BAQUIANA – Año XXIV / Nº 125 – 126 / Enero – Junio 2023 (Narrativa I)

CONMUTACIÓN PINTORESCA

 

 por

 

Dionisio Biscarri

 


     Pocos han vivido para contarlo. Aún casi cuarenta años después, me cuesta encajar la trascendencia del episodio. Intuyo que mi testimonio se escuda en la gélida circunspección que aporta la posteridad. Quizá remita a la precariedad motriz del sujeto alógeno, como resumiría un amigo mío al que le pagan por ser pedante. En realidad, es la historia de una defunción heroica.  Muchos desconfían de ella.

Menuda empachada retórica, fantasma. Empezamos mal. Pese a que -y aquí mil disculpas, mi preciado Coppini-, fueron buenos tiempos para todo; menos lírica y al grano. A estas alturas, deberías haber escarmentado. En fin, no tienes remedio. Te abandono a tu suerte…        

     Tenía fama de peligroso. Más de un lustro antes de conocernos, el modelo había sido sometido a rigurosas pruebas en los laboratorios detroitianos de la Ford.  Se determinó que era el resultado de un defecto de concepción ingeniera. El depósito de gasolina se encontraba en una posición demasiado cercana a la superficie y cuando uno de estos automóviles recibía un golpe trasero, tendía a explotar. Se calculan cerca de dos centenares de muertes vinculadas a dicha tara de fabricación.

     Eran poco antes de las nueve. Acababa de concluir una inacostumbrada sesión de estudio en mi universidad tejana. Tras un verano de altibajos académicos iniciaba mi segundo semestre de carrera. Con el alivio de haber sobrellevado las recriminaciones implícitas de los anaqueles bibliotecarios, me ajusté la tensión de la mochila.  Aligeré el paso dispuesto a rencontrarme con el somnoliento Ford Pinto y emprender la media hora de trecho que separaba el centro docente de mi residencia. Pocos instantes después, distinguí en la esplanada de asfalto los ángulos consabidos. La cápsula anticipaba los resuellos templados de su guía. Solitaria e inmune a los complejos, exhibía su prominente mirador trasero ajena a la masa de insectos empecinados en franquear su transparencia. Existía desde el año de la última misión del programa Apolo, el mismo de mi aterrizaje en la pista del ahora rebautizado George H. Bush. Pero no insinuaba en absoluto su edad. Mucho le debía a la rutilancia fosca del panelado interior, cuya elegancia complementaba la aspereza industrial de la alfombra. Aparcada quirúrgicamente, al resguardo de un roble sediento, acogió mi presencia siseando con el fulgor lunar.  Un aura escaldada, con gustillo a hinojo, me roció el rostro al adentrarme en la cabina. Eran los residuos del aceite de las sardinas del día anterior. Tomé nota de menguar mis consumiciones volantes. Me acomodé en el asiento negro acolchado y deslicé un caramelo de menta en la capa de la lengua. De inmediato, registré la falla de no emplear la envoltura como aislante. Decidido a prescindir del almíbar trasgresor, me relamí las yemas afectadas, sin conseguir emanciparme del todo.  Resignado a mi glutinosa deriva, introduje la llave en el orificio del contacto. Con poco esfuerzo, los latidos mecánicos acometieron la quietud nocturna. Satisfecho, intenté posar ambas manos sobre la crin de poliuretano. Dos pinchazos escarlatas me obligaron a cobijar las palmas de aquéllas en el algodón de la camisa. El volante conservaba las secuelas térmicas del septiembre meridional. Merced a una toallita higiénica, expresa para estos percances, logré refrescar al subcompacto rocín y, de paso, solucionar mis dilemas dactilares.

     Lo había comprado con mucho sacrificio, diez meses antes, en un concesionario de coches de tercera o cuarta mano, situado en una carretera perdida de la Pasadena travoltana. Intrépido, entrañable y con un poso de consciencia ecológica para la época, corría hasta el límite de sus posibilidades, pese a estar acostumbrado al efluvio tóxico de las guaridas motrices. Esa noche todo parecía encajar. Atrás dejaba a una intoxicante compañera de clase, con algunas páginas pendientes. Entre el ocasional roce epidérmico y su reconfortante verdura ocular, no creo haberle sacado demasiado provecho académico a aquella cita. Me faltaba otro abril para alcanzar la mayoría de edad y, aunque me lo hubiera propuesto, mi envergadura mental no daba para mucho más.

     Para conseguir la modesta entrada, pasé medio año de tormento en un diner próximo a mi calle, abierto las 24 horas.  Había empezado de lavaplatos, frente a un artefacto industrial que ingería las vajillas sucias por una compuerta de tiras de plástico y las hacia renacer, diáfanas e hirvientes, al otro lado del caparazón rectangular de acero inoxidable, con idéntica cortina. Ampollas y quemaduras cutáneas se convirtieron en mis señas de identidad. Semanas después descendí a la cocina, donde me harté de preparar desayunos en masa. Me convertí en un especialista en freír suculentas tiras de tocino y huevos hechos de mil maneras. También aprendí a preparar la levadura para confeccionar waffles y pancakes, piezas infaltables de las dietas matutinas estadounidenses. Ahora eran las cortaduras dactilares y las lesiones por salpicadura de grasa y aceite las que delataban mis funciones profesionales ante el público. Mas el puesto tenía sus ventajas. La estructura abierta de la cocina facilitaba el diálogo sin cuartel con camareras y comensales. Por ende, la guarnición más solicitada del menú eran los chascarrillos naturales servidos a ambos lados del telón de humo. Desterrado por conflictos de horario al turno de la madrugada, entre mi clientela habitual había camioneros, comerciantes sexuales, insomnes, narcómanos, peones de obra y maleantes de todo pelaje. La experiencia me sensibilizó a otras realidades. Muchas de ellas admirables y enriquecedoras. No todas agradables. No obstante, me consolaba saber que pronto alcanzaría mi liberación anexa a cuatro ruedas. Podría deponer la oxidada bicicleta de carreras que me había regalado mi abuelo, cuando apenas rozaba la pubertad, y salir en busca de menesteres laborales de mayor calado pecuniario, en horizontes menos tóxicos. Era la fórmula para seguir costeándome los estudios.

     Confieso haberla mimado con no poca afección sentimental. Fue la primera compañera de mi vida. Tal vez, también la más devota. Recuerdo pasar largas tardes sabatinas intentando sacarle el máximo brillo a la coraza de color ámbar. Tras aplicarle una primera capa de cera, enjuagaba con esmero la carrocería y repetía la operación hasta encontrar la pátina deseada. Con el tiempo, le añadí una pareja de franjas deportivas color azabache. No le quedaban nada mal y nos permitía presumir, por mucho que remitieran a la tesis baudrillariana del simulacro. Para un mercenario de la esquina de Rocafort y Entença, la idea de poseer automóvil propio a esas edades era inconcebible. Mientras mi prima hacia sus pinitos, coletas al vuelo, asida al manillar de una Montesa en la inmóvil Vallirana -localidad de superficie accidentada, veranos apacibles y torres nostálgicas, colindante a la urbe condal-, yo me lanzaba por las autopistas del sudoeste rebelde en mi bólido de cartón piedra.

     En esa época, aun no tenía sacado el permiso de conducir. De hecho, no lo obtendría hasta cuatro años y tres relaciones después. Por increíble que parezca, no me apremiaba tomar el examen de operador. Bueno, en realidad era un acto de disensión antisistema. Una cálida mañana de principios de los ochenta no caigo en el año o mes exactos, con el automóvil ya domesticado, me animé a legalizar mi situación. Tras hacer cola durante más de una hora, aprobé sin dificultad la evaluación escrita y la visual. Solo me faltaba la práctica. Me uní a la larga caravana de vehículos que esperaban a que uno de los oficiales de la policía estatal les abordara para dar la vuelta reglamentaria. Con el aire acondicionado inoperante y los nervios en alerta, me llegó el momento. Detuve el coche delante de la compacta garita de mampostería y aguardé la llegada del examinador. Después de una dilatada y chorreante espera, me apeé y, armado con un chasquido, ingresé en la caverna policial. Refrigerados sin vergüenza, tres sheriffs -uno vietnoamericano, uno de raíces mexicanas y otro de apellido irlandés-, disfrutaban de un etéreo café del país, en medio de bromas y risas. Los sombreros castaño claro y las puntiagudas botas vaqueras daban testimonio a la atemporalidad tejana. Y con mi colaboración añadida, a la multiculturalidad del experimento norteamericano. Exasperado, inquirí si alguien pensaba efectuar la gestión, aludiendo al periodo transcurrido y al calor. Entraba a trabajar en menos de una hora. Uno de los presentes despejó los pies de la mesa y se alzó de golpe. Con tono afilado y sin quebrantar la periferia rectangular de la mandíbula, sentenció –Así que quieres el examen, ¿no? Pues nada, vamos a ello. Al momento registré mi error. Con cuaderno en mano y un bolígrafo encarnado, llevó a cabo una escrupulosa inspección del coche, requisito obligatorio en el estado de Texas para el trance, pero pocas veces tan inicua. Ni siquiera me dio ocasión de comenzar el ejercicio. Una extensa lista de defectos a solucionar descalificó de cuajo la condición del examinado. Fundido en una mueca de satisfacción, arrancó la hoja con estrépito –Una vez hayas efectuado todos estos arreglos, puedes volver. En su presente estado, este vehículo no aprueba la inspección estatal– Abrumado por la cantidad de desperfectos y por la inversión económica exigida para remediarlos, decidí que estaba en las cartas esperar.

     Aplacé la gestión casi un lustro. Fue un riesgo que pudo haberme perforado el futuro. A la sazón, solo ostentaba la condición de residente. Así que me la jugaba en serio. Pero no apelé a la sangre fría de un pistolero de celuloide. Cautivo de mi genética cultural, tiré más de la picaresca ibérica que de otra cosa. La estrategia era pasar desapercibido. Otro asunto era controlar la tensión arterial. Cada vez que escuchaba una sirena, el pecho me zapateaba al compás de un taladro mal calibrado. La mirada casual de un guardia me representaba una parada ineludible en el baño público más cercano. Sobre decir que el haber sorteado la atención policial durante esa época fue la proeza cumbre de mi andadura primaveral.

     La noche en cuestión, la calzada estaba algo húmeda, pero no lo suficiente para incidir en la conducción del auto. Situada bajo el nivel del mar, Houston sufre de inundaciones periódicas. Aunque, dicho sea de paso, ninguna tan catastrófica como la del 19. Un alcantarillado deficiente se compagina con una topografía plana para producir ingentes acumulaciones de agua durante las tormentas estivales. El septiembre anterior al incidente, el agua estancada hubiera hecho el mismo recorrido impasable.  Para dulcificar los trayectos acababa de instalar cuatro altavoces Pioneer y su correspondiente estéreo de alta definición, provisto de doble casetera. Dicho equipo desplazaba la grabadora portátil que, en las primeras semanas de propiedad, había improvisado en el asiento trasero para suministrar música de fondo.  Ahora me ilumino ante la extravagancia de desplegar tal artefacto en público. A más de uno de mis pasajeros de entonces les habrá dejado secuelas la chapuza. Espero me absuelvan, si queda alguno. Mas lo importante era existir inmerso en melodía. Sin descontar que, de no ser tratada con deferencia, mi ingente colección de cintas de rock era proclive a las pataletas. En ese momento, las cadencias analógicas de Foreigner, The Cars, Rush y The Cure desbordaban mi espacio auditivo. Mecano se entrometía periódicamente para increparme alguna cosa que ahora se me esquiva. Abrigado por la destemplanza acústica, de la noche a la mañana, el Pinto empezó a sentirse seguro y rejuvenecido. Olvidó sus achaques articulatorios, ajustando su tracción a la altura de las circunstancias. Hasta sus faros coquetos, de pálpebra metálica doble, recobraron el ardor de antaño.

     En aquella ocasión, no salía del embeleso del saxófono de Urgent y rebobinaba sin tregua la frágil cinta. Tampoco transgredía ninguna costumbre. Algo idéntico soportaría, meses después, la mal titulada Heartbeat City -es evidente que ningunea el nombre de la protagonista- y su sintetizador hipnótico. Podría haberle bajado las persianas a la vista. Mi corcel se conocía el sendero de memoria: recto toda la South Wayside y girar a la derecha en Midvale. Pero me desbordaba la energía. Con la melodía en remojo, el cerebro me jugueteaba entre los preparativos para la jornada siguiente, la estrategia a seguir para conocer mejor a la recién abandonada amiga de estudios y el destino porcentual de la paga que cobraría a finales de esa semana. Quizá me sobraría algo para invitarla al estreno del último largometraje de Richard Gere. Una saga de aviadores navales, creo recordar. Me decían con frecuencia que teníamos un aire y no podía desaprovechar la ocasión.

     Según me aproximaba al cruce ferroviario noté que la señalización parpadeaba a ritmo delirante. Disminuí la velocidad a cinco por hora, arrimándome con cautela a la intersección. La valla figuraba en posición vertical, indicio de que el tren aún se encontraba a considerable distancia. Desplacé la vista hacia la derecha. El bombo de Dennis Elliot tronaba en los altavoces. Colisioné con el novilunio. Repetí la misma operación en sentido contrario y divisé una lucecita en la lejanía. Tengo tiempo de sobra— Proseguí sereno, con las pupilas abrazadas al horizonte, asegurándome de que no circulaba tráfico en dirección opuesta. Ya iba por el tercer caramelo. Tanteé en las penumbras hasta encontrar el botón adecuado para repetir la canción. ¡Mierda! Siempre se me acaba en el momento menos propicio— Cumplida la gesta, torné a sumirme en la recreación especulativa —Creo que también le gusto. No apartó el brazo al entrar en contacto con mi índice derecho. Y acercó con confianza la mejilla cuando le susurraba que se fijara en la forma de estornudar de la bibliotecaria. ¿Y si le hubiera insinuado alg…? — Una cacofonía súbita y aguda a mi diestra me giró el cuello de golpe. Por la ventanilla del pasajero una irradiación, paralizadora y deslumbrante a la vez, inundó el espacio. El estremecedor aviso provenía del silbato del artilugio. Las ruedas delanteras del automóvil ya tocaban el primer rail de hierro. Doblegado al instinto oprimí con desesperación el pie sobre el pedal de los frenos. Otro chirrido mucho más potente al de las zapatillas del sistema automotriz acaparó mi atención. Ya era demasiado tarde.

     La locomotora arremetió contra el costado delantero del entumecido vehículo, lacerando el sistema ocular y lanzándonos por una senda macabra prolongada, mezcla de danza y de carrusel sin eje. Rebotábamos en una suerte de ruleta psicodélica cuya apuesta era prohibitiva. De idénticas probabilidades de éxito a la eslava, por la contingencia de poder perecer en el ejercicio. Imágenes fragmentadas de visitas dominicales al Tibidabo, de armonías irreconocibles y de charlas con parientes y amigos sobre la peligrosidad de los Pinto, cosquillearon mi angustia. No visualicé un compendio acelerado de mi existencia. Pero mi resiliente máquina procedió a dar tantas revoluciones que tuve margen sobrado para preguntarme cuándo, cómo y dónde acabaría la aventura. Hasta pude constatar que no se produjeran chispas cuando la parte trasera se estrelló contra el tronco macizo de un mástil telefónico, cambiando por un número exiguo de grados el compás de la trayectoria. Sin desechar del todo la compostura, el tendido eléctrico trepidaba. ¿Aguantará? — La tensión corpórea se me adosó a la incertidumbre cognitiva. Todo sucedía a cámara lenta…

     Por fin reposó, situándose de forma perpendicular en medio de la calzada. La suerte me había indultado. Dada la hora, aquélla estaba despejada. Por primera y, tal vez, única ocasión celebré las costumbres madrugadoras de los lugareños. Fracturas anímicas aparte, surgía ileso del trance. Pocos instantes después, vi correr hacia mí a un par de testigos, entre ellos el conductor del caballo de hierro, que había logrado detenerlo tras el siniestro. Las normas federales de circulación ferroviaria dictaban que al acercarse a los cruces de tráfico era obligatorio reducir la velocidad. A la postre, las regulaciones burocráticas me habían salvado la vida.

     No podía permanecer en la escena del crimen. Despaché las preguntas sobre mi bienestar de manera fulminante. No, no hace falta llamar a la policía— El único perjudicado era mi bajel y ya respondería yo. Lo enfilé en dirección a casa y reanudé la travesía. El protagonista renqueaba. Mi preocupación principal era asesorar el alcance de los daños, pero no podía detenerme por miedo a ser interceptado. Mis ahorrillos apenas daban para comprarme otro y no tener medio de transporte propio en Houston equivalía a cortarse las piernas. Por aquel entonces, ya era la décima ciudad más extensa en superficie del país y la quinta en población. ¿Cómo me las iba apañar? Al llegar a la entrada de casa lo dejé moribundo junto al garaje. Desprovisto de luz diurna, era imposible comprobar la condición del paciente.

     A la mañana siguiente, mi madre me despertó sobresaltada. Le expuse lo sucedido. Un dato que no sabría hasta semanas después era que la vía efectuaba una curva pronunciada metros antes de la intersección.  De ahí, el origen de mi ceguera transitoria. Tras cerciorarse de mi buena ventura, emprendió el interrogatorio.  ¿Pero cómo no te fijaste en que se aproximaba un tren? ¡Habrá que ser tonto!  ¿Cómo es posible que la barrera no estuviera activada? Entre los chillidos, advertí una discordante sensación placentera. Víctima de los zarpazos linguales, una sustancia elástica, con esencias a hierbabuena, se me desprendía a ritmo ralentizado de una cavidad molar. ¡Esto me suena raro! ¿A qué ibas bebido? – Salí al garaje como se estila en estos lares, descalzo y con el torso al descubierto, desoyendo los reproches maternos. El espectáculo era desolador.

     Toda la sección frontal del capó, hasta el ángulo lateral derecho, estaba chafada como el fuelle de un bandoneón criollo. El parachoques mal disimulaba su perfil de ele escayolada. Mientras un tornillo solitario columpiaba la placa de la matrícula.  El radiador yacía en silencio con el abdomen perforado. Mas el casi imperceptible orificio, en la parte inferior del mismo, me dejó adivinar que la agonía había sido prolongada. El goteo debió haberse extendido, como tripas de pan en un cuento infantil, a lo largo de mi trayecto. Fue lo que me concedió el intervalo justo para consumar el viaje. El maletero mostraba las secuelas del impacto recibido y socavaba la estética del parachoques medio postrado. Una extensa hendedura diagonal interrumpía la lucidez especular de la zona posterior.  Había muerto allí mismo, entregada a su misión hasta el final. Al menos, pensé con melancolía, consiguió despedirse en el umbral del ámbito familiar. Dos días después, una grúa ciclópea se llevó los restos.

     Con el luto atizándome el alma, a la semana conocí a mi próximo cofrade. Se trataba de un Fiat 127 negro, nacido en 1976. Tras iniciar su periplo americano con un mastodóntico Chevy Impala detrás de otro, a mi padre le hacía gracia la idea de adquirir una marca europea. Apelaba a su sensibilidad de inmigrante. Es lo más similar a un seiscientos que se puede encontrar en tierras tejanas— me expuso con ilusión. Sus raíces seguían ancladas en la década prodigiosa. Las mías se proyectaban hacia un porvenir más tintinesco.  Lo recogimos en casa de un amigo caribeño suyo aficionado a la mecánica. Consintió cobrar a plazos. Desde el modesto portal divisamos una polvareda en el paisaje. Con la calva brillante y cuatro pelos difusos ondulando en la brisa, el hermano de éste se unía a la cita. Portaba o, mejor dicho, abusaba de mi nueva adquisición. Entre crujidos y emisiones de vapor metálico encaraba las curvas a marcha forzada.  Pretendía emular los ademanes de un piloto de fórmula uno. No era para tanto. Ya desde la distancia, era evidente que el Pinto había ostentado mejor figura. Hacía el ridículo a mansalva. Ni el motor ni la carrocería olían a circuito.  Mas el personaje expedía un hedor propio de menesteres poco sanos. Extendió el brazo sujetando las llaves entre tres dedos tiznados de grasa y sabe Dios de que otras sustancias. Dispuesto a recuperar las alas, acepté el reto.  Sin respirar profundo, me acomodé en el foso del chofer, desatendiendo las ráfagas de aprehensión. Nunca había operado una transmisión de cambio. Una lección, tan sucinta como improvisada, preludió la pavorosa trayectoria a casa. Fue tan intermitente como la meada de un octogenario. Se me caló cada cien metros, obligándome a sincronizar, una y otra vez, la palanca con el pedal.  Aún carecía del permiso de conducir…

     Varios días después, bajo el pretexto de querer enseñarme como efectuar el legendario doble embrague, mi padre se cargó dicha pieza. Recuerdo con afecto, como él mismo, pese a sus limitadísimos conocimientos mecánicos, me la repuso. Sin embargo, la nostalgia nunca somete del todo a la realidad. Las insólitas distancias del estado de la estrella solitaria no son compatibles con la ingeniería mediterránea. Apenas dispuse de un año para mal disfrutar del auto. Se averiaba por genética y por vicio. Primero fue el carburador, después, el radiador y las válvulas. Finalmente, la transmisión. Dedicaba casi todos mis ingresos a la manutención del perverso italiano. Y eso que un allegado de la familia, recién llegado de La Laguna, era nuestro mecánico de cabecera. Mi desesperación se vería aliviada una tarde de julio cuando mi Topo Gigio me dejó tirado, por última vez, ante un semáforo. Al bajarme para efectuar la llamada telefónica de rigor al canario pude presenciar, desde el escaparate de un restaurante de pollo frito, como otro turismo le propinaba un golpe de gracia por detrás. El conductor, supe un lapso después, era un dipsómano con antecedentes. Algunos de los transeúntes ya me habían alertado de la fuerte concentración de alcohol en la atmósfera circundante al siniestro.   No obstante, ni el agresor ni yo poseíamos seguro automovilístico, por tanto, no dimos parte del suceso. Tras el remolque me deshice del convaleciente por cuatro perras, encubriendo la larga lista de intervenciones quirúrgicas a las que había sido sometido desde la compra inicial. Así funcionaban las cosas en el salvaje oeste del siglo pasado. Desde principios del actual, ya no estoy afincado allí. Pero, por lo que me cuentan, las tradiciones perviven.

Vaya, veo que no has desistido en hacerle perder el tiempo a los lectores. ¿Pero tú te crees que estas aventurillas de pacotilla tuyas puedan interesarle de verdad a alguien? Eres un narcisista de collons y no te digo nada de la facilidad con la que recaes en los tópicos. Venga, sigue desbarrando…

     Una camioneta Mazda B 2200 oscura, fruto de mi medro económico, reemplazó al descendiente de Agnelli. Una inmigrante por otro. Tacaño sin enmienda, la compré de fábrica sin aire acondicionado. Un desatino mayúsculo para un conductor de aquellas latitudes.

¡Pero qué manera de reforzar los estereotipos, xato! No se te puede dejar solo. Y encima, te molestan las acotaciones. Si lo hago por tu bien, joder…

     Pronto aprendí el arte de situar la cabeza estratégicamente para no despeinarme mientras circulaba por las autopistas estatales con las ventanillas depuestas. En los frívolos ochenta, el cuidado estilizado de la cabellera primaba sobre la razón. A esas alturas, ya poseía el carnet. Si me paraban, se respetaría la integridad de la conocida metáfora sanguínea. El río y el juez esperarían en vano. Incombustible como el sol naciente, dependí de mi pick-up durante cerca de un decenio. Hasta pude rentabilizar su cesión a un colega de trabajo. Me había servido con decoro, pero empezaba a mostrar indicios de desgaste terminal. Distraído por la partícula de fideo que practicaba la cuerda floja sobre la faz alámbrica del interesado, me perdí el vaivén de las negociaciones de compraventa. Por fortuna, no me regateó mucho la cifra final y efectuamos el traspaso de inmediato. –No sabes el baile que me voy a dar con esta negrita. ¡Si parece que apenas la hayas estrenado! – No volví a verle el pelo. Según me contaron, dimitió para ejercer de autónomo, valiéndose de su nueva conquista. Otros rumores aseguran que fue despedido de manera muy discreta y que, incluso, sellaron su expediente por un plazo de veinte años.

–¡Aquel feligrés era un pájaro de cuidado! Y tú, no te diste ni mínima cuenta del motivo de tanta insistencia suya para que se la vendieras. Debe estar de inquilino perpetuo en algún trullo bananero. Si mal no recuerdo, su mujer había nacido en Camula, Calambre o algo así, ¿No?

     Menos romántica fue la colisión nocturna, en una carretera helada del Iowa rural, con un gamo maduro. Fue al año de estrenar la compacta Toyota Tacoma, de cutis plateado e impronta carmesí, cómplice de turno de mis desaventuras viales. Fue un encuentro efímero. Ni siquiera dio tiempo a desenvainar la catana, a despecho del matiz kurosawaniano que encierra la anécdota. Rebotó contra la carrocería frontal, sin apenas anunciar su presencia. Había aparecido de la niebla.  De un único impacto le desfiguró el morro, reduciéndola a una masa astillada. Mejor fortuna había deparado el demonio a las lanzas de Rocroi. Sin inmutarse demasiado, el corzo prosiguió su camino disolviendo su cornamenta entre los maizales esqueléticos. Me amargó el receso navideño de ese año, aunque, todo sea dicho, la colisión fue lo grave suficiente para ser indemnizado la tasación íntegra del finado. Nunca llegamos a conocernos a fondo, ni compartimos instantes de mayor transcendencia. Tampoco le guardo ningún rencor. No obstante, el suceso me instó a blindarme ante futuras contingencias. De ahí que, desde hace ya una quincena de años, mi escudera de rigor haya sido una tanqueta Nissan Titan King Cab. Me la recomendaron otros clientes de mi refectorio predilecto, entre bocados de bulgogi y una sudorosa ración de calamares adobados. Espaciosa, inundable, dotada de unas líneas sensuales llamativas y útil a la hora de transportar cualquier cachivache aparatoso, hemos acordado envejecer juntos, haciendo caso omiso a las tentaciones.

     Con todo, la memoria me sigue atosigando. Resiste a desmontarse del recuerdo de mi abnegado Pinto. Hoy es obvio dilucidar que el importe simbólico de éste rebasa con creces la longevidad de su fantasía estética. Logró impugnar su naturaleza explosiva, conservándome intacto para otras veladas perdidas. A expensas de su propio pellejo, le plantó cara al antojadizo Ta’xet. Aceleró mi adolescencia, es cierto, pero, a la vez, actuó como un custodio clarividente y dedicado. También me expuso a la responsabilidad, al atrevimiento y a la contemplación.

     Pero defender su dignidad es complicado. Acostumbra a aparecer en un puesto notable dentro de la categoría de los peores coches fabricados de la historia. Al margen de que el volumen de ventas en su bienio inicial fuera un éxito rotundo.  “El ataúd rodante” o “La bola de fuego” son algunos de los apelativos más acreditados por el consumidor estadounidense para referirse a nuestro protagonista.  El modelo fue descontinuado en 1980, pero a la Ford se le pegaban las sábanas desde ya hacía tiempo.  Fue un error subestimar la capacidad reproductora de la fama. Pocos recuerdan en la actualidad, por ejemplo, que la importación a Estados Unidos del Volkswagen Tipo 1, el mítico “escarabajo”, fue suspendida en 1977, por imputaciones a la seguridad vial de éste. Nada similar le fue impuesto a la Ford, sin embargo, perdió la ofensiva publicitaria. También la probidad ética. Su pecado capital fue preferir asimilar las muertes proyectadas por la estadística a corregir el chasis.  Para la empresa, las indemnizaciones consiguientes resultaban ser porcentualmente más rentables. El riesgo pasaba a ser otro mero impuesto sufragado por el consumidor. En los últimos años, la marca ha optado por fabricar camionetas, todoterrenos y motores eléctricos. La era de los Cobra, Taurus y Pinto se ha ido extinguiendo ante los avances tecnológicos y el asedio de la globalización.  Solo el impertérrito Mustang sigue al galope, incinerando las llanuras de alquitrán. Me he planteado su adopción varias veces, pero las canas me pondrían en evidencia. Consideración harto irrelevante en la época en que deambulaba, con ilusión ingenua, en el vientre de mi antiguo confidente.  En retrospectiva, fue una inversión fructuosa. Tanto material, como narrativa. También un referente perpetuo de mi integración en el sueño americano.

-Eso no te lo crees ni tú. Aquel cacharro era un “jalopy” en toda regla y de narrativa, mejor no hablar. En lo único que aciertas de pleno es en la última apreciación. Conforme más transcurren los años, más te falla el sentido de la realidad. ¿Por qué no mencionas que tres meses antes de tu frustrado “trenicidio” te lo había embargado el concesionario por impago y que tuviste que esperar al próximo cobro para poder recuperarlo? ¿O que el retraso en la letra fue fruto de las reparaciones que tenías que sobrellevar cada dos por tres, dejándote sin una blanca donde caerte muerto? Por no hablar de tantas noches abocadas al fracaso en la intimidad de su estructura asfixiante.  De reproches agridulces y plantones sin revancha. Fue un lugar de la desmemoria. Algo demente y dicharachero. Raras veces enseñaba las cartas. Me recuerda a un conocido nuestro. ¿Adónde te lleva tanto sentimentalismo? Hasta llegas a autoconvencerte. Ahora, nos vas a contar que si no fuera por las buenas compañías serías feliz, ¿eh?… Anda ya, desgraciado recalcitrante…

     Aun hoy, con las arrugas ganándome la partida, cuando surge la anécdota los presentes de mi entorno familiar reaccionan con risitas, gestos de mofa y comentarios desconfiados. No aceptan la versión oficial, ni la evidencia testimonial. Insisten en que ventile la memoria y relate, de una vez por todas y prescindiendo de la censura, lo sucedido aquella noche. Actitud que también acaba por contagiar a los oyentes neófitos, que prefieren dudar a sopesar los criterios narrativos de la lógica. A menudo, la realidad engaña más que la imaginación y la nostalgia menos que la lírica, mas yo sigo en mis trece.

¿Ves como no tienes solución? Podrías haber concluido diciendo que, pese a todo, seguías sosteniéndole la mirada a los incrédulos, que no te amedrentaban los golpes bajos de la crítica o algo parecido. Bah, que ganas de malograr folios, nano. No cuentes conmigo para la próxima catástrofe. Vas de mal en peor…

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DIONISIO BISCARRI

Nació en Barcelona, España (1963). Ha publicado artículos sobre literatura, cine y arte en diversas revistas académicas. En 2004, publicó en Italia el libro Nacionalismo autoritario y orientalismo: La narrativa prefascista de la guerra de Marruecos (1921-1927). Ha sido ponente en varios congresos nacionales e internacionales. Ha obtenido premios de investigación y docencia. A mediados de los años noventa, impartió cursos de literatura y cultura españolas en la Universidad de New Hampshire. Desde 1998, ejerce como profesor de estudios ibéricos en The Ohio State University.

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