BAQUIANA – Año XXII / Nº 117 – 118 / Enero – Junio 2021 (Narrativa)

CICLO FINITO

 

 por

 

Emilio José Serrano Loba

 


     Su nombre es Ladio Thomas. Anciano de postura encorvada, está compuesto a partes iguales por originalidad y vulgaridad, de forma similar a como sucede con su nombre. Y esa mañana de primavera la porción insustancial se ha repartido con tanta precisión que nadie podría detectar la otra mitad de Ladio. Y quizás ya debiera considerar el lector ese suceso como un primer acto singular, inimitable.

     Abandona el taxi sin mucha prisa después de pagar al conductor. Como si el vehículo fuera una cápsula teleportadora, se encuentra súbitamente en la base de un valle, rodeado de naranjos y con las montañas conquistadas por los pinos ejerciendo de murallas para su nuevo hogar. La ciudad ha desaparecido, los coches son allí un recurso esporádico y el humo ceniciento que se hace invisible a los ojos por la fuerza de la costumbre no ofrece ninguna pantalla contra la luz del sol.

     Al principio, mientras recorre el camino de tierra sobre el que se inclinan limoneros de ramas ladinas y espinas ocultas, Ladio inspira como si fuera la primera vez, se engancha a la cadena melódica de los pájaros cantores y deja que su vista se expanda con la infinitud de colores y posibilidades visuales de la huerta. Pero pronto, antes de llegar a su destino, se le termina el aire en una brusca expectoración, se rompe la melodía y el infinito muere bajo muros de precisión. Después agita la cabeza y se reprende sin mucho interés por caer en la trampa de lo idílico. Es ese un error en el que no se puede evitar reincidir. La consecuencia de estar vivo, lo sabe.

     Una mujer a la que no presta mucha atención observa su avance desde el final de la senda, frente a la casa que le ha acompañado en el sueño y la vigilia durante los últimos cuarenta años. El edificio de planta cuadrada parece esperar a su nuevo propietario con la fachada recién encalada, contraventanas nuevas de roble y el techado triangular cubierto por pizarra. Una herencia y los ahorros de dos vidas están puestos en esa casa que adquirió y comenzó a restaurar un año antes de su jubilación.

     La mujer, que no es otra que la agente inmobiliaria que le ha llevado las gestiones, se muestra deseosa de abandonar el lugar. Sus ojos castaños y vivaces vuelven miradas de recelo hacia el edificio que a Ladio solo despierta serenidad. En cuanto lo tiene frente a ella le entrega las llaves de la casa, una carpeta con un fajo de documentos y una advertencia.

     Que haga lo que haga no entre en la séptima habitación, la de la puerta roja. Y lo dice con auténtico pánico, de ese que las películas no son capaces de transmitir y que uno solo experimenta cuando se encuentra en un lugar oscuro y en el que la mente peregrina sospecha que puedan hallarse seres de respiración pesada pero movimientos veloces y rostros de los que únicamente alcanza a captar ojos malévolos y colmillos curvados.

     Él replica que a qué habitación se refiere, pues no recuerda que su nueva casa tuviera más de seis estancias cuando la adquirió ni que se hubiera alterado la disposición original en la reforma.

     «No importa, señor Thomas. Solo escuche y cuando aparezca la puerta no la cruce», responde ella.

     «¿Ha visto usted esa puerta de la que me habla? Entremos, enséñemela. Porque me encuentro confundido».

     Aunque la verdad es que no le interesa ni la puerta ni las palabras de esa mujer. Se siente cansado, lento y adormilado después de cuarenta años atado a las cadenas de la industria, biselado por los engranajes del mundo que no cesa. Y lo único que puede despertar su interés es esconderse en la cama y dormir con la seguridad de que si quisiera no tendría por qué volver a levantarse jamás. Que podría morir en paz. Donde Ella vivió él diría adiós a la vida, y así se cerraría un ciclo del que los dos serían uno.

     Espantada por la idea de volver a entrar en la casa, la mujer rechaza la oferta y se marcha a toda prisa hacia el coche que le espera al final del estrecho sendero, no sin antes insistirle y decir: «No sé cuándo ni de dónde sale. Pero ahí está. Ahora sospecho que siempre estuvo aquí. Hágame caso, señor Thomas, por su bien hágame caso».

     Sin dejarse afectar por el comportamiento desquiciado de una mujer a la que siempre ha considerado como alguien cabal, Ladio usa sus llaves y entra en la casa. Apenas se detiene a comprobar que todo esté como especificó por teléfono; aunque así es, de lo que da fe el escaso mobiliario, el dominio del blanco y el naranja y la luz del sol entrando tormentosa por las ventanas.

     Ladio se dirige a su habitación. Nunca ha estado en el interior de la casa, pero la conoce desde hace años, tiene memorizado cada detalle del tradicional hogar huertano. Encuentra tres baúles con todas sus pertenencias aguardando en el dormitorio que escogió para sí mismo. Con esa suavidad que le caracteriza, deshace los baúles, se ducha y se introduce en la cama con su pijama limpio. Ni siquiera recuerda ya las palabras de la agente inmobiliaria. Abrazado a un cojín verde que conserva un aroma imposible ya no recuerda nada.

     Seguramente sí pueda el lector evocar que hace unos instantes este hombre, este encogido ser de carne colgante y huesos frágiles que ahora duerme en la antigua habitación de una niña a la que conoció como mujer, ha sido merecedor del adjetivo que lo tildaba de especial. Apreciemos cómo duerme, con los ojos cerrados sin esfuerzo, la respiración tan leve que casi parece que su aliento sean libélulas de humo y el rostro despersonalizado del niño que encuentra el regazo en el que sentirse a salvo.

     Y es que Ladio Thomas ha vivido cuarenta años de trabajo sin descanso, sin amigos, sin luz ni alegría. Cuarenta veces doce meses de amor fiel y fugado, como el vacío de los petardos al explotar en la calma de una mañana festiva. Cuarenta veces trescientos sesenta y cinco días —que son ciento cuarenta y seis mil días, y alguno más— de estancias mudas, casa sin hijos y segundos desusados. Ahora él suelta las últimas reservas de vitalidad que le quedan en el mismo lugar que vio nacer a su amor. Lo hace feliz, lo hace relajado. Sonríe en sueños aunque al despertar no lo sabrá repetir, ya le tocaba.

     Una puerta roja como la sangre y con venaciones oscuras se materializa entre la cocina y la despensa, desplazando el espacio. No importa que todas las leyes de la física se manifiesten en contra. A ella también le toca. Palpitando en el silencio reinante, a su modo, sonríe.

     Los primeros días Ladio no hace nada en particular. Le gusta coger la única silla de la casa y colocarla en lugares distintos. Luego se sienta y estudia toda imperfección, pliegue del espacio y juego de la luz. Su mirada destila esa atención lenta de quien sabe que cada centímetro está impregnado de memorias del hogar y teme que cualquier movimiento las haga desaparecer antes de poder aprehenderlas. Dedica tanta energía a la labor que durante esas jornadas su mente no produce ningún pensamiento completo. De hecho, apenas percibe nada salvo los rincones en los que proyecta momentos imaginados de la infancia de Ella.

     Es tan grande su dedicación, la forma en que aprovecha las sensaciones que cualquier posible cercanía con el recuerdo despierta en su contraído corazón, que ni siquiera ve la puerta roja durante más de una semana, pues suele abandonar su lugar de contemplación y dirigirse derecho a la cama. A dormir. No come ni bebe o tiene necesidades. Debería estar muerto, pero, como es evidente, Ladio es diferente.

     Incluso, un objeto como una puerta de madera da más muestras de vida que el hombrecillo —aunque para ser justos recordemos que hablamos de una puerta capaz de moverse y sonreír—. Así que la puerta reacciona ante la pasividad de su propietario; tiene impaciencia, tiene hambre.

     El mismo Ladio interpreta las emociones de la puerta cuando unas gotas espesas de sangre se deslizan por el suelo y las paredes hasta el cristal por el que su mirada se fuga hacia los lejanos picos que bien podrían haber inspirado pensamientos aventureros muchos años atrás. Los ojos grises del anciano se detienen en las líneas sanguinolentas y se nublan.

     Antes de acostarse da muestras de estar al tanto de la presencia de la puerta roja. Pero no reacciona de forma alguna. La ve, parpadea una o dos veces y le da la espalda. El sosiego no llega a visitarle esa noche, y la despreocupación ha abandonado el cuerpo que tumbado en la cama siente que la casa ya no se encuentra tan vacía de elementos ajenos como antes. No lo resiste. En cuanto despierta se planta delante de la puerta; ese inoportuno objeto que ha irrumpido en medio de su plan. Tantos años preparándose, acumulando y respirando la paz necesaria para hacer lo único que su espíritu necesita y entonces surge algo que despierta su interés. Está ofendido, se encuentra cercano a estar furioso, pero por encima de todo Ladio Thomas siente curiosidad.

     Desde que Margot murió, cuarenta años en el pasado, no ha vuelto a sentir nada que no sea consternación y una sensación de vacío que le ha perseguido hasta amenazar con asfixiarlo. Hubo pena, claro, pero terminó por hacerse tan parte de él que pronto olvidó lo que era la alegría, su antónima. Sin embargo, continuó mirando con sorpresa a las personas sonrientes, se mostró incapaz de entender las bromas, de celebrar fechas señaladas o de pensar en reconstruir su vida. La razón era muy sencilla, con la inesperada muerte de Margot —ese nombre que procuraba pronunciar tan poco, no fuera que el dolor que generaba al hacerlo volviera a por él y esta vez sí, esta vez desgarrara sus entrañas de una vez por todas— también su vida y su futuro finaron. Se quedó solo, como una semilla arrojada al mar y condenada a pudrirse rodeada de agua salada, de tanta vida para ella malograda. Sus amigos y familiares se cansaron de compartir el tiempo con una figura de cera ambulante, y al final no quedó nadie que frecuentara su compañía. Pero a Ladio no le importó. Trabajaba y trabajaba para no pensar, se cubrió de gris para no permitirse una sola emoción y trazó su plan. Un plan que le garantizaba terminar el baile de marionetas rodeado de lo más parecido a Margot que pudo encontrar: su hogar, el lugar donde se crió la mujer capaz de hechizar por siempre el corazón del particular Ladio Thomas.

     Entonces siente curiosidad, algo nuevo en mucho tiempo.

     El tirador de metal arde al tacto, pero no es suficiente para que lo suelte y acepte no conocer qué guarda la misteriosa séptima habitación. En el proceso se quema y deja pegado al bombín dorado una buena porción de piel. Pero en cuanto cruza el umbral y la puerta se cierra a su espalda se le olvida todo. O casi todo; Margot sigue ahí, siempre presente, más poderosa que el conocimiento de la propia identidad, y también está la certeza de que es anómalo encontrarse un esqueleto sentado en una silla, al fondo de la sala, frente a un estanque circular de aguas negras. Eso es, por lo menos, lo que le grita su menguado sentido común, que de tan infrecuente como es su uso se ha vuelto cada vez menos común y más sentido; lo cual significa que es tan etérea su percepción que antes se escucharía el vuelo de un mosquito.

     Se dice que tal vez sea la estancia de límites poco definidos, o el líquido oscuro que se ondula al ritmo de un viento que no sopla, pero Ladio se siente distinto en cuanto sus pies tocan el suelo de tierra cubierto por hojas secas. Mientras intenta descifrar qué es lo que le sucede, por qué se remueven en su interior cadenas férreas que parecen recolocar a su antojo órganos y vísceras, rodea el estanque y se acerca al esqueleto. Parpadea para quitarse el agua que le gotea de los ojos y se lleva una mano a la mejilla. Está llorando. ¿Llorando? Pero si no recuerda la última vez que de sus ojos cayeron lágrimas. Si una partícula de polvo o un insecto se le mete en el ojo parpadea para eliminarlos, e incluso ha tenido que recurrir a lágrimas artificiales para evitar la conjuntivitis; tampoco pudo llorar cuando supo de la muerte de Margot, esa noticia le golpeó con tanta fuerza que se lo secó todo, el seso, la sangre, las vísceras e incluso los testículos. Para qué mencionar entonces las lágrimas. Y ahora estaba llorando.

     Ladio se mira los dedos mojados y desliza el dedo pulgar por encima. Pero en lugar de sentir el acostumbrado contacto de sus dedos rozándose los unos a los otros no experimenta nada, como si estuviera anestesiado y la percepción de su propio cuerpo fuera menor que la que tiene del entorno.

     Sus pensamientos también han adquirido la levedad de un aleteo de colibrí, y se olvida de sí mismo para devolverle la atención al esqueleto. Un esqueleto que, la observación de cerca se lo revela, no tiene tanto parecido con el de un ser humano como le pareció de lejos. Lo primero que llama su atención es la cabeza de rostro alargado y cráneo particularmente pequeño, como el culo de uno de esos vasos para whiskey. No supera el metro veinte de estatura, y las piernas, que cuelgan del borde de la silla de madera, son más cortas que los brazos de hueso amarillento. Ladio no es experto en anatomía, sería sencillo que confundiera el fémur con el húmero, pero está seguro de que el tórax del esqueleto también está particularmente hinchado en comparación con el propio.

     Entre tanto, las lágrimas siguen manando sin parar, como dos pequeñas cataratas que vierten por los surcos de sus mejillas el exceso de caudal, pero a él solo le causan molestia para ver, nada más, porque aún no entiende qué le hace llorar de forma tan desconsolada.

     Se frota los ojos para eliminar el líquido acumulado y poder ver con mayor claridad. Y es entonces cuando repara en algo que le parece imposible no haber detectado con anterioridad: mechones de largo pelo rojo y blanco se enredan entre los desarrollados colmillos más propios de mono que de hombre del esqueleto.

     Podrían ser de cualquiera, no tiene forma de estar seguro, pero después de años perfeccionando una habilidad casi enfermiza para detectar todo lo que tenga relación con Margot sabe con certeza que pertenecen a ella. Es por eso que llora. Lo que se remueve en el pecho y el abdomen de Ladio no son cables de acero, aunque duelan como tales, son sentimientos encontrados, resucitados y reconstruidos a partir de esos cadáveres descuartizados a los que se reducían hasta hacía unos segundos.

     El trance va aumentando, y Ladio Thomas no se resiste a él, pues aunque los sentimientos abren heridas sangrantes en su interior, aunque le desgarran la carne, es una carne que lleva mucho tiempo muerta y la sangre hidrata las viejas y secas venas. Un dolor que lo revitaliza a él y a sus recuerdos, que hace que todo lo que guarda en la memoria sea algo más que imágenes congeladas. Y lo más importante de todo es que Margot deja por momentos de ser una figura modelada en el vinilo de su memoria, que vuelve a sentirla a su lado, riendo, gastándole bromas y devolviendo al mundo toda la paleta de colores que el silencio de su voz emborronó.

     Alarga la mano para coger el cabello de la boca de aquél ser y no sabe si ha sido torpeza o que la cabeza se ha movido levemente, pero se encuentra con que uno de los colmillos se le ha clavado en la palma y tras apartarlo deja un tímido reguero de sangre en la mandíbula del esqueleto.

     Sujeta los cabellos con la otra mano mientras se succiona la herida con la boca de forma instintiva. La culminación de toda aquella locura se produce cuando los huesos que descansan en la silla se estremecen bajo las tensiones de músculos invisibles y una voz surge de esa boca misteriosa que muerde sin moverse.

     «Este es un lugar de muerte, señor Thomas».

     Ladio no se asusta. La sedación se ha roto, la herida en la mano le ha devuelto a la realidad. Los recuerdos vuelven a estar fijos y sus ojos secos. Quiere saber cómo han llegado los cabellos de Margot a la boca del esqueleto. Lo pregunta.

     «Esa es una respuesta que no buscará si desea conservar la vida, señor Thomas. No necesita conocerla, e incluso le vendría bien continuar ignorándola».

     Pero él insiste. La osamenta sigue sentada en la silla, pero parece que se ha hecho más grande y que en sus cuencas oculares arden fuegos fatuos amarillentos. En realidad sigue midiendo menos de un metro veinte, y ninguna luz mística brilla en su rostro, pero es la sensación que transmite, la que llega al cerebro de Ladio, y eso es lo que cuenta.

     «Este no es un lugar corriente. Es más, no es ni un lugar. Un agujero de gusano, eso es lo que es. Un túnel que conecta dos puntos en el espacio en periodos de tiempo que siguen una progresión matemática desconocida. Cruzar la puerta que usted ha abierto tan despreocupadamente supone la muerte, señor Thomas. Una muerte atroz para saciar un hambre más antigua que el ser humano».

     Y Ladio Thomas, que perdió el instinto de supervivencia junto con la capacidad de sentir temor mucho tiempo atrás, vuelve a repetir la pregunta para la que quiere una respuesta.

     «Sí, es usted insistente, tanto que merece ser llamado testarudo. De eso no me cabe duda después de siglos tratándole, señor Thomas. Pero escuche lo que le voy a decir, con el permiso de mi señora, este portal que se alimenta de las almas de los ignorantes que se atreven a visitarla: le voy a expulsar. No, no le invitaré a salir, sé bien que no lo aceptaría. Le expulso con una advertencia que es, también, una súplica: si desea que cambien sus cuarenta años de vida gris y noches en vela con los ojos fijos en esa grieta del techo que al principio parecía una mancha, no vuelva a abrir la puerta. Resígnese a ignorar, acepte que nunca sabrá lo que sucedió con Margot y todo irá mejor».

     Las palabras suenan implorantes, desesperadas, como si algún temor desconocido asfixiase a la criatura sin pulmones que tiene delante. Y lo que atemoriza a un no muerto debe aterrorizar a un simple vivo. Pero de nuevo volvemos al asunto ese, recuerdan, de que hay una parte de Ladio que tiene poco de simple, corriente o vulgar.

     Si solo una de las cosas que el esqueleto dice tuviera que ser cierta, lo serían las palabras que califican a Ladio de terco empedernido. Y por eso se empeña y quiere entender qué le cuesta a ese esqueleto, que parece tan solitario y aburrido, darle la solución a algunas preguntas si ya de paso le sirve para ocupar en algo el tiempo eterno del que dispone.

     Pero el esqueleto responde que no. Que no hay respuestas, que ese es precisamente el truco del agujero de gusano, ofrecer conocimientos a cambio del precio más alto, tanto que es ridículo mencionar cuál, pues cualquier mente puede imaginarlo sin más palabras. Y entonces el esqueleto alza una mano trémula —temblorosa, en un ser atrapado durante decenas de milenios en una jaula espacio-temporal, en una criatura capaz de arrebatar vidas con unos pocos movimientos— y envía a Ladio a la cama, rezando a algún dios para nosotros desconocido, ya que él procede de un tiempo en el que las deidades modernas aún jugaban en el cosmos de las ideas, para que ese hombre escuche sus palabras.

     Qué más le habría gustado a Ladio que ser capaz de seguir el consejo que le han proporcionado. Parece importante. Es de esas cosas que tienen tanto peso por sí mismas que no necesitan de letreros ni más advertencias que verse insinuadas. Cambiarlo todo solo con no abrir una puerta que, además, no le importaba lo más mínimo unas pocas horas atrás. Ojalá fuera posible.

     Tal es su obsesión y tan reducido se ha visto su concepto del universo que solo es capaz de asignar un posible destino para esas palabras que prometen un cambio. Se lo plantea por un momento. Una vida distinta a la que siempre ha llevado, más parecida a la que soñó que tendría. Sonrisas, lágrimas, discusiones, niños creciendo, un hogar cálido y dotado de un sentido propio, superior al caos despersonalizador reinante en la gran burbuja que es el siglo veintiuno.

     Pero enseguida lo rechaza. No puede no saber qué sucedió con Margot. Ya no se trata de conocer la felicidad, ni de resucitarla a ella y verla aparecer a su lado tan envejecida como él, trayendo recuerdos de una vida que ambos han compartido en esa realidad en la que la muerte no se ha cernido antes de tiempo con sus heladas y quirúrgicas garras. Ahora se trata de él, de su vida transcurrida entre el silencio de los sentimientos forzados a callar y los días grises y monótonos; sí, de esa persona que ha compartido dormitorio con la grieta en el techo que al principio era mancha, con alguna araña autista y los ácaros de la moqueta. El Ladio trastornado, esa criatura que tiene más de proyector de diapositivas del pasado que de humano, no conoce al Ladio enamorado.

     Hay entonces un momento de comprensión que no se sabe a quién afecta; si al lector, al narrador o al señor Ladio Thomas, ese hombre constituido por más de lo que parecía. Sí, cómo no, es el señor Thomas quien comprende, el especial, el testarudo, alguien que no termina de estar seguro de qué puede ser un agujero de gusano pero que lo va a averiguar sin proponérselo.

     Margot, la mujer hermosa, divertida y vital, quedó enterrada en su ataúd sin cuerpo; más tarde nació la Margot objeto, la mujer cebo, esa que llevaría los días del hombre al que amó por un sendero yermo, tras los polvos cocainizados de los recuerdos y la recompensa de comprender lo que sucedió. Y eso es lo único que Ladio quiere, saber qué paso aquél día.

     Y como tiene miedo a dejar de ser un hombre de plástico y arriesgarse a poseer algo que perder de verdad, como solo quiere lo que ha querido durante cuarenta años, cruza de nuevo la puerta. Esta vez con prisa, olvidando el cuidado reverencial con el que se movía por la casa. La farsa ha comenzado a derrumbarse; en cierto sentido, claro.

     A todo esto le sigue una larga sarta de maldiciones y de aún más largos reproches que el disgustado anfitrión de Ladio le prodiga sin miramientos. Por ahora nos ahorraremos conocer ambos, ya que es sabido que tanto insultos como reprimendas tienen el mal vicio de repetirse; seguramente sea más conveniente escucharlos en otro momento.

     A continuación recibe unas instrucciones. El esqueleto se las proporciona casi sin darse cuenta, como si fueran ya tan parte de él como las muescas en sus huesos o el olor a orín seco que desprenden. Debe arrodillarse junto al estanque. Se arrodilla. Tiene que ser consciente de que desde el momento en que entró en el agujero de gusano su vida dejó de pertenecerle; sin embargo hay una serie de procedimientos a seguir que deben respetarse, la puerta es muy tradicional con los sacrificios humanos, ha de ser consciente de eso. Y también tendría que estar atemorizado. Él lo entiende, pero no tiene miedo. Que no, que no hay miedo, ha dicho.

     Bueno, pues con miedo o sin miedo tiene que meter la mano del mordisco en las aguas negras del pozo. Si no le va a obligar a bajarse de la silla y meterlo de cabeza.

     Su mano traspasa con cierta dificultad la capa oscura, que se ha vuelto más espesa y ha dejado de parecer agua. Ladio suelta una exclamación de dolor cuando siente la herida reabrirse y agrandarse. No está muy seguro, porque la densidad de la sustancia negra le impide saberlo, pero cree que la sangre se le escapa a chorros por esa mano hundida tan solo hasta la muñeca.

     Ahora los ojos del esqueleto son más grandes. Ahora poseen de verdad un resplandor rojo oscuro.

     «Ha empezado. Nos ha vuelto a condenar a todos, señor Thomas. Pero ya que ha insistido me veo obligado a continuar. Usted nos va a dar cinco recompensas y nos arrebatará las dos que restarían para completar el número siete capaz de romper este círculo».

     Lo primero es su sangre, ese líquido repleto de células rojas y bicóncavas que es absorbido con fruición por la negra boca que vive en el pozo. Él apenas lo notará, claro, por el momento seguirá vivo gracias a la energía de la puerta, aunque esté hueco igual que una muñeca matrioska.

     Leamos a partir de aquí como si esto fuera lo que realmente sucede, lo que se vuelve a repetir en el continuo del espacio-tiempo. Le siguen la piel, los músculos, el corazón y el cerebro. En ese orden. Arrancados de su cuerpo aún palpitante por inclementes manos engarfiadas de hueso. Terminan insertados sin orden en el esqueleto. Los músculos sobre la piel, el corazón mal insertado en cualquier hueco que pueda acogerlo, y el cerebro desmenuzado entre fascículos musculares y regiones óseas descubiertas. La puerta tiene que alimentar a su sirviente si desea conservarlo, y la forma de nutrir a un cadáver animado ha de ser, cuanto menos, macabra.

     Llega un momento en que los recuerdos de un narrador que no es más que la voluntad del protagonista se vuelven confusos. Como todo lo que rodea a Ladio.

     El esqueleto responde, le da la información que desea obtener. Que sí, que es muy importante, tanto que ha condenado a su señora, la puerta, que bien podría ser diabólica aunque no conozca ni tenga nada que ver con Lucifer, a repetir la misma acción hasta que se corrija el curso de acción normal. Porque ella, todo un agujero de gusano, decidió en mal momento escoger a Margot como víctima. Si bien su error no estuvo en matar a aquella muchachita de ojos verdes y sonrisa alegre; su equivocación fue una que nunca podría haber previsto, ¿cómo iba a saber que le estaba arrebatando a Ladio Thomas lo único que creaba un punto de orden en su vida?

     Se ha dicho en muchas ocasiones que Ladio Thomas es especial. Y es cierto, tanto como un séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, como un trébol de cuatro hojas o un milagro de navidad. Es especial porque si quiere, si se empeña, puede hacer que una roca se convierta en nieve, que en la sopa nazca un pez o cualquier otra cosa que se acierte a proponer. Pero él, lógicamente, no lo sabe; por eso es que su vida ha sido tan miserable y oscura. Si Margot ya estaba muerta, la constante repetición a sí mismo la mató más. Si el señor Thomas porfió durante cuarenta años por lo desdichado que era y lo mucho que deseaba la muerte, esto se convirtió en lo único para él; y si ha dedicado cada mínimo pensamiento a preguntarse qué sucedió con su amada es natural que llegara el día en el que hasta un portal capaz de viajar en el tiempo y el espacio se viera obligado a comparecer ante él y responder, y decir que la mató porque sí, a cambio de una respuesta que nunca llegó, la muy necia. A continuación sobrevendría el sumun de las irregularidades originadas en el señor Thomas, y tan fuerte desearía que todo hubiera sido diferente que la puerta regresa al pasado, y la acción vuelve a ocurrir: Margot que cae muerta en el pozo y Ladio a ser un miserable; porque el tiempo es continuo y no finito, pero tan fuertes son sus pensamientos que todo se colapsa y la existencia queda contenida a esos ocho lustros repetidos una y otra vez, hasta que todo sea diferente. Pero nada cambia, porque Ladio es terco, sus pasos son siempre los mismos, y no es capaz de comprender que la solución no reside en que Margot no cruce esa puerta, sino en que él reduzca a lágrimas esos años de obsesionado recuerdo y la deje ir.

     Hasta que llega el momento, tal vez este que se narra, tal vez otro, en que tiene una epifanía y se rebela. No entiende, porque es imposible para él entender, asimilar esa muerte; no, se rebela. Siente que ya conoce las palabras del esqueleto, saborea el familiar dolor al ser desmembrado y destripado, ve la sangre que no tiene gotear por todo su cuerpo mutilado incluso antes de que lo sajen. Entonces se levanta, sin haber metido aún la mano en el pozo, y salta a él con los ojos y la boca abierta. Traga tanta sustancia oscura que se siente estallar. Al mismo tiempo toda su voluntad escapa con un grito de inconformismo.

     El agujero de gusano se rasga, se vuelve del revés, las costuras hacia fuera y lo que poseía lógica hacia dentro. Lo que sigue no tiene sonido, color ni descripción posible. Llamémoslo blanco, llamémoslo sin sentido.

     Lo que importa es que una esencia, ahora libre y poderosa, se impone a todo lo desatado —la destrucción, las explosiones, el caos, las muertes y el nacimiento de un nuevo universo— para dar con esa micela de esencia de Margot que ha estado preservando del olvido. Se desprende de la obsesión y de todo lo que convirtió a Margot en un súcubo.

     Solo dos cosas viejas en ese nuevo universo: dos estrellas negras, luceros apareados en un cielo que aún no sabe qué aspecto tiene porque todavía no se conocen ni los colores. Ese universo que, atónito, contiene el aliento, pues no entiende, y no es seguro que lo llegue a hacer, cómo un solo hombre pudo ponerlo todo patas arriba por amor.

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EMILIO JOSÉ SERRANO LOBA

Nació en Murcia, España (1991). Escritor que inició su carrera artística como autor de fantasía. Desde sus inicios ha abordado todos los géneros literarios existentes, aunque el hilo conductor entre sus obras es una fuerte influencia de la imaginería natural y la presencia constante de un espíritu crítico hacia la degradación del medio ambiente, el sufrimiento de los más débiles y el tiempo. Es graduado en Biología por la Universidad de Murcia. En la actualidad cursa una Maestría (MPS) en Conservación Marina en la Universidad de Miami, donde lleva a cabo estudios de biología evolutiva así como de especies migratorias. Fue seleccionado para disfrutar una beca creativa en la Fundación Antonio Gala (Córdoba, España) para Jóvenes Creadores en el año 2013. Su obra Pendiente de Imaginar fue publicada por Ediciones Tres Fronteras en el año 2012. Ha publicado relatos en revistas digitales y en antologías, como Perros y Gatos de la Casa Editorial Abril. Escribe con asiduidad en Fantasymundo reseñas literarias y una sección de opinión propia, “Diarios de Campo”. Por otra parte, con frecuencia compone letras para diversos cantantes y compositores. También ha sido activista intervencionista para la ONG Sea Shepherd, donde ha desempeñado actividades de campo y de dirección. También, ha dedicado su tiempo a dar charlas literarias en institutos y proporcionar ayuda extra-escolar a niños de familias de barrios conflictivos en su ciudad natal. Actualmente prepara una exposición de colaboraciones entre algunos de sus poemas y las obras plásticas del artista Rafael Laureano en Miami, así como un disco con el compositor Daniel Martínez.

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