YO YA NO CREO EN NADA
Día tras día, Luis se levanta a desayunar, ver la televisión, comer y jugar domino. Él era uno de los privilegiados de la casa para ancianos Saint Paul pues aún podía caminar, salir a dar un paseo por el jardín o ir a la tienda de la esquina a comprar dulces o cigarros. La mayoría de sus compañeros, en sillas de ruedas o permanentemente en cama se conformaban con ver televisión todo el día. De cuando en cuando trataban de mantener una conversación con las cuidadoras, contarles de la vez en que hicieron la venta del año, cuando murió el hijo favorito, o del error del médico que les costó una pierna. Rara vez les hacían caso, algunas de ellas eran casi tan viejas como los clientes del “Hogar de la Felicidad.”
Luis llevaba seis años en la casa y ya se había acostumbrado a la rutina. Ya no le gustaba salir a los paseos mensuales a que los llevaban. Los paseos no eran tan malos; el cine, las tiendas, algún restaurante, al parque o al zoológico, pero algunos de los compañeros estaban en tan mal estado que los empleados tenían que corretearlos, evitar que se bajaran los pantalones, limpiarles las babas, ordenarles que se callaran cuando comenzaban a gritar. La gente, especialmente los niños, se espantaban y se les quedaban viendo con lastima, o coraje por arruinar su apetito.
Cada persona que nos ve ha de pensar que para que venimos, que mejor deberíamos de morirnos en lugar de andar dando pena —pensaba Luis. Lo sé, he oído los comentarios. Algunas gentes hasta me lo han dicho. No piensan que me pueda ofender, creen que los viejos tenemos que aguantar todo, que ya no nos importa lo que digan de nosotros. Y en cierto modo tienen razón. De menos por lo que a mi respecta, me tiene sin cuidado que me desprecien, que me tengan lastima. Prefiero eso a ser indiferente, a que la gente se comporte como si yo no existiera. Eso si me hace sentirme bien pinche, y no sé porque, total que es la pura verdad, para algunas gentes es como si nosotros fuéramos un mueble, una piedra a la cual hay que sacarle la vuelta para no tropezar. Así me sentía en mi casa antes de que me trajeran a la casa de ancianos.
Por eso insistí en venirme. Poncho me decía: “No Papá, usted no se va a ninguna casa para ancianos mientras yo viva. Esta es su casa y aquí están los recuerdos de mi madre, aquí es donde usted tiene que estar. Además, quiero que mis hijos sepan lo que usted hizo, que sepan que si no fuera por usted ellos no estarían aquí.” Pero Poncho estaba cansado de mis historias. Decía que ya le había contado como mil veces de cuando yo tenía que caminar una hora para ir a la escuela y después ponerme a estudiar. Otras veces platicaba de como eran las escuelas antes, entonces sí que había disciplina y a los vagos los ponían de patitas en la calle. Tiene razón Poncho, no sé porque me gusta tanto platicar de esos tiempos. Mas que ni de cuando me casé o de mis cuarenta años trabajando en el banco. Y ni es que yo fuera muy estudioso pero es que en ese tiempo yo nunca pensé que fuera a ver que en las escuelas dejaran que los chiquillos fueran con pantalones cortos ¡y hasta con pistolas!
Cuando Poncho murió entonces sí que me dolió. Creo que más que ni cuando Amalia murió. Y es que a la muerte de Amalia yo todavía estaba sano, tenía esperanzas en el futuro, quería ayudar a Pepe a dejar la bebida y que enderezara su vida. También el diablo de Poncho me hacía muchos cuentos de que necesitaba mi ayuda para que le echara una mano a Pepe para criar bien a sus hijos, que yo les enseñara la religión católica, que les ayuda con sus tareas. Y así fue por un tiempo pero después que pasó la pena de la muerte de Amalia, Pepe volvió a la bebida, Julia se fue a vivir a Londres y dejo de comunicarse con la familia. Y los nietos empezaron a dejarme saber que estorbaba, primero diplomáticamente y después abiertamente, bueno siempre y cuando Poncho no estuviera presente porque el sí que los hacia lamentar cualquier majadería que me hicieran. Por eso cuando murió Poncho sí que me dolió. Supe que se había ido el último eslabón que me ataba a mi familia, al mundo que yo había conocido y en el que algún día fui tan feliz. Pepe pasaba de la cárcel a la calle o a algún hospital pero nunca duraba mucho, la bebida era más fuerte que él.
Los empleados de la casa para ancianos ganan sueldos bajos, trabajan aquí porque no han podido conseguir algo mejor. Ahí está la Julia que es una amargada y se la pasa gritándonos por cualquier cosa. Y el tal Amaro que se hace el buena gente pero se roba todo lo que puede. A mí ya me voló más de doscientos dólares y mi anillo de matrimonio. Cierto que hay algunos que no son tan malos. A mí me gusta Tita, siempre me está echando flores y bromas de que nos vamos a casar, bueno ella les cae bien a todos pues es pareja y trata a todo el mundo igual. También Jacqueline es buena onda, a veces me da un dulce a escondidas porque está prohibido. También hay algunos de los compañeros más o menos, pero algunos están bien jodidos. Yo me pregunto porque los pusieron aquí si no están tan mal y no dan nada de lata. Al contrario, ayudan a las cuidadoras, cuentan historias interesantes y dicen chistes. Pero corre la creencia de que muchos de ellos son traídos aquí cuando la familia les quiere quitar su dinero o propiedades. Y vaya que si hay personas que fueron ilustres y nunca pensaron que pararían en un lugar de estos; profesores, abogados, gerentes. Un ejemplo es Luis Márquez Sotomayor quien de ser recadero de un banco llego a ser el presidente del banco.
La modernidad ha traído nuevos nombres para todo. Por ejemplo, al que antes se encargaba de buscar nuevos inquilinos hoy es jefe de relaciones públicas. Al empleado que le toca hacer los menús para las comidas se le llama director de nutrición. Y a la muchachita esa nueva que es sobrina del mero, mero se le conoce como supervisora de recreación y estímulos. Que nombres tan pomposos —piensa Luis. Tan siquiera Lis, esta joven y bonita que nos alegra la vista. Yo por eso voy a sus juegos de bingo y clases de artesanías. Todos los que vamos a sus clases vamos por verla a ella. Su carita bella con unos dientes blancos y parejitos que cuando se ríe parece un angelito. Y es que durante toda la semana solo vemos las paredes cafés del edificio y a las pobres mujeres gordas y fofas de la limpieza, casi tan viejas como nosotros. Claro que en la televisión salen muchas modelos pero la televisión es tan irreal, tan fría, siempre ahí, hablando, diciendo cosas, sin que uno pueda responder, decir que sí o que no, sonreír o echarles una mentada. Ni modo, muy pronto yo me voy a ir de aquí, a ver si es cierto que hay otra vida, a ver si es cierto que Amalia y Poncho me están esperando, ojalá, pero yo ya no creo en nada.
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CARLOS PONCE MELÉNDEZ
Nació en San Luis Potosí, México (1948). Poeta, narrador y periodista. Ha publicado la novela: El Gringo Latino (Editorial CPM: San Antonio, 2012); la colección de cuentos: Pláticas de Mi barrio (Bilingual Review Press: Tempe, 1999); ¡Baja, Gregorio, Baja! cuento para niños (Scholastic: New York, 1998); ¡Ay, mi espalda! Cuento para niños (Scholastic: New York, 1998), así como numerosas poesías y cuentos en antologías y revistas en español y en inglés, tales como: The Dreamcatcher, The Poet, Voices Along the River, Desahogate, Small Brushes, The Texas Observer, El Angel y Celebrate, entre otras. Sus artículos han aparecido en periódicos como Express News, Hispanic, La Prensa y El Periódico USA en McCallen y San Antonio, Texas, donde reside desde 1983. En sus escritos, el autor incorpora experiencias de su trabajo como científico social, periodista, productor de programas educativos para la televisión, profesor de sociología y de literatura en México y en los Estados Unidos.
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