BAQUIANA – Año XXIII / Nº 121 – 122 / Enero – Junio 2022 (Narrativa II)

FAUSTINO

 

 por

 

Iván Mauricio Lombana Villalba

 


“¿Te figuras tan necio a Fausto, para que crea que después de esta vida, hay pena alguna?”.

                                                                          Marlowe.

 

     La noche del jueves 1 de noviembre del 2007, de tanto madrugar y trasnochar, se me cerraban los ojos y cabeceaba. Descargado el control, tenía pereza de salir de las cobijas para apagar la tv y el reproductor de cds en el que había puesto el Fausto de Murnau. Como al rato, no me aguanté más las ganas y tuve que ir a orinar, en el espejo alcancé a notarme amarillo, más que pálido. Agotado de corregir un proyecto de inversión, apagué las luces, entré a la cama de un salto, me arropé con los pies envueltos en las cobijas, y caí rendido.

     El viernes, más relajado, con los sentidos agudizados por los cafés de la tarde, retomé la película, y a pesar de lo rudimentarias, las imágenes me impresionaron por la tristeza que anidan. El diablo tiene el poder, y los cristianos empuñan cristos en la agonía.

     La acción se desenvuelve más rápido de lo que se cree en las películas mudas. Me espantaba que bastara con la imagen de un demonio gigante que oscurecía la ciudad al abrir sus alas, para ofuscar a la multitud, me estremeció la contundencia de la peste, y que Fausto no pudiera curar sin la ayuda de Mefisto, ante lo que no vale la fe, mientras otros festejan. ¿De qué sirve cambiar la conducta ante acontecimientos trágicos?

     Al cabo, me fastidiaba caer en lugares comunes. Obsesionado y descompuesto, me quedé dormido con la idea del cachetón y gracioso Mefistófeles, que con el ceño fruncido y sonriente, ofrecía al incruento Fausto, placer y sabiduría, a cambio del alma. El caso fue que soñé que un Mefistófeles, agazapado en su capa, me susurraba la tentadora propuesta.

     Cuando desperté, sobresaltado y sofocado por mujeres desnudas que se desvanecían, fui por un vaso de leche, y tuve que sentarme, inquieto por el tipo de sugestiones que me afectaban, pero tras meditarlo, advertí que no hace falta vender el alma para acceder al conocimiento y a placeres.

     Hablando al aire, me di cuenta de que me dirigía al Mefistófeles del sueño, no a uno imaginado, ni al de la película. En esas, me asaltó una duda atroz. Pese a mis objeciones, tras mi separación de patricia, sí me hacía falta un amor, quería abrirme a experiencias placenteras genuinas, y aprender a disfrutar.

     Tenía que rectificar mis planes, asqueado de tantas mujeres que frecuenté tras librarme de Patricia, pendientes de sus teléfonos y escotes, sin genuina sensualidad ni capacidad de seducción, prontas a la diversión y al aburrimiento.

     El sábado fui a desayunar a la casa de mis padres, y los noté muy achacados. Mi madre cojeaba, tenía las manos curtidas, el rostro pálido y ojeroso. Al preguntarle a mi madre por qué no había probado bocado, me soltaron sin rodeos que no me habían querido decir, para que no me preocupara, que mi vieja tenía enclavado un cáncer en el estómago bastante avanzado, a punto de esparcirse, y que le quedaba poco, a lo sumo unos meses, por lo que había que prepararse.

     Me aplastó un témpano de nieve. Nos nubla la proximidad de la muerte, y demoramos en actuar o pensar ante las contrariedades inoportunas. Ni siquiera reaccioné y sólo escuchaba. Mis especulaciones se tornaron más serias, y se me volvió a presentar la idea, algo alterada: ¿Qué tal que uno pudiera cederle años a quien ama? ¿Que por mi deseo, mi madre viviera diez años más, a cambio de morir yo diez años antes de lo predispuesto por Dios, según el trajín que a alguien le hubiera tocado?

     Seguía escuchando, aunque inquieto con las cavilaciones sobre lo que deparaba a mi madre, y las consecuencias de mis extravagantes y enmarañadas ocurrencias. Mis padres, permanecían pendientes de mis asuntos, me reprochaban los gastos de viaje, las cuentas por farras y aventuras ocasionales, en spas y restaurantes lujosos, sin dejar de ofrecerme consejos: “Ahorra, que en unos años te van a cambiar por alguien más joven”.

     Yo les juraba que había dejado de beber y que estaba juicioso. Tenía problemas más apremiantes, y sus consejos me fastidiaban. “Tienes la solapa del saco sucio, ¿cómo vas tan mal presentado al trabajo?”. “Debiste casarte con Patricia, era una buena mujer y te quería”.

     Con seguridad, en el trabajo se burlaban de mis zapatos sucios y sin lustrar. No sé cuándo me volví tan desaliñado. En cuanto a Patricia, fue ella la que me llevó a la perdición, en discotecas con sus amigas.

     También me machacaban: “Cuida tus ojos de la luz del sol y de tanto computador, que te quedas solo y no vamos a estar siempre”, y me prevenían de la carestía y de mil dificultades cotidianas. Y en efecto, a la miopía se agregó la presbicia, tal vez de tanto forzar la vista frente al tv y al portátil. Se pierde la vista de modo paulatino.

     Entre tanto, detallé el reloj Cartier de oro de mi padre y deseé tenerlo el día que él muriera. De pronto, Mefistófeles me miraba fijo, con los ojos rojos, y las pupilas dilatadas, para desquitarse de mis impertinencias: “¿Te planteas el dilema de ceder años a tu madre, y deseas quedarte con el reloj de tu padre? Cómprate uno, ¿no que resulta fácil conseguirlo todo?”. Apenas me sonreí de estar desdoblado, o triplicado.

     Más que aceptar la pronta partida de mi madre, sentía que actuaba, y salvo por un ligero temblor que delataba mi consternación, oculté la tristeza, lleno pesar.

     Quedamos de ir a los bancos y a la notaría, entre otros pendientes, y sin manifestación de confusión, me despedí con besos y abrazos que repelieron incómodos.

     Sólo en la calle me eché a llorar y expulsé hasta la última gota de bilis.

     Después fui a juntarme con Edith, amiga de juegos de niños. Nos la pasábamos más juntos antes, en la época de la universidad, aunque me hubiera ennoviado con Patricia, por lo que hablamos de todo, mientras nos tomábamos un par de cervezas. Tras ponerla al tanto de la mala nueva, le participé mi dialéctica filosófica: “¿Digamos, le donarías años a alguien que quieras, que estuviera a punto de morir? Supón que tu mamá agoniza, y que tú le pudieras ceder cinco años, o los que consideres”.

     Tajante y malhumorada me contestó: “Tú no eres absurdo, eres un imbécil. ¿Cómo puedes salir con tantas tonterías?”. Le pedí perdón, y le declaré que era por hablar de algo.

     “Claro que sí”, replicó. “¿Claro que sí qué?”. “Pues que les entregaría mis años. Tú eres muy egoísta. Pero yo le preguntaría a la persona primero, ¿qué tal que no quisiera tiempo y que prefiriera morir, o que decidiera  que tú debieras vivir más?”.

     En su sencillez, Edith salía con aporías interesantes. Dejó las manos extendidas sobre la mesa, y buscaba rozar las mías. Se moría por un beso, pero en el sofoco, yo tenía la cabeza elevada en el aire, entre mi madre y Mefistófeles, envuelto en la nube de su cigarro, y me retiré hacía atrás, contra el respaldar de la silla.

     Para provocarme, ella se sacó la chaqueta y exhibió sus pechos moldeados entre la blusa, la cintura marcada y los pantalones ajustados, y salió a bailar con un moreno. Cuando terminó la canción, no me quedé sin complicar el embrollo, y obnubilado, agregué: “Si les entregaras años a varias personas, te quedarías sin tiempo. ¿Qué tal que fueras mayor y sólo te quedaran, cinco o diez años? ¿Entregarías tres o cinco años, y a alguien más otros cinco?”.

     “Claro que sí. Yo gozo cada momento, y si me muero aquí y ahora, pues ¿qué se le va a hacer? Eres un tonto, faustinito”. Ella respondía sin meditarlo. A mí, el lío se me había convertido en fórmula matemática, pues a una persona joven le parecería fácil entregar unos pocos años, y alcanzar los 75, en vez de 80. Pudiera resultar deseable evitar la vejez. Incluso para alguien que bordeara los 80 o 90 años, podría estimarse exiguo un año de más. Pero podría pensarse lo contrario, y no querer irse aún, con 90 o 100 a cuestas. Así calculaba una década en la que estas valoraciones se tornan ambiguas, entre los 45 y 55 años, el margen de edad en el que me encontraba.

     La conveniencia de permanecer en el este mundo depende de qué tan bien se conserve alguien. Edith me replicó, más categórica: “Te cuesta concebir que las personas no deseen seguir viviendo, y que acepten sus circunstancias. Aunque tengas suficiente, siempre deseas más? Larga o breve, tal vez te hacer falta aprender a desear la existencia,”.

     En la mesa contigua, unos jóvenes con barbas, chiveras y tatuajes, en discordancia con su edad, causaban tal estruendo, que lo tomé como que se burlaban de mí. Edith me extendió la mano para que saliéramos a bailar, pero me negué. “Sabes que bailo de lo peor”. “Tú sabes bailar muy bien, sólo que te haces el rogado”, y como me aferrase de mi cerveza, me la embutió y me sacó a la fuerza. “Yo no bailo bien ni sé dar vueltas”. “Mejor, apriétame y relájate”.

     Al regreso, se sentó en una de mis rodillas y me encaró: “Tengamos sexo de amigos”. La cerveza se me fue por la nariz. “¿Cómo así?”. Sin compromiso, si te dan ganas, en lugar de ir a buscar a tus perritas con las que andas, vienes conmigo, nos queremos y la pasamos bien”.

     Sin saber qué decir, se me salió lo peor: “¿Cómo se te ocurre? Dañaríamos nuestra amistad”. Edith quedó sentida, y el silencio ahogó el cariño. Le fui a dar un beso y me quitó la cara, sin más palabra que: “Olvídalo. Era todo conmigo, sexo y no sólo besitos”. Se le esbozó una sonrisa postiza, y seguimos con la cerveza. Cuando la dejé en su casa, se limitó a “tú no eres serio”, sin despedirse.

     El domingo, revise documentos, adelante trabajo y me acosté temprano, pero me desperté empapado de sudor, con fiebre ligera y escalofríos. Antes de abrir los ojos no había soñado nada, pero sentado en el borde de la cama y respirando profundo, salté del surto al encontrarme cara a cara con el Mefistófeles, de rostro triangular y alargado, con los cuernos curvos, las orejas paradas y brotadas las venas, balbuceante en la pared blanca: “¿Entonces qué, te gusta la propuesta?”.

     Lo tomé como un estado psicótico comprensible. A los pocos meses internaron a mi madre en el hospital y me la pasé a su lado, durmiendo mal en un sofá y viéndola sufrir. A Edith le sorprendía encontrarme en la capilla, en la que me refugiaba con la cabeza vacía y sin devoción. Me tomaba de la mano y yo se la quitaba: “Estoy bien, no pasa nada”, y me pintaba la cara con besos de niño.

     Habían pasado dos meses, y me molestaba no tener intimidad, agobiado por la rutina y el curso incierto de los acontecimientos. Le compré cigarrillos a una anciana decrépita, y fumando en un parque, en voz baja, para mi fuero, asentí: “Sí Mefisto, me encanta la propuesta. ¡Que mi madre viva una década más!”.

     Acompañé un rato a mi mamá en su habitación, y al verla, lleno de lástima lo confirmé: “¡Acepto, acepto la propuesta! Que mi madre viva veinte años más. Que me los descuenten a mí”.

     Me reemplazaron mis hermanas que llegaron del exterior, y me dirigí a mi apartamento, rendido de la tensión y del dolor cervical por dormir mal acomodado, encogido del frío. Me quité los zapatos y cuando me desplomé sobre la cama, en mi cabeza retumbó la voz ronca, que no imaginaba, ni era la mía: “¿En serio lo deseas? Con gusto cerramos el trato”.

     Estaba rendido del cansancio y somnoliento respondí en voz alta, medio sonriente: “Lo que quieras Mefisto, desearía que mi madre viviera más, aunque me costara la vida, y ya déjame dormir”.

     Los días siguientes, casi no conseguía levantarme, sin deseos, fatigado, y sin energía, con dolor de huesos y los músculos entumidos. Me automediqué, y meses después seguía en las mismas, asmático y débil.

     Llamé a mi madre al hospital. Me contó que aunque no se había recuperado, la enviaban a casa, con asistencia de una enfermera, y me recriminó por no estar pendiente de los trámites y pagos. Por fortuna tenía a mi padre y a mis hermanas. Yo la había desamparado.

     La visité los fines de semana, y para su cumpleaños, en febrero, vencí el desaliento que me costó el trabajo, dedicado a ver películas y comer pizza, me arreglé con esmero, y tan pronto entré, la familia se divirtió conmigo por lo canoso y envejecido. Me recomendaron el tratamiento del homeópata, dejar la pereza y perder el sobrepeso, comentarios que forzaban mi eterna sonrisa.

     Dios o Mefistófeles me importaban lo mismo. Si mi madre mejoraba, muy bien que fuera cierto lo del trato o lo del homeópata. Yo tomaba al diablo, a Lucifer y al demonio, como asistentes administrativos divinos, una banda de comisionistas que nunca faltan.

     ¿Acaso no exige Dios que renunciemos a nuestra voluntad, y que abracemos el sacrificio en el ejemplo de Jesús, para el perdón de nuestros pecados, en muerte de cruz? La misma idea con distinto marketing.

     Estricta, mi madre siguió la dieta, disfrutó de sus nietos en la playa y asistió a sus graduaciones como profesionales. De hecho, mi padre murió 12 años antes que ella, de un ataque cardiaco, lo que naturalizó la enfermedad. Yo me alcoholicé.

     Entrando en la vejez, cabizbajo y con resaca, busqué a Edith, y me enteré de que se había casado con un alemán que conoció en un crucero, y que tenían un hijo.

     En unas vacaciones, nos encontramos en un café. En broma le dije que aceptaba su propuesta, la de hacer el amor como amigos. Ella, enérgica, me gruñó que ni loca, que estaba casada, que estábamos viejos, que no quería comportarse mal, y que, además, no me creía capaz, por mi lamentable estado de salud.

     “Tú no eres seria”, le dije. Tuve que aclararle que molestaba, y al retomar mis maquinaciones sobre el trato con Mefisto, me insistió en que era un egoísta.

     “¿Egoísmo?”, le repuse con rabia, “¡Pero si le entregué a mi mamá años de mi vida con todo mi amor!”.  Rotunda, me recalcaba que no entendía nada, y que si las cosas fueran como creía, Dios se la pasaría de sirviente, cumpliendo. Que lo que yo llamaba amor era delirio narcisista.

     Me quejé de que mi madre se hubiera vuelto dura conmigo, y que no me entregó más cariño, como a sus hijas. Ella me cortó para desmentirme. Mi madre había cumplido con criarme, y dedicó sus arrestos a sus nietos y a niños de una fundación. “¿Acaso querías tener a tu mamá sólo para ti y para siempre?”. Y remató: “Si estuvieras en lo cierto, le habrías provocado sufrimiento en su soledad, porque tu padre murió antes, y ella lo quería mucho”.

     El amor trae dolor. Edith me repetía que, como de costumbre, me engañaba, que sólo deseaba lo que me convenía y lo más cómodo, y que a los ojos de Dios todo es perfecto, incluso la muerte temprana de tantos amigos, por enfermedades o en accidentes absurdos, como la de Ignacio, enamorado y a punto de comenzar la universidad, que se atragantó con su propia saliva mientras hablaba por teléfono, o así lo inventaron para encubrir una sobredosis.

     Necesitaba que alguien me creyera, y después de hablar toda la tarde, Edith me entregó las palabras que esperaba: “Tranquilo, así no sea verdad lo que cuentas, yo también lo hubiera deseado. Tu querías a tu madre, y eso es lo que importa”.

     Aún entonces ignoraba si mi madre vivió más años por mí, o si tan sólo se había recuperado por el cambio de alimentación. ¿Qué tal que mi padre también hubiera aceptado un trato semejante con Mefistófeles, implícito en su amor por mi madre, y por eso el cabrón se lo hubiera llevado antes?

     Sin duda, su dolor y la angustia le robaron años. Yo también sufría a mi manera, y me enfermaban este tipo de postulados, como la banalidad de que la existencia dependa del deseo de bienestar. Por fortuna, mi neurastenia cedió y me concentré en combatir el envejecimiento prematuro, la impotencia, los dolores de huesos, la resequedad de la piel, los problemas gástricos, y los del páncreas. Me agravaba con lentitud y con los años me llegó el turno. Para el acabose, me descubrieron un tumor cerebral, y una enfermedad degenerativa más preocupante.

     Cuando Edith me visitó antes de la operación, su rostro delataba su amor. Yo estaba invadido de temor: “Perdóname por no haberme fijado en ti. Eres la mujer perfecta y tu esposo debe de estar feliz por completo”.

     Ella no musitó palabra, aparte de trivialidades, y aunque no sonrió, se le iluminaron los ojos. Al irse, me hizo llorar de risa: “Estate tranquilo que no te vas a morir todavía. Le voy a vender el alma al diablo, para que pienses en mí muchos años. Sabes cuánto te quiero”. Me abrazó y se fue. “Chao, tengo una cita”.

     Habrá sido por la morfina, pero puedo jurar que tras la operación, también me visitó Mefisto, entre alucinaciones, sólo por importunar, al interrumpir mi soledad y mis fantasías eróticas de enfermo con Edith.

     Mefisto traía una bolsa con manzanas verdes, y con su risa postiza me aseguraba con sarcasmo que iba a durar muchos años, aunque inválido y enfermo, atestado de sufrimientos e incomodidades previsibles: “¿Por qué no aprovechaste cuando estabas sano y podías estar con Edith, en lugar de con tantas mujeres? Hubieras sido feliz”.

     Las palabras provenían de un afuera de la realidad, desde la gesticulación de Mefistófeles. Apenas recobré el sentido pregunté por Edith. Se había envenenado en el jardín de la iglesia del barrio, tras salir de visitarme. Nunca comprendí cómo pudo abandonar a su hijo, mientras yo nunca tuve el valor para partir, pese a mis dolencias y pesimismo.

     Un año tras otro quise abandonar la vida o cederla, pero en el ilusorio trato con Mefistófeles, no se agregan cláusulas. En pare, le adjudico al encierro de la pandemia el recrudecimiento de mi deterioro, a falta de sol y movimiento, y que se olvidaran de mí.

     Juego ajedrez a solas y diferencio mis jugadas de las de mi adversario, que me deja ganar, aunque se anticipe a mis movimientos. Por lo demás, me la paso repasando las imágenes fugaces que retengo de Edith, y día por medio, el cansancio vence al dolor, y consigo dormir, si alimento a los ratones de la vieja casa de reposo, para que paren de chillar.

     No hay afán de morir cuando ya se está en el infierno. Nunca afirmamos nuestra voluntad: la perdemos cuando creemos decidir.

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IVÁN MAURICIO LOMBANA VILLALBA

Nació en Bucaramanga, Colombia (1969). Poeta y narrador. Estudió filosofía en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Colombia y es Doctor en Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid, España. Se especializó en bioética y se graduó de la Maestría en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana, y del Master en Comunicación Política del Instituto Ortega y Gasset. Su tema de investigación gira en torno al sufrimiento y la felicidad en las ciencias sociales y las humanidades. Ha publicado los poemarios: Meditaciones (Valparaíso Ediciones España, 2020), sobre Descartes; Vestigios (Común Presencia Editores, 2021) sobre Edipo y la poética de Horacio; y Calicles o de la fuerza contra la ley (Poesía eres tú, 2021). Ha publicado cuentos como Felicidad Usurpada (Revista Literariedad) y La viuda y el soldado (Revista Cronopio), y ha escrito textos de filosofía como La ética intelectualista del Maestro Eckhart (Dike, 2007), y Los saberes de la felicidad (Uc3m, 2015), además de artículos académicos sobre ética y comunicación. Se ha desempeñado como catedrático y asesor en instituciones estatales relacionadas al trabajo con las comunidades y las víctimas en su país.

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