BAQUIANA – Año XXI / Nº 115 – 116 / Julio – Diciembre 2020 (Cuento I)

 EL CEMENTERIO DE LOS ELEFANTES

 

 por

 

Maica Bermejo Miranda


Calma. Calma en el cerebro paralizado en un fotograma grisáceo que suspende en el aire todo movimiento. El estupor hace que permanezca en apariencia indiferente. En su interior bulle un caldero de sentimientos larvados. La impasibilidad comienza a desmoronar su capa de ceniza y un temblor súbito trepa por toda su epidermis. Tiembla igual que un chiquillo asustado. De pies a cabeza. Tiembla. Es imposible evitar el estremecimiento que sacude su cuerpo.

     Lleva muy poco en aquel lugar extraño donde todo hiede a muerte y desolación. Haciendo un esfuerzo extraordinario trata de hacer trabajar a su mente que se niega a mostrar la película de los últimos acontecimientos. Inmerso en sí mismo busca un hilillo conductor que le lleve a obtener respuestas. Apenas levanta los ojos de sus manos que reposan entrelazadas. Es un gesto que ejecuta desde pequeño. Manos cogidas entre sí, como si agarraran una mano ajena. Puede ser la de su padre cuando andaban por la carretera mirando las estrellas. La de su madre que le apretaba con fuerza camino de la escuela. La del hermano con el que compartió aventuras y pillerías. O la delicada mano que reposaba en la suya despertando su instinto de protección. Podría ser la de cualquiera de ellos.

     Lucas aferra su propia mano en un intento estéril de encontrar sosiego ante la turbonada de sentimientos que anegan su corazón.

     Los acontecimientos se han desarrollado independientes, una extraña sucesión de absurdas circunstancias que han dado al traste con su agradable rutina.

     No sabe muy bien cuál fue el detonante. Un posible aneurisma sin confirmar. Una bajada de azúcar. Una subida de la presión arterial. Un intempestivo mareo sin causa. El resultado es, que en la mañana del día gozoso en el que estaba preparándose un delicioso desayuno, fue a dar con los huesos en el suelo. Largo como era, se escurrió sobre la banqueta blanca y desde allí cayó sobre las baldosas amarillas como un arlequín desarticulado.

     O al menos eso era lo que le habían contado cuando despertó dando tumbos sobre la camilla acompañado por el ulular de la sirena. Debía de ir bien atado, porque de no ser así, habría salido despedido por los aires con el impulso del zigzagueo que ejecutaba el vehículo.

     Al principio, el tiempo se ralentizó en aquella tierra de nadie, desconocida y borrascosa. A través de la niebla que ocupaba su cerebro, entraban relámpagos, destellos de luz, voces, sensaciones de frío o calor, a veces, incluso, le parecía que movían sin ningún esmero su cuerpo colocándolo en posiciones inauditas.

     Poco a poco el entorno comenzó a ser visible. Descubrió ojos y manos, batas verdes, émbolos, catéteres, mascarillas, agujas, sondas. Superponiéndose una sobre otra en un endiablado rompecabezas que no lograba descifrar.

     La punzada en el vientre le hizo tomar conciencia de sus necesidades. Tenía unas ganas locas de orinar. No podía aguantar ni un segundo. El cerebro respondiendo a la urgente llamada dio la orden a las piernas para que se incorporaran y caminaran hacia la puerta cercana. De nada sirvió. Las piernas permanecieron laxas en una posición extraña. Fueron entonces las manos las que quisieron retirar la ropa y así facilitar el movimiento a las piernas. No sirvió de mucho, el brazo izquierdo hizo un amago que acabó en un fracaso total. Lucas que no era tonto en absoluto comenzó a darse cuenta de que no eran las mantas ni otras zarandajas las que le impedían levantarse. Su cuerpo se negaba tenaz a obedecerle.

            —¡Ponte en pie maldito vago! ¿O es que pretendes orinarte encima? —dijo en voz alta.

     El sonido que emitió su garganta, semejante al mugido de un animal, le disoció aún más de la imagen que tenía de sí mismo. Trató de encontrar una superficie que le reflejara. Al menos la cabeza le giraba sin problema pivotando sobre la base del cuello a un lado y otro. El nuevo y más prolongado pinchazo en la vejiga le apartó de su búsqueda y se centró en encontrar el modo de poder miccionar a placer. Por el peso que presionaba la vejiga debía de llevar horas sin ir al baño.

     La joven que atravesó la puerta emergiendo del halo de luz que proyectaba la ventana se dirigió directa hacia él.

            —¡Marleza estate quieto, que si no te va a dar un mareo! ¿Qué es lo que quieres?

            Lucas se la quedó mirando de hito en hito. ¿Quién era aquella jovenzuela que le hablaba con tal descaro? ¿De qué le conocía para dirigirse a él de aquella manera?

            Su asombro no tuvo límites cuando sin asomo de vergüenza alguna retiró la totalidad de la ropa que cubría su cuerpo y empezó a manipular en el enorme pañal que llevaba puesto.

            —¿Ya te has meao? Pues te acabo de cambiar. A ver si me vas a tener todo el día con la misma tarea. Y eso que no bebes que si no…

     Con manos ágiles procedió a cambiar el pañal moviéndole de un lado a otro sin contemplaciones. En un santiamén quedó libre de humedades, recompuesta su figura sobre la cama en espera de que alguien se dignara decirle qué es lo que le había pasado.

     En esas estaba cuando una especie de calorcillo agradable, mezcla de cosquilleo y desazón comenzó a recorrerle el espinazo. Una euforia contenida hizo presa en él al comprobar que los dedos de las manos respondían a sus movimientos, bajo las sábanas pulsó las teclas ficticias del piano. El hormigueo fue bajando por las piernas hasta sentir cómo los dedos de sus pies se estiraban en un fingido paso a puntillas vertical. Sacudió levemente su cuerpo y comprobó con un entusiasmo febril que éste le respondía, todos y cada uno de sus nervios, tendones, músculos y huesos, hacían caso de la llamada del cerebro que les urgía a buscar la salida del atolladero en el que estaba metido.

     Lo primero que debía hacer era saber dónde se encontraba. Algo en la atmósfera le induce a ser cauto, cierto tufo a… ¿presidio?… a… ¿panteón?… Es algo sutil lo que percibe, algo que le hace pensar en muerte y descomposición.

     Por la luz que penetraba tamizada a través de las persianas dedujo que debía estar atardeciendo. El ruido de unos pasos acercándose le puso en estado de alerta, cerró los ojos y permaneció en postura estática. De esa manera podría enterarse de lo que sucedía a su alrededor sin que los demás lo supieran. Dos personas venían enfrascadas en una, al parecer, interesante conversación.

            —No podemos dejar que se vaya otro —decía una de ellas. —Si seguimos permitiéndolo está claro que nuestros trabajos peligran.

            —¡Por supuesto! —Exclamó la otra. —No hemos invertido nuestros ahorros para que ahora se vaya todo al traste por una pandilla de viejos inconformes.

            —¿Qué es lo que pretenden? —Dijo la mujer de voz aguda casi en un silbido.        —¿Qué les tengamos como en un nido? ¿Pendientes de sus más mínimos caprichos? ¡Bastante es lo que hacemos! Sus propios familiares no quieren atenderlos y pretenden que seamos nosotros los que desperdiciemos nuestra vida con esta caterva de viejos.

            —Si no fuera por los buenos ingresos que nos proporcionan… ¡a buena hora iba a estar yo aquí limpiando sus miserias! —Contestó la mujer con tono más que despectivo.

     Lucas entreabrió los ojos con sumo cuidado de no ser visto, las dos figuras que habían sostenido la conversación se dirigían hacia la puerta con una carpeta en la mano apuntando datos.

     El panorama se iba aclarando, al parecer había ido a caer en uno de esos establecimientos nacidos como setas al rebujo de ayudas y subvenciones, en los cuales dejaban arrinconados a los mayores con el único propósito de quitárselos de en medio. En esta sociedad en que las prisas, el materialismo y la deshumanización acampan a sus anchas, no hay sitio para los que se supone han dejado de ser útiles, para los que llevan otro compás.

     Echó un vistazo a su alrededor sopesando la idea que tantas veces había elaborado en su cabeza. Quizás era el momento de ponerla en práctica. Estaba seguro de ello. Sin duda encontraría alguien más interesado, y mucho, en ayudarle a llevarla a cabo.

II

     Es noche cerrada y León, que se ha dedicado los últimos meses junto a Lucas y otros cuantos insurrectos a sumar apoyos dentro y fuera del establecimiento, extiende la noticia. Están preparados. Hoy entran en acción. Han constatado la desconsideración, la apatía y el despotismo con la que tratan a los forzosos huéspedes, que a veces raya en la crueldad, cuando no en el falso paternalismo que menoscaba día a día la integridad física y mental. La pérdida de identidad es la más devastadora de todas las pérdidas. De nada valen sus quejas, ni las protestas que tratan de hacer llegar al despacho del Director, más interesado en los balances de cuentas y en salir rápido del ambiente sórdido que él mismo ayuda a crear.

     León ha encontrado su mayor apoyo en Laura, la trabajadora social, cansada de ser la única defensora de causas perdidas, junto a alguna compañera que también procura suavizar con una sonrisa o una palabra amable el desfile de horas muertas de los ancianos.

     El régimen del lugar es draconiano. Comienzan a levantarlos a las siete treinta de la mañana con la excusa de que hacen las cosas despacio, tienen que desayunar temprano para llegar en hora al almuerzo, subir a la siesta y bajar a la merienda a tiempo para no llegar tarde a la cena.       Todo un ritual basado en la ingesta de alimentos repetidos, desabridos, insulsos, que reiteran con una disciplina férrea, día tras día, mes tras mes, año tras año. Mientras el cuerpo aguante. La cabeza, si la pierden, mejor que mejor. Así son más manejables.

     Sara, está recién ingresada hasta que se recupere de la operación de cadera. Como él sufrió un percance que la ha llevado a depender de los demás. Desde el principio su energía ha llamado la atención de León. Sus profundos ojos negros lanzan chispas cuando se enoja por un mal trato a ella o a cualquiera de sus compañeros y su voz segura y profunda se escucha alta y clara cuando reclama sus derechos.

     Toda su vida ha sido independiente, estudió en la universidad cuando pocas mujeres lo hacían, consiguió un buen trabajo en un mundo de hombres y viajó estableciéndose en Inglaterra. Algo tan común en nuestros días había supuesto todo un logro para ella después de arduas batallas. Y lo había conseguido, había sido dueña de su destino hasta que la fractura cortó su vuelo.

            —De momento —decía con su voz bien timbrada— es provisional, en cuanto me recupere, vuelvo a mis tertulias, a mis amigos y a los pequeños placeres que aún me puedo permitir.

     Esto último lo decía con cara de niña traviesa rematada por una risa espontánea.

     Que establecieran contacto fue lo más sencillo, lo más complicado era que habían topado con una celadora puritana que quería separar a los hombres de las  mujeres.

            —Porque nunca se sabe qué pueden pergeñar estos viejos verdes —espetaba con una mueca de mujer frígida al bedel de duros ademanes que pasaba el rato mortificando a los vejetes.

            —¡Si es que les va la marcha! ¡Así se espabilan, que parece que están todos alelados!

     A pesar de su estricta y machacona vigilancia había encontrado múltiples ocasiones para ir desarrollando su plan junto a otros internos, capaces, lúcidos y decididos a cambiar su situación a cualquier precio. Y por fin la oportunidad había llegado.

     Recién apagadas las luces, una hilera de sombras furtivas comenzó a desfilar en absoluto silencio buscando la puerta de salida. Una vez al otro lado cruzaron la calle, la localización de la casa lejos de núcleos de población favorecía sus propósitos. Lo primero fue hacer un recuento, Jonás, encargado de esta tarea terminó satisfecho.

            —¡Y veinte! Estamos todos. ¡Adelante!

     El autocar que habían contratado por Internet aprovechando la desidia del Director que nunca estaba en su despacho les esperaba en el sitio señalado, unos doscientos metros más abajo después de doblar la curva.

            —¡Vamos, arriba! ¡No os detengáis! Cuando quieran darse cuenta ya estaremos muy lejos.

     Quién así hablaba, era Ricardo, el encargado de las finanzas, no en vano era economista y había trabajado en un banco durante toda su vida. Él se había encargado con la complicidad de algún antiguo compañero de rembolsar depósitos, vender acciones y extraer el dinero de las cuentas de todos los implicados. En una jugada magistral que había culminado aquel viernes a la hora del cierre. Nadie detectaría la operación ni podrían impedirles hacer uso de su propio dinero.

     El terreno lo había cedido Cecil, la soprano retirada que como la gran mayoría,  había sido engatusada por algún que otro “buen samaritano” después de estar unos días ingresada en un hospital por una gripe transitoria, de que ya no estaba en condiciones de vivir sola y que lo mejor era irse a una residencia.

            —No ves tía que hasta los animales saben retirarse. Cuando son conscientes de que no aportan nada a la manada se apartan. Tú siempre lo has dicho: “Cuando llegue el momento, yo misma emprenderé el camino por la senda de los elefantes para morir y dejar vivir en paz”.

     Y, ciertamente el lugar del que escapaban era un auténtico “cementerio de elefantes”. Nada había en aquel lugar que les incitara a la vida, el único propósito era mantenerles aletargados y que siguieran pagando los recibos sin que dieran mucha lata. La diferencia es que Cecil no pensaba que hubiera llegado “el momento”. Sus aspiraciones eran otras. Sólo con recobrar la libertad se sentían distintos, todavía estaban en condiciones de aportar algo a la sociedad. Sus fuerzas se renovaban con cada giro de rueda que les alejaba de la pesadilla.

     César mostró entusiasmado los planos de los edificios que estaban construyendo en los terrenos próximos a la villa marinera.  Había tenido en cuenta todos los detalles, amplios dormitorios, una gran sala de encuentros y actividades lúdicas, cuarto de música, biblioteca, incluso un pequeño gimnasio. El comedor, con mesas redondas donde poder hablar intercambiando experiencias y planes de futuro, nada que ver con las mesitas aisladas que tenían en la residencia.

     En el exterior, lo más importante, el jardín de infancia para los pequeños.

     De las comidas se iban a encargar ellos mismos, había muy buenos proveedores cerca y unos cuantos buenos cocineros entre los escapados. La tierra de la huerta estaba lista y las plantas que habían pedido al vivero aguardaban su siembra. El buen clima del lugar les aseguraba buenas cosechas.

     Era un ejército perfectamente orquestado. Dividieron las tareas de acuerdo a sus aptitudes que se habían ido incrementando conforme fue creciendo el proyecto. Saber que iban a ser dueños de sus vidas les había despertado del letargo.

III

     La puesta en marcha, una vez instalados, fue rápida. Los habitantes del lugar acogieron con entusiasmo la idea. Necesitaban una guardería desde hacía mucho, pero por más que la habían pedido a las autoridades, no hubo manera de conseguirla. Hasta hace poco no era necesaria, había sido el boom turístico lo que les atrajo. Se habían creado múltiples puestos de trabajo en los hoteles, restaurantes, sitios de ocio, chalets y casas de la zona. Era gente joven, matrimonios de recién casados, parejas que iniciaban una vida en común o mujeres que se tenían que enfrentar a criar solas a sus hijos. Lo difícil era compaginar los exigentes turnos con el cuidado de sus peques.

            —En este país nunca ha sido fácil conciliar la vida laboral con la familiar, y ahora menos que nunca.

     De ahí su entusiasmo cuando llegaron a sus manos los folletos ofertando una guardería con tal amplitud de horarios y precios tan asequibles. No daban crédito a sus ojos.

            —¿Has visto Lourdes la oferta de la nueva guardería? Está increíble.

            —Sí, ayer Paco pasó a recoger las solicitudes y de paso a echarle un vistazo. Vino a casa entusiasmado.

            —Vaya buena idea la de esos viejos.

            —Sí, sí, viejos… ya quisiera yo tener las fuerzas que tienen, y la precisión de objetivos.

            —Pues ya que Paco ha estado allí, cuéntame, de qué va la cosa.

            —Sencillo, Lourdes, la cosa va de que han construido, separados por el gran jardín que es común, dos edificios. Uno para vivir ellos y otro para acoger a los pequeños. Y no veas cómo están montados. Según me ha dicho Paco, tienen de todo. Y lo cariñosos que son…

            —Mañana mismo me acerco, me acaban de ofrecer un trabajo que no podía aceptar, pero teniendo donde dejar los críos… es otra cosa.

            —Si vas, vete pronto. Se forman unas colas tremendas.

            —Gracias. Luego nos vemos.

     Y así era. Una vez se supo en el pueblo, intrigado por aquellas nuevas construcciones, que la casa pintada de blanco con grandes ventanales estaba habitada por veinte viejos carismáticos y que la amarilla de una sola planta estaba destinada a ser una guardería, unidas ambas por el hermoso parque con árboles centenarios, algún pequeño estanque, fuentes donde saciar la sed en los días calurosos, innumerables artilugios para niños y mayores mezclados en la “Zona de columpios” y, la huerta, que empezaba a dar sus primeros frutos moteando el suelo de verdes y rojos, llovieron las visitas a la oficina para pedir información y conocer los dos establecimientos. Cuando lo hacían salían maravillados.

     Con el transcurso de los años el proyecto de Lucas se ha convertido en una sólida realidad, lo que comenzó siendo una apuesta aventurada, es todo un éxito. A tal punto que grandes cadenas e inversores anónimos se han interesado por ella para hacerla extensiva a otros muchos lugares.

     Lucas, es el más querido de los pequeños. Pasa muchas horas al día en la guardería organizando juegos, contando cuentos y fabricando juguetes con los más insospechados materiales que son acogidos con una ola de entusiasmo.

     León y Sara cuando pasean por el jardín son asaltados por los chiquillos que les piden que les hagan algún truco de magia o escuchen lo que les ha pasado durante el día. Sara tiene una paciencia y una ternura infinita que los más pequeños reclaman como un bálsamo sanador administrado en abrazos.

     Cecil ha montado una pequeña escuelita de música donde bailan, cantan y tocan toda clase de instrumentos.

     Ricardo y César han tenido que diseñar nuevos edificios y articular formas de financiación para su construcción.

     Jonás, cocinero de amplia experiencia ha seleccionado un personal extraordinario entre los residentes que han ido llegando atraídos por tan brillante idea.

     Unir la madurez con la infancia. Compartir experiencia con ingenuidad. Llenar el espacio que ha quedado vacío por imposiciones ajenas. Enlazar ternura con abrazos. Paciencia con la necesidad de ser escuchado. Desarrollar lo mejor de ambas etapas en un intercambio ancestral.

            —¡Son ustedes unos fieras, que visión comercial!

     Ellos sonríen recordando la noche que emprendieron la senda de los elefantes en sentido inverso.

            —Hay que estar preparados para morir —se dicen— pero, sobre todo, hay que morirse estando bien vivos.

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MAICA BERMEJO MIRANDA

Nació en Guadix, Granada, España (1951). Es poeta y narradora. Reside en Madrid desde 1957. Compagina su relación laboral en TVE con creaciones literarias y artísticas. Sus poemas, relatos y cuentos han sido publicados en distintos medios literarios, digitales y gráficos. Ha publicado el libro de narrativa Un hombre gris y otros relatos (Ediciones Irreverentes, Colección Novísima, 2017). Sus cuentos “La Bruja de la lana” (2014), “La rueda del tiempo” (2015), “Canción de Navidad” (2016) y “La cabalgata” (2017)  han sido seleccionados y publicados en el I, II, III y IV Certamen «Ángeles Palazón» de Cuentos de Navidad. Sus relatos “Duelo al sol” (2014), “Healter Skelter” (2016) y “La Delación” (2018) han sido publicados en el fanzine Vinalia Trippers y en la antología “Castilla y León, puerta de la Historia”, respectivamente. Ha participado en diferentes antologías de poesía y en las revistas digitales: Kissabook, Hankover, Acantilados de PapelCulturamasExcodra Literatura y Extramuros.

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