BAQUIANA – Año XXII / Nº 117 – 118 / Enero – Junio 2021 (Cuento III)

VOLVER A BARLOVENTO 

 

por

 

Antonio Ureña García

 


Te dejo un puente de mar azul

para sentirnos muy juntos.

Un puente que unas pieles

y vidas diferentes,

diferentes.

Miquel Martí i Pol

(Un puente de mar azul)

 

 

Su abuelo había nacido en un pueblo del interior, de espaldas mar, pero la sal penetró en sus venas y necesitaba, como él, sentir la humedad en la piel y dejar volar su mente por encima de las olas, mecido por el viento. Su abuelo, como tantos otros, un día abandonó la tierra que le vio nacer con tan sólo una maleta de cartón rebosante de ilusiones y esperanzas en un próximo regreso. Su abuelo; después, su padre, le habían enseñado el amor por el mar, y también por la tierra: por una tierra que un día les cautivó y donde aquel quiso reposar para siempre.

     Generalmente las historias de indianos, contadas a uno u otro lado del océano, hablan de quienes, huyendo de la miseria, lograron hacer fortuna —sin mencionar las penalidades sufridas— y regresaron a su tierra después de una supuesta vida de aventuras. Mostrando una ostentación que dejará huellas en la memoria de sus lugares, esas historias olvidan siempre a quienes no regresaron: ya fuera por no alcanzar la perseguida fortuna y así arrastrar un cierto sentimiento de vergüenza; porque fallecieron a edad temprana o por diversas circunstancias. También olvidan a los que no regresaron —si no por breves temporadas— pues se sentían más unidos, más agradecidos, no a la tierra capaz de ofrecerles tan solo un incierto futuro y por ello abandonaron, y si a aquella otra en la cual dejaron lo mejor de sí mismos y lo recogieron multiplicado. Tal sentimiento de gratitud les mantuvo al otro lado del océano, que, sin embargo, atravesaban a menudo con la imaginación, pues su corazón aún permanecía dividido entre la patria de nacimiento y aquella donde echaron raíces.

     Cuando el abuelo decidió tomar los caminos de la emigración, no eligió el mismo destino que la mayor parte de sus paisanos: el Mar del Plata o Brasil, pues había recibido noticias de un amigo de la infancia animándole a marcharse a Caracas, donde tendría un lugar para dormir en su misma pensión y tal vez hasta un trabajo, pues les había hablado a sus jefes y estarían dispuestos a contratarle si reunía las condiciones. Después de un largo trayecto en tren, emprendió una casi eterna travesía en el barco que, zarpando en la costa española, hacía escala en el puerto de la Guaira, alejado no demasiados kilómetros de Caracas y conectado a ella por una serpenteante carretera de montaña en la que se mareó casi tanto que en todos los días de navegación. Ya en la ciudad, se instaló en un colchón tendido en el suelo de la habitación de su amigo. Ambos visitaron pocos días más tarde el almacén donde aquel trabajaba, al objeto de hablar con sus jefes. Fue contratado para comenzar de inmediato.

     Los inicios fueron muy duros, si bien este primer trabajo le permitía —al menos— huir del fantasma del hambre, tan presente en su tierra, y pagar una cama limpia. Sin embargo, pronto vio que, si trabajaba con intensidad, a las penalidades iniciales continuaría una época de prosperidad casi imposible de alcanzar en su país.

     No había transcurrido aún el año de su llegada cuando conoció a una mujer, quien le acompañaría durante toda su vida. Fueron unos primeros años marcados por el esfuerzo y las privaciones, pero también unos años llenos de alegría, ilusión y esperanza en un futuro mejor; de confianza por construir una vida digna en aquel país. En esta esperanza nació su primer y único hijo, cuya primera cuna, mientras sus compañeros de trabajo compraban una entre todos, fue la propia maleta de cartón que junto a él viajó desde España. Esta historia de la maleta, contada una y otra vez por su abuelo y su padre, se convirtió para él en un ejemplo; en un símbolo de cómo una voluntad de hierro es capaz de sobreponerse a las adversidades. Así la contó a sus propios hijos, para que nunca fuera olvidada.

     — Abuelo: me enseñas la maleta que trajiste de España y que fue la cuna de papá.

     —Claro hijo: aquí está. Trátala con mucho cuidado, pues es el objeto más valioso que tengo.

     Y al abuelo se le humedecían los ojos cuando contemplaba la vieja maleta, como ahora se le humedecían a él recordando todo aquello, pues en esa maleta —que conservaba también como su objeto más valioso— estaba guardada la historia de su familia; su propia historia, así como los valores que le habían transmitido. Por ello, se llenaba de tristeza y rabia ante la incomprensión y el olvido de su país cuando se rechazaba a los emigrantes, quienes chocaban contra ese muro de incomprensión frente a su derecho a una vida digna; como el derecho a una vida digna buscaron tantos y tantos miles de españoles al otro lado del mar.

     Su padre nació tierra a dentro, pero desde niño empezó a jugar al lado del mar, pues los abuelos habían comprado una pequeña casa a orillas del Caribe, en una tierra bendecida por la naturaleza donde, a lo largo del tiempo, un grupo de antiguos esclavos originarios de África —no de esclavos, sino de esclavizados, pues aunque sus cuerpos tenían dueño, su alma nunca fue domeñada—  que habían huido de la tiranía de sus amos para formar asentamientos de hombres libres, a los que llamaron “cumbos”, y en ellos recuperar sus costumbres ancestrales en la música o en la espiritualidad que, durante siglos, les habían prohibido para esclavizarles aún más. En esa tierra, en sus playas, pasaba las vacaciones escolares huyendo de la ciudad, así como muchos fines de semana. Allí, aprendió que la libertad es como el viento; como el mar, a quienes no se pueden encerrar entre barreras. Es posible encadenar el cuerpo, pero no la imaginación y la voluntad.

     En esa tierra de cimarrones[2] que recibió el nombre de Barlovento[1], su padre creció como persona,  Si bien tan sólo pasara en ella breves temporadas, el viento que da nombre a la región, y que esa historia tan particular convirtió en el viento de la libertad, le caló en los huesos, haciéndole entender de una vez y para siempre que las diferencias en el color de la piel, en el nivel económico, en el idioma, en la forma de rezar o de interpretar el mundo, no son excluyentes sino complementarias, pues el ser humano que late por debajo de tales diferencias es igual a cualquier otro y por ello tiene los mismos derechos; siendo el principal: el derecho a una vida digna.

     Como sucediera, primero con su abuelo y luego con su padre, su espíritu; su alma, quedaría —aún incluso con anterioridad a pisar dicha región— también impregnada del alma barloventeña; del alma de libertad que representa. El mar le traía dicha esencia de libertad…

     —¿Abuelo, cuando sea un poquito más mayor me vas a llevar a donde tú vives?

     Con esta frase, repetida año tras año al coincidir las tres generaciones en el pueblo al que todos viajaban con objeto de pasar juntos el período de vacaciones estivales y donde el primero naciera muchos años atrás, fue creciendo el deseo de conocer, un día cada vez más próximo, “el lugar de donde viene el viento” e impregnar los sentidos de sus colores, su sabor, su música, pero sobre todo de su esencia; de su magia…

     —¿Abuelo: es verdad que donde tú vives tocan un tambor muy grande; tan grande que lo tocan entre muchas personas?

     —Si, hijo: se llama Mina[3] y está hecho con el tronco hueco de un árbol. Mide más dos metros de largo y lo tocan, como poco, entre tres personas; aunque yo he visto tocarlo entre seis.

     —¿Abuelo: yo voy a poder tocar ese tambor cuando sea más mayor y vaya donde tú vives?

     Aquel tambor —junto a otros instrumentos, sus ritmos, y también sus creencias y concepción del mundo— fueron traídos en la memoria de la lejana África y como un tesoro mantuvieron a lo largo de los tiempos, pues en ello estaba en juego nada menos que la conservación de su propia identidad. En los tiempos de la esclavitud, sólo se les permitía tocar el Mina una vez al año con motivo de la fiesta de San Juan; por eso, en la actualidad, y como memoria viva de aquella época, el Mina vuelve a sonar por esas fechas, mientras los barloventeños, ataviados con un pañuelo rojo en recuerdo de tanta sangre derramada, bailan al son de su música; de su “repique”.

     Muchas veces se sorprendía a si mismo recordando aquellas historias que le contaran su abuelo y su padre, cuya piel más clara destacaba entre la de los niños que eran sus compañeros de juego en la playa pues, a diferencia de las otras familias venidas de la capital, que no permitían que sus hijos “se mezclaran con los negros”, los abuelos siempre pensaron que la convivencia era muy importante y esta fue una lección que su padre y él mismo aprendieron desde pequeños. Así, ya entrado en la adolescencia, al ver cumplido su sueño de visitar y recorrer Barlovento, en lugar de relacionarse únicamente con los hijos de los blancos llegados de la capital por vacaciones, lo hizo —siguiendo aquellas enseñanzas— con los chicos de allá, quienes le aceptaron como uno más; como a un igual. En esas fechas, en ese lugar, aprendió que “nadie es más que nadie” y ese aprendizaje se convirtió en una lección de vida que siempre puso en práctica y así transmitió a sus propios hijos, como un día le transmitieran a él.

     Cuando el abuelo decidió poner fin a su vida laboral, en lugar de regresar a su pueblo y mostrarles a los que allí se habían quedado los resultados de su aventura indiana, se fue a vivir a la casa de la playa en Barlovento. A partir de entonces, los encuentros veraniegos de la familia serían, no en España, sino allí. En ese lugar empezó a sentir la extraña sensación de ver como una parte de sus raíces abandonaban su tierra natal para enterrarse en ese paisaje y extenderse hacia el mar, conectando ambas orillas. Por ese motivo, comprendió la última voluntad del abuelo: que sus cenizas fueran esparcidas en sus playas y en sus aguas, para que el mar recuperara —para que esta región mágica recuperara— la esencia que había hecho crecer en ellos.

     En esa playa de Barlovento y en homenaje a su abuelo —mientras sus cenizas volaban arrastradas por el viento— repicó el Mina. También en su homenaje, cumplió el sueño perseguido de niño de tocar ese gigantesco tambor y, a cada golpe; a cada repique, se sintió más unido a él, pero también a aquella tierra y al mar que la baña.

     Aquel día, el Mina[4] sonaba por su abuelo; por su padre; pero sobre todo por él mismo: para que nunca olvidara el mensaje de ese tambor, que hablaba de memoria; de igualdad; de libertad. Por ello, cuando a miles de kilómetros de distancia miraba completamente abstraído el mar, no podía evitar identificar sus aguas con los reflejos de la mirada limpia y llena de paz del abuelo y tampoco podía dejar de identificar la fresca brisa marina con ese Barlovento que tantas cosas le enseñó y en la distancia del tiempo y el espacio, le seguía enseñando.

 

[1]  Ese utilizar de la maleta como primera cuna, se basa en una historia real contada en la ciudad de Caracas por un hijo de emigrantes españoles.

[2] Ese utilizar de la maleta como primera cuna, se basa en una historia real contada en la ciudad de Caracas por un hijo de emigrantes españoles.

[3] Cimarrones es la denominación recibida por los esclavizados que huyeron de sus haciendas para fundar aquellas poblaciones de personas libres a las que hace referencia el texto y que constituyen la esencia histórica de Barlovento, término cuyo significado literal sería: de donde viene el viento.

[4] El Mina, es un tambor cilíndrico de madera con sólo un parche y una longitud algo superior a los dos metros. Su origen se encuentra en la región de Mina, perteneciente a la actual Republica de Benín, situada en el África occidental. Para tocarlo se apoya sobre una horquilla formada por dos palos cruzados y se ejecuta de forma colectiva: una persona, situada frente a él, toca —-repica, según la denominación allí empleada— sobre que el parche, que queda a la altura de la cabeza, mientras varios intérpretes lo hacen sobre el cuerpo del instrumento, generándose una rica polirítmia.

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ANTONIO UREÑA GARCÍA

Nació en Madrid, España. Narrador, músico, editor y docente. Es Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación; Licenciado en Historia y Profesor de Música. En la actualidad ejerce como profesor de Educación Compensatoria en el IES Antonio López García en Getafe, Madrid. Ha sido profesor universitario de Cursos de formación del profesorado en la Universidad de A Coruña y profesor invitado de los seminarios de Doctorado del Departamento de Didáctica de la Universidad de Educación a Distancia de España (UNED) en Caracas. Fue distinguido con la Orden General José Antonio Páez en su Primera Categoría (Venezuela) por sus actividades en el área de Cooperación Internacional para el desarrollo social. Es presidente honorífico y Socio Fundador de la “Asociación Espacio Cultural” en Madrid. Coordinador del Proyecto Internacional Leer es un Derecho que o largo de sus distintas ediciones, contando con el apoyo y colaboración de diversas instituciones y personas, ha realizado donaciones de libros a bibliotecas de países o regiones menos favorecidas o impartido conferencias sobre la importancia de la educación y la lectura. En el marco de este proyecto, es editor de la Revista Electrónica Tiempo de Poesía (ediciones 2015 a 2019) que pretende constituirse como un puente literario entre ambas orillas del Atlántico. Ha publicado sus cuentos y relatos en España en los medios: Nueva Tribuna; La Réplica. En el extranjero: Panorama Cultural (Colombia); Revista Literaria Elipsis (Argentina).

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