BAQUIANA – Año XXIII / Nº 121 – 122 / Enero – Junio 2022 (Cuento I)

RASTRO DE ORO

 

por

 

Rolando Arco

 


–Ok, when the little white man shows up, we’ll make a run for it –le dijo.

     Estaban en la parada del ómnibus, asediados por el aguacero, esperando la señal del cruce peatonal en el semáforo.

     En la sala del apartamento la muchacha tiró en el piso sus botas de tacones agudos y luego su blusa blanca. Marcelo le secó el pelo y le preguntó:

Do you want some tea? Are you cold?

     Marcelo pasaba los domingos con su hijo. Solía llevarlo a la piscina del Riverbank Park. En el agua el niño le decía:

Daddy, you don’t have to hold me, I don’t sink!

     Y Marcelo anotaba esos diálogos en su diario. Y también otros detalles de su transcurrir que le eran gratos: el olor a sudor del gimnasio, los guantes de boxeo ya suavizados por el uso, los plane trees en el halo amarillo de los faroles a la salida del metro, el alboroto de niños en el parque infantil al cruzar la calle y los celulares de los padres pestañando en la oscuridad. Al entrar al apartamento, lo recibía la planta mustia sobre el quicio de la ventana. El sonido de la llave desperezaba a la gata, una pelota gris de mal humor que se estiraba y luego se le acercaba, se restregaba contra sus piernas, lo miraba con sus amarillos ojos de extraterrestre pidiendo alimento. Marcelo le servía a ella primero, luego algo para sí. Comían en silencio, el televisor en mute de inútiles imágenes cambiantes.

     Y entonces apareció en su vida esta sirena de voz ronca, de cuerpo perfecto, de chistes indecentes. Trabajaban juntos en la oficina y Marcelo pensó que le caía mal hasta que un día salieron en grupo y fueron los últimos en quedarse en el bar. La besó y le dijo “take me with you”, pero ella le respondió “No, I want a second chance”. Entonces el sábado siguiente fueron al SOBs a bailar y beber caipiriñas.

     Y ahora, en su cuarto, con las cortinas bajas, besaba sus pechos cortos de pezones perfectos, agarraba su cintura, sus piernas largas y lisas, oía en el patio la lluvia apagarse en las enredaderas sobre el suelo, los goterones retumbando sobre el aire acondicionado hasta que sudados, desnudos y felices, se durmieron.

     Un trueno los despertó y Marcelo sintió las manos de la muchacha clavárseles en el pecho.

Why is it so dark in here? — dijo ella.

–Because the curtains are down, silly. Are you OK?

     Levantó las cortinas de papel y la tenue luz de la noche entró al cuarto, vio las enredaderas cabeceando al ritmo de las gotas de lluvia y la pared de ladrillo del edificio de enfrente brillando, mojada y silenciosa.

Are you better now? –dijo Marcelo buscando con las manos la silueta de ella en la cama, pero a medida que se acercaba y revolvía la colcha, las almohadas y las sombras se revelaban vacías, ¿dónde estaba?

     Con una media sonrisa pensando que estaba jugando con él, esquivó en la penumbra lila la esquina de la cama, encontró el picaporte de la puerta blanca y se asomó a la cocina. La ventana abierta dejaba entrar el mismo murmullo de agua cayendo. Todos los objetos inanimados de su vida (el refrigerador, el fregadero metálico, pulido en anticipación de su visita, el fogón blanco de cuatro hornillas, la mesa de madera oscura que le compró a la pareja de maestras lesbianas del tercer piso antes de que se mudaran) ahora reflejaban la irradiación gris que entraba por la ventana.

     La sala estaba igualmente familiar y silenciosa: los dos sofás desgarrados por las uñas del gato, los juguetes del niño en las gavetas de las esquinas, los libreros estirados y llenos a lo largo de las paredes. Todo tranquilo, invariable y vacío. Aún sin comprender, regresó al cuarto donde, predeciblemente, no encontró a nadie. Se agachó frente a la cama donde había visto sus jeans tirados y sus botas de punta fina y tacón alto, pero solo tocó los tabloncillos pulidos, levemente pegajosos.

     Se levantó y suspiró de contrariedad y extrañeza. ¿Cómo era posible que se hubiera ido en un segundo, mientras abría la ventana, sin haberla visto vestirse, sin haber escuchado el llavín de la puerta de entrada? ¿Cómo es posible que se vaya de madrugada en medio de la lluvia en un barrio que no conocía, sin el menor motivo, sin decir una palabra?

     Encendió las luces y recorrió de nuevo el apartamento vacío. Molesto, revolvió la cama que aun olía a sudor, a sexo y vio la mancha dorada que había dejado el maquillaje de sus ojos en la sábana y convencido que estaba solo, acarició desanimado la gata gris que había entrado con un maullido inquisitivo.

     Al día siguiente Marcelo se afeitó cuidadosamente y durante todo el viaje en el metro no pudo evitar pensar en el momento en que la vería en la oficina. Notó por las miradas instantáneas y oblicuas que le lanzaban los otros, silenciosos, indiferentes, pasajeros, que se le reflejaban en el rostro los posibles diálogos que ensayaba. Entró a su cubículo, tosió y movió papeles para anunciar su presencia. No escuchó señal de vida alguna en el cubículo de la muchacha, que estaba en diagonal al suyo, con paredes contiguas.  Quizás no haya llegado, pensó. Encendió la computadora, mientras bebía una taza del espantoso café de la oficina. Se puso a revisar e-mails cuidándose de no contestar ninguno porque se sabía de mal humor.

     A la hora de almuerzo, como quien no quiere las cosas, pasó por el cubículo de ella, mirándolo de reojo, mientras acariciaba con dedos sudados un cartapacio amarillo. No pudo contenerse cuando captó el vacío ordenado y sutil de su mesa, de su silla que parecía no haber sido usada en meses. La mesa olía a desinfectante y en su superficie mate no había ni un papel, ni una presilla y las paredes del cubículo estaban desnudas sin un calendario o fotos o notas, ninguna señal de vida.

–¿La que se reubicó en Italia? –le respondió bostezando María la recepcionista, cuando él le preguntó por la persona que se sentaba en el cubículo diagonal al suyo.  No continuó indagando para no despertar las sospechas de María que no necesitaba demasiados estímulos para meterse en la vida ajena.

–Qué bueno sería tener una o dos mujeres atractivas en esta oficina–le dijo su jefe en la pereza del mediodía, sentado en su oficina. Marcelo casi la menciona, pero se acordó del cubículo vacío, de la reubicación en Italia.

     Buscó su apellido en las listas de Outlook, pero no aparecía. ¿Estaría María hablando de otra persona? ¿O se habría ido para Italia a trabajar para otra corporación? La rutina del lugar siguió imperturbable, seguía oyendo al mediodía el teclear de otros dedos sobre las computadoras y la pelirroja que había sido inseparable de su muchacha seguía sosteniendo largas conversaciones telefónicas con el novio, solo que ya no se detenía a contarlas en el cubículo en diagonal al suyo, donde a los días apareció un ingeniero barbudo y colorado de New Jersey.

     Dudó por momentos de su juicio. Cuando llegó a su apartamento, buscó alguna evidencia de la aventura, de la noche maravillosa interrumpida por la tormenta y volvió a encontrar la mancha dorada en la esquina de la sábana, el polvillo dorado de su sombra de ojos. Tocó con incredulidad la tela manchada.  Pensó –y siguió pensando las semanas siguientes– que María se había confundido y que la muchacha solo estaba de vacaciones o viajando por motivos de trabajo; esperó con ansiedad que alguien mencionara su nombre, una referencia oblicua que le confirmara su cordura. Llegando a casa en las tardes anaranjadas del verano lo esperaban, al salir del metro, los plane trees con sus cortezas lisas manchadas de verde como uniforme de soldado, sus hojas retozando en la brisa, el bramido indecente del ómnibus arremetiendo calle abajo, las voces de los niños en el parquecito infantil, cabecitas entrando y saliendo por canales, columpios, en la bruma gris del agua de las fuentes, los dominicanos jugando básquetbol, voces de barrio. Y el apartamento vacío con las ventanas que daban al patio interior, a la pared de ladrillo blanqueada de cal del edificio de enfrente.

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

ROLANDO ARCO

Nació en Leningrado (hoy St. Petersburgo), Rusia (1970). Geólogo medioambiental de profesión y narrador de vocación. Hijo de una rusa judía y un padre cubano, vivió durante su adolescencia en Sagua la Grande, Cuba. Más tarde, realizó estudios universitarios en la ciudad medieval de Lvov, en Ucrania. Desde 1996 vive en la ciudad de Nueva York, donde ejerce como geólogo medioambiental. Explorando su vocación como escritor, hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Nueva York (NYU). Ha publicado en las revistas CubaeEncuentro, Tabula Rasa y Temporales. Su libro de cuentos Semillas de Anón está en vías de publicación. Los cuentos, que transcurren entre Cuba y New York, trazan el arco de un personaje comenzando por el deseo imperioso de emigrar como gesto de desacato y rebeldía, seguidos por la nostalgia, el extrañamiento, y las inevitables ausencias que traen el tiempo y la muerte.

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________