BAQUIANA – Año XXIII / Nº 121 – 122 / Enero – Junio 2022 (Cuento III)

KOKORO

 

por

 

Emilio José Serrano Loba

 


     Esta es una historia de dos. Uno, él. Una, ella. Una historia de tira y afloja… Más que la historia, la cola de una ballena llamada Final que se sumerge.

     El uno. Elio viste pantalones grises y camisa azul, con bandas amarillas reflectantes en los extremos. Sus ojos, huecos como los rescoldos más negros de una gran hoguera. Cuando la gente lo mira corre el riesgo de quedar prisionera entre las concavidades de su mente, resonando como un eco ya olvidado antes de volverse mera vibración. Así de tenebrosos son los pensamientos de Elio. Por eso nadie busca su rostro. Es más fácil ver su uniforme. Él mismo no tiene una concepción mucho más compleja de su identidad. Un uniforme que se desliza sobre el pavimento. Que se esfuerza por no dejar huella de su paso.

     La una. Las calles, las calles desnudas cuando anochece. En cierto modo, permanecen desnudas la mayor parte del tiempo. Conciencias como manchas difuminadas las adornan durante el día. Tan efímeras que la roca, el cemento y el metal apenas las recuerdan.

     También Elio es efímero la mayor parte del tiempo. Es, para esas calles, como el vuelo de una mosca en verano. Pasa rápido, eres consciente de su molesta presencia durante dos segundos. Luego la olvidas. Y así mismo hacen las calles de cualquier ciudad con los mosquitos más grandes de entre los que las habitan. Los seres humanos. Sucede que en ocasiones los mosquitos pican, y entonces uno es consciente de su presencia. Se rasca la piel, levanta escamas de dermis y dilata capilares. Sucede, cada día es así, que los humanos ensucian las calles. Las llenan de recuerdos de su paso. El momento clave llega cuando las farolas brillan más intensas y las luces de los coches se han apagado. Lo que queda fuera de cuatro paredes, las de la mente o el hogar, se olvida, y con ello las calles desaparecen del mundo humano. Entonces estas reconocen la presencia de Elio.

     Con la escoba, la máquina barredora o la manguera. Da igual. Él disfruta. Es consciente de la atención que le presta cada farola, la estatua de bronce de la plaza, las fachadas de los edificios o los escaparates más horteras.

     La vida para Elio es fácil. De hecho, seguramente no sea del todo consciente de que posee una. Duerme durante el día, todos los días. Y trabaja cuando los otros pasos que resuenan son los de borrachos, personas sin hogar u otros trabajadores nocturnos. Invisibles. A veces libra, le dan descansos. Siempre se asegura de no despertar hasta su siguiente turno. Su oscura casa se convierte en una fiesta con la ayuda de pastillas y alcohol, conversa con los huevos de las cucarachas, les recita a las grietas de las puertas, que se ablandan y quieren crecer árboles, y sobre todo cuenta una y otra vez sus víveres.

     Víveres. Le gusta pensar, porque sí, piensa, que vive en el desierto, o incluso en Marte. Sobrevive a las inclemencias de su entorno. Las personas que le trepan por encima como nunca harían sus cucarachas. Los ruidos obscenos de coches y voces le amenazan como ninguna grieta hará jamás. Hay desiertos gélidos, con ese mismo frío que poseen las calles cuando quedan pocas horas para amanecer. En esos momentos en los que hasta la luna se ha olvidado de la Tierra. Un frío voraz, que trepana tejidos, huesos y se aloja en los pensamientos. También los hay ardientes, y sus calles liberan en las noches de verano todo el fuego que el sol lanza durante el día.

     Temperaturas extremas, fauna hostil, soledad… Elio no ve razones para no pensar que vive en un desierto, en definitiva.

     Y así, ya de paso, y solo de paso, encuentra un fuerte pilar al que atar la barca en la que carga esos instintos asesinos de cuando se relacionaba con personas. Esos deseos de escupir e ignorarlos, todo al mismo tiempo. El abofetearlos con las portadas de sus periódicos y orinar en los cafés, los que usan para empujarse hasta llegar al cenit del día y luego caer en picado hacia la cama. Elio es antisocial. Pero además está un poco loco. Loco de más. Pero es que el pobre, también, es un loco aburrido, y apenas se soporta a sí mismo. Por eso es mejor barrer calles, disfrutar pensando que así elimina el paso de otros. Verse como un uniforme que levita realizando milagros higiénicos. Y callar.

     Pero entre tanto callar y levitar por las fronteras del mundo de los hombres y el de los escenarios de sus vidas uno termina encontrando a quienes habitan en medio.

     El jardín a esas horas solo cobijaba pajarillos entre las hojas de eucalipto, cisnes mohínos y patos, que son las criaturas más impuntuales del reino animal. Elio y los restos de un botellón. Vasos, orina, colillas, bolsas de plástico. Se queda mirando el cristal fragmentado de una botella de cerveza. La luz naranja cae sobre todo. No lo baña, sino que le dice que tiene que ser de esa tonalidad, lo quiera el todo o no. Las farolas son entes despóticos, él lo sabe. Pero en ese momento se está preguntando por el mundo de diminutos granos de arena fundida que antes contenían cerveza. Acaba de decidir que entre ellos vive una raza desconocida, que se alimenta de la espuma de los fermentados y aguarda al naranja del fin de su mundo. Viven existencias cortas pero ebrias. Elio los envidia, durante el momento que ese nuevo mundo existe para él.

     En otra zona del mismo parque aguardan más criaturas intermedias. El aire huele a pólvora. Es algo que sucede cuando los lugares recuerdan lo que fueron. Hace años aquél parque fue una fábrica de pólvora y salitre.

     Elio se mantiene alerta. Sabe que un recuerdo suele traer una visita importante. Recordar implica humildad. Nada que no sea más antiguo que sus monumentos, cimientos o ruinas puede inspirar algo semejante en las calles de una ciudad… de ahí la precaución.

     Y allí están. Colocados uno detrás de otro en zigzag, separados unos metros. Tres pintores sin rostro. O puede que sí lo tengan. Pero a él no le interesan lo más mínimo. Son los lienzos, apoyados en sus cetrinos caballetes mitad hueso y mitad raíz, los que atrapan la atención del barrendero. Cada lienzo opalescente. Cargado de toda la materia pictórica que cualquier artista desearía reflejar con coherencia.

     Y esperando su llegada, una figura de pico negro, como de cuervo. Son pocos los detalles que Elio puede captar. Patas bermellón, fibrosas y con espolones afilados. Manos emplumadas. O alas. O quizás solo plumas articuladas.

     La figura le conduce. Y él no piensa siquiera en resistirse. Una sombra como él no puede plantearse nada semejante al toparse con existencias más antiguas que las mismas calles que venera.

     Pintar es sencillo. Crear es sencillo. Pero coger algo que ya existe, borrarlo y darle una nueva historia es otra cosa. Tienes que hurgar en su reloj vital como un técnico de fosas sépticas en un pozo negro con reflujo. Y no está tan claro qué es peor.

     A Elio primero le pintan un corazón. Eliminan capas del primer lienzo. Pinceladas rápidas. Hay poco que borrar y mucho que inventar. Va a ser el único corazón que soportaría un abdomen como el suyo. Uno seco, poco vivaz. Similar al anterior pero más consciente de sí mismo.

     Los dos pasos restantes son más sencillos. El nuevo corazón guía el proceso. La mente. Esa va a estar inundada de recuerdos luminosos, pero empañados, como un atardecer naranja al que desplazan vientos helados del norte. Algo ocurrió, muchos algos ocurrieron. Una tragedia. Se inventan sucesos, aunque no les ponen nombre. Lo que colocan son las impresiones y el constante claveteo de esa púa oxidada que no deja olvidar que hubo algo. Los detalles nunca importan. Llenan la mente de Elio de nostalgia.

     Y cuando llega al último lienzo, el único que todavía brilla, las uniones están claras para el sin rostro. Corazón, mente, alma… La unión de todo. Y a diferencia de sus compañeros, que crearon eliminando y recolocando, este añade, con tinta negra y espesa, el Kanji que da significado más allá de la realidad humana a su obra combinada. Kokoro.

     A Elio le han creado una vida. Nunca más volverá a viajar entre velos. A ser ajeno a la realidad. Incluso llegará el momento en el que deje las calles nocturnas para construir sobre esos falsos cimientos.

     Antes de marcharse susurra, con una voz desacostumbrada a dejarse oír:

     —Por favor, que no sean blancos. Ponedles nombre. A la madre y la niña. A… mi hija. No quiero llorar a una sin nombre. Su cara vendrá sola. Como todo lo demás. La madre… es importante. Primordial. El amor de mi vida. Pero es la niña, la criatura, la que me dejó así, a la que lloro. Su madre, mi amor, se marchó, o murió con ella. O dejo de amarme. No lo sé. No me importa. No sin mi hija. Por favor, llamadla… llamadla Sechel.

     Existen nombres, como gestos, que son un déjà vu del espíritu. Elio, como tú o yo, no es único ni como él mismo, sino una réplica levemente alterada por el constante paso del tiempo sobre el paisaje que es la existencia de cada persona. Con ese lúcido recuerdo robado, crea un vínculo irreal con otro como él. Y con Sechel, que existe, lo hará, y morirá. Para que Elio lo sufra, que sea doble la locura, pues dos iguales lamentarán la misma pincelada lenta en el lienzo.

     Hay noches en que los grillos cantan con sus diminutos cascabeles. Noches de risas, otras de silencio y muchas de tristeza. Y las hay en las que las ancestrales calles quedan reducidas a lo que los humanos creen que son cada día, meros escenarios de una historia más relevante que ellas mismas.

     Y aquella fue la noche en que Elio olvidó a las calles. Pero ellas no pudieron olvidar a su barrendero fantasma. El precio de cualquier historia quedó pagado. El tajo en un cuerpo, la herida en otro, y las lágrimas desatendidas de un tercero.

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EMILIO JOSÉ SERRANO LOBA

Nació en Murcia, España (1991). Escritor que inició su carrera artística como autor de fantasía. Desde sus inicios ha abordado todos los géneros literarios existentes, aunque el hilo conductor entre sus obras es una fuerte influencia de la imaginería natural y la presencia constante de un espíritu crítico hacia la degradación del medio ambiente, el sufrimiento de los más débiles y el tiempo. Es graduado en Biología por la Universidad de Murcia. En la actualidad cursa una Maestría (MPS) en Conservación Marina en la Universidad de Miami, donde lleva a cabo estudios de biología evolutiva así como de especies migratorias. Fue seleccionado para disfrutar una beca creativa en la Fundación Antonio Gala (Córdoba, España) para Jóvenes Creadores en el año 2013. Su obra Pendiente de Imaginar fue publicada por Ediciones Tres Fronteras en el año 2012. Ha publicado relatos en revistas digitales y en antologías, como Perros y Gatos de la Casa Editorial Abril. Escribe con asiduidad en Fantasymundo reseñas literarias y una sección de opinión propia, “Diarios de Campo”. Por otra parte, con frecuencia compone letras para diversos cantantes y compositores. También ha sido activista intervencionista para la ONG Sea Shepherd, donde ha desempeñado actividades de campo y de dirección. También, ha dedicado su tiempo a dar charlas literarias en institutos y proporcionar ayuda extra-escolar a niños de familias de barrios conflictivos en su ciudad natal. Actualmente prepara una exposición de colaboraciones entre algunos de sus poemas y las obras plásticas del artista Rafael Laureano en Miami, así como un disco con el compositor Daniel Martínez.

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