BAQUIANA – Año XXI / Nº 115 – 116 / Julio – Diciembre 2020 (Cuento III)

 EL CASO DEL POETA

 

 por

 

Tomás J. Reyes


«En el gran día, fatigado de romper los ídolos,

                                                                                                                resucitará libre de todos sus dioses,

                                                                                                                y, como es del cielo, escrutará los cielos».

Rimbaud

 

Recorrí el barrio esquina por esquina, quise involucrarme con tu historia, meterme en tu mente y salir contigo ese domingo último. Día transparente. Día neto de primavera.

     No he logrado entender por qué escogiste aquel barrio tan viejo para vivir. Alquilaste una casona en la que podían cobijarse veinte, una casona con telarañas, cortinas oscuras, polvo en el aire y en los muebles añosos. Te gustaba trabajar en el huertito del patio trasero, donde mantenías unas cuantas gallinas con las cuales conversar en caso de soledad extrema. Y lo más probable es que no solo fuera el gusto del trabajo ancestral, sino tu manera de ganarle la mano al mercado que todo lo corrompe y lo diluye en una masa sin forma.

     Cuando te vi en aquel encuentro poético, en San Cristóbal, no parecías el que resultaste ser. Yo apenas había cumplido los veinte, tenía el bosquejo de mi primer libro en una carpeta, un ego y unas ganas que apenas me cabían en el cuerpo. Pero tu presencia me sorprendió como a la mayoría de los jóvenes vates. Llevabas un traje oscuro y un aire académico de viejo poeta exitoso y ligado a alguna universidad u otra institución. Quizá, con aquel traje encima, pretendías disfrazar la pobreza en que siempre viviste, la misma a la que solías llamar «mi pobreza militante».

     Me atrapó la sencillez de tus versos populares, canciones que ensalzaban a la provincia, una mezcla de los paisajes más agrestes con las arraigadas costumbres de sus habitantes. La misa del domingo al mediodía era una de las vivencias que solías describir, y cumplir a cabalidad. Seguro que por respeto a dicha ceremonia, aquel domingo ibas con un traje parecido al que usaste en el encuentro poético: camisa blanca, corbata y sombrero para protegerte del solazo.

     Saludaste a doña Malva, la vecina más vieja de la cuadra, la que permanecía horas mirando por la ventana sin que se le escapara detalle del barrio. Levantaste la mano a don Alfonso, el almacenero, y a doña Marina, la mujer que trabaja y vive con él. Porque dicen las malas lenguas que no es su verdadera esposa. Llegó a la casa para ayudar cuando doña Amaranta, la conyugue por las dos leyes, cayó enferma para no levantarse. Te gustaba anotar esas historias y detalles picantes de la vida cotidiana, ahí estaba la sustancia de tu arte.

     Pero más allá de aquella cercanía con el chisme, tenías un carácter cercano, dulce, no por nada eras reconocido y querido por todos. Aunque ese domingo ibas distraído, con cierta amargura adherida a las cejas y a la comisura de los labios. Varios de los que te vieron atestiguaron que no llevabas la sonrisa de siempre y les pareció raro.

     Pasaste por fuera de la casona de los López con menos cuidado que otras veces, como si ya no temieras despertar a alguien, como si el cáncer que hizo sufrir y mató a don Felipe ya no fuera un bicho que saltaba al cuello de los incautos y no te causara el miedo de siempre. Sí, tenías el perfil para ese tipo de creencias. Lo mágico te fundía ocasionalmente el coco. He ahí la razón por la que te la jugaste escribiendo solamente sobre lo real-tangible. «Hay que mantener la locura a raya», dices en uno de tus diarios.

     A propósito de locura, te quitaste el sombrero frente al árbol de varias sombras, un olmo inmenso y viejo al que le escribiste el poema Brazos al viento, posiblemente el mejor que hayas escrito nunca y el único que obtuvo el premio en los juegos florales de San Cristóbal, que es como ganar un campeonato para saltar a las ligas mayores. Sin embargo, tú no saltaste ni escalaste, ni siquiera postulaste a un cupo en el podio de los triunfadores. Tendrías que haber viajado a la capital y no solo viajado, tendrías que haberte instalado para luchar por un espacio, pero no encontraste la entereza dentro de ti; es más, ni siquiera la buscaste. Preferiste la dulzura, el sol tranquilo y pausado de una ciudad de tercera categoría.

     No te culpo, poeta, no te culpo. Puede que yo hubiese hecho lo mismo y más. Optar por el campo o la montaña, como Zaratustra, pero tú tampoco eras un personaje de Nietzsche capaz de anunciar la muerte de Dios así como así. Eras un poeta que peregrinaba cada domingo a la misa del medio día, en la catedral, como al encuentro de algo novedoso, sin reconocer que las respuestas del dios cristiano cargan con más de dos mil años de historia.

     Los testigos dicen que te quedaste con el sombrero en la mano y la mirada clavada en el cielo, pero no buscabas a Cristo ni a los santos, no, las motosierras municipales cortaron uno de los brazos del olmo y la pérdida te dolió como si hubiera sido una de tus propias extremidades. El informe policial asegura que te paraste allí durante más de cinco minutos, que perdiste la calma y lanzaste unas cuantas piedras contra las ramas, luego hiciste la señal de la cruz varias veces a modo de arrepentimiento.

     Después vino la alameda y el improvisado encuentro con Joaquín Verdugo, un viejo más viejo que tú y que, a pesar de ello, seguía siendo aprendiz de pintor. Se había instalado con sus atriles debajo de los plátanos orientales, e intentaba atrapar troncos, hojas, trozos de cielo entre las ramas y el ángulo recto de algún edificio. No te gustaba encontrártelo, claro que no. Lo leí entre líneas en tu diario. Te recordaba tu propia falta de talento, tus intentos fallidos de plasmar la naturaleza, tu insuficiencia como artista.

     Seguiste adelante aprovechando que no dio señales de haberte visto. Eso quisiste creer, pues el testimonio de Verdugo aparece en los archivos de la policía asegurando que fue uno de los que vio al poeta esa mañana. Dijo que te notó raro, que siempre le saludabas, pero que pasaste a escondidas, escurridizo, como si huyeras de algo o alguien.

     Llegaste a la plaza pensativo, tampoco saludaste a los dueños de quioscos ni a los maniseros. Debiste llevar algo atravesado en la garganta o en el tragadero de la conciencia. ¿La visión del fracasado Verdugo y sus patéticos cuadros? ¿Acaso un mal presentimiento, un sol reseco y duro contra los caserones y los vestidos escotados de las muchachas? Oteabas el edificio vacío del correo, siempre el mismo, aunque esta vez lo notaste opaco y sin vida, como si hubiera languidecido en la última semana.

     Seguro que estabas pensando en algún detalle del paisaje cuando viste a la pareja de ancianos. Tenían la misma edad que tú, o puede que fueran algo mayores, pero te parecieron demasiado viejos, lo dejas más que establecido en tu cuaderno de notas. «Un par de viejos juegan como niños con una criatura de tres o cuatro años» ¿Será posible que sintieras algún género de envidia, poeta? Porque, incluso, los juzgas «torpes, insulsos, intrascendentes». Usas esta última palabra como si la vida estuviera hecha exclusivamente para trascender. ¿Aquel sucio sentimiento te impidió ver lo que sabías desde hacía mucho tiempo, poeta? ¿Acaso no dices en tus notas que hay instantes que deben vivirse en toda su fugacidad pues «su belleza, su único ser, es lo efímero»?

     Fue eso lo que te atrajo de ellos, estoy casi seguro: esa capacidad para apropiarse de lo frágil y pasajero. Les miraste con cuidado único, como si intentaras adentrarte en sus pensamientos, en sus sueños, en lo felices que parecían. No atisbabas a comprender dicha felicidad, aunque yo creo que no querías comprenderla. «He sido feliz a mi manera», te dices. Lo tienes escrito en todas partes, pero sabes muy bien que eso de «a mi manera» suena a excusa. No quieres o, más bien, no puedes reconocer que te hubiera gustado tener una familia, hijos, jugar con nietos y salir un domingo como aquel, luminoso e insulso, y estar en el lugar de esos dos viejos. Quizá los domingos no son insulsos cuando perteneces a una familia, a tu propia familia.

     Lo pensaste y no quisiste aceptarlo, estoy seguro. Aceptarlo habría sido lanzar tu vida al tacho de la basura, admitir que cada instante dedicado a la lectura y a la construcción de versos fue un desperdicio. Pero lo pasaste bien, claro, noches interminables devorando a Fray Luis, a Góngora, al mismísimo San Juan y al único contemporáneo que leías con fervor: Jorge Teillier. ¿Acaso los poemas de Teillier te llevaron al jardín de la infancia, el mismo que nombras una y otra vez en tus escritos autobiográficos?

     ¿Pensabas en ese jardín y te acordaste del verano anterior o fue la felicidad de los ancianos la que te hizo rememorar la compra clandestina del revólver? ¿Por qué gastaste el dinero de la supervivencia en algo tan inservible como un arma? ¿Para qué, si no eres violento y no serías capaz de disparar ni siquiera en defensa propia? «Las casualidades no existen», afirmas en tu diario. «Los hechos y las cosas tienen su razón de ser en el mundo», pero no encontrabas la razón de aquel bicho oculto en el ropero. Es posible que pensaras tomarlo un día y darle un par de tiros a doña Malva, que hace algunos años denunció a una vecina que te visitaba de noche y hacía más llevadera tu soledad. Puede que dispararas al perro de don Floro, que había adquirido la mala costumbre de hacer sus necesidades en tu puerta.

     Sin embargo, a veces creo que no pensabas en ninguna de las cosas que planteo y solo te fijabas en lo que dicen tus notas naturalistas, que si el color de las hojas en tal época, que si el cielo transparente y las sombras formando figuras sobre los tejados, que si los transeúntes y sus modos de vestir, caminar, hablar… No sé.

     Pero dejemos las elucubraciones para otra ocasión y volvamos a lo que importa. No entraste al templo y decidiste volver a casa con paso rápido, como si algo extremadamente urgente te hubiera convocado. ¿No querías arrepentirte de la decisión tomada, verdad? Es probable que supieras todo desde el principio y que el viaje a la plaza no fuera más que una despedida del mundo que elegiste para vivir, un guiño burlón a los ojos de doña Malva y al pintor Verdugo. Pero sabías que no te ibas a burlar del padre, por eso no entraste a la catedral ni te arrodillaste frente al altar como cada domingo. No fuiste capaz de reírte en la cara de aquel dios que está detrás de tus descripciones infinitas, jamás te lo hubieras perdonado.

     Los vecinos te vieron regresar mucho más temprano y supieron de inmediato que algo ocurría, que un hecho grave había trastocado tu rutina de tantos años. Además, no hiciste señas, saludos ni sonrisas, comportamiento al que todos estaban acostumbrados. Entraste en tu casa como poseído, no encendiste luces, cosa imprescindible en una casona oscura como aquella; ni siquiera cerraste la puerta. Te quedaste unos minutos haciendo algo que nadie sabe bien lo que fue y, luego, sonó el disparo.

     No dejaste palabras de despedida, solo ese manojo de fotos en blanco y negro sobre la mesa. Aparecías mucho más joven, pasabas los veinticinco con suerte, e ibas de la mano con una muchacha desconocida y bella. La policía no se molestó en investigar quién era la misteriosa dama, el caso estaba resuelto para ellos. Decidí investigar por mi cuenta y demoré unos cuantos meses en averiguar su nombre: Gabriela Núñez. Murió al poco tiempo de jubilarse y, después de haber trabajado por muchos años como maestra de Castellano, solterona. Descubrí que fue tu novia, tu prometida, y que la dejaste sin explicaciones una vez te decidiste por la poesía.

     Pero lo que más me inquieta de tu historia no es el fracaso amoroso y poético, si se quiere, sino el parecido con lo que yo viví hace poco. Dejé a mi Beatriz en la puerta de la iglesia, renuncié para siempre a ser un hombre como Dios manda y supongo que, dentro de unos cuantos lustros, me enfrentaré a la soledad implacable y, acaso, a un destino parecido al tuyo.

 

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

TOMÁS J. REYES

Nació en Talca, Chile (1966). Hizo estudios superiores en la Universidad de Talca. Ha publicado poesía, cuento y ensayo en revistas chilenas e internacionales. Vive en un antiguo convento, no participa en concursos literarios, no adhiere a grupos ni escuelas. Cree en la literatura como en un “rito solitario”, un modo de acercarse al conocimiento de sí mismo y del mundo. A pesar de ello, ha sido finalista y ganador en varios certámenes importantes, sobre todo de cuento. Aparece en las antologías Travesía por el río de las nieblas (2000); Faluchos, treinta poetas maulinos (2003); El lugar de la memoria (2007); Poetas del siglo XXI (2012) y Antología absoluta de la poesía chilena (2013). En 2016 publica en España: Sombras de papel, su primera novela; en 2017, Barrio hondo, poemas; y en 2018, Hombres de niebla, cuentos breves.

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________