LOS ESTRAGOS DEL OLVIDO
nunca la vida es nuestra, es de los otros
Octavio Paz
La estación violenta
Al principio creí que la había confundido por su aspecto sin relieve, igual que el de tantas mujeres envejecidas a golpe de desilusiones, pero cuando pedí un Peach Melba, sentado a la barra de la heladería, supe que era ella. El maltrato de la soledad había hecho su labor de zapa en el rostro de mirada anodina y el cuerpecito castigado por las inclemencias del abandono más que por los rigores de la miseria. Como ajena a la presencia de algunos parroquianos que animaban el local, ella seguía impasible, observando las volutas de un cigarrillo que sus labios sostenían con dejadez, hasta que la ceniza empezó a caer sobre el teclado de la caja registradora, obligándola a despertar de su letargo.
De repente se abrió paso en mi recuerdo un lujoso pasado de solemnidades y oropeles perdidos. El eco de su voz melodiosa y bien timbrada volvía a mí con toda su carga de sensualidad sonora, a través de las canciones en inglés antillano que la distinguieron en aquellos programas de la emisora oficial durante su mejor época. Por un instante la admiré otra vez, transformada en cortesana, luciendo peluca rubia que contrastaba con el ébano de su piel y su atuendo operático, en la representación televisada que muchos no podríamos olvidar, sobre todo la quejumbrosa escena final donde lanzaba un grito lastimero, un agudo que desmentía su magra figura de tísica en el lecho de muerte.
Mi helado empezaba a derretirse; de pronto había renunciado a las delicias que me ofrecía. Fui incapaz de desviar la vista de la inolvidable cantante cocola, ahora un triste despojo de si misma, lenta y rutinaria en su tarea, turbada por zumbidos de licuadoras, rumores de abanicos gigantes que mitigaban el calor y palabras sueltas de quienes llamaban al camarero sin enterarse de su existencia. No podía retirarme antes de constatar, en sus ojos mortecinos, los estragos del olvido. En el fondo me resistía a admitir lo que me laceraba, la dolorosa destrucción de un entrañable mito personal en aquella tarde de estío.
–Perdone, usted es… –mi frase inconclusa flotó en el aire.
–Sí, yo misma –dijo con dicción cansada y un timbre cavernoso que me estremeció.
En ese momento, el abismo entre pasado y presente agudizó mi compasión. Nada quedaba de aquella muchacha que décadas atrás había venido de San Pedro de Macorís a la capital, con su exquisita voz como único equipaje, sonando con un éxito que no tardó en llegar para quedarse por un tiempo. Me imaginé de nuevo ante el televisor, niño cautivo de los prodigios de aquella hermosa voz, cadenciosa y seductora, atraído por sus blues y sus arias, sus pasiones de salón, intrigas y lances amorosos que precedían a la tragedia. Ella me miró sin inmutarse, esbozando una leve sonrisa que delataba la amargura de su corazón.
–Pero, ¿cómo fue posible? –le pregunté.
Sus ojos habían perdido el fuego de la mocedad y ahora se escondían tras los pliegues de unos párpados hinchados. La boca se desdibujaba en un rictus de conformidad, robándole la gracia que había sido su sello distintivo.
–La vida se encargó de todo –susurró, agregando una frase misteriosa–: nunca la vida es nuestra, es de los otros.
Me senté de nuevo. En el helado nadaban trozos de melocotón que odié sin poder evitarlo. Estuve en la barra un tiempo que se hizo eterno, con ganas de llorar, pero sin que las lágrimas fluyeran, sordo a tantos ruidos extraños. Cuando pagué la cuenta quise desterrar de mi pensamiento a aquella mujer, quien seguía imperturbable en su postura lejana.
Al salir me aturdió el trajín vespertino de la antigua calle colonial. Vi gente apresurada, turistas en bermudas, palomas nerviosas que se acurrucaban bajo aleros de la calle El Conde. En el ocaso de esa tarde inesperada, supe que no volvería a pedir un Peach Melba.
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JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR
Nació en Santo Domingo, República Dominicana (1946). Es educador, narrador, ensayista y critico literario. Ejerció como profesor de idiomas, literatura e historia en su ciudad natal y enseñó sociología en varias universidades dominicanas. Entre 1987 y 1988 fue Profesor Fulbright en los Estados Unidos de América. Es asesor de la Fundación Corripio. En 1995 ingresó al Banco Central de la República Dominicana, donde se desempeña como subgerente director del Departamento Cultural. Ha publicado: Antología de la literatura dominicana (1972), Viaje al otro mundo (1973), Callejón sin salida (1975), Testimonios y profanaciones (1978), Estudios de poesía dominicana (1979), Imágenes de Héctor Incháustegui Cabral (1980), Las máscaras de la seducción (1983), Narrativa y sociedad en Hispanoamérica (1984), La carne estremecida (1989), Los escritores dominicanos y la cultura (1990), El sabor de lo prohibido. Antología personal de cuentos (1993), Dos siglos de literatura dominicana (S. XIX y XX). Poesía y Prosa (en colaboración con Manuel Rueda, 1996), Panorama sociocultural de la República Dominicana (en español, inglés y francés, 1997), La aventura interior (1997), Antología mayor de la literatura dominicana. Siglos XIX y XX. Poesía y Prosa (en colaboración con Manuel Rueda, 2000), Huella y memoria. E. León Jiménez: Un siglo en el camino nacional (1903-2003), en colaboración con Ida Hernández Caamaño (2003), Presagios de la noche (2005), Catálogo de la Colección del Banco Central (en colaboración con Luis José Bourget, 2008), El lector apasionado [Ensayos sobre literatura] (2010), Palabras andariegas. Escritos sobre literatura y arte (2011), Espejos de agua. Cuentos escogidos (2016), Cuentos para jóvenes (2017), Reflejos del siglo veinte dominicano (2017), Where the Dream Ends. Short Stories by José Alcántara Almánzar, traducción de Lisa Paravisini-Gebert, Caribbean Studies Press (2017), Catálogo de la Colección del Banco Central 2008-2018 (en colaboración con Luis José Bourget, 2018), Hijos del silencio [Ensayos] (2019) y Memoria esquiva (2021).
Por su labor literaria ha obtenido varios reconocimientos y distinciones: el Premio Anual de Cuento en dos ocasiones, por Las máscaras de la seducción (1984) y La carne estremecida (1990), el Premio a la Excelencia Periodista J. Arturo Pellerano Alfau como Critico (1996), el Caonabo de Oro como Escritor (1998), la Medalla al Mérito «Virgilio Díaz Grullón» (2008), el Premio Nacional de Literatura (2009), Reconocimiento del Ateneo Dominicano como Escritor (2009), y la Pluma de la Excelencia como Escritor (2010).
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