nacionales. Solo había que cuchichear con algún vecino para enterarse del último acto de corrupción del general y su pierna de palo, de las orgías de los militares, de las desapariciones de los guardias civiles que protestaban ante la injusticia, de los fusilamientos en secreto, de las fornicaciones de la primera dama, de las borracheras inverosímiles del segundo golpista, del dinero que se depositaba en los bancos suizos, de la llamada invasión de los provincianos, y de la hambruna que sufrían los peruanos mientras el gobierno exprimía al país.
Mis infidelidades pasaron a la historia, aunque continuaba siendo una encrucijada legendaria para los que me recordaban. Toño, Paco, Enrique, Tomás, Nando, el nombre ya no importaba, todos formaban un solo sufrimiento, un fracaso más en busca de una inalcanzable felicidad.
Opté por irme a los Estados Unidos a reunirme con mi hermana y su familia, convencida de que tal vez me enamoraría de un gringo que borrara mi pasado con la distancia: anhelaba una paz que no conocía. Demasiado tarde vi que me había apegado a una sanguijuela, a un ser de agua dulce que se alimentaba de sangre para vivir y profesé el culto al mismísimo Baal: Ruperto, el marido de mi sobrina Rosalía, alguien que me ayudó a expiar mis pecados, un ser que me hizo entender por qué las almas viajaban juntas en nuestra familia: la mugre se lava en casa.
El broche de oro de mi relato va acompañado de una aclaración. No me arrepiento de los amoríos que tuve. En resumen, fueron intentos fugaces y soy comida de perros. Pero sí estoy segura de que el trayecto al infierno al que me dirijo está untado de las lágrimas de Rosalía. Imperdonable.
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PATRICIA R. BAZÁN
Nació en Lima, Perú (1957). Escritora. Es catedrática de la Fairleigh Dickinson University de New Jersey, con especialidades en literatura española y latinoamericana al igual que en estudios multiculturales. Pese a tener una exitosa carrera académica, su verdadera vocación radica en escribir. Desde hace varios años escribe ficción semi autobiográfica. Con este propósito, en 2019 publicó Cinco nébulas de obsesión. Estelas de vida y muerte, a través de Universo de Letras (Editorial Planeta) en España. La antología se caracteriza por presentar momentos borrosos en la vida de un personaje, área gris en la que, como lectores, tendemos a hallarnos de vez en cuando. En 2022 salió a la luz Lazarillo en Londres, novela corta publicada por Grupo Editorial Caja Negra en Lima. En el otoño de 2023 saldrá a la luz, Misión cumplida con nébulas, su primera novela. Los temas de la reencarnación, la conquista, la falta de igualdad social y la presencia de los Estados Unidos en el Perú permean toda su narrativa. Reside en los Estados Unidos desde hace más de cuatro décadas.
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