BAQUIANA – Año XXII / Nº 119 – 120 / Julio – Diciembre 2021 (Cuento II)

LA OTRA OREJA DE VAN GOGH 

 

por

 

Guillermo Arango

 


La pareja de extranjeros bebía whisky desde hacía rato. Se espantaban las moscas tozudas, pegajosas, sentados bajo el toldo en la terraza empinada del bar. Un whisky, dos, cinco. Luego cambiaron. Largos vasos de coñac con pedazos de hielo flotantes, licuándose rápidos por el calor. En una mesa cercana tres viejos pescadores enlutados bebían y fumaban intercambiando frases perdidas en dialecto y mataban las horas.

     La pareja finalmente se levantó y bajó a la playa, todo fue de pronto para ellos un arcoiris que giraba y giraba en espiral evanescente. Hasta los ruidos se amortiguaban, eco acorchado en débiles estrías sinuosas, reptantes. Veían la tarde sin rombos, en elipses. Habían bebido lo suyo.

     El hombre sin la oreja derecha los miró llegar como miraba llegar a tantos otros, juguetones, con grandes gritos guturales claveteando del borde de la mar al horizonte toda la espuma en ascuas de poniente.

     El hombre sin la oreja derecha no les hizo más caso perceptiblemente. De sus labios colgaba un cigarro contrahecho, húmedo, torcidamente asido, un cigarro sin humo. Sobre todo, tenía sus cosas por dentro, por fuera, su apodo, su iris negro absorto en un caos de días átonos. Para que mirar a dos suecos —o lo que fuesen— que vienen a bañarse a deshora en las aguas tibias, cuando en la playa impera el silencio de la soledad. Cuántos kilómetros habrían recorrido de tan lejos hasta aquí. Precisamente aquí en este rincón del Mediterráneo.

     Se tocó la oreja o el muñón que le quedaba y recordó que una vez le habían dicho que se parecía a un tal Van Gogh, un pintor holandés, con su barba rojiza como la de él, su figura delgada y melancólica y especialmente el ser muengo. Luego supo que en realidad se trataba de la otra oreja del pintor, la izquierda no la derecha como la que a él le faltaba. Se había acostumbrado sin embargo a las miradas inquisitivas y a veces burlonas de los extranjeros, y a las voces alusivas de las que sólo entendía el nombre del pintor.

      Olisqueó por un momento el aire, reencendió el cigarro, soltó una ancha bocanada con mucha batería de pecho. El mar se oscurecía en azules y verdes profundos, trayendo olas de un ritmo pausado, majestuoso, que llevaban sus espumas hasta el pie de la playa. Muy distinto a las mañanas en que al agua se mostraba de una lisura y transparencia singular. Los suecos o de donde fueran seguían como jugando. Correteaban por la arena y se levantaban como cachorros parpadeantes, figuras inciertas y vagarosas, mientras la tarde continuaba su viaje por el otro lado del cielo. A lo lejos, en la misma raya del horizonte, casi niebla, cruzaba un paquebote.

     El hombre sin la oreja derecha se quitó la camisa y le volvió deliberadamente la espalda al mar, al barco fantasmal en la distancia, a los bañistas…

     Ah… ah… ah…

     Se relajó en la arena, tumbándose después boca abajo con la cabeza enfrentada a las olas, dejando que el silencio de su respiración se uniera a la brisa ardiente que le soplaba en la espalda y en la cara. La mar iba y venía anchamente ondulada. Alguna que otra cresta de espuma en zigzag.

     ¡Zas! Se tiró el extranjero de cabeza. La mujer remoloneaba por la playa con ingrávida ternura, con aislados pasos infantiles, suaves y rítmicos. El hombre sin la oreja derecha miró con deleite aquella figura sensual. Era juvenilmente bella: caderas estrechas, senos maduros y llenos y las nalgas de una curvatura suave y serena. Tenía el color aterciopelado de cálidos días bajo el sol. Siempre le habían gustado las mujeres altas, elegantes, de rasgos severos. Allí en la playa había muchas pero como no se hallaban a su alcance las juzgaba pretenciosas, inabordables. En las charlas de cantina se declaraba partidario del amor profesional, el único sin complicaciones posteriores para los hombres que como él tenían los bolsillos vacíos.

     De pronto su compañero la llamó, con un gruñido alegre, inarticulado, que rebotó por las rocas bajas del rompeolas y ascendió hasta el balcón-terraza. Eran felices en edad, amor y desnudez. La mujer se fue metiendo en el mar concéntricamente, agitando los brazos con revuelos de gavina. Pronto se confundieron los dos dentro del agua en una envidiable intimidad de alcoba.

     El hombre sin la oreja derecha erizó furores primitivos, rabias anquilosadas de hacía tanto tiempo, reverdecidas ahora con un por qué que podría ser alarido, fuego destructor, hambre de poseer. Nadie, nadie sino él, nadie más que él, únicamente, el testigo. Ellos, los extranjeros, los enamorados, ni enterarse de que él los contemplaba. Los excéntricos. No les importaba, realmente. Podían hacerlo en su país y venían precisamente aquí, a hacerlo en público.

     Al rato salieron. Bordearon la orilla. Extendieron una manta de colores y se tumbaron al poco sol que le quedaba a la tarde. Al hombre sin la oreja derecha le pareció que estaban tarareando algo, como las notas de un piano: do, re, mi, fa, la, si, la, re… Tal vez era una canción en aquella lengua oscura que hablaban.

     El cielo se tornó torvo. Había en el horizonte brumazón y en la playa una soledad triste y gris. La mar crecía y crecía el oleaje que arrollaba la arena, se la engullía, bandeando fuerte en las rocas.

     Clic. Se encendieron las luces de las terrazas. Una torre mirador señoreaba las azoteas con el perpetuo relumbre de sus mayólicas jaspeadas. Y los extranjeros se habían metido otra vez en el agua. El hombre sin la oreja derecha se dio la vuelta, luego se sentó. Siguen bañándose. No se cansan. Qué barbaridad. Bueno… pensaba.

     En el balcón-terraza de una de las casas daban una fiesta. El hombre sin la oreja derecha veía como se deslizaban los bailarines, oía la música, las risas, todo tan próximo y a la vez tan irreal. Los farolitos de colores reflectores le acercaban el volumen de un mundo que en realidad no conocía. Le parecía una película.

     De repente surgió el grito. Más que grito, un sonido ronco y duro que restalló como un talegazo. El hombre sin la oreja derecha se levantó y se quedó desorientado mirando a todas partes. La mujer estaba junto a él. La extranjera en toda su desnudez, con ojos enormes, exaltados como si hubiera descubierto una nueva verdad. Señalaba hacia el mar, tenía la cara descompuesta. Los senos se estremecían con dureza. Hablaba con todo su cuerpo mientras le decía no sé qué cosas en una lengua que el hombre sin la oreja derecha no entendía, no comprendía.

     Al fin interpretó lo que le trataba de decir. Allí, sí, allí. Aguzó la mirada. Sí, allí en la semisombra, vio al compañero, el extranjero. La corriente lo arrastraba, él trataba de luchar contra el oleaje, pero se veía que no podía volver a tierra, iba ceñido a las rocas acarreado hacia la negrura del mar.

     Es la corriente. Pensó, masculló. Los forasteros no saben que hay resaca por ese lado, que el curso es bravo, que coge al más pintado y se lo traga si no anda listo. Al sueco o lo que fuera, ¿quién le manda gallear en corral ajeno? ¡Qué se lo lleve el agua!

     Echó su cigarro sobre la arena sin parsimonia.

     La mujer no lloraba. No, todavía no, ahora sólo temblaba. Su rostro brillaba con luminosidad extraordinaria, como de cosa profunda y llena. El hombre sin la oreja derecha la empezó a mirar con tristeza, con… Bueno, bueno, bueno. Se pinzó la única oreja que tenía con el índice y el pulgar. Bueno y a mí qué me va. Quien lo manda a bañarse a estas horas. Que me registren.

     La mujer, sin mirarle, de una sacudida corrió y se tiró al agua.

     —¡Qué carajo! Y para qué hace eso la muy tonta— se dijo.

     Escupió el residuo del tabaco que le quedaba en la boca y se lanzó tras ella, tal como estaba, sin descalzarse siquiera. La agarró por la cintura, la saco a coletazos del mar, tuvo que luchar bien con ella. Quieta, quieta. Las manos le temblaban. Le hizo un gesto tratando de decirle que se calmara, que no pasaba nada. Pero qué podía pasar, podría pasar, sí. Pero verás cómo no ocurre nada, le quería decir. Lo verás. Si esta de Dios que no pase. Qué si está… Sus ojos cayeron sobre los suyos con la audacia con que pueden caer, para domarlos. Las manos se le hicieron duras como garras tratando de calmar aquel cuerpo que tenía una vibración animal. Sus ojos quedaron clavados en ella. El vello de su pecho frotaba los senos erguidos y por unos instantes lo invadió un anhelo de acercarse más, de estrecharla, de abrazarla con más firmeza. Comenzó a llorar y como trasmutada por completo lo miró fijamente, angustiada, y como en un ruego le pasó sus dedos, acariciando su oreja derecha, su única oreja, mientras le repetía algo de lo que tan sólo pudo entender fue la palabra “Van Gogh”.

     Oyeron el remolino de gente antes de ver como se agolpaban. Los de la fiesta. Los que merodeaban en la playa. Oyeron caer el salvavidas al agua antes de saber quién lo habían arrojado. El hombre sin la oreja derecha cogió a la extranjera por un brazo, y echaron a correr hacia las rocas. La música se había cortado en seco. Los bailarines se repechaban en las gradas de la terraza que daban a la playa, ojos mudos, ávidos, dilatados a lo que ocurría entre el oleaje. Alguien trajo una linterna y movió los haces de luz diestramente buscando al bañista.

     El hombre sin la oreja derecha aupó a la mujer hasta el muro. Le indicó por señas que se fuera donde los de la fiesta. Luego se descalzó, se arremangó los pantalones y se metió en el mar paso a paso bordeando las rocas. Desde arriba venían las voces breves, concentradas. El rayo de luz de la linterna se dirigía ahora a un punto concreto. Alguien tiraba de la cuerda del salvavidas con denuedo.

     El hombre sin la oreja derecha se detuvo. Lo han pescado. Buena puntería, buen pulso. El tipo tiene suerte, pensó.

     Reanudó su torpe marcha. Las olas lo sacudían. Se cayó. Tragó agua. Se incorporó. El extranjero aspeaba un poco los brazos, pero sus manos no separaban el agua que lo cercaba. El hombre sin la oreja derecha sólo tuvo que alargar sus dedos engarfiados y ayudar al otro a encaramarse a salvo sobre el paredón. Vio como le rodeaban los de la playa; como la mujer se echaba sobre su hombre, lo abrazaba y lo besaba tiernamente, hablándole en aquella lengua de ellos, de raíces oscuras; como lo cogían luego entre muchos y le daban a beber un trago de un líquido ambarino. En el rostro de ella se dibujaba la gratitud de una revelación. Cubrieron a los dos con unas mantas y los entraron finalmente en la casa llena de luces.

     El hombre sin la oreja derecha escupió dos o tres veces seguidas. Bah. Puaf. Después recogió su camisa y miro, con la cabeza en alto, hacia la negrura del cielo. Luego, tambaleándose, chorreando agua por todas partes, se perdió como un prófugo en la oscuridad de los callejones sobre los mismos pasos de siempre, hacia un gran corazón olvidado.

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GUILLERMO ARANGO

Nació en Cienfuegos, Cuba (1939). Es poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado seis libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011); El año de la pera tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012); y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha publicado un libro de ensayos literarios Visiones y Revisiones (2020) y seis libros de obras teatrales bajo el sello de Ediciones Baquiana: TeatroTodos los caminos, Nube de verano, La mejor solución (2016); Teatro IILos viejos días perdidos, Entre dos, Encuentro, Ensayo de un crimen (2017); Teatro III Retablillo del amor rey: Un testigo veraz y La petición de Rosina, Una proposición decente, Las dos muertes de Gumersindo el indiano, Romance de fantoches (2017); Teatro IV ─  Mañana el paraíso, Noche de ronda, La corbata roja, El uno para el otro, Mi hermana Vilma, Dos trenzas de oro, El plato del día, Espejismo, Coto de caza, Los pescadores (2018); Teatro VAdagio, Un lugar para vivir, La ruta de las mariposas, El parque de las palomas, El viento que pasa (2019); y Teatro VI ─ Hoy es siempre todavía, La recepción, La familia de Adán, Propiedad en venta, A la luz de un relámpago. Ha sido becado en tres ocasiones por la National Endowment for the Humanities. Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro “Alberto Gutiérrez de la Solana”, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. Ha publicado y presentado trabajos de investigación literaria en revistas y congresos nacionales e internacionales. Es miembro de diversas organizaciones literarias y profesionales. En octubre de 2016 le fue concedido el Premio Ohio Latino Award por su excelencia literaria. Reside desde hace varias décadas en el estado de Ohio, EE.UU.

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