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ANA LUCÍA CAGNONI
Nació en Buenos Aires, Argentina (1987). Poeta y narradora. Cursó estudios de Escritura Narrativa en Casa de Letras (Buenos Aires, Argentina). Actualmente reside en Estados Unidos donde se encuentra realizando un MFA en Creative Writing en la Universidad de Texas. Sus textos poéticos más recientes aparecen en la revista digital Acentos Review, una revista que apuesta por el trabajo literario de los latinos que residen en los Estados Unidos. Su colección de poemas “Con su debida calma” obtuvo una mención especial en el Concurso Nacional de Poesía Adolfo Bioy Casares (Argentina, 2020) y el Tercer Premio en el Concurso de Poesía del Fondo Nacional de las Artes (Argentina, 2021).
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1.
uno pensaría que los objetos son permisivos. no.
los números tampoco son permisivos.
ni los mares.
permisivos son los minerales. sus contornos geométricos.
los colores fríos poco saturados.
el paisaje es permisivo. algunos paisajes.
el agua de deshielo es permisiva.
casi siempre los mediodías también.
hay una permisividad despampanante
que tiene que ver con el follaje caducifolio.
son permisivas las burbujas
del agua con gas cuando ascienden siguiendo una lógica interior
que no respetan.
el olor que baja del cielo una vez que quedan atrás las ciudades.
las ciudades.
la retina que recibe la marca de las ciudades.
(¿quién recuerda las ciudades?)
los conos y bastones de la retina no son otra cosa
que permisivos.
como toda célula, poseen la libertad de lo ínfimo.
esa que en cuanto construimos, desaparece.
2.
la posibilidad
de que la montaña no estuviese ahí antes
es casi nula.
seguramente estaba,
con su capacidad de existir al lado de otras montañas,
la tranquila y húmeda colaboración
con la que entre todas envuelven el valle.
sin embargo recuerdo
la idea fugaz, al verla por primera vez,
de que acababa de ser creada.
había surgido de la tierra el instante previo,
un águila magnífica de alas plegadas
sin antepasados ni hechura.
supongo que no es más
que la sospecha de siempre.
la sospecha de que hasta recién no hubo nada,
no pudo haber habido nada.
cada uno hace sus conjeturas.
entiendo que las mías (no es cierto)
compensan por algo que presumo
me fue entregado en mano.
así lidio con el apremio
(como si a cada bocanada respirase el aire equivocado)
de tener que inventarlo todo
por la mañana de nuevo.
ya sé, ya sé. no sería mejor,
si ocurriese como yo quiero.
3.
lo que no sabía la gente del valle
era que la casa de las puertas cerradas
tenía las puertas cerradas
para que no se escapase el gato,
un animal lleno de caspa
que no parecía saber de su propia ineptitud
para sobrevivir en libertad.
la gordura le impedía cazar las ardillas que
infestaban el valle.
el valle consistía de varias casas
separadas por coníferas más altas que las casas.
todos los habitantes del valle oían día
y noche el rumor del río diablo, así lo llamaban.
alrededor, montañas.
la fantasía de que los habitantes del valle estaban
ante todo
conformes
era, como todas las ideas que se tienen
de lo ajeno (y de lo propio), falsa.
nadie en ese valle estaba conforme, y una vía
de expresión para esa disconformidad eran las habladurías,
que tenían muchas veces como eje central
la casa de las puertas cerradas.
(también los postigos estaban cerrados).
el señor T, sin embargo, nunca se defendió.
quizás su retraimiento era una forma
de decir: las explicaciones no existen.
existen los hechos, que solo confunden a aquellos
que no pueden ver más allá de su humor vítreo,
transparente y gelatinoso.
4.
siempre tuve dificultades para ayudar,
no en el sentido moral, sino práctico.
pero ese verano, en el valle, cada mediodía
le corté al señor T. media palta y se la pisé
con un tenedor.
fue después de que el gato se resistiese a salir
de la heladera y, en el forcejeo, le mordiera
la mano al señor T.
la mano se infectó.
las paltas eran de dos tipos,
el señor T. prefería las rugosas que vendían fuera del valle,
en un insólito tráiler color lila, junto a la autopista.
todo estaba pautado.
los mediodías y el calor pasaban desapercibidos
para los lugareños.
solo nosotros dos, con nuestro pequeño ritual puntilloso,
fluíamos sobre la untuosa indolencia del valle,
salando paltas a gusto detrás de los postigos cerrados.
hoy estoy segura
de que nos rescatamos, él y yo.
cuando la evidencia me apunta,
no tengo más que pensar en el señor T.
pienso en él y en todas esas paltas, con sus hemisferios
cremosos, pálidos, condescendientes.
5.
si los días fueran paralelos
como renglones, visibles,
doblegables.
los colocaría amorosamente
unos sobre otros, concretos,
atigrados pero inofensivos,
plegaría la hoja una tarde borrascosa
de fines de verano, la guardaría en el bolsillo
interior del impermeable.
claro que no uso impermeable.
claro que, como un barco que se mueve
a velocidad crucero,
dentro de mi pequeño camarote,
no advierto el menor cambio.
no podría asegurar
si el tiempo en verdad transcurre
o se repite la misma escena
siempre.
me salva el polvo.
su afición por las superficies horizontales –
lo concibo modesto, laborioso, palpable.
me acompaña
su imposibilidad de recorrer distancia alguna
sin disgregarse definitivamente.
6.
hay atributos
casi exclusivos de las
tormentas.
el primero es la capacidad
de subsistir en degradé.
damos por sentadas
las leyes de la física
que permiten calcular
su magnífica progresión
y paulatina retirada.
si todo funcionase así.
pero hay algo fascinante
en lo que no
es
gradual.
nos atrae lo que hiere
de golpe.
aquello que no puede
ser más hondo, ni estar
menos presente.
es porque somos personas.
la orfandad
nunca es a medias.