BAQUIANA – Año XXI / Nº 115 – 116 / Julio – Diciembre 2020 (Narrativa)

EL ENTREMÉS DE MI VIDA

 

 por

 

Jorge Luis Llópiz Cudel

 


Cuando un hombre está condenado a muerte, todo lo vivido aparece ante los ojos como un espejo roto. Tengo muy pocos días para recoger esos pedazos en un pliego. Después que guillotinaron al rey Luis XVI en la Plaza de la Revolución, en enero del año pasado, cualquier cosa podía suceder, sobre todo, a un reo como yo, acusado de ser un contrarrevolucionario, miembro de la antigua monarquía. Estando en París en la prisión de Les Madelonnettes, parecía inminente mi ejecución, pero mi traslado a la cárcel Picpus, en las afueras de la capital, disipó mi angustia.

     Era una prisión más confortable que la anterior, donde tenía un escritorio, un librero y anaqueles. Desde la ventana, veía el jardín, pobremente cuidado, con algo de césped; y más allá, la Place du Trône Renversé, con sus escuálidos árboles. Sin dudas, un lugar tranquilo. Ya podía comer y respirar mejor: estaba lejos de la guadaña igualitaria y de la turba de sombreros rojos, que demandaban sangre como si fueran golosinas. Estos hombres sin calzones odiaban todo lo que oliera a aristocracia; y aunque intenté ocultar mi perfume, ellos, como sabuesos, sabían olfatearlo.

     Los días en Picpus transcurrieron sin novedad hasta que un bullicio me levantó de la cama una mañana. Los sin calzones llegaban con decenas de pancartas de “Vivre la Révolution” y “Meurent les traîtres”, vociferando consignas que, años atrás, a veces repetía para no señalarme. Muchos de ellos traían en hombros listones de madera cuyas sombras se movían en el suelo. El enjambre de obreros se dividió dejando un claro, donde fueron apilando los tablones, que se calentaban bajo el sol. Desde mi ventana, la escena parecía inofensiva: hombres con martillos y clavos golpeaban la madera entre sudores y blasfemias. Reconocí a viejos tramoyistas del centro de la ciudad. Construían un tablado, más bien, un escenario al aire libre, lejos de las paredes aristocráticas del teatro. ¿Y los actores? Ya no serían los de antes. Ahora la Revolución reclamaba actores reales —como yo— que pudieran ser humillados, arrastrados y golpeados, a la manera de peleles, en medio del carnaval del pueblo.

     La tarima había quedado bien enclavada en la tierra. Desde mi sombra, pude ver cómo sobre ella instalaron un armazón. Levantaron dos montantes que unieron con un travesaño en su parte superior, que a lo lejos parecía el marco de una puerta. La imagen se disipó inmediatamente cuando ajustaron en lo alto un hierro en forma triangular, amarrado a un lastre de plomo. Agarraron un listón de pino y le hicieron una marca en uno de los extremos. Lo acostaron en la báscula, lo aseguraron con amarras y lo empujaron al cepo donde quedó aprisionado. Entonces uno de los hombres accionó el resorte y la cuchilla de acero cayó en la marca, cortando el cuello del pino. Fue un sonido seco y sordo y la cabeza de madera saltó dentro de un saco de cuero.

     Así comenzaron mis ahogos, con un simple entremés, en el cual un pino perdía su cabeza. Aunque no era un ser humano, sólo pura representación, me hacía pensar en la mía como un ritornelo. ¿Cuántas veces moriría antes que firmasen mi sentencia? La pluma aún estaba dentro del tintero en la oficina del fiscal Maximilien quien, pronto, se sentaría en su escritorio de muerte a guillotinar, a diestra y siniestra, con tan solo mover una mano.

     Debo apurar mi pluma para hilvanar los fragmentos de mi vida, antes que Maximilien acabe con ella. Y me gustaría hacerlo, a la manera de Jean-Jacques; por supuesto, sin pretender igualar sus Confesiones, Intentaré describir toda la verdad de mi naturaleza, sin adornos, no sólo como soy, o como pretendo ser, sino como soy capaz de ser cuando me veo sujeto a las influencias modificadoras del placer. Por desgracia, estimado lector, he de representarlo en todos sus matices. Cuando el placer cae bajo mis pinceles, ignoro el arte de pintar sin color y lo esbozo con sus tintes. Es, pues necesario, que usted se prepare a leer detalles obscenos que pudieran herir su sensibilidad. En cambio, si usted es ese lector que se afila los dientes con las escenas picantes, le confieso que este entremés de mi vida está lejos de la literatura pornográfica a la que muchos autores, con poco seso y mucha hambre, se entregan apasionadamente; más bien las he escrito, para que desagraden, pues presentarlas bajo una luz hermosa, es el medio de hacer, que se les ame, y esto no entra en mis proyectos.

     Jean-Jacques tuvo el infortunio de no conocer a Suzanne, su madre, quien murió pocos días después del parto. En cambio, yo conocí a la mía hasta que se internó en un convento. ¿Y mi padre, Jean-Baptiste? Demasiado ocupado. Cuando supe que el viudo Isaac, le prodigaba cariño a su hijo y le leía todas las noches, me sentí triste y desolado. De haber disfrutado de lecturas similares, mi progenitor hubiera aliviado muchísimo la ausencia de mi madre. Mientras yo leía las Confesiones, me emocionó hasta las lágrimas el amor de Isaac y Suzanne. Se habían amado desde niños y el tiempo que, a veces, todo lo borra, reavivó más la pasión. Era sencillamente una relación pura, sincera y tan sublime que, relatar la atracción de Jean-Baptiste por mi madre, es caer en el ridículo, en una comedia de intriga, pero he de describirla en sus pormenores, aunque mis ancestros me maldigan como, ahora, la plebe lo hace con el primer desdichado, que el carromato conduce a la guillotina. Antes de llegar al patíbulo, donde el verdugo espera con los brazos cruzados, la víctima ha de recorrer un trillo atestado, a ambos lados, de personas sedientas de sangre, que le gritan insultos y le lanzan porquerías. Dentro de la jaula, recibe frutas podridas, mierda de caballo, palos y piedras. Llega al cadalso todo ensangrentado, con un olor de mil rayos, que ni el verdugo lo resiste, apartando con disimulo, su máscara negra. Es tan grotesca la escena que me retiro del tragaluz. Embarro la pluma en el tintero e intento alejarla, garabateando trozos de mi vida, pero en vano, el oído queda presto a la tragedia. Entonces viene el silencio, sólo rasgado por el ruido de mi pluma sobre el pergamino. Dura apenas unos segundos e inmediatamente un crujido de metal filoso da paso a un golpe áspero de cabeza rodando sobre los adoquines. Aunque describa lo anterior, he de admitir que sólo he visto una ejecución, la del listón de pino, pues la náusea me impide quedarme en el marco de la ventana. No obstante, cada linchamiento, asistido por los oídos, se representa real en mi mente como si los ojos lo hubieran presenciado en todos sus detalles.

     Después que mi padre lograse la confianza del príncipe de Condé, quien le dio entrada en su esfera de poder, el pago fue seducir a la segunda esposa del mandatario, una bella princesa alemana de quince años. No le fue nada fácil porque el marido le mantenía una férrea vigilancia a la amada. Pero Jean-Baptiste disfrutaba del peligro e ideó casarse con una prima del príncipe, madeimoselle Marie, para estar más cerca de la joven alemana y así poder verla a cualquier hora sin levantar sospechas. Claro que esa movida necesitaba de una retórica coherente y le hizo creer a su benefactor que se casaba para entregarse a su servicio las veinticuatro horas del día. El príncipe, conmovido, pagó la boda sin saber, que estaba arropando a un lobo en su cama. Pero algo que Jean-Baptiste no previó fueron los celos de la alemana, que le exigió apartarse de la cama de su esposa. Por supuesto, la condesa Marie, al principio sorprendida; y luego, suspicaz, le siguió los pasos al descarriado marido y lo encontró en los brazos, o más bien, entre las piernas de su amante. Según las noticias que tengo, la sangre no llegó al río porque el mujeriego tuvo que marcharse al ejército durante tres meses, tiempo en que se apaciguaron los ánimos. ¡Total! Cuando él regresó, ya su adorada princesa lo había cambiado por otro amante mientras que Marie lo recibía con una amable y tierna sonrisa. De esa manera, al burlador burlado no le quedó de otra que dedicarse a sus sábanas matrimoniales y, de ese inevitable telón, nací yo el 2 de junio de 1740.

     A Marie, apenas la conocí. Cuando vivíamos en el palacio del príncipe de Condé, con quien mi madre tenía el honor de estar emparentada, se afanaba en que me reuniese con el hijo del pariente con el fin de que, siéndole conocido desde mi infancia, pudiese yo encontrar su apoyo en todos los instantes de mi vida; pero mi vanidad de aquella época, que no entendía aún nada de estos cálculos, se sintió herida un día en nuestros juegos infantiles. Él quería disputarme una espada de madera, que Jean-Baptiste me había regalado, y se creía autorizado por su rango para hacerlo. Tenía poco más o menos mi edad. Me dijo que la espada le pertenecía por ser el futuro rey. Yo le metí mi cabeza en el estómago y el futuro de Francia se desparramó en el suelo. Me vengué de sus exigencias mediante golpes muy numerosos, sin que ninguna consideración lograse detenerme, y sin que nada que no fuese la fuerza o la violencia, consiguiese separarme de mi adversario

     Esa es la vaga imagen que tengo de Marie, envuelta en la trifulca, cuidándose de mantener impoluta su peluca; y la premura de montar a su irritable hijo en una calesa, tirada por dos caballos; y esa voz autoritaria con la que le ordenó al cochero que me llevase pronto a casa de abuela para evitar el disgusto y la enemistad de la realeza. Nunca le importó protegerme, sólo le interesaba ser la sombra de Jean-Baptiste, al que seguía en los viajes de negocios, al servicio del príncipe-elector de Colonia. Temía que el marido se enredara en orgías y que mancillase, aún más, el ilustre nombre de la familia.

     Antes de hablar de mi padre, desearía acotar que, lo descrito anteriormente en el palacio de Condé, no sé si fue verdad o me lo contaron. ¿Quién recuerda lo que ha hecho a los cuatro años? No obstante, narré el incidente en una carta escrita por uno de mis personajes, Valcour, con el ánimo de describir su temperamento impulsivo. Con los años me he percatado que el escritor se reinventa, una y otra vez, en su literatura, rellenando esas lagunas de su vida que no entiende o tiene miedo comprender. ¿Por qué mis padres me sacaron del hogar y me exiliaron en casa de abuela? Con ella la pasé muy bien, pero no es lo mismo. Responder a esa pregunta me llevaba a un callejón de amargura. Era mejor ingeniar una escena en la que yo, supuestamente, salía victorioso.

     En cuanto a Jean-Baptiste, hay tela por donde cortar. En una ocasión, en que Marie fue a tomar el té con unas princesas en la sala oeste de palacio, presto y diligente, le dio unas monedas al criado para que le trajese a tres prostitutas. Yo, que buscaba mi pelota de trapo debajo de la cama, escuché el cuchichear de las mujeres. Vestidos de color gris, verde y marrón, seguidos de varios corseé, sayuelas y zapatillas cayeron sobre el suelo. Unos pies desnudos danzaron frente a mí. Luego, la ropa inconfundible de Jean-Baptiste: pantalón negro, camisa blanca y zapatos con hebillas relucientes. Tras su voz, los pies lampiños rodearon al peludo y todos, al mismo tiempo, se metieron en la cama. Lo que me asustó fueron los brincos sobre el colchón. Parecía que el mundo se me venía encima. Comencé a llorar y Jean-Baptiste, agarrándome por los tobillos, me sacó del escondite. Buscando apaciguar mis lágrimas, fui sentado en los regazos de una de las jóvenes de cabello largo y rojizo. Ella sonrió y restregó suavemente mi cara sobre sus tetas duras y grandes. “Has sido bautizado, hijo mío”, gritó la voz del amo y me cargó fuera de la habitación con la pelota bajo el brazo. Cerró la puerta de un tirón y esta se entreabrió a sus espaldas. A través de una ranura de menos de una cuarta, vi a las mujeres caer sobre él, mordiéndole las piernas, las nalgas y el rabo. Pensé que se lo estaban comiendo y salí corriendo a buscar a Marie. En el pasillo, tropecé con ella, que gritó molesta por mi exabrupto. Quiso saber por qué tanto corretaje, pero sólo balbuceé palabras incomprensibles. La puerta de la alcoba se abrió y mi padre exhibió su mejor sonrisa. Me acerqué lentamente, con la seguridad de ver brincando a las mujeres sobre la cama, pero las sábanas estaban estiradas y un silencio alargado llenaba el aposento, que fue interrumpido por el estrépito de la cuchilla. ¡Qué raro! Es medianoche y ¿siguen cortando cabezas? Al asomarme por la ventana, veo, bajo la luz zigzagueante de una antorcha, a dos borrachos jugando con la máquina infernal. Bajo una luna tan grande y redonda, como las tetas de mi bautismo alardeaban los hombres sobre quién era más valiente de acostarse en la báscula. Estaban tan ebrios que no podían coordinar los movimientos; y bajaban y subían la guadaña como si fuera una bandera de hierro. La fiesta se les acabó cuando llegaron los centinelas que los sacaron a patadas y a pescozones del tablado revolucionario. Apagué lo que quedaba de vela, y me fui para la cama sonriente, dándoles las gracias a aquellos chispos de diluir una tragedia en las bondades de una farsa.

     Si hay algo de común, que tenemos Jean-Jacques y yo, es que los mejores años de nuestra infancia la pasamos al lado de nuestros respectivos tíos. ¿Qué recuerdo tengo de mi padre? Palpo su rostro en la lejanía a través de las palabras de mi tío, el abad Jacques: “Donatien, siéntete orgulloso de Jean-Baptiste. Tu padre es un héroe”. Dentro de la sotana, hablaba mientras nos paseábamos por la biblioteca con cientos de libros ordenados en repisas que llegaban al techo: “Sabes de quién fue amigo”. Arrugué mis hombros mostrando extrañeza: “del afamado escritor François-Marie, ¡nuestro Voltaire!”; y sacó un volumen titulado Cartas inglesas: “Tal vez sea una de las mejores plumas que hemos tenido y con este bribón, tu padre se iba de juerga a beber vino, a hablar de literatura y a revolcarse en los burdeles”.

     Fue la primera bocanada de admiración que sentí por mi padre. Más allá de su quehacer libertino, mi tío dibujó una imagen diferente de su hermano, imagen redentora que fue creciendo, con las anécdotas narradas por Jacques, durante los cuatro años, que viví en el monasterio. Quise ser como él, montado a caballo, con el sable en alto, correteando tras los enemigos: “el miedo —enfatizaba tío Jacques— no estaba en sus venas”; y las lanzas y flechas revotaban en su coraza. Con esas escaramuzas me iba a la cama y cansado de tanto ajetreo, cabalgando por los campos de batalla, me quedaba dormido.

     Una noche dije: “tío, quiero estar en mi casa” y me abrazó con ternura: “es imposible, Donatien”. “¿Por qué?”. Y no quiso responderme. Me arropó en la cama y apagó la vela: “por favor, tío, déjela encendida”. Cerró la puerta y en la oscuridad, aún veía a Jean-Baptiste con sus grados de teniente caminando erguido delante de la tropa. A mis seis años, era muy difícil entender que, un hombre tan valiente como él, no pudiera estar con su hijo. Con el paso del tiempo, me enteré del atolladero en que se había metido, o lo habían metido, las intrigas de palacio. Así que, de aguerrido militar y excelente diplomático, pasó a ser un don nadie cuando el rey Luis XV le retiró su gracia. Entonces, le admiré aún más, cuando leí de su puño y letra: “Lo que me ha impedido hacer fortuna es que siempre he sido demasiado libertino para permanecer en la antecámara, demasiado pobre para poner a los criados al servicio de mis intereses, demasiado orgulloso para rendir homenaje a los favoritos, a los ministros, a la amante del rey. He vivido mucho tiempo en el torbellino de las mentiras y las maledicencias. Hasta ahora he gozado de algo que los reyes no han podido tener: libertad”.

     Y esa libertad es la que me ha inspirado siempre, a diferencia de Marie que se encerró, a mis cuatros años, en un convento. ¿Tanto malestar le producía el pequeño Donatien? Si se hubiera enclaustrado en un burdel, al menos hubiese podido visitarla. ¿Cuántas veces la vi en mi vida? Sólo tres: la primera fue en la trifulca con el mozalbete de palacio; la segunda, en mi boda, donde se presentó para humillarme frente a mi suegra; y la última, el día de su muerte. Si hubiese tenido más sangre de Marie que de Jean-Baptiste, estas cuatro paredes no dolerían tanto, pero amo mucho la libertad, que sólo tengo a sorbitos en las caminatas que me permiten dar por el patio interior de la cárcel.

     Cuando me llevaron por primera vez al monasterio de tío Jacques, me sentí triste. Era un lugar apartado, demasiado tranquilo para mis oídos acostumbrados al bullicio de la ciudad. Le eché de menos a abuela que volví a ver, años más tarde, dentro de una caja de madera. De verdad, lloré porque extrañaba su trato amable y las tortas de merengue que horneaba. Tío, como buen sacerdote, me consolaba: “no te aflijas, algún día nos reuniremos con ella”. Y esa muerte prometida, apenas hirió mis oídos. Parecía tan lejana, como si nunca tuviese lugar; y hoy, en cambio, estaba a punto de convertirse en realidad, en algo tan palpable y frío como la tapa del ataúd de mi abuela. Me dio escalofríos. ¿A quién no?

     Mi tío era un humanista y un devoto. Se levantaba temprano en la mañana a leer las sagradas escrituras. Su ayuno se extendía al mediodía en que almorzaba, de manera frugal, más verduras que carnes, más frutas que queso y más agua que vino. Después, iba a la biblioteca a escribir sobre un poeta —según él— el más grande de todos los tiempos, Petrarca. Su obra maestra el Cancionero, que Jacques puso en mis manos, hablaba de los amores imposibles del poeta por una hermosa joven llamada Laura. Era un amor idílico, casi divino, pues el poeta apenas había rozado con la mirada el escote de su amada. De esa manera, mi sabio tío me educaba como a un hombre del Renacimiento: por el día con las letras; y en las noches, con las armas, aunque estas no eran de fuego, sino otras que aparecían a la caída de la tarde.

     En el crepúsculo, llegaban al monasterio, matizadas por el color rojizo del sol poniente, dos mujeres disfrazadas de monjas que, al quitarse la ropa, mi tío empezaba a bendecir con agua bendita. Ellas daban vueltas a su alrededor, desenredando el cordón, que ajustaba la sotana. En breve, las carnes escuálidas de mi redentor flotaron al aire. Fue la primera vez que vi a una mujer con un pene, y mientras tío metía la verga en el pasadizo trasero de una de las religiosas, la supuesta doncella lo ensartaba, y los tres quedaron unidos en un movimiento ondulante, de serpiente embriagada, que terminó en gritos de placer, que me hicieron correr asustado hasta mi habitación. En la cama, temblaba y trataba de apartar de mi mente esa imagen discordante de caderas ondulantes, senos y cabellera custodiada por un falo enorme, de glande pronunciado, que en sueños me estuvo persiguiendo toda la noche. Ya de adulto he tratado de buscar a ese tipo de mujer o de hombre afeminado, para que me diera las mismas satisfacciones, y no lo he encontrado.

     A decir verdad —aunque después haya sido el libertino más grande de Francia—, los momentos más gratos fueron por la tarde en la biblioteca. Una vez tío comentó: “ante la enfermedad, el dolor y la muerte, el único aliciente que nos queda, es la literatura”. “¿Y Dios?”, se me escapó de mi pequeña boca. Él sonrió. Alborotó mi cabello, mirando uno de los estantes. Me apartó para sacar un grueso volumen que puso sobre la mesa. Me subí a la silla; y en la portada, la imagen de un viejo alto y delgado, montado a caballo con gallardía, iba acompañado de uno más joven, gordo con cara de pícaro, a horcajadas sobre un borrico: “tenemos a François Rabelais, a Pierre de Ronsard, pero nadie como Miguel de Cervantes; ni siquiera William Shakespeare. Fue un error de Dios, que ese hombre naciera en España. Su casa natal debió de haber estado en París”. Lo dijo tío, con tanta pasión, que quedé atado al libro por varias semanas; y mientras él continuaba con sus orgías en las noches, yo cabalgaba con un loco, que amaba a Dulcinea, una doncella, sin haberla visto jamás.

     Era un loco tan fascinante que, apenas me apartaba de la lectura. Leí sobre el salvamento de Andrés, la embestida a los molinos, el duelo con el vizcaíno, la paga de los galeotes…, y así, ventura tras desventura, pasaron los días con sus noches. Un suceso en particular, que llamó mi atención, fue el de los títeres de maese Pedro.

     Don Quijote, Sancho Panza y otras personas de la venta, sentados ante el retablo, escucharon una voz engolada que dijo: “Esta verdadera historia, que aquí a vuestras mercedes se representa, trata de la libertad que dio el señor Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de los moros, en la ciudad de Zaragoza”. ¿Y qué hizo don Quijote? A momentos, interrumpía la función para corregir ciertas incongruencias dichas por el actor. Es decir, el caballero buscaba que la historia se mantuviese fiel a los hechos; y de tanta veracidad, quedó atrapado en ella, lo que trajo como resultado que el realista sacase su espada y fuese a ayudar al señor Gaiferos, sin percatarse, para desgracia de maese Pedro, que estaba acuchillando a fantoches.

     Mientras disfrutaba de la escena del retablo, mi tío actuaba en el suyo con alaridos y blasfemias. Eran bacanales aburridas: Jacques, como un poseso, metía su biscocho en el recipiente de la mujer, después lo sacaba para que la dadivosa saborease la golosina mojada; por último, la deslizaba por las nalgas femeninas, mientras el mancebo de senos puntiagudos encarnaba su piltrafa en las del sacerdote. La cara de dolor de mi tío espantaba. ¿Por qué sufrir de esa manera? Así pensaba, mientras el loco del libro no dejaba títere con cabeza y maese Pedro lloraba recogiendo del suelo a las marionetas sin vida. Al llegar a la página donde el caballero muere, la tristeza me embargó. Dejé de comer por varios días; y al preguntar mi tío, qué me pasaba, le confesé que había muerto don Quijote. Jacques lloró conmigo a moco tendido.

     En sus ratos humanistas, mi guardián escribía una biografía sobre Petrarca. Atando cabos, llegó a la conclusión, que el poeta estaba emparentado con el linaje de la familia; y deseaba terminarla, prontamente, ante la avalancha de desgracias que estaba cayendo sobre los hombros de su hermano. Le mostraría algo significativo al rey, que le hiciera cambiar de parecer, y le devolviera a Jean-Baptiste su prestigio como militar y embajador. Mientras mi tío garabateaba, yo leía: “Fue el día en que del sol palidecieron/ los rayos, de su autor compadecido, / cuando, hallándome yo desprevenido, / vuestros ojos, señora, me prendieron”. No entendía cómo era eso que unos ojos pudieran agarrar a otra persona, y taché la palabra “ojos” y escribí “manos” al margen del libro. Tío se molestó: “la letra es sagrada, no se toca”, y me dio un coscorrón. Entonces, tuve que leer el Cancionero con las manos a mis espaldas, y descubrí que Petrarca amaba también a Dulcinea. Se lo confesé a mi tío y me reprendió, que era a Laura. Le insistí con firmeza: “cuando Sancho intenta engañar a su amo con una labradora, diciéndole que es Dulcinea, don Quijote no le cree porque está prendido de la imagen de su amada, como Petrarca, que le sigue cantando a una mujer, que ya no está”. Él me miró, sopesando mis palabras. Fue al escritorio, mojó la pluma en el tintero y manchó el papel: “tienes razón, es Dulcinea”. Y siguió escribiendo.

     Y junto a los libros de Petrarca, Cervantes, Boccaccio y Voltaire, había otros que también entusiasmaban a mi tío y que le gustaba leer con dos mujeres, madre e hija, que venían, algunas noches, a hacerle compañía. Los ambientes, en los que se desarrollaban la trama de estas narraciones, eran conventos y abadías; y los personajes, sacerdotes y monjas, que solían masturbarse en el confesionario o en el altar. En el relato, Venus en la alcoba —de un autor cuyo nombre no recuerdo—, el personaje de Angélica, una monja de veinte años sorprendió a Agnes, una novicia de dieciséis, agitando un consolador con una mano, mientras hojeaba con la otra el libro Sonetos lujuriosos de Prieto Aretino. Entretanto, lubricaba su bollo con movimientos circulares, susurrando, a manera de rezo, el poema: “Si abres las piernas, veré claramente, / tu culo hermoso y tu crica ardiente, / culo sin par, cercano al paraíso, / crica que destila leche sin aviso”. Jacques leía, al oído de la joven, respetando la cadencia del soneto; y la muchacha, como si fuera Agnes sorprendida, reproducía la escena del libro con lujo y detalles. Y si la excitación de Agnes era incentivada por la ficción de la musa de Aretino, se producía otra entre mi tío y las dos mujeres ante las ilustraciones eróticas de Venus en la alcoba, cosa que llamó mi curiosidad de cómo la literatura se convertía en realidad. ¿Acaso el retablo de títeres de maese Pedro no se había salido del estrado y había incitado a don Quijote a ayudar al señor don Gaiferos en el rescate de su esposa Melisendra? Ya sé —usted dirá— que el rescatador estaba loco, pero si hubiera visto a mi tío y acompañantes danzar lujuriosamente alrededor de Venus en su alcoba; dudaría, tal vez, de la locura de don Quijote pues la de Jacques era de un erotismo dentro del erotismo, que perdía el ancla con la realidad.

     Para evitar este truco de la literatura, de hacernos olvidar que es ficción, he descrito en algunas de mis novelas la relación sexual en su aspecto mecánico, para que el lector siempre tenga delante de sus ojos, algo repulsivo, y mantenga la distancia con lo narrado. Así evito que se erotice, provocando en él la repugnancia y el rechazo. El propósito de Cervantes al escribir el Quijote era ridiculizar los libros de caballerías, por esa insensatez de encadenar peripecias sin una conexión posible; el mío, el de burlarme de los libros pornográficos que buscan el placer por el placer sin una unidad en la trama. En mi primer manuscrito, las escenas eróticas, descritas por las alcahuetas relatoras, con la intención de excitar a los presentes, se hacen cada vez más crueles, y cuando estas no las narran con pelos y señas, son reprendidas y amenazadas con el castigo por no seguir las pautas acordadas de contar los más mínimos fluidos y secreciones. Es decir, que como en la novela Don Quijote, que trata de atenerse a las aventuras de los caballeros andantes, repitiendo su retórica y acciones, mis personajes desean cumplir un programa sexual que el duque, el banquero, el juez y el obispo habían concebido antes de comenzar la orgía en el castillo, programa sexual descabellado que buscaba experimentar todas las prácticas sexuales, conocidas, imaginables e inimaginables. Ese plan fue llevado a tal extremo, por las excelencias antes mencionadas, que lograron perversiones, que ningún lector sano podría digerir, diseñando una especie de taxonomía del vicio, solo comparable con la de las especies de Linneo. Estos personajes descarrilaron mi intención de escribir una novela y terminé con un escrito que simula más a un tratado científico. Lamento tanto que ese manuscrito se haya perdido porque, como en ningún otro, lo real y la ficción se confunden hasta el paroxismo. De la misma manera, las ejecuciones diarias rebasan lo previsible. He visto, a través de la ventana de mi celda, a cientos de hombres maniatados, caer y levantarse como títeres, sin el menor quejido, tras una pedrada lanzada por la plebe enardecida. Ese mutismo de los condenados me impresionaba tanto, que me veía obligado a abandonar mi atalaya, pero en mi mente quedaban esas marionetas cuyos hilos serían cortados, no por el brazo valeroso de don Quijote, hacedor de entuertos y desagravios, sino por un hombre que mataba por un puñado de monedas.

     Aunque la educación con mi tío fue bastante completa, Jean-Baptiste quería que su hijo, Donatien, tuviese una instrucción verdadera, digna de un aristócrata, y me envió a estudiar al prestigioso colegio jesuita Louis-le-Grand en París, en el que muchos imberbes iban a convertirse en honorables ciudadanos. El futuro de Francia estaba en nuestras manos. Recibí clases muy variadas: filosofía, literatura, teología y esgrima. En el salón de clases, el mundo era perfecto: Dios estaba arriba y nosotros, abajo; la metáfora barroca reinaba en la poesía; las unidades de tiempo, espacio y acción definían al teatro de Racine; la filosofía de Rene Descartes había dividido al ser humano en cuerpo y alma; y por su parte, Blaise Pascal aseguraba que el hombre “se descubre a sí mismo como esencialmente indigente y miserable; trata de huir de ese estado arrojándose en el aturdimiento de la diversión, pero la diversión se revela como una miseria, porque aparta al hombre del camino de la redención”.

     Esa seguridad del aula magna cambiaba en el dormitorio. Allí se leían libros, provenientes de otras moradas, allende los mares: los amores de Romeo y Julieta, que desatendía las tres unidades dramáticas; la física de Isaac Newton, que criticó al Recurso del método como una novela bien escrita, donde todo parecía verosímil, pero nada era verdad, mientras que en su ensayo Principia las tres leyes del movimiento, descubiertas por él, parecían inverosímiles, pero eran ciertas. Disertábamos en nuestras camas de los estudios más recientes y leíamos en voz alta las palabras de Voltaire, que entendía la diversión de manera diferente a Pascal: “El instinto de diversión resulta más bien un don de la bondad de Dios y el instrumento de nuestra felicidad, que no el resultado de nuestra miseria”. Y nuestro instinto nos llevaba a masturbarnos con la pintura La venus de Urbino, que el maestro no se atrevía a mencionar en las clases de Arte.

     Nuestra libertad terminaba con la llegada del sacerdote superior que, casi todas las noches, nos daba las bendiciones. Algunos esperaban con beneplácito la llegada del revendo. Era un experto. Con dos sacudidas, el semen corría. Se persignaba y daba gracias a Dios. Éramos doce adolescentes y a cada uno, con devoción, nos sacaba las secreciones, y si alguno de nosotros se hubiera masturbado antes de su llegada, recibía una reprimenda y la amenaza de terminar en el infierno. El esperma era divino y sólo él debía sacarlo. Yo me sentía tan incómodo con aquella artimaña, que una noche metí una ratonera debajo de mis sábanas. Cuando el complaciente metió su mano peluda en la fuente de la juventud, dio un salto hacia atrás: “¡Me cago en Dios!” —gritó adolorido. Se persignó varias veces, queriendo ahogar sus propias palabras. Me haló por una oreja, desgarró mi ropón de dormir y, a la vista de todos, comenzó a azotarme. Al principio el látigo me retorcía de dolor; luego, para mi sorpresa, cada vez que laceraba la espalda, una sensación de placer la recorría, bajando hasta mis nalgas y erizándome los cojones. Al décimo latigazo, eyaculé; y el maestro se enfureció al notar, que nada de lágrimas, sólo leche; y con más furia, me azotó hasta que perdió el equilibrio; y yo, el conocimiento por las venidas involuntarias.

     Desperté en la enfermería, boca abajo, con la espalda cubierta de ungüentos. Cuando me recobré de la paliza, un júbilo inundó mi pecho: el cura me había regalado un sacrosanto de regocijo: el gozo a través del dolor, algo que no estaba descrito ni en la ya reconocida y erudita Enciclopedia razonada de las Ciencias, las Artes y los Oficios de Dennis Diderot y Jean d’Alembert. Me sentí liberado, superior, casi divino. La debilidad de la carne no era un obstáculo para el orgasmo. Mis compañeros de dormitorio me recibieron con alborozo, y algunos me llamaron el Mesías. Entre carcajadas, uno hizo de padre superior y con un látigo imaginario, comenzó a azotar a otro. La víctima fingía que se venía. La escena era tan erótica, que participé en ella, y abracé por la espalda al castigado, protegiéndolo de los latigazos. Sentí la ranura de sus nalgas columpiándose en mis regazos. La verga se desenrolló y la escondí en la oscura gruta del comediante ante los ojos atónitos de los demás. Se hizo un silencio culposo. Me quedé lívido con la carabina aún en ristre. El insertado me apartó suavemente y el fusil salió envuelto en una nata amarilla. Hubo una mueca de repugnancia unánime. Alguien exclamó que estaba poseído por el diablo: la sodomía se castigaba en el séptimo círculo del infierno. El rabo se me ablandó. Por no creer en Dios, Lucifer tenía mi alma. Eso fue lo que me gritó el cura con la fusta en la mano. Esta vez, no la enarboló. Escribió una carta a mi tío en la que describía mis desafueros. Iba a expulsarme de la escuela. Al enterarse Jean-Baptiste, pensó en corregirme con mi ingreso en el ejército. Se lo agradecí: si hay algo que aborrezco, es el encierro.

     Detengo mi pluma. Hace rato que no se escucha la algarabía del populacho en la plaza. Hoy las ejecuciones han llegado a su fin. Mañana otras cabezas caerán y en varios días, la mía. ¿Ya habrá firmado Maximilien mi sentencia? Aunque el silencio me invita a escribir, la pestilencia que entra por mi ventana me lo impide. Muchas veces los guardias se olvidan de recoger los cuerpos mutilados y el aire hiede a rata podrida. Nunca imaginé que la sangre, nuestra sangre, pudiera alcanzar tal grado de fetidez. Intento reanudar la escritura, pero tengo náuseas y vomito en una esquina de la celda, lo poco que había comido el día anterior. Me acuesto mareado y sonrío: si supiera la gente mi flojera, nadie se atrevería a acusarme por los crímenes que he descrito en mis novelas: es muy diferente la sangre que corre con tinta en mis páginas a la que se derrama tras el corte perfecto de la guillotina.

     En el cuartel, cambió mi vida por completo. Mis catorce años no fueron impedimento para convertirme en uno de “les enfant de la patrie”, pues el colegio me había dado un excelente entrenamiento de esgrima. Así que estaba en forma para batirme con el más diestro. Mostré, tanto ímpetu en los combates simulados, que me nombraron subteniente en el Regimiento de la Caballería Ligera de la Guardia del Rey. Pero, aquí, también fui azotado por mis superiores. ¿Pasarse más de una semana sin visitar un burdel? Me enfermaba. Estaba hecho para la diversión. Cuando pasaban lista, no estaba; y a mi regreso de la juerga, iba a parar al calabozo. Fueron tantos los castigos, que decidí no escabullirme más, y comencé a entretenerme con los soldados, culeando y agrandando anos. En pocas semanas, la práctica militar fue incorporada en los ejercicios vespertinos del campamento porque había subido la moral de la tropa antes diezmada por el aburrimiento. Los capitanes se hacían de la vista gorda y sólo velaban que los entrenamientos terminasen antes de medianoche.

     Pasados dos años, dando y recibiendo alegrías, llegó mi bautizo de fuego con la declaración de Guerra a Gran Bretaña, el país con el que menos jaleo yo deseaba tener: era el modelo de vida, de libertad y de tolerancia que deseaba para Francia. ¿Cómo atacar lo que más creía? Me asignaron la toma de la fortaleza de Mahón, donde estaban parapetados muy bien los ingleses. Con el grado de teniente y al mando de cuatro compañías de filibusteros, ataqué el fuerte. Fue una carnicería. Cientos de los nuestros murieron en el intento: pechos atravesados por lanzas, cabezas cercenadas por espadas y cuerpos quemados por la pólvora de los cañones. Eran los valientes que, noches atrás, se divertían de lo lindo cambiando secreciones y fluidos con los amigos. Finalmente logramos tomar el fortín. En la Gaceta de París, la crónica describió nuestra hazaña y destacó mi valentía. ¿Fue mi nombre alguna otra vez ensalzado? ¡Qué recuerde, jamás! Al contrario.

     Después de terminada la guerra, me licenciaron del ejército a los 23 años. ¿Qué iba a hacer con tanta juventud? Con el río de sangre francesa derramada por los ingleses, el país del progreso me llenó de desilusión. Mi espíritu necesitaba sosiego. Lo busqué en los altares de las más bellas prostitutas, en los cuales quemaba mi incienso día y noche, sin esfumar los horrores de la guerra. Mis amigos me animaban con los mejores vinos y juegos eróticos. Nada me complacía. Vagaba como un sonámbulo, resignado a no dormir más en una cama.

     Perdiendo el tiempo por las calles de adoquines, encontré la paz en una plaza, sentada en un banco, debajo de una sombrilla, con ojos relucientes, que me prendieron al instante. Era Laure. Me quité el sombrero. Fui cortés, tal vez, el hombre más bueno del mundo. No la besé hasta que ella me insinuó su boca. Así le contaba (para disculpar las escapadas), al coronel de mi regimiento, duque de Cossé, quien me escuchaba amablemente, y luego, se mofaba de mi cursilería. No obstante, me iba a casar con ella, aunque la tropa se burlara. Era un hombre libre. Pero el mayor obstáculo no era lo que pensaran los demás, sino mi padre que se había fijado en la fortuna (ya que la nuestra había menguado en los últimos años) de la familia de Montreuil. Le dije que estaba enamorado de la señorita Laure, que pertenecía a una de las familias más ilustres de Provenza, y que deseaba casarme con ella, pero Jean-Baptiste estaba sordo. Entonces, le escribí esta nota: “Sois mi padre y la ternura que tengo derecho a esperar de vos es un título que debe inspiraros la bondad de comprender un poco mis sentimientos. No me casaría nunca sin seguir los dictados de mi corazón. Puede engañarme, pero su error será tan dulce que siempre lo preferiré a la felicidad más perfecta. Lo que más me tranquiliza es la bondad que habéis tenido de prometerme que nunca contrariaríais mis sentimientos”. Esperaba que mis suplicas declinaran sus mandatos.

     Pero el destino me tenía preparado una trastada. En marzo de 1763, mientras Jean-Baptiste daba los toques finales al contrato matrimonial con los Montreuil, galopé a Provenza con la ilusión de encontrarme con mi amada. ¿Cuál fue mi sorpresa? Ella nunca apareció, y ese desprecio encendió en mí, una cólera nunca experimentada. En mi mente la llamé: “¡Mentirosa! ¡Infeliz desgraciada! ¿Qué ha sido de vuestra promesa de amarme mientras vivierais? ¿Quién os convence de romper los lazos que iban a unirnos para siempre?”; para después mitigado por el amor decirle: “Perdonad los arrebatos de un desdichado que ya no se conoce, a quien, tras perder a su amada, sólo le queda la muerte” (que ahora espero en estos cuatros paredes en contra de mi voluntad). Atormentado por esos sentimientos encontrados, le escribí una carta de ocho pliegos en la que le injuriaba y amaba al mismo tiempo. ¿Quién podría devolverme lo que era mi único deleite? Perdiéndola, perdía mi vida, muriendo la más cruel de las muertes.

     Parecía que el mundo se confabulaba en mi contra: Jean-Baptiste no escuchó mis reclamos, y fijó la boda para el 17 de mayo. ¿Qué hubiera sido de estas nupcias si Laure no me hubiese rechazado? Me vi ante el altar, casándome con un metro cuarenta y siete centímetros, de rostro redondo, ojos grises y cabello castaño. Su hablar, era dulce y atento; y en sus gestos había algo varonil, que justiciaba sus molletes (semanas después me mostraría una de sus predilecciones, podar árboles frutales y cortar leña). La joven, Renée de Montreuil, con un pecho abundante y brazos abultados, sería mi mujer por los siglos de los siglos. ¡Eso era demasiado tiempo! Tragué en seco. Fue cuando comprendí de verdad las palabras de mi tío: “lo sublime, en el Cancionero de Petrarca, es el paso del amor carnal al espiritual”. Como él, yo estaba condenado a contemplar el recuerdo de Laure, sin la más mínima esperanza de tenerla entre mis brazos; y aún peor, estaba obligado a compartir el resto de mi existencia con una mujer de mucha dote y poca gracia, aunque debo ser sincero, con el tiempo cambié mucho, esa primera impresión.

     En los primeros días del matrimonio, quería recibir placer sólo por delante: la sodomía le era infame e indigna de una ferviente religiosa. Cuando la viré de espalda y sintió mi pronunciado orgullo, lloró: ¡Satanás!; y mientras más me injuriaba, más duro le daba hasta que la esperma brotó. Luego de mis estremecimientos, se apartó como si ella fue el aceite y yo el vinagre. Estuvo varios días rehuyéndome hasta que esperé un descuido. Mientras ella dormía boca abajo, sujeté con una cuerda sus tobillos suavemente. Los anudé a los extremos de la cama. Empecé a acariciarla. Ella se entregó al manoseo; y al percatarse de que estaba atada, intentó liberarse; y ese forcejeo despertó el diablo que llevo dentro; y arrancándole la ropa, le puse el casquete en el ano. ¿Cuál fue mi sorpresa? Renée empinaba el trasero para que la hiciera suya a mi antojo. Se la metí y saqué tantas veces que cuando fui a derramar la leche sobre sus nalgas, me rogó que se la dejase muy adentro. Después de los primeros encuentros tempestivos, la modosita restregaba su antiguo relicario sobre mi pantalón en cualquier lugar de la casa, invitándome a pecar.

     Toda esa entrega y frenesí nunca compensó la pérdida de mi libertad. ¿Por qué dejé que me la arrebataran?  Esa traición de Jean-Baptiste fue más cruel que este encierro, guillotinándome el pene como si fuera un pedazo de pino. Desde entonces, mi vida ha sido salir de un encierro para entrar en otro. Escapando de la prisión del matrimonio, me entregaba a invenciones eróticas con otras mujeres, algunas de las cuales me llevaron al calabozo. He de confesar que, en alguno de mis divertimentos, el placer nacía del dolor, pero nunca lo hice sin el consentimiento de la persona, jamás actué como los cuatro personajes de mi novela que engañaron y secuestraron a las doncellas y a los jóvenes para encerrarlos en el castillo de la perversión.

     Mi falta de libertad fue compensada, muchas veces, por mi suegra, la presidente de Montreuil, mujer de tez muy lozana, baja más que alta, con una figura agradable y una sonrisa seductora, que disimulaba con éxito sus cuarenta abriles. Como nadie, esa señora me sacó los colores de la cara al presentarme a su hija: “Renée, ves a este joven de porte atractivo, alegre ingenio, ojos azules, conversación vivaz, con vasta cultura literaria, y voz melodiosa, es Donatien, tu prometido”. Al otro día mientras el sacerdote unía mis manos con las de Renèe en el altar, la mirada encantadora de mi suegra me insufló esperanzas; y no me equivoqué. Fue la única persona que me defendería ante los insultos de mi padre; la que comprendería que mis aventuras con actrices, cantantes de ópera y bailarinas eran propias de mi linaje aristocrático; y la que descubriría mi verdadera pasión, el teatro. En su casa montábamos comedias de Pierre de Marivaux en las que ella interpretaba magistralmente su papel. Era una actriz nata.

     ¿Quién más me hubiese tenido en tan alta estima? Sólo ella, que ocultaba mis desenfrenos a los ojos de su hija. Lo fue todo: suegra, madre y salvadora. Nadie me había defendido de tal manera. Ante las barbaridades que hablaba Marie, sobre mis libertinajes, la presidente le ripostó: “¡Ah, madame, que impresión tan terrible estáis dándome de vuestro hijo! Si lo consideráis capaz de tales cosas, no me agrada en absoluto entregarle a mi hija. Pero yo lo tengo en mejor concepto que vos”. ¿Cuántas veces me sacó de la cárcel? Muchas. Era un trato que sólo se le daba a un hijo predilecto. Su amor parecía infinito; y en cuanto rollo de mujeres me metía, el ángel de la guarda me rescataba. Tanta dedicación engañó mis sentidos. Llegué a creer que era un amor, realmente, incondicional, pero no pude soportar el desliz de acostarme con la hermana de Renée. Jamás imaginé que esa inigualable defensora se convertiría, con los años, en mi peor enemigo. Utilizó toda su influencia para meterme en chirona, logrando que el rey firmase una orden de captura en mi contra. En cualquier lugar, podían arrestarme. Gracias a ella, los entreactos de mi vida en la cárcel han sido demasiado largos.

     En el último esfuerzo por distanciarme de la existencia de su hija, me encerró en las paredes de la Bastilla, donde no tenía visitas, ni libros, ni pluma, y menos papel, como tampoco la caminata diaria fuera de prisión. Me enloquecían más estás condiciones inhumanas que la sentencia de muerte. Viendo a los manifestantes en las calles, gritando que muriese el rey, comencé a golpear, con todas mis fuerzas, los barrotes de la prisión. A manera de protesta, los huelguistas lanzaron piedras, y los guardias le respondieron con disparos de mosquetes. Ningún bando se detuvo; y de ambos lados, caían los muertos, unos por las balas; y otros, por las piedras. Así, sin proponérmelo, había encendido la chispa de la Revolución. En pocas horas, las huestes envalentonadas tomaron la Bastilla; y los presos, del antiguo régimen, fuimos liberados. Esto me dejó en una posición muy favorable con la República que surgía; y sus cabecillas, entre ellos Maximilien, se complacían al escuchar mis acusaciones en contra de los abusos y atropellos del rey Luis XVI.

     Al principio de la Revolución, era todo alegría: la gente danzaba en las calles empuñando mosquetes, espadas, cuchillos y palos. La Revolución era invencible y ellos estaban allí para defenderla. Por primera vez, sentí que mi pluma serviría a una causa justa; y escribí discursos, artículos y ensayos a favor de la nueva República que pregonaba el lema “Liberté, Égalité et Fraternité” para todos los franceses. Entusiasmado alabé la Constitución que derogaba para siempre el poderío de los reyes. Se acababa la monarquía y los hombres serían iguales ante la ley, a tal punto, que la guillotina, que había sido un aparato inventado para los miembros de la aristocracia, los cuales tenían el privilegio de ser ejecutados sin agonía, ahora, podía ser usada contra cualquiera. El resto de la población gozaría del beneficio de no ser ahorcado, flagelado o descuartizado. En esta nueva condición social, la máquina de Joseph Ignace Guillotin perdió su ilustre apellido y un nombre nuevo la hizo más popular: “la guadaña igualitaria”. Sin embargo, enseguida se dieron señales de que unos hombres eran más iguales que otros: una cosa eran los ciudadanos y otra los enemigos del pueblo.

     Los títulos nobiliarios dejaron de tener valor y pasé de marqués a ciudadano. Se abrieron oficinas en cada distrito de París en las cuales se vigilaba de cerca a los enemigos de la Revolución. En sus inicios, esa definición era estrecha: en ella quedaban recogidas personas que habían cometido crímenes en el régimen anterior, pero después fue adquiriendo una connotación más amplia, elástica y sorpresiva. ¿Quiénes eran realmente los enemigos del pueblo? Después nadie lo supo; incluso, Danton, uno de los máximos dirigentes del Tribunal Revolucionario, cayó inusitadamente en la inasible clasificación.

     Como secretario del Distrito, tenía mi oficina en la Rue de la Paix, sarcástico nombre para aquellos que no aparecían en la lista. ¡Imagínense! Me encomendaron confeccionar una lista en la cual daba crédito de que los elegidos eran simpatizantes de la Revolución. Los que quedaban fuera, era encarcelados o guillotinados En la mesa de casa, cuando mi pluma escribía, era pura tinta; en el escritorio del Distrito, era sangre, nada de literatura, ya no estaba rasgando sobre la superficie de un papel sino sobre el destino de muchas personas. Mi pluma, como nunca, fue respetada y aclamada. ¡Cuánta gente, que antes me injuriaba, por las juergas eróticas, en este momento, me adulaba con regalos y cumplidos! Todos querían estar en la lista del secretario. Confieso que soy de temperamento arrebatado y puedo hacer daño de manera intempestiva, si de sexo se trata, pero mi corazón no guarda rencor: no puedo matar a nadie. Y algunos enemigos, entre ellos la presidenta, fueron perdonados. De esa manera, mi lista se hizo popular para bien y para mal.

     En los primeros días, cuando la clasificación de enemigos del pueblo era clara, la lista tenía varios pliegos; luego, los suspicaces revolucionarios fueron tachándome de mano floja; y ya, por último, algunos nombres desaparecieron del listado, sin mi consentimiento, por casos tan inesperados como tener un título nobiliario, o ser miembro de una familia, que hubiese emigrado, o mantener correspondencia con alguien, que se hubiese ido del país. En este rasero, también, caía yo, que cumplía exactamente los requisitos para ser un desafecto de la República, y el Tribunal Revolucionario lo sabía. Por eso me promovió al cargo de presidente del Distrito para que les diera un acto de fe, firmando las condenas de muerte. Con tantos crímenes que yo había cometido con mi pluma, y ahora, que tenía en la lista un montón de cabezas, no podía borrar su existencia de un plumazo. Renuncié al cargo de presidente; y esa fue mi sentencia de muerte, que aún no me han notificado, pero la espero con toda seguridad pues Danton encontró la suya al negarse a guillotinar a la reina María Antonieta.

     He tenido la misma pesadilla, tantas veces, que ya rechazo acostarme en la cama. En sueño, me llevan en una carreta amarrado. A ambos lados del camino, la gente escupe, maldice, injuria y lanza comida podrida, excrementos y piedras. Prefiero la mierda, duele menos, pero a ellos no les importa: arrojan más dolor que peste. El carromato se bambolea en el recorrido lento, tirado por un caballo envejecido. Al final, un brillo encandila la vista con el primer rayo de sol, que se refleja en la cuchilla como si fuera un espejo noble, capaz de devolver la candidez del amanecer; imagen que había disfrutado en otros tiempos en la terraza de mi casa. Era el único momento del día, después de una noche de orgía, en que me sentía renacer y no me iba a dormir la mona hasta que la luz del astro ribeteara las nubes con colores más allá del blanco, con matices de grisáceo, púrpura, morado, rosado, naranja y amarillo, una acuarela difícil de igualar. ¡Cuántas veces hubiese deseado atrapar en un lienzo, ese instante, en el que el sol define su presencia con un rayo intenso, insostenible con la mirada! En ese preciso momento, la carreta se detuvo frente a la guillotina. A empujones dos guardias me bajaron y me subieron a rastras por la escalera del tablado. Las piernas no respondían, se doblaban como si quisieran quedarse atrás, recibiendo toda la porquería de la muchedumbre. Ya en la tarima, vi al público como nunca, aplaudiendo, pidiéndome una reverencia antes de comenzar la escena. La situación exigía dignidad y aplomo, pero mi cuerpo anhelaba salirse del escenario, decorado con escasos recursos: una maquina ensangrentada, que olía a vaca podrida, un verdugo encapuchado, musculoso (como si fuera necesario tanta fuerza para tirar de la cuerda y recoger la cabeza que cae en el saco de cuero), y los dos guardias; todos ocultos bajo una capucha marrón; menos yo, el único que se dignaba a dar la cara. Cada actor sabía muy bien su papel: el mío era patalear mientras los guardias me obligaban a acostarme boca abajo sobre la báscula, atándome fuertemente con cuerdas que sacaban el poco aliento del pecho. Los aplausos arreciaron y un gesto elegante del verdugo, como un director de orquesta, que demanda de la prestancia de los ejecutantes, calmó el bullicio; y un silencio de piedra se sintió en toda la plaza. No lo pude controlar y me cagué de miedo. La mierda embarró mis pantalones harapientos, se derramó sobre el estrado, bajó por la escalera y se detuvo ante la audiencia que retrocedió unos pasos. Ese escrúpulo me hizo sonreír, como el soñador que sabe que está soñando; sonrisa que se disipó, inmediatamente, cuando una voz gritó: “¡Que muera el traidor!”. Traté de defenderme, pero fue en vano: mis palabras se ahogaron en el aplauso unánime de la gente. Me empujaron hacia el cepo y me aprisionaron la garganta. Arriba la cuchilla resplandecía. El verdugo haló la cuerda y vi el recorrido de la guadaña, centímetro a centímetro, deslizándose por ambos montantes antes de golpear mi cuello. La cuchilla rebotó hacia arriba regresando al travesaño que la sostenía. Un sentimiento de malestar se escuchó en el público: “Donatien, se le condena por mantener correspondencia con los enemigos de la Revolución”. El verdugo tiró de la cuerda y la cuchilla afilada de nuevo golpeó mi nuca y retornó a su posición inicial. “¡Es una farsa! —gritaron muchos—. ¡Queremos un drama de verdad!”. El verdugo, con su batuta, apaciguó a la concurrencia y dio paso a unos forajidos que cargaron hacia el estrado una cuchilla triangular de acero, que debía pesar bastante, porque eran cuatro los que la amarraron a la parte superior de la máquina. Al terminar los tramoyistas, sacudieron sus manos y uno de ellos dijo: “ahora sí, la audiencia será complacida”. Sin trucos, verían rodar mi cabeza de un solo tajo. La cuchilla cayó tan rápidamente que esta vez no pude respirar. Mi cabeza saltó dentro del saco y una ovación de alegría retumbó en toda la plaza. Me halaron por el cabello; y aún alcancé a presenciar, a la gente bailando y cantando. Es, entonces, cuando el soñador, a pesar de saber que es un sueño, quiere salirse de él, mas no puede. Por sobre la muchedumbre, logré escuchar un quejido. Era mi propia voz que trataba de sacarme de las tinieblas. Abro los ojos y las rejas de la cárcel me aseguran que he escapado de la pesadilla. Voy a levantarme, pero es inútil: mi cuerpo sigue atado a la báscula. Me revuelco para liberarme; y la gente, que gritaba que muera, comenzó a golpear el suelo, con tal fuerza, que el retablo se estremeció y la cuchilla ansiosa se desató por si sola volviendo mi cabeza a caer en el saco. Esta vez no dejé que me tiraran del cabello para mostrar la retorcida boca de espanto a la plebe eufórica. Di un grito tal, que los guardias de prisión abrieron la puerta y me sacudieron con fuerzas. Salté del lecho, o más bien de la ficción, como si la realidad que me esperaba, fuera más halagüeña.

     Desde entonces, temo acostarme en la cama. Las veces, que lo he hecho, la vigilia me secuestra, impidiéndome conciliar el sueño. Algo dentro de mí se agita, cuando mis parpados involuntariamente se cierran. El susto de volver a la báscula me saca de la cama; y doy vueltas por la celda, buscando que la fatiga de los músculos me haga dormir. Sin resultados. El sueño ya no me pertenece. Es del insomnio, al cual trato de apaciguar con estas confesiones. Y vienen a mi mente las palabras reconfortantes de tío Jacques: “ante la enfermedad, el dolor y la muerte, el único aliciente que nos queda, es la literatura”, porque Dios no existe, sólo existen los mercaderes de religiones, que han vendido, durante siglos, boletos de salvación a las almas adoloridas. La literatura me salva, es una religión que no juega con mis sentimientos, es una voz, que habla y escucha al mismo tiempo, y me sirve de remanso como el arroyo que susurra en medio del bosque.

     Varias noches sin dormir, me llevaron a reclinarme involuntariamente en la cama y otra vez me volvieron a amarrar al artefacto mortal. Los guardias actuaban divinamente y el público, se aferraba al papel de pueblo indignado y pisoteado. Sólo un personaje seguía incógnito, el verdugo. A un descuido de los soldados, logré quitarle la careta. Era Jean-Baptiste, el conde de Sade. El verdugo empujó el aparato hacia el cepo atrapando mi gaznate. Agarró un pliego alargado y leyó: “Marqués de Sade, se le condena por libertino”. Y de la muchedumbre avanzó un hombre grueso con voz de barítono: “Vosotros los peores de Sodoma, / os emplazo en esta cita / a traer vuestros bonitos traseros”; el resto de la gente coreó el estribillo: “¡Tengo una flauta de caña!”. Entonces, el solista entonó: “¿Se retira uno a vuestra edad del hermoso burdel? / ¡Levantad ese culo!”; Repitió el coro emocionado: “¡Tengo una flauta de caña!”. El barítono se acercó y levantándome la barbilla, sacó de su pecho un timbre inigualable: “Parecéis bastante pálido, / con vuestro aire señorial, pero dime Conde de Sade/ cómo libero mi lujuria”; y recitó el coro: “¡Tengo una flauta de caña!”.

     Cuando iba a protestar, que esa canción tan popular en las calles de París no era dedicada al marqués de Sade sino a Jean-Batiste, este haló la palanca. Estaba vez no permití que mi cabeza cayera en el saco: inmediatamente me levanté de la cama.

     En realidad, Jean-Baptiste ignoraba que me había guillotinado mucho antes de su muerte en 1767 cuando le escribió a tío Jacques estas palabras: “Por lo que a mí respecta, lo mejor de la boda con la señorita Montreuil, es que me libraré de Donatien, que no posee una sola virtud y sí en cambio, todos los defectos. Para liberarme de él, hice cosas que nunca habría hecho si lo hubiera querido de verdad. Nada me habría parecido excesivo a cambio de no volver a oír de él”. ¿Y si Marie hubiese estado conmigo deteniendo las maquinaciones matrimoniales de su esposo? Realmente, ¿a quién deberían sentenciar a muerte? Pero es inútil enjuiciar a nuestros padres: el daño que hayan hecho es irreparable; para qué pensar en ello. Es mejor vivir en paz y no en el rencor como el que la Revolución ha sembrado en cada uno de los ciudadanos que, por no ver su cabeza rodar, denuncian a su propia madre. ¿Sería yo capaz de hacer lo mismo? Bueno, ya ella ha fallecido. Sería muy miserable si la volviera a matar.

Hasta aquí mis confesiones, mañana no sé si continuaré escribiéndolas; a menos, que ocurran dos cosas: un milagro, en el cual no creo; o el azar que es, a veces…, prodigioso.

 

Nota: El marqués de Sade no fue guillotinado. Algunos de sus biógrafos piensan que se salvó gracias a la burocracia de la Revolución, que traspapeló sus datos; otros subrayan que fue una amante quien pagó a los guardias para que, al llamar a los condenados, no mencionasen su nombre.

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JORGE LUIS LLÓPIZ CUDEL

Nació en La Habana, Cuba (1960). Es escritor y profesor de literatura. Cursó estudios universitarios en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana (1980-1985). Reside en los Estados Unidos desde 1995, donde es profesor de español y literatura en el sistema de escuelas públicas del estado de Texas. Ha publicado el libro de ensayo: La región olvidada de José Lezama Lima (Editorial Abril. ArgentinaCuba, 1994); la antología: Los cuentos de la revista Mariel (Editorial Nosotros. EE.UU., 2016); las novelas: De La Habana a Hialeah (Editorial Nosotros. EE.UU., 2014); Nieblas (Editorial Nosotros. EE.UU., 2016), Los papiros del faraón (Editorial Nosotros. EE.UU., 2018) y Cuentalicia (Editorial Nosotros. EE.UU., 2020); y los volúmenes de cuentos: Juego de intenciones (Editorial Betania. España, 2000); Los papeles de Ventura (Editorial Nosotros. EE.UU., 2010); El domador de ilusiones (Editorial Nosotros. EE.UU., 2013); Mudanzas (Editorial Nosotros. EE.UU., 2014); El entremés de mi vida (Editorial Nosotros. EE.UU., 2019; y Coronacuentos (Editorial Nosotros. EE.UU., 2020).

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