BAQUIANA – Año XXII / Nº 117 – 118 / Enero – Junio 2021 (Ensayo I)

TRES POEMAS DE DULCE MARÍA LOYNAZ: TRES FUGAS SOMATIZADAS DE UN CUERPO QUE SE AFIRMA EN SU EVANESCENCIA

 

 

por

 

Humberto López Cruz

 


[…] Para ella los brazos,
los metales más puros,
los signos, el lamento,
que todo esto alcanza
a dejar que su canto
penetre hasta las hondas
claridades del cuerpo. […]
 
“El caballero, el diablo y la muerte”,
Gastón Baquero (84).

 

Este trabajo, debido a las imposiciones lógicas de longitud y contenido, decide pasar por alto un sinnúmero de ejemplos que acentuarían, si fuere necesario, la fuga del cuerpo protagonista tras dejar sentada su presencia en los poemas de Dulce María Loynaz.[1] Pese a ello, va a recurrir a tres ejemplos, tres fugas somatizadas y disímiles en su estructura, con la intención de perpetuar la evanescencia de una imagen elusiva dentro de su poesía. El trasfondo, como podría esperarse, es el aserto de Julia Kristeva quien sostiene que “el sufrimiento se le aferra al cuerpo, somatiza. Cuando se queja, es para complacerse mejor en la queja que desea sin salida” (15). Este acápite comienza encarando un largo poema, publicado en la Revista Bimestre Cubana en 1937 y recogido, un año más tarde, en Versos 19201938; se trata de “Canto a la mujer estéril” (69-73).[2] Mucho se ha especulado sobre esta composición, tachándose, entre otros apelativos, de premonitoria.[3] Un paso más y se ha indicado que la poeta cubana “mostró esa existencia cercada y, bajo la presión del límite, capaz de alcanzar el sentido o el sinsentido de la vida” (Areta Marigó 99-100); habrá que regresar, más adelante, a esta alusión limitadora. Ahora bien, si en lugar de leer a una mujer estéril, se acepta a la mujer que puedo haber sido, pero que no nació como consecuencia de la alegada esterilidad, entonces se ve una figura transitoria que, claro objetivo de los versos, funge como hito del discurso poético y así facilita el investirse con un poder temporal que augura la evasión del personaje. El siguiente pasaje del poema se inscribe en la fortaleza de la mujer, al tiempo que corrobora lo efímero de su estadía en la composición:

 

[…] ¡Tú eres la flecha

Sola en el aire!… Tienes un camino

Que tiembla y que se mueve por delante

De ti y por el que tú irás derecha. (71)

 

     Loynaz se sirve de los límites de la construcción poética para imponer significados alternos a sus palabras; en realidad, los nuevos significantes –su palabra redefinida– son los que se asientan en los versos: la rectitud de la flecha implica un replanteamiento a la sazón de entender tanto su fugacidad como su complicidad en un poema donde su autoridad es inflexible. La poeta, en su soledad, sabe que ella es la saeta, quien, desdoblada, se torna un imaginario identitario que no tendrá su espacio propio al fracasar una deseada fecundidad. Paradójicamente, la feracidad de que carece en lo fisiológico abunda en su creatividad artística, dicho ya con anterioridad, es “la fundación de un nuevo linaje, de la jerarquía de los elementos, cielo o agua, eternos” (García Marruz 170); en otras palabras, es la imagen que regresaría, como fiel enunciado poético, en entregas ya visitadas en este estudio.

            Antes de resaltar algunos ejemplos que sirvan para instituir una posible continuidad poética, se torna cardinal acudir a una de las tantas explicaciones que, sobre el cuerpo, expone Michel Foucault. Es cierto que son muchas las disquisiciones formuladas por el filósofo e historiador francés sobre el tema; pese a ello, esta sección se enfoca en la que apunta hacia “un asiento de necesidades” (32, el énfasis es mío).[4] Esta condición impuesta, que en los versos de Loynaz no es nunca una manifestación fácil de identificar, emana subrepticiamente y con la devoción esperada al ser parte de una oración a un Ser superior. Si “Canto a la mujer estéril” insinúa unas coordenadas de entendimiento diferentes, entonces puede esperarse que una lectura similar de “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen” (173-75)[5] se acople al mismo hilo conductor en su esfuerzo, ahora conjunto, de llegar a una madeja algo inusitada, pero auténtica. Hay que permitir una regresión a lo expuesto sobre composiciones ya analizadas donde la interacción de atributos permita la alteridad de la hablante lírica, y así sopesar los espacios masculinos dentro de las coordenadas de ambos poemas; además, obligaría a cotejar la afirmación con lo expresado por Aimée G. Bolaños, quien dice que “la Carta despliega su discurso narrativo y lírico, entre el réquiem y la elegía, […], entregada a la comunicación con el otro, su paradójico destinatario explícito” (68). Loynaz responsabiliza a una noche de delirio en que surgió un largo poema en prosa (Burgos 18), mas la explicitud de su texto recae en un receptor que no puede responder; el réquiem citado se instala, se asienta, en un coloquio imposible ya que solamente hay una palabra autorizada. La veleidad de la percepción mostrada al lector sobre la identidad del rey amado es una simple fachada para ocultar quien mueve el engranaje discursivo; la voz poética controla el curso a seguir y dicta las pautas que van a ser observadas en el transcurrir del imaginado romance. Las imposiciones críticas no han variado, hay necesidad de asiento sin exceder unos linderos que siempre han existido. Es por eso que en el siguiente pasaje se juntan antagonismos reflectantes que acentúan la hegemonía de género y, como consecuencia, ponen de relieve lo que se entiende como dos cuerpos que no pueden encontrarse y donde únicamente uno de ellos va a ejercer la supremacía, siempre esperada, en los versos:

 

Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio; puro todavía.

Porque ayer tarde, Rey lleno de muerte, mi corazón latió por ti lleno de vida y mi vida se abrazaba a tu muerte y me parecía a mí que la fundía…

Te fundía la muerte dura que tienes pegada a los huesos con el calor de mi aliento, con sangre de mi sueño, y de aquel trasiego de amor y muerte estoy yo todavía embriagada de muerte y de amor… (173)

 

     La hablante lírica no cesa de alabar al joven objeto de su idolatría, mas en todo instante, no solamente la lectura comprueba la futilidad del empeño, sino que es harto conocido que la muerte ha ganado la contienda. A pesar de ser una lid no convencional, el hecho de ensalzar al rey fallecido y situarlo como epicentro del zócalo poético contradice la lectura, ya que es la voz de la mujer la que está presente, en toda su esencia, y en completo control de la composición. La oposición binaria más significativa, vida-muerte, constituye el asiento en que fundamentar el poema y, al igual que en “Canto a la mujer estéril”, se repite el patrón –ya no causa sorpresa–, donde al leer estos versos desde otro ángulo, y sin perder el objetivo final del enunciado lírico, es la poeta, su voz, su presencia, la que se esfuma del poema debido a la impotencia de no lograr rescatar de la muerte a quien cree amar. La voz poética desaparece en lo que resembla un fracaso ante lo irremediable:

 

Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo… Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarle la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas. (175)

 

     Al despedirse del occiso ante su fastuoso sepulcro –en tal caso no sería contraproducente subrayar el alegato de fuga– deja asentadas necesidades adicionales sin transgredir las fronteras de su creatividad o, dicho de otra forma, los límites de su composición. Miguel Ángel Carbonell, en su discurso de recepción, concluye que la poeta “se refugia en su verso. Y en el refugio no sigue una tradición: inicia un rumbo. Da una nueva sensibilidad” (11).[6] Al aceptar este señalamiento, es más probable la conceptualización de que Loynaz, con plena autoridad y sin que por ello deserte la sensibilidad con que inviste su lírica, deja estampada su rúbrica al pasar por el poema con cualidades que apuntan a sus credenciales y, a su vez, se alejan del rey muerto; por lo tanto, aunque el rescate verbal no vaya a tener éxito ante Tánatos, sí va a triunfar la imagen de la poeta en los versos. La referencia a “canciones tropicales” y a “el más breve de mis poemas” (oración con las que pone punto final a su carta de amor) son ejemplos de una presencia foránea en territorio de faraones. Loynaz se nombra poeta en una época donde prácticamente se desconocía su vocación literaria y, al mismo tiempo y no menos importante, se afirma en su nación, en su trópico; o sea, la poeta de los trópicos es la que entrega la última palabra, la que desbroza la última idea. Una vez logrado su objetivo, el cuerpo (representado en el pecho donde pretendía haber recostado al joven monarca) pierde su propósito y desaparece. La alegoría corporal de la hablante no favorece la comunión entre personajes; nuevamente, no se permite prevalecer otra voz que no sea la de la poeta. A partir de esta premisa, es insostenible pensar que pueda subsistir un diálogo: tanto en el canto como en la carta; es un monólogo lo que se adjudica el haber poético. En los dos poemas, las imposibilidades se reproducen; en verdad, es el hilo conductor mencionado que continúa arribando a la consabida madeja en un rebobinar que no parece tener fin.

     El tercer ejemplo es uno que, al igual que los dos que preceden, ha sido asediado por la crítica e incluido en la mayoría de las antologías sobre la poeta cubana. El poema en cuestión, “La novia de Lázaro” (189-92),[7] vaticina desde su título el fiasco inherente de acceder a un epílogo que satisfaga a la hablante lírica; se parte de una voz que no existe. Con anterioridad, las voces homónimas simulan una reconciliación con el discurso poético: la mujer receptora del canto se resigna ante su esterilidad y la visitante enamorada se despide para siempre, en su misiva, de su inalcanzable faraón. La hablante lírica desfigura la imagen que ha ido elaborando para mostrarse en detrimento de unas colindancias que no le ofrecen perspectivas de triunfo; sin embargo, se las arregla para prevalecer, controlar unos versos que sólo a ella responden y, cuando ha logrado su intención, consagra sin insuficiencias su evanescencia textual.

     Al suscribirse a este punto de vista, “La novia de Lázaro” fuerza bosquejar el lirismo desde un apuntalamiento donde su significado sostenga la versión alterna ya vista en otras entregas. Loynaz se adelanta a la alerta de Hélène Cixous, quien denuncia que la mujer nunca ha tenido su turno para hablar (879), y así instituir heroínas que, pese a un delineado fracaso, venzan en su aserción dentro de las respectivas composiciones. Ahora, y para beneficio de este estudio, hay que retomar la contralectura –antes denominada oposición binaria– para adherir la conjetura de que la novia protagonista comienza su conversatorio desde un plano ya fugado; o sea, que como el epígrafe que encabeza esta sección, Tánatos disfruta de unas libertades que los lectores no tienen la potestad de disputar; la hablante está muerta. A partir de esta concesión, el reto consiste en acercarse a una unión tripartita donde coexisten una novia que quiere vivir, una poeta que reclama que es su turno de hablar y Loynaz que va a procurar un pretexto, lo cual lejos de ser irreverente, se afianza en una visibilidad corporal donde un simulacro de vida es lo que puede cancelar, temporalmente, la fuga con que ha comenzado el poema.[8]

     “La novia de Lázaro”, colofón de los Poemas náufragos, es lo que Javier de Navascués designa como un “conflicto entre dos amantes a través de la única voz de la mujer”, para agregar que “el monólogo del yo poético no sigue una línea recta, sino que avanza y retrocede, realiza una afirmación y después la niega o la matiza, expresando el estado de sorpresa, de miedo ante la llegada del resucitado” (60). El ya aludido sinsentido de la vida se apropia del texto en su disfraz mortuorio; es que Lázaro de Betania, como reflexión bíblica, puede estar presente sin que nadie dude de su veracidad como personaje. La novia, por el contrario, tiene que comenzar por desandar el camino que la llevó a su actual estado –su previa fuga del poema– para dejar sentado su nombre en los versos antes de desparecer definitivamente. Dicho de otro modo, tiene que vivir para ser creíble:

 

Tuve una noche larga… […] Tú también la tuviste, no lo niego. Pero tú estabas muerto y yo estaba viva; tú estabas muerto y reposabas en tu propia muerte […].

En tanto yo seguía viva con unos ojos que querían taladrar tu tiniebla […].

¡Tú estabas muerto y yo seguía viva […]! (191)

 

     Loynaz rinde un Lázaro subordinado ante la imaginaria novia; un individuo que meramente habla por medio de la voz lírica, lo que prueba, sin mayores complicaciones, que es la poeta la que conversa con el lector. María Lucía Puppo sentencia que “se establece entonces un pacto de lectura donde se comparte la aceptación de lo diferente, la preocupación ética y la apertura a otros mundos reales o soñados, lejanos en el tiempo y el espacio” (83). El encuentro es con una hablante que ha regresado de la inexistencia para posesionarse del espacio discursivo, dejar su huella en una escritura errante y, acto seguido, pavimentar el sendero para su ulterior desaparición. La poeta, en pleno control, cumple el reclamo de Cixous: habla; aprovecha que el texto le proporciona la ocasión para exponer una perspectiva diferente y explota la oportunidad. La novia, en un monólogo singular del que es dueña, parece jugar en el intersticio que elabora entre la vida y la muerte; esta actitud confiere un valor adicional que, además de la esperada estampa de supremacía de género, se asignaría la perífrasis de oda a una tenacidad quimérica. Sea cual fuere la denominación otorgada, lo que sí queda despejado es la incógnita sobre la posesión de la imagen femenina en el relato y cómo interpela a un Lázaro, quien desde su afonía, no acierta a solventar su dilema:

 

Si fueras tú quien a tu vez me hablaras sorda, me besaras fría, me sacudieras rígida… tú quien me sorprendieras muerta, muerta, sí, inexorablemente muerta, hasta en la sonrisa, liberada ya en cuanto pudiera ser gloria o tragedia en nuestro destino… (192)

 

     La voluntaria transformación que despliega la novia no se encamina hacia un desenlace convencional, pero sí obnubila la reflexión que su presencia hubiera dejado en el poema. Al aceptar su destino, aunque apunte a la siempre citada peculiaridad de acceder a la poesía como taumaturgia (Riccio 28), Loynaz, por medio de la novia, “viaja hacia el centro de su yo, va en busca de sí misma, de su identidad, pero no se encuentra, las huellas de un pasado doloroso lo impiden” (Núñez García 97). Este pasado, que terminará forzando la evanescencia de la hablante lírica del poema y de la vida en general, es la ausencia del cuerpo de la mujer, la que ha muerto –o al menos así lo declama–, y puede muy bien transmutarse en la omisión de la poeta del mundo literario. En las Confesiones de Loynaz a Martínez Malo, ella rememora sobre este abandono cuando dice que es algo que “saben todos” y al unísono se cuestiona: “¿no habré contribuido yo algo a ese supuesto olvido?” (64). Esta interrogante se adosa a la inquietud de la novia: “¿y si fueras tú quien no me hallaras?” (192) es la pregunta clave encajada en la consumación de su letanía. De la misma forma que la novia, tras haber dominado el discurso poético, tuvo que perderse en los vericuetos de la muerte para esperar la ansiada resurrección, Loynaz desapareció “retrayéndose casi por completo de la realidad que la circundaba hasta casi aislarla tras los muros de su casa” (Mateo 25); su obra, devenida la novia que espera el milagro, logró que la suma de todas esas fugas experimentadas se consolidara en homenajes a posteriori del “Cervantes”, donde toda posible evanescencia corporal quedara confinada en los límites de sus poemas.

     La prerrogativa de la poeta por imponer una sistemática somatización de las expansiones emocionales de sus heroínas líricas junto a la necesidad de asentar su palabra –inadmisible ahora prescindir de esa voz– conquista una postura de afirmación que ha sido forjada por medio de fugas corporales. Estas hablantes, tras dominar en el texto y dialogar sobre diversas posibilidades de aproximación al otro, se desvanecen con la fortaleza de alguien que ha estado en pleno control de la composición antes del premeditado escape; al mismo tiempo, corrobora que ha habido una incursión a un mundo no anticipado, pero tan real como la permanencia a perpetuidad legada por estas voces a nuevos significados. Dulce María Loynaz, más allá de la omisión del tiempo en su obra, regresa a los lectores con la firmeza de quien siempre estuvo presente con la supremacía de su palabra, inscribiendo, por medio de una imagen protagónica, la posibilidad de lo imposible. Los cuerpos evanescentes sólo han sido la excusa para enfatizar una resiliencia ante lo que anticipó como pasajero, ya que su obra, en su más auténtico cintilar, sobrevive allende los linderos poéticos.

 

 

Obras citadas:

 

Areta Marigó, Gema. “Polvillo de purpurina: La poesía colada de Dulce María Loynaz”. Sobre Dulce María Loynaz. Ed. Carmen Alemany Bay y Remedios Mataix Azuar. Madrid: Verbum, 2007. 87-121.

Baquero, Gastón. Poesía completa. Madrid: Verbum, 1998.

Bolaños, Aimée G. “Dulce María Loynaz y Carlota Caulfield escriben cartas de amor: hacia una literatura insular de signo Infinito”. Caribe 6.2 (2003): 65-83.

Burgos, Elizabeth. “En el abismo de los recuerdos”. Quimera 116 (1993): 17-22.

Carbonell, Miguel Ángel. “Esquema de Dulce María Loynaz de Álvarez de Cañas”. La Habana: Academia Nacional de Artes y Letras, 1951. 5-11.

Cixous, Hélène. “The Laugh of the Medusa”. Trad. Keith Cohen y Paula Cohen. Signs 1.4 (1976): 875-93.

Foucault, Michel. Vigilar y castigar. 27ª ed. Trad. Aurelio Garzón del Camino. México: Siglo XXI, 1998.

García Marruz, Fina. “Aquel girón de luz…”. Dulce María Loynaz. Ed. Pedro Simón. La Habana: Casa de las Américas, 1991. 163-75.

Kristeva, Julia. Las nuevas enfermedades del alma. Trad. Alicia Matorell. Madrid: Cátedra, 1995.

Loynaz, Dulce María. Antología lírica. Ed. María Asunción Mateo. Madrid: Espasa-Calpe, 1993.

—. Fe de vida. Madrid: Libertarias, 1999.

—. Finas redes. Pinar del Río: Hermanos Loynaz, 1993.

—. Homenaje a Dulce María Loynaz. Ed. Ana Rosa Núñez. Miami: Universal, 1993.

—. Poemas escogidos. Ed. Pedro Simón. Madrid: Visor, 1993.

—. Poemas náufragos. Cádiz: Diputación Provincial de Cádiz, 1992.

—. Poesía completa. Ed. César López. La Habana: Letras Cubanas, 1993.

Martínez Malo, Aldo. Confesiones de Dulce María Loynaz. Pinar del Río: Hermanos Loynaz, 1993.

Mateo, María Asunción. Introducción. Antología lírica. Por Dulce María Loynaz. Madrid: Espasa-Calpe, 1993. 13-35.

Navascués, Javier de. “La novia de Lázaro: amor más allá de la muerte”. Anthropos 151 (1993): 60-62.

Núñez García, Xiomara Francisca. “Los tres tiempos de la presencia en ‘La novia de Lázaro’”. Islas 43.130 (2001): 83-97.

Puppo, María Lucía. La música del agua. Poesía y referencia en la obra de Dulce María Loynaz. Buenos Aires: Biblos, 2006.

Riccio, Alessandra. “La poesía como taumaturgia”. Anthropos 151 (1993): 28-31.

 

[1] Estos tres poemas que he seleccionado como ejemplos, y como será fácil de comprobar, son los mismos sobre los que Alessandra Riccio ha señalado que es donde “mejor se expresa el prodigio de hacer posible lo imposible” (29). Consúltese el trabajo de Riccio para acceder a una significativa aproximación a la poesía de Dulce María Loynaz que, aunque no abunde en los puntos que persigue este ensayo, sí facilita una comprensión general que ayudará a entender mejor los versos de la poeta cubana.

[2] Este poema, uno de los más emblemáticos de Loynaz, se encuentra en las ediciones de Asunción Mateo (102-06), Ana Rosa Núñez (97-101) y Pedro Simón (73-77). Sin embargo, a menos que se indique lo contrario, las citas de los poemas de Loynaz provendrán de la edición de César López, Poesía completa.

[3] Aldo Martínez Malo le pregunta a la poeta, en lo que después él titularía Confesiones de Dulce María Loynaz, si “Canto a la mujer estéril” había sido una composición premonitoria. Loynaz le responde que el poema “fue concebido y escrito antes de mi primer matrimonio, efectuado el 16 de diciembre de 1937. El folleto en que aparece este poema se publica casi a raíz del mismo, por lo cual no es probable que yo estuviera tan segura de semejante condición al extremo de hacerme un canto a mí misma” (57). María Asunción Mateo, en la introducción de su antología sobre Loynaz, expresa que es “un poema que muy bien podría ser autobiográfico, ya que Dulce María no tuvo hijos de ninguno de sus dos matrimonios” (27). Poema presagiador o no, la polémica se mantiene entre lectores y críticos.

[4] Foucault no es parco a la hora de exponer sus diversos razonamientos sobre el cuerpo en su enfrentamiento con el poder y en su diálogo, a veces tuteo, con el mismo. Destaco que, aunque el crítico no haya expresado directamente que el cuerpo es un asiento de necesidades, sí lo ha anotado como preámbulo de sus incursiones en el tema.

[5] A pesar de haber sido escrito en 1929, y publicado en España en 1953, “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen” fue agregado a la compilación que más tarde recibiría el título de Poemas náufragos (33-37); véase la referencia en las obras citadas. Todos los poemas son composiciones en prosa y son los que Mateo aclara que deben su nombre al hecho de que se salvaron, entre otros, de los muchos que Loynaz destruyó para que nunca se publicaran (35). Aparece, a su vez, en las antologías de Mateo (151-55) y Núñez (248-50). La propia Dulce María insiste en aclarar, en las confesiones que hiciera a Aldo Martínez Malo, que “en Cuba escribí toda mi obra” (70); sin embargo, hay excepciones. Una de ellas es este poema. La poeta rememora: “en Luxor escribí ‘Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen’, al enfrentarme al sarcófago del joven rey. Fue una gran emoción” (66). Me gustaría añadir, para los lectores inquisitivos, que Martínez Malo incluyó, en Finas redes, otro poema náufrago que hasta el momento se consideraba inédito, “La hora que no llegó” (55-59); de hecho, es el único poema náufrago, que se sepa hasta la fecha, rescatado por Martínez Malo.

[6] Miguel Ángel Carbonell, Presidente de la Academia Nacional de Artes y Letras Cubana, pronunció el discurso de recepción de Dulce María Loynaz a dicha Academia, el 4 de abril de 1951. Tal como se indica, las palabras citadas son con las que Carbonell finaliza su discurso.

[7] Este poema forma parte de las antologías de Mateo (256-61) y Simón (105-10). A su vez, y en una nota atractiva, “La novia de Lázaro” fue publicado por Betania, en Madrid, en 1991, en una edición que solamente constaba de este poema en prosa. Claro está, también es la composición que cierra Poemas náufragos (73-79).

[8] En Fe de vida, Loynaz recuerda que Pablo Álvarez de Cañas, su segundo esposo, consultó con tres obispos, a quienes había invitado a una cena, si consideraban irreverente lo escrito por su esposa. Éstos escucharon la “La novia de Lázaro” y, por unanimidad, le ofrecieron a la poeta el consentimiento añorado que permitió al poema llegar a la imprenta (117-18).

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HUMBERTO LÓPEZ CRUZ

Nació en La Habana, Cuba (1959). Poeta, ensayista, investigador literario y profesor en la Universidad de la Florida Central / University of Central Florida (UCF) en Orlando,  donde imparte cursos sobre literatura, cultura y civilización latinoamericanas, crítica literaria y gramática. Sus campos de investigación incluyen las literaturas del Caribe hispano, Centroamérica y las letras hispanas en EEUU. En 2015 recibió el más alto reconocimiento otorgado por la UCF a sus profesores cuando fue nombrado “2015 UCF Pegasus Professor”. Ha publicados libros y capítulos de libros sobre aspectos de los temas en que se fundamentan sus investigaciones. Entre sus últimas publicaciones destacan ediciones compiladas sobre Dulce María Loynaz, Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Guillermo Cabrera Infante y Rosa María Britton; además, ha publicado libros sobre autores de las letras panameñas. A su vez, es miembro del consejo editorial de varias revistas y organizaciones culturales, y lector anónimo de múltiples revistas y editoriales. Ha publicado artículos en diversas revistas nacionales e internacionales sobre aspectos de la literatura del Caribe, Centroamérica y la producida por hispanos en los Estados Unidos. Ha publicado tres poemarios en España: Escorzo de un instante (Madrid: Betania, 2001), Festinación (Valencia: Aduana Vieja, 2012) y Rocallas del andén (Valencia: Aduana Vieja, 2019). En la actualidad es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).

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