CORAZONADA ANDINA
por
Dionisio Biscarri
–Si pitan falta, formen barrera. Sea de donde sea– la advertencia iba dirigida a los tres hispanoparlantes del equipo. Por si aún nos quedaba alguna duda. Segundos antes, el fogueado entrenador había pronunciado la idéntica consigna a todo el plantel, en aquel inglés peruanizado y medianamente coherente que tanto me deleitaba.
Espigado, correoso y con una impronta de espadachín folletinesco. Telmo Salas Labrador no aparentaba en absoluto sus bien entrados setenta y ocho años. Un cutis diáfano, más altiplanense que amazónico, conseguía ningunear su bigotillo corleoneano. Nunca decepcionaba, casi siempre para bien. Dirigía a sus huestes mediante la reiteración y la omnipresencia. Desde cualquier punto del campo se le podía distinguir, como faro en tempestad, por su habitual chambergo color crema -circundado por una cinta oscura de seda satinada-, las gafas de sol estilo agente 007 y el incombustible pito de plástico. Remataba el conjunto un chándal Adidas celeste, cuyas tres franjas laterales serpenteaban al son de cada una de sus gesticulaciones. En fin, todo un espectáculo andante. Llevaba más de cuarenta años entrenando en universidades estadounidenses. De joven, había pasado por varios clubes de la primera división inca. Entre ellos, creo recordar al Deportivo Municipal y al Atlético Grau. Aunque a lo mejor me regatea la memoria.
Era el verano del ochenta y tres. Don Telmo había logrado concertar una visita interestatal a la sede de los Fort Lauderdale Strikers, equipo puntero de la ya desaparecida North American Soccer League. Sobrado de maña, el preparador técnico también le había colado a la bisoña junta directiva del club la idea de un partido amistoso e informal –sin espectadores, ni prensa– contra su escuadra neoyorquina de estudiantes internacionales. –Apabullar a conjuntos amateurs ha sido, desde tiempos de la escuela magyar, uno de los pilares del régimen de entrenamiento de los elencos profesionales– insistió aquél, mal disimulando su interés. Proclives a no poner demasiado en evidencia su incultura futbolística, los ejecutivos de la organización consintieron aprovechar la ocasión, aludiendo a su compromiso con la incipiente comunidad de aficionados del país.
Por ese entonces, la figura de dicho plantel era el mediocampista limeño, Teófilo Cubillas. Veterano de tres mundiales, era todo un paradigma del fútbol estético. Un lanzador de faltas privilegiado que aún en la actualidad sigue constando en las listas de entre los mejores de la historia en dicha especialidad. Elegante, escurridizo y con gran sensibilidad táctica, había venido a pasar el hipotético crepúsculo de su carrera en la misma liga donde, atraídos por contratos opulentos y por el espíritu de conquistar horizontes inéditos, colgaron las botas Pelé, Beckenbauer, Carlos Alberto, Gerd Müller y Eusebio. –La NASL: un auténtico cementerio de elefantes –bromeábamos a voces, despectivos e inconscientes, mis compañeros y yo en el vuelo de ida a la cita futbolística.
Sin embargo, el verano anterior a nuestra visita El Nene había sido convocado a última hora para el Mundial de España, representando a su selección en los tres partidos de la fase inicial. Tal vez un pelín más pesado que en su mejor época, no obstante, fiel a su apodo conservaba un aura juvenil y la misma sonrisa afable de siempre. También seguía ostentando un dominio intransigente de la pelota. Eso lo pudimos certificar a flor de piel todos los presentes aquella portentosa jornada de junio. Cada toque, parada de pecho y corte de jugada fue una fechoría sublime. Sin esfuerzo y con precisión calibrada impartió a bote pronto un cursillo de cómo alternar las combinaciones de pases largos y cortos. Del mismo modo, se hartó de esquivar las aguerridas entradas de mis compañeros, como el que se aparta bichos de encima. Al compás de cada finta trasladaba el esférico untado a la superficie de los tapones de plástico. Imágenes retóricas muy desgastadas en el anecdotario deportivo, ya lo sé, pero que en su caso poco tenían de figurativas. “Quien tuvo retuvo” sentencia el dicho castizo y Cubillas se lo había tomado en serio. Es más, lo seguía al pie del balón.
Acabar la carrera era la propuesta sobre la mesa. Para ello había cruzado el charco. Pero su mundo gravitaba entre el deporte y los flechazos absorbentes. Aunque solo aquél menguaba un tanto sus inseguridades. Desde su infancia zaragozana, había llevado el nueve tatuado en el lomo. Ser delantero centro conformaba su identidad, su imaginación e, incluso, su estética personal. Mimetizaba las extravagancias capilares de los grandes goleadores. También su histrionismo celebratorio. Quini, Kempes y, sobre todo, Paolo Rossi eran sus referentes. Maradona, su ideal artístico. Inmerso en fantasía, estaba convencido de ser un oportunista nato. –Los pichichis nacen, no se hacen– solía reiterarse, contradiciendo sus propensiones emulatorias. Para avalar su postura, se proyectaba una cinta mental de su palmarés, forjado a base de goles en varios equipos juveniles ibéricos. Lo cierto es que no se le daban mal los remates de cabeza y de volea. Además, era ambidiestro y regateaba con picardía, sobre todo, en corto. Mas era vago y temperamental y, por largos intervalos, se esfumaba del campo de juego. A menudo hasta podía pillársele en plena competición desviando la mirada hacia las concurrentes, en busca de reciprocidad. Solo el aroma del marco contrario le instaba a reaccionar. Las minucias del partido, concluía sin contemplaciones, eran ajenas a su misión.
Don Telmo prefería a Werner, un vienés de disparo potente y velocidad supersónica. Rubio, frío y laborioso, valgan los estereotipos. Era una versión amateur de Karl Heinz Rummenigge, tan de moda en aquella época, pero sin el refinamiento técnico ni la imaginación del germano. Al recibir el esférico nuestro ariete bajaba su cuadriculada mandíbula y arrancaba como vacuno en liza directo hacia la portería enemiga. Cuando se empeñaba, era imparable. A su paso solía dejar una estela de desconcertados y doloridos adversarios. Yo mismo había presenciado como hasta los defensas más dotados rebotaban como bolos contra su musculatura. Marcaba goles, de eso no cabía duda. Pero carecía del control incondicional, de la exquisitez maradoniana que yo tanto atribuía, con subjetividad optimista, a mi propio estilo de juego.
Cuestionaba su permanencia en el grupo. En el partido anterior a la incursión floridana había entrado de suplente en el minuto veinticinco del primer tiempo. Consumido por la rabia de casi no haber jugado en ninguno de los tres partidos previos, ingresó en el campo casero con ganas de demostrarle a don Telmo, a sus compañeros y a sí mismo de lo que era capaz. Aquél le confinó al carril del ala derecha, pero le valía. Prescindiendo por una vez de su obsesión por el gol, se propuso alimentar a Werner con todos los centros habidos y por haber. A ver si se atragantaba y le cedía de una vez el puesto que, según su criterio, le correspondía. Realizó una de las intervenciones más contundentes de su dilatada trayectoria deportiva, sin siquiera tirar a meta. Eso sí, batió a placer al desarticulado lateral izquierdo que, contemplándole sin remedio a vista de gusano, no se percataba de la furia interior a la que se enfrentaba.
Vencieron tres a cero. El triplete de tantos, secuela de sus pases, si bien estampado en la recta final con el sello del centroeuropeo. Había concretado la faena, a medias. En la cena de celebración, en una acogedora pizzería cercana a la universidad, don Telmo se acercó a su mesa a chocarle la mano por la actuación. Creyó intuir que con aquel gesto por fin reconocía haber subestimado sus dotes balompédicas. –En el próximo partido– le susurró con chispas de saliva, Gordon, el volátil cancerbero bostoniano –jugarás de titular. –
Húmeda e infernal. Pese a su prosaica desnudez, no se me ocurren calificativos más propicios para esbozar las condiciones climáticas de aquella tarde estival, tan típica de aquellos lares. A fin de cuentas, la Florida es, en su esencia geográfica, una sobre extendida cala peninsular. Horas antes del lance y escoltado por las estridencias primorosas de Def Leppard, fui de propio a reconocer el escenario. El mini estadio sobresalía por su envergadura en un costado de las instalaciones de entrenamiento del club. Lo configuraba una planicie casi perfecta, marcada por una cal ambarina y fugaz, y un césped cercenado geométricamente, aunque lampiño o arenoso en las zonas más transitadas. –Ahí no botará con uniformidad –pensé con reparo –atento a las zonas donde puede quedarse atascada…A la más mínima, remate a puerta…– Un tufillo rancio, mezcla de pescado frito con exterminador agrícola, interrumpió mis meditaciones.
Don Telmo optó por alinear un cuatro-cuatro-dos ortodoxo, con Werner y yo mismo compartiendo el ataque. Era una combinación sugestiva, de duelo crepuscular entre forajidos, me planteé recurriendo a la iconografía del cine leoneano. En realidad, estaba concebida para evadir la goleada. –La clave está en el pressing– insistía con afán nuestro desconfiado preparador técnico. Irrumpimos en el campo dispuestos a arrollar el miedo escénico. Con las gradas vacías, era factible. Precalentamos sin siquiera calibrar a nuestros adversarios. –Hoy se les acaba el cuento– musitamos entre risitas. Ni siquiera nos sacamos la foto colectiva de recuerdo, algo que hoy lamento profundamente. Con circunspecto estoicismo los anfitriones nos observaban de lejos. Lucían sus uniformes emblemáticos de rayas horizontales, con los colores de la serpiente coral floridana. En los minutos iniciales, nuestra confianza se vio alentada por un surtido de pases incontestados en nuestra propia mitad del terreno. Hasta se dieron algunos de taco y de rabona. Pero una vez superado el espejismo, el esquema táctico resultó ser a todas luces inútil. Como era previsible, la potestad coordinada de los profesionales fue imponiéndose a la energía sin contornos de mi equipo. Parecía que jugáramos a un futbolín indomable, sin puños ni barras. Rodaba y rodaba, a una velocidad pasmosa. Ni el austriaco ni yo pudimos prosperar ante la pericia experta de nuestros marcadores. Un par de remates rasos sin trascendencia y algún testarazo débil fueron la suma artillera de nuestra gestión.
A dos minutos de la media parte y con el marcador precariamente en blanco, una jugada de choque intencional cometida por Edgar -nuestro decidido y, según el día, infranqueable central afrocolombiano- para cortar una acción sinuosa del Nene, provocó la intervención del árbitro a favor del peruano. Fue el único intento fructuoso por detenerle de toda la tarde. Mi compañero encajó la amarilla, pero el trance en sí se me antojó inconsecuente.
Saturado de calor, brazos en jarro y de perfil, me limité a rotar la cabeza y observar los preparativos de la jugada. –¡Maño, a la barrera! – me espetó don Telmo. Ante mi reacción ralentizada volvió a insistir con aún mayor ahínco. –¡Pucha, baja ya! – No conocía la palabra, pero no me costó imaginar su equivalente peninsular. De mala gana y soltando tacos internamente aceleré el trote hacia el sector donde cuatro compañeros, Warner y Edgar entre ellos, se apretujaban para hacerle frente al ya maldito saque. Era el momento de comprobar qué demonios poseían a esos lanzamientos que tanto tenían encandilado a don Telmo, desde el momento mismo de confirmarse la celebración del encuentro.
Según se aproximaba al lugar indicado no pudo evitar dejar escapar entre dientes una expresión de su incredulidad ante las circunstancias –¡Pero qué exagerado es ese tío! – A fin de cuentas, la infracción había ocurrido justo delante de la raya de medio campo. Ni Cubillas, ni Platiní, ni Rivelino, ni el efervescente Maradona, ni Dios iban a marcar un gol desde esa distancia. Eso por descontado. Lo demás, a su juicio, eran ganas de joder y paranoias de senectud.
Ocupé mi lugar en el parapeto, protegiéndome las partes más sensibles del cuerpo, con los puños de ambas manos -por si las moscas- ante la eventualidad de un pelotazo mal intencionado. El austriaco, me llevaba esperando desde hacía rato y suspiró impaciente al mirarme de reojo. Simultáneamente los integrantes de la frenética estructura buscábamos acomodarnos de forma coherente, según las indicaciones de nuestro guardameta. Entre las gotas de sudor y el malestar en la uña del dedo gordo del pie derecho, fruto de un pisotón recibido en una jugada dentro del área contraria, capté la cadencia porteña de nuestro extremo izquierdo, Gabriel Pestucci:
–Che, Nene, cuando vos eras pibe los arcos los marcaban con colmillos de mamut, ¿no es cierto?
Las carcajadas entre los entendedores de la lengua de Gardel, de uno y otro plantel, fueron unánimes. Incluso hubo sonrisas de aquellos que sin entender las palabras del mensaje descifraron su intención. La superioridad insolente y socarrona que brinda la juventud había hecho acto de presencia, ahora vestida de gala. Hasta al propio Cubillas pareció hacerle gracia la guasa del argentino, o así lo dejaron insinuar las tenues depresiones que se le formaron simétricamente en las mejillas mientras guardaba un silencio perverso.
Durante toda la tramoya, el sudamericano había anidado entre las palmas de las manos la resplandeciente Tango España 82. Ahora, le tocaba a él. Tras propinarle una cariñosa media revolución, dio dos zancadas largas hacia sus espaldas y la colocó escrupulosamente más de un metro detrás de la línea demarcatoria. Era una acción subversiva y desafiante, de las que te detienen el cronometro mental, cuyo fin solo anticipaba su vetusto compatriota. De soslayo, hasta me pareció ver dibujarse en la faz de éste un ademán de complicidad, entre malicioso y compasivo. Aunque confieso, pudo haber sido un efecto óptico inducido por el ardor solar.
El Nene retrocedió otros tres pasos angulados y alzó la vista para cerciorarse de la distancia entre el esférico y su objetivo. Con las pupilas ya enfocadas vigorosamente en aquél, se abalanzó con resolución y tras impactar de pleno con el empeine derecho en la zona inferior del cuero, dejó estirar la pierna de forma parabólica, con tal ímpetu que le desprendió el cuerpo entero del césped. El balón se elevó sin resistencia, superando con creces las cabezas de la barrera. Siguió una trayectoria ondulada, idéntica a la del símbolo matemático de la equivalencia. Dio un ligero zumbido y descendió de golpe, incrustándose en la escuadra superior derecha del macizo rectángulo. Gordon se lesionó la muñeca izquierda, al ser ésta totalmente doblegada por el chupinazo. De nada le había servido su pedigrí onomástico.
Desde la improvisada muralla humana, había seguido ocularmente el recorrido geométrico de la pelota. Tras constatar con estupefacción que había dado en el blanco, giré de nuevo la cabeza y posé la mirada en el jugador peruano. Permanecía igual de impávido. Debería haberme fijado antes en las medias remangadas a medio tobillo. Para él, era una pachanga más de entrenamiento. Para su equipo, una delicia habitual. Para el mío auguraba la tormenta implacable de goles de la segunda parte. A Gabriel se le salían los ojos de órbita, mientras sacudía de lado a lado su formidable melena dorada. Edgar miraba al suelo, lamentándose de su error con palabras ininteligibles. Hasta Werner llegó a soltar alguna obscenidad en teutón. Ante menudo espectáculo, nuestro entrenador aplaudía desde la banda, taciturno y solemne.
Al percibir la señal del descanso, emprendí con languidez lo que me dio la sensación de ser una vía crucis hacia el banquillo. Don Telmo me esperaba junto a la nevera portátil con los brazos cruzados y una mueca de satisfacción magnánima, quizá carente de toda condescendencia. Le miré de frente y con el semblante sonrojado por el calor y la vergüenza balbuceé –Tenía razón–. Una palmadita analgésica en la espalda fue suficiente para disipar mi congoja. En situaciones como esta pensé, las palabras sobran.
Por un instante, titubeó su opinión personal hacia don Telmo. Finalizado el encuentro, le presentó al Nene. Se conocían. Los tres intercambiaron impresiones y alguna apreciación humorística. Instantes de placer narrativo que a menudo proporciona la hermandad del balón a sus acólitos. La escena era digna de una tapa de El Gráfico. En su versión clásica, por su puesto. A Cubillas le quedaba cuerda para rato. Volvería a jugar en su club de siempre, Alianza, tras la desgracia del F-17. Testimonio de su fidelidad a la organización, brindó su talento de forma gratuita. En su última etapa, retornaría al fútbol estadounidense para actuar en su peculiar versión sala. No se jubilaría hasta el año ochenta y nueve.
Ni falta hace apostillar que pese a la ineludible goleada, durante el resto del encuentro de Fort Lauderdale toda sanción -directa o indirecta- fue defendida con barrera. También los múltiples saques de esquina e incluso, aunque no puedo asegurarlo, alguno que otro de banda, fueron motivo para que el equipo se aglomerara con apremio para impedir una repetición de lo presenciado durante la mitad inicial. Y yo el primero. Al menos eso quiero recordar.
Su relación con don Telmo siguió siendo tensa. La intransigencia del uno y la soberbia del otro eran irreconciliables. Y más, dadas las distancias de rango. Volvió al banquillo en partidos subsiguientes y acabó dándose de baja del plantel para poder dedicarse más a los estudios. O tal vez hallara consuelo en esa idea. Werner le invitó a formar parte de una selección regional recién creada, pero denegó la oferta. Era volver a ser acechado por el mismo duende, al margen del escudo. En el fondo, sin embargo, se admiraban mutuamente. Las rivalidades suelen ser ambiguas. Por fortuna, pudo recuperar su idilio con el balón un año después en una liga mexicana amateur. Allí se resarció de sus quimeras goleadoras durante varias temporadas, hasta vapulearse sin remedio el menisco derecho.
El Pelusa ahora exhibe su rutilante gambeta ochentera en el campo santo de Bella Vista. Sin sombras ni infracciones. Cubillas ha dejado de prescindir de las espinilleras, quizá para siempre. A mí, ya nadie me corrige cuando aventuro mi condición antediluviana. Hace poco me enteré por la red que mi antiguo entrenador había fallecido con el siglo. Me sobrevinieron las evocaciones de una estación de mi vida inescrutablemente distante y, desde la soledad actual, ya estimada. Desempolvé la camiseta roja y blanca. No la imaginaba tan desvencijada y frágil. Le extirpé los hilos sueltos e intuí la esencia de su desdibujado nueve. Rebusqué en el álbum alguna foto de aquél, sin fortuna. Embozada y sigilosa, la desmemoria ha ido apoderándose de rostros conocidos, de acontecimientos señalados y de reacciones añoradas. Mucho se ha extraviado. Tampoco estaba escrito entendernos. Pero de aquel episodio floridano, tomé nota.
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DIONISIO BISCARRI
Nació en Barcelona, España (1963). Ha publicado artículos sobre literatura, cine y arte en diversas revistas académicas. En 2004, publicó en Italia el libro Nacionalismo autoritario y orientalismo: La narrativa prefascista de la guerra de Marruecos (1921-1927). A mediados de los años noventa, impartió cursos de literatura y cultura españolas en la Universidad de New Hampshire. Desde 1998, ejerce como profesor de estudios ibéricos en The Ohio State University. Esta es su primera incursión en el ámbito de la ficción.
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