BAQUIANA – Año XXI / Nº 113 – 114 / Enero – Junio 2020 (TEATRO)

¡FLORES PARA LAS MUERTAS! 

EL MUNDO FEMENINO ROTO DE DOS DRAMATURGOS DEL SUR

 

por

 

Eduardo Nabal Aragón


 

 

                “And so it was entered the broken world
                To trace the visionary company of love, its voice
                An instant in the world (I know not whither hurled)
                But no for long hold each desesperate choice”.
                                                                The Broken Tower by Hart Crane
 
 
                “El teatro que ha perdurado siempre es el de los poetas. Siempre ha estado el teatro
en manos de los poetas. Y ha sido mejor el teatro en tanto más grande era el poeta”. 
Federico García Lorca

 

Introducción: Dos dramaturgos del Sur

            Es sabido que Lorca era uno de los escritores admirados por el dramaturgo estadounidense Tennessee Williams. Junto a Lawrence y Chejov, Lorca es la voz poética que más resuena en el teatro del escritor sureño. Ambos compartían una honda admiración por el poeta norteamericano desarraigado Hart Crane (“The broken tower”), que actualmente ha sido objeto de un extraño biopic arty a manos del actor y director James Franco. Y ambos trataron con maestría y lirismo los temas del amor, la muerte, el sexo (particularmente, aunque no siempre de un modo explícito, el amor homosexual), la soledad, la búsqueda del ideal, el temor a la locura o la muerte y la frustración existencial. Ambos crearon importantes personajes femeninos con los que expresar su visión de un mundo en descomposición, desgarrado entre la tradición y la renovación. Ambos fueron gays en dos sociedades que rechazaban o perseguían la homosexualidad de un modo hipócrita e intolerante. Y ambos eran del Sur (uno de Granada, Andalucía, y otro de Columbus, Mississippi) de sus respectivas naciones. Las diferencias entre ambos son más que obvias: pertenecen a dos continentes y dos culturas diferentes, en algunos aspectos incluso antagónicas; mientras Lorca fue asesinado en las postrimerías de la Guerra Civil Española,  en plena madurez y efervescencia artística, Williams murió repentinamente en la última etapa de su vida y cuando su actividad creadora ya era prácticamente nula y algo encerrada en su propia autocomplacencia (como ocurre en sus arrogantes “Memorias”); Lorca pertenecía a la burguesía acomodada de la Andalucía rural en tanto  que Williams era hijo de una beldad sureña venida a menos y de un comerciante de calzado sin demasiada fortuna y sus primeros textos los escribió en la trastienda de zapatería de su padre, el viejo Reverendo que los abandono de niños.  Las diferencias, por supuesto, no acaban ahí: Williams era de una generación algo posterior y conoció los cambios de la segunda mitad del siglo XX, basta comparar sus posicionamientos vitales con respecto a la sexualidad (mucho más abierto en el caso del estadounidense) para darse cuenta de la dimensión de esta fractura espacio-temporal. Pero, no obstante, las conexiones entre las vidas y, sobre todo, las obras de ambos autores son lo suficientemente ricas e interesantes como para prestarles mayor atención de la que han merecido hasta la fecha. Este trabajo trata de comparar ambas obras, de relacionarlas en la mirada de un lector contemporáneo que dispone de nuevas herramientas epistemológicas para poder hacerlo. La tarea es inmensa y ésta sólo pretende ser una breve, limitada y modesta aproximación. Para acotar el terreno me centraré en los personajes femeninos de ambos autores, uno de los aspectos que ambos desarrollaron con mayor éxito en su escritura dramática, sin dejar por ello de hacer referencia a otros motivos temáticos y estilísticos que sirven de marco para esta aproximación.

            La diferencia cronológica entre ambos autores establece una dificultad que es, al mismo tiempo, un interesante desafío. Parece obvio que podemos leer a Williams a la luz de Lorca, pero, dado que el poeta y dramaturgo andaluz no conoció la obra de Williams, no conoció obviamente sus obras mayores y probablemente tampoco tuvo tiempo de conocer ninguna otra, ¿podemos leer a Lorca a la luz de Williams? No creo que haga falta ninguna justificación para hacerlo si tenemos en cuenta que las relaciones entre diferentes escritores a través del tiempo no solo se miden en el reflejo especular de ambas obras, —reflejo que no tiene por qué ser siempre bidireccional— sino en cómo ambos se posicionan en el seno de una u otra cultura y comparten coordenadas creativas e inquietudes artísticas que pueden surgir en diferentes lugares y tiempos.

            Ambos autores fueron revolucionarios en su manera de acercarse a la escritura dramática y ambos reflexionaron sobre su arte en interesantes escritos y conferencias, aunque nadie los citaría hoy como teóricos de la escena de la envergadura de Berltold Bretch, Beckett, o Pirandello.[1][1] Ambos revitalizaron el teatro poético, ya que ambos eran poetas, aunque en el caso de Williams sus poemas no alcanzaran la popularidad merecida y se vieron totalmente eclipsados por su producción dramática. Las cualidades líricas de su teatro no pasaron desapercibidas en su momento y hoy podemos apreciar las importantes aportaciones de ambos a la escritura teatral. En este punto no está de más hacer algunas precisiones sobre el concepto de “lo poético” y su ubicación en el campo de la escritura dramática. Lo poético ha sido, en ocasiones, definido como aquello que pone en primer término los mecanismos mismos de la creación. El placer, muchas veces doloroso, de lo poético surge de la puesta en evidencia de todo aquello que hace que una obra de arte sea bella. Lo poético depura los intermediarios entre el alma del artista y el alma del receptor, entre el placer del creador y el placer del lector, y al mismo tiempo desnuda de un modo impúdico las intenciones y herramientas del autor y el efecto que busca crear en el interlocutor. Si el teatro de Lorca es poético, no lo es solo porque en su forma incorpora creaciones en verso (poemas, canciones de cuna, tonadillas, canciones a la naturaleza y a sus pobladores) sino también porque no oculta sus intenciones estilísticas, evidenciando la búsqueda de un efecto plástico en la forma de presentar las situaciones y los personajes. En el caso de Williams encontramos un mismo afán por convertir las situaciones aparentemente anodinas y de tintes realistas en momentos mágicos, con resonancias míticas, que dicen siempre algo más sobre la naturaleza humana y la naturaleza misma del teatro y la ilusión. Para ello se valen de un uso personalísimo de las acotaciones dramáticas (también conocidas como didascalias) y de los diálogos entre los personajes.

            Lo poético en ambos autores va unido de un modo particularmente importante, aunque no exclusivo, a la tristeza, el dolor y la melancolía, sentimientos universales e intemporalmente expresados por el teatro. Ambos saben extraer elementos poéticos de los momentos más desgarradoramente trágicos, lo que en absoluto devalúa su impacto sino que lo estiliza, convirtiéndolo en objeto artístico. Este sentimiento de tristeza va ligado a algunas obsesiones clave en la obra de ambos autores: el amor y su imposibilidad, la muerte y su carácter inevitable, la frustración sexual, la presión de las normas sociales —y cómo éstas dificultan la autorrealización de sus personajes— y el efecto erosivo del paso del tiempo

 

            Un mundo de contrastes: Acotaciones plásticas y diálogos líricos

            Los destellos del estilo lorquiano en la obra del dramaturgo estadounidense se perciben a lo largo de toda su obra, no sabemos si consciente o inconscientemente, si de manera voluntaria o casual. No obstante, en algunas obras esta influencia es más evidente que en otras. Más adelante me ocuparé del tratamiento que ambos hacen de las protagonistas femeninas de sus obras; me interesa ahora acercarme a una dimensión global del paralelismo entre ambas obras, centrándome en aspectos literarios, temáticos y artísticos.

            Una de las influencias más evidentes de Lorca en el teatro de Williams se encuentra en el espacio visual de las acotaciones. Unas acotaciones de extraña meticulosidad en las que no solo se establecen parámetros escénicos, sino que poseen además un indudable valor literario y que han debido de desconcertar a más de un director de escena. El lirismo, la sensibilidad estética y las cualidades pictóricas de las acotaciones lorquianas están fuera de toda discusión. Como en Williams, el autor quiere que el director escénico (y, por lo tanto, los espectadores de la obra) llegue a respirar el mismo ambiente que él ha imaginado, a oír los sonidos de fondo, a sentir la fuerza y los matices espirituales de los colores. Esto hace que las, aparentemente imposibles por meticulosas, acotaciones sean también enormemente abiertas a todo tipo de puestas en escena. Los ejemplos son más que notables. Desde “Mariana Pineda” Lorca va a hacer gala de una indudable sensibilidad visual para describir los lugares, interiores y exteriores, donde transcurre la acción dramática. Ya la obra misma -su primera gran tragedia- aparece subtitulada como “Mariana Pineda. Romance popular en tres estampas” y el autor pone el acento en el carácter plástico de las distintas estampas para ambientar la época de un modo a la vez verosímil e irreal, con una gran sutileza cromática que sirve como contraste con los personajes la vez que los encuadra, hace evidente el paso del tiempo y da un toque expresionista al fondo. Esto podemos verlo en el prólogo de Mariana Pineda (Telón representando el desaparecido arco árabe de las Cucharas y perspectiva de la plaza Bibarrambla en Granada, encuadrado en un margen amarillento, como una vieja estampa iluminada en azul, verde, amarillo, rosa y celeste sobre un fondo de paredes negras. Una de las casas que se vean estará pintada con escenas marinas y guirnaldas de frutas. Luz de luna. Al fondo, las niñas cantarán con acompañamiento el romance popular”) o en la acotación que introduce la primera estampa (“Casa de Mariana. Paredes blancas. Al fondo balconcillos pintados de oscuro. Sobre una mesa, un frutero de cristal lleno de membrillos. Todo el techo estará lleno de esta misma fruta, colgada. Encima de la cómoda, rosas de seda. Tarde de otoño. Al levantarse el telón…) Colores, contrastes, iluminación, objetos decorativos, estaciones del año y música dotan de vida y poder sugestivo al lugar donde arranca la acción dramática. En ambos autores las acotaciones no solo tratan de dar indicaciones escénicas, sino que, a través de un exhaustivo número de matices audiovisuales, tratan también de crear una atmósfera y definir un estado de ánimo ambiental acorde con lo que va a suceder en la obra. Como explica Gwynne Edwards[2][2] a propósito de la acotación que introduce el primer acto de “Bodas de sangre”Podemos imaginarnos un amarillo crudo en las paredes desnudas de la cocina como contraste de fondo con el negro del vestido de la madre. Al levantarse la Madre aparece sentada probablemente en el primer término de la escena. La combinación de colores y la postura estática de la figura callada de la Madre crean una atmósfera de sombría y recalcitrante melancolía antes de que se haya pronunciado ninguna palabra. Es decir que el decorado nos anticipa las palabras y las acciones que van a seguirse, armonizando en todo momento con ellas”. Esa misma obsesión por el contraste, amplificada por una honda conciencia de sus intenciones estéticas que aparece enunciada en la acotación misma, la encontramos en las largas didascalias que sirven de introducción a algunas de las piezas mayores de Williams. Así, por ejemplo, en Verano y humor el autor explica “During the day scenes the sky should be a pure and intense blue (like the sky of Italy as it so faithfully represented in the religious paintings of the Renaissance) and costumes should be selected to form dramatic color contrast to this intense blue which the figures stand against (color harmonies and other visual effects are tremendously important)”.

            La música, los sonidos e incluso los ruidos constituyen otro elemento clave, junto a la gama cromática, los vestidos de los personajes y los contrastes, en las acotaciones destinado a fijar una atmósfera (mood) inconfundible. Los sonidos de jazz, blues, piano y la música negra callejera formarán parte, a lo largo de toda la acción de “Un tranvía llamado deseo” del trasfondo colorista de la obra, aunque quedarán en un segundo plano con respecto a los diálogos intensos y la tormentosa acción dramática (A corresponding air is evoked by the music of the Negro entertainers at a batroom around the corner. In this part of New Orleans, you are practically always just around the corner, or a few doors down the street, from a tinny piano being played with the infatuated fluency of brown fingers. This “Blue Piano” expresses the spirit of the life, which goes on here.). Ambos autores compartían la pasión por la música negra que expresaba el lamento, los sinsabores, la identidad y las alegrías de un grupo marginado.

Si el modo de abordar las acotaciones o didascalias hace de Lorca y Williams dos casos insólitos en la historia del teatro, no por menos excepcional es menos destacable el paralelismo de ambos en el uso del diálogo dramático. Tanto uno como otro mezclan un descarnado realismo con una elaborada poesía. Ambos destacan en el terreno del semi-monólogo, en el que un personaje tiene un interlocutor en el escenario, pero en realidad habla consigo mismo y con el público, con ejemplos sublimes como los desgarrados parlamentos de Blanche o Yerma, aunque sus diálogos breves y sus réplicas no son menos brillantes. Ambos mezclan lo crudo, lo sórdido incluso, con la elevación poética. Y ambos incluyen canciones y fragmentos en verso que comentan la acción en un irónico juego paralelo. Tras su apariencia de espontaneidad hay una meticulosa elaboración que les sirve para definir el carácter y las motivaciones íntimas de sus personajes. Los personajes femeninos creen en ambos casos ser dueños del lenguaje, ya que no de las circunstancias materiales y sociales que rigen el mundo. Pero, en muchas ocasiones, descubren que el lenguaje no es siempre su aliado. su destreza verbal no implica que sus vívidas palabras puedan salvarlos. Ambos dominan el terreno del habla femenina, un terreno devaluado por el canon masculino y relegado, en el terreno social, a una privacidad poco considerada. El hablar de las mujeres en las casas, en los patios, en las estaciones, en el río, en los jardines, está considerado como una forma de parloteo o chismorreo. Para Lorca y Williams es, no obstante, un lenguaje lleno de sabiduría, complejidad y profundidad, aunque esté equivocado (como ocurre en “La casa de Bernarda Alba”, donde lenguaje no siempre significa comunicación humana). Como dice Eve Kosofsky Sedgwick “las devaluadas artes del cotilleo han sido inmemorablemente relacionadas en el pensamiento europeo, con los criados/as, los hombres afeminados y/o gays y todas las mujeres”.[3][3]

                                                                                    

             Albertine ya no

            Durante mucho tiempo ha dominado en la crítica cultural la creencia de que los dramaturgos gays emplean a los personajes femeninos de un modo apropiativo para hablar de sí mismos. Es hora de hacer algunas precisiones al respecto. Espero que mi objeción sirva para aclarar algunos aspectos de esta línea interpretativa que pueden llevar, en ocasiones, a peligrosos malentendidos. En la crítica literaria gay ha proliferado un término, tomado de la prosa y el personaje de Proust, que recibe el nombre de “Estrategia Albertine” y que consistiría en cambiar el sexo de un personaje masculino convirtiéndolo en otro femenino para así facilitar la enunciación homosexual en la escritura. Esta denominación ha podido ser útil para sacar a la luz a algunos autores que han sido leídos, de un modo cegato y homofóbico, como heterosexuales o asexuados (sin ir más lejos, por ejemplo, el propio Proust) llevando a primer término las claves homosexuales de sus textos. Lo que puede ser una herramienta útil de deconstrucción o, cuando menos, relectura de los textos ha acabado convirtiéndose en una losa por la que todo personaje femenino destacado en la obra de un autor gay puede leerse como un gay oculto, como un homosexual disfrazado de mujer o incluso como un travestido. Esta apreciación generalizadora lleva  a devaluar la sensibilidad de los autores convirtiendo su destreza para caracterizar a personajes femeninos en una consecuencia de su sexualidad que, inevitablemente, se plasma en la escritura y que lleva, en ocasiones, a la caricatura. De este modo, cuando el autor habla a través de un personaje femenino, está hablando, irremediablemente, de sí mismo. Esta lectura que en principio tenía objetivos antihomofóbicos, de destape de autores encerrados en el academicismo más reaccionario, ha acabado siendo un modo homofóbico de leer los textos de los autores gays y de apreciar su escritura como una incapacidad determinista de hablar de otra cosa que no sea de sí mismos. El propio Tennessee Williams mostró su alarma y sus reservas cuando algunos críticos de los setenta vieron en personajes como Blanche du Bois, hombres travestidos, “homosexuales soñadores, amargados, refinados y estetas incapaces de vivir en un mundo real”. Esta destreza, casi genéticamente determinada y determinista, iría unida a una incapacidad para crear personajes masculinos a no ser como proyecciones homoeróticas, algo obviamente falso (y no creo que sea necesario citar los muchos autores homosexuales que han dibujado extraordinarios caracteres de hombres, empezando por el propio Williams, Baldwin, Capote, Mishima y en menor medida, el propio Lorca). No podemos ignorar que en la época en que Williams y, sobre todo, Lorca escribieron sus dramas era sumamente difícil, cuando no totalmente imposible, representar personajes abiertamente gays en el escenario (aunque ambos lo hicieron, de un modo u otro, particularmente Williams en sus últimas obras) y que la posición de las mujeres en la sociedad heteropatriarcal comparte muchos puntos en común de subordinación, depreciación, ofensas simbólicas  y falta de reconocimiento con los homosexuales masculinos. Las diferencias entre ambos grupos son, no obstante, infinitas. El que los autores sepan expresar la condición de la mujer en la sociedad y en particular en lo referente al amor, el sexo, la economía o las relaciones familiares no supone que sus personajes femeninos sean automáticamente gays enmascarados, sino que han sabido incorporar otro punto de vista subalterno con sensibilidad y talento. Las intersecciones entre su propia situación social en contextos represivos, como la Granada burguesa o el Sur religioso, relamido e hipócrita, y la de las protagonistas de sus obras no deben ser entendidas de un modo restrictivo sino como puntos que sirven de enriquecimiento para personajes que, por otro lado, no dejan de ser personajes femeninos. Esto no impide que el sexo y el género mismos y su proyección social puedan ser puestos en cuestión en sus obras, como representación, mascarada o imperativo cultural, por ambos autores. Algo que ocurrirá con la obra de otra sureña incontestable, la novelista Carson McCullers (amiga íntima de Williams y también adscrita al gótico sureño), autora de numerosos relatos en los que el género, la apariencia masculina, el desarraigo y la sexualidad, así como las peculiaridades culturales de cada zona, y la presión social están muy presentes desde la infancia de sus protagonistas. McCullers como Williams y Lorca parece obsesionada por los fantasmas del pasado, el amor imposible y la muerte. No es casual que algunos de los cuentos y novelas de McCullers como “Frankie y la boda” o “La balada del café triste” —con su atmósfera lírica, vitalista y, a la vez, depresiva— se convirtieran en adaptaciones teatrales para Broadway o en películas independientes con mensajes intemporales.

 

            ¿Heroínas o ángeles caídos?

            Tanto Williams como Lorca a la hora de crear sus personajes femeninos se inspiran en mujeres que conocieron a lo largo de su vida, particularmente en sus años de infancia y juventud, y los convierten en personajes (casi arquetipos) de sus tragedias. Ya sus nombres propios constituyen un resumen nada inocente y, en ocasiones, paradójico de su personalidad: Yerma (la esterilidad), Blanche (la pureza), Alma (la espiritualidad), Rosita (la fragilidad, la mutabilidad), Serafina (la espera), Leona (la fiereza), Maggie (La gata). Las mujeres andaluzas o del profundo Sur estadounidense les sirven de inspiración para la creación de sus caracteres. El propio Lorca confiesa haberse inspirado en un personaje real para la protagonista de” La Casa de Bernarda Alba”. En palabras del propio Lorca “Hay, no distante de Granada, una aldehuela en la que mis padres eran dueños de una propiedad pequeña: Valderrubio. En la casa vecina y colindante a la nuestra vivía “Doña Bernarda”, una viuda de muchos años que ejercía una inexorable y tiránica vigilancia sobre sus hijas solteras. Prisioneras privadas de todo albedrío, jamás hablé con ellas; pero las veía pasar como sombras, siempre silenciosas y siempre de negro vestidas. Ahora bien —prosigue/ había en el confín del patio un pozo medianero, sin agua, y a él descendía para espiar a esa familia extraña cuyas actividades enigmáticas me intrigaban. Y pude observarlas. Era un infierno mudo y frío en el sol africano, sepultura de gente viva bajo la férula inflexible de cancerbero oscuro. Y así nació “La casa de Bernarda Alba”, en la que las secuestradoras y las secuestradas son andaluzas, pero que, como tú dices, tienen quizá un colorido de tierras ocres más de acuerdo con “las mujeres de Castilla”.

            Williams se inspiró en varias mujeres del Sur, solteras o viudas sin suerte, venidas a menos o arruinadas, procedentes de una rancia aristocracia anclada en los recuerdos de tiempos gloriosos para el personaje de Blanche en Un tranvía llamado deseo. Un personaje en cuyo nombre, como en el apellido de las Alba, se hace una referencia nada inocente a la pureza, una pureza torcida por la presión social, un pasado turbio, el paso del tiempo y la situación psicológica de los personajes. Así mismo el dramaturgo se inspiró de un modo dolorosamente autobiográfico en su madre y su hermana Rose para los personajes de Amanda y Laura en “El zoo de cristal”, donde él mismo se autorretrata como Tom, el joven poeta. La tragedia de su hermana Rose, recluida en un sanatorio mental y sometida a una lobotomía (con el consentimiento de su madre), tiene ecos en los personajes desequilibrados o neuróticos de “Un tranvía llamado deseo” o “De repente, el último verano”, dos obras sobre la locura, la sociedad, las relaciones, la hipocresía y la sexualidad. Como ocurre con la María Josefa de La casa de Bernarda Alba, la locura es la escapatoria a una realidad insoportable y a la vez todo aquello que la sociedad quiere ocultar a través de la reproducción de autoritarios roles masculinos en algunos personajes femeninos de la España rural. En otras coordenadas espacio-temporales la severa y egoísta Bernarda Alba tiene algo de la desequilibrada, posesiva y económicamente poderosa tía Violet de “De repente, el último verano”.

            El personaje lorquiano de Rosita es a la vez un reflejo de las muchas solteras, en España llamadas despectivamente “solteronas”, caídas en desgracia, que Lorca conoció en Granada, y un reflejo de la soledad y el asilamiento social al que lo condujo, en ocasiones, el hecho de ser gay. Como las solteras, consideradas improductivas y abandonadas por la sociedad, los homosexuales fueron personajes marginales dentro del mundo burgués granadino que llegó a definir a Lorca como “El maricón de la pajarita”. Como, de otro modo Cernuda, vivieron dentro y fuera de una sociedad patriarcal, devastada por el militarismo. Del mismo modo, Williams expone los problemas de la vida homosexual clandestina al hacer que sus personajes se vean divididos entre la pureza y la pasión, la carne y el espíritu. Como Blanche, Williams compartió intimidad con desconocidos en lugares varios de Nueva Orleáns y, como ella, se vio obligado a ocultar la verdadera naturaleza de su sexualidad para no ser destruido, señalado o rechazado.

            Doña Rosita, como muchos otros personajes de Williams, es una mujer que debe esperar la iniciativa masculina, la llegada de los “caballeros”, los “pretendientes”, como dice en “El zoo de cristal” Amanda, una joven que no está preparada para ponerse al mismo nivel de los hombres y que se ve relegada por la sociedad a un papel expectante, pasivo-agresivo y sumiso. Modelados al modo del romance heterosexual, muchos personajes femeninos de ambos autores se convierten en eternas solitarias o errabundas, a la espera del amor redentor, de un príncipe azul que nunca llega. Como Alma, la heroína de “Verano y humo”, tardan en descubrir que no existen ni los príncipes azules ni las princesas blancas, y que los seres humanos pueden cambiar de forma brutal a lo largo de su vida. La espera erosiona su carácter, frustra sus ilusiones vitales y acaban convirtiéndose en caricaturas de sí mismas, señaladas por la sociedad como fracasadas en su papel de esposas e incluso de mujeres, pero abiertas, tal vez, a nuevas posibilidades de autorrealización personal. Lorca despliega los mecanismos del melodrama costumbrista mostrando en Doña Rosita cómo los personajes se marchan apesadumbrados de la casa, llenos de recuerdos -a la vez hermosos, entrañables y tristes- de lo que dejan atrás. La ruina, el expolio y el sentimiento de fracaso existencial acompañan su particular “huida”. Tanto en la obra de Lorca como en la de Williams apreciamos no sólo la sombra de Hart Crane -creador de mundos paralelos y poeta atormentado- sino, sobre todo, la de la dramaturgia de Anton Chejov, otro constructor de interesantes caracteres femeninos, a la hora de aproximarse con una delicada mezcla de ironía y desesperanza a las consecuencias erosivas del paso del tiempo sobre los núcleos familiares o los sujetos individuales inmersos en una sociedad en crisis. Hay un sentido de fatalidad en la manera en que el tiempo desgasta las ilusiones, convirtiéndolas en espectros, debilita las esperanzas y hace amargos los recuerdos felices. En “Doña Rosita la soltera”, pero también en “El zoo de cristal” o en “Verano y humo” de Williams, los autores enfatizan el sentimiento de pérdida que dejan en el lector / espectador. Los decorados, los objetos, el color de los vestidos y la iluminación, tal y como aparecen descritos en sus acotaciones, son herramientas escénicas que ayudan a reforzar esa sensación de abandono, de cambio, de destrucción.

 

EPILOGO. ASÍ QUE PASEN CINCO AÑOS.

¡Yo no quiero que me entierren!

 

           El niño homosexual y la muerte en “Así que pasen cinco años”

La representación del varón homosexual (gay masculino) como alguien cuyo deseo esta, de un modo u otro, estructurado por la muerte es ya un lugar común en la cultura y el arte occidentales: la muerte como rechazo de la perpetuación de la vida, como negativa a entrar en el orden social y amoroso que asegura y regula la perpetuación de la vida. Christopher Marlowe, Yukio Mishima, Genet, Gil de Biedma, Montgomery Clift o algunos personajes de Tennessee Williams son ejemplos canónicos que no representan a un total pero sí a un determinado imaginario.

La muerte como, de otra forma el amor y las causas sociales, ocupa un lugar central en la obra de Federico García Lorca, tanto en su obra poética como en su amplia producción teatral. Esto es así incluso si ignoramos o pretendemos ignorar su temprano y trágico asesinato a manos de las milicias franquistas como una clave para interpretar su obra. La muerte es también uno de los temas de “Así que pasen cinco años” una de sus más sorprendentes obras teatrales. Influida por el surrealismo y por su estancia en Estados Unidos y la literatura estadounidense, “Así que pasen cinco años” se plantea como un experimento, una obra de vanguardia sin llegar al delirio y el exceso casi dadaísta de “Él publico” pero con el mismo afán de romper ciertos moldes en la tradición escénica, incluida dentro de su ciclo de Comedias imposibles. A simple vista no es la muerte el tema capital de la obra. El tiempo, el amor imposible, la sociedad resquebrajada, la pérdida del ideal, son constantes lorquianas que aparecen con renovada fuerza y bajo una luz harto original en esta obra. Una obra concebida en Estados Unidos y escrita después, donde recoge la inquietud de la vanguardia teatral y cinematográfica que allí había conocido. El marco cultural de la obra es uno de los menos localistas de la obra lorquiana. Apreciamos influencias del teatro italiano, de la comedia dell ‘arte (Arlequín, El Payaso), de la cultura popular norteamericana (ese “jugador de rugby” convertido en paradigma, un tanto grotesco y autoparódico, de la “virilidad con mayúsculas”), del cine fantástico y cómico mudo (Chaplin, Clair) y de las reflexiones surrealistas sobre el poder del amor, las heridas del tiempo y la posibilidad de romper sus ataduras. La sombra de Cocteau, Buñuel, el humor negro y el teatro experimental emergen en la obra, aunque tamizadas por la personalísima mirada del artista andaluz.

Hay dos personajes en la obra que han llamado poderosamente mi atención[4][1] y que aparecen en un breve episodio que, aparentemente, tiene poca relación con la obra y se encuentra intercalado hacia la mitad del primer acto. El episodio del diálogo entre el niño y el gato. Después sabremos que el niño muerto es el hijo de la portera, recién fallecido, y que el gato es un gato de la casa abatido a pedradas por un grupo de muchachos, pero su relevancia en la historia nos parece ínfima. Un episodio sorprendente protagonizado por dos seres singulares en un singular diálogo entre dos fantasmas, un diálogo que nos retrotrae al Lorca de las canciones y los diálogos de la infancia por su tono aparentemente ingenuo, sus rimas primarias y su aire de fábula.

Al leer la obra con atención podemos intuir el sentido profundo de este episodio en el conjunto del texto. La necesidad de Lorca de incluirlo y sus resonancias en el resto de la historia. El tiempo en “Así que pasen cinco años” pone a prueba la pervivencia del amor, pero ante todo cuestiona los mecanismos tradicionales de su ceremonial. El Joven, protagonista absoluto de la historia, no quiere únicamente postergar su matrimonio, sino que se resiste a llamar “novia” en el sentido tradicional del término a la muchacha de la que está enamorado. Cree que el sentido tradicional del noviazgo deteriorara el amor, más incluso que el paso del tiempo. Las inquietudes del joven son una forma de resistencia al amor heterosexual institucionalizado y así, de un modo más o menos solapado, se expresan a lo largo toda su obra.

Pero ¿qué tiene esto que ver con el niño y el gato? Este diálogo aparentemente ingenuo, pero de hondas raíces filosóficas, envuelto en una atmósfera onírica (una luminosidad azulada de tormenta invade la escena), nos retrotrae al primer Lorca en el que los animales y los niños expresan su visión a la vez naif y lúcida del mundo. No olvidemos el poema temprano “Las desventuras de un caracol aventurero” ni que el propio Lorca erigió su primera pieza teatral en torno a las cavilaciones amorosas y desventuras existenciales de un grupo de coleópteros (“El maleficio de la mariposa”). El dialogo entre el niño y el gato es también el dialogo entre un niño y una niña (el gato es gata y reclama su feminidad debiste reconocerme…, por mi voz de plata) pero el niño se resiste a reconocer su sexo (nos cortaran la cuca). El niño aparece, además, feminizado, pálido, vestido de primera comunión y con una corona de rosas blancas sobre la cabeza. Algo así como un niño de Cocteau o de una película de Villaronga.  No es un niño cualquiera, conoce los rituales de la muerte y se resiste a ser enterrado (¡Yo no quiero que me entierren!), del mismo modo que el Joven se resiste al matrimonio y al amor convencional, postergando el encuentro amoroso y la rutina del matrimonio. La muerte parece ser el único final, la única escapatoria y al mismo tiempo la certeza de que no hay escapatoria posible.

En Lorca, la infancia aparece ligada de un modo inquietante a la muerte. El niño de “Así que pasen cinco años” se emparenta así con el niño de la “Cancioncilla al niño que no nació”. Ambos tienen el status de fantasmas, y bien pudiéramos ver al niño de la obra teatral como el hijo que el protagonista nunca tendrá. “El niño” se sitúa así junto al Arlequín, El Maniquí, El Payaso y La Mascara entre los personajes símbolo que recuerdan el carácter de juego y mascarada social del amor y su relación con el tiempo (la boda, la espera y la perdida, la descendencia, la familia, la herencia). Igual que ellos, sirven de comentario sobre los aspectos más oscuros de la historia principal, confundiéndose luego con ella y se expresan fundamentalmente en verso.

Sorprende en un autor que reconoce haber tenido una infancia idílica en comunión con la naturaleza, el arte y el amor familiar la gran cantidad de poemas en los que la infancia, la enfermedad y la muerte aparecen inextricablemente unidas. Así, por ejemplo, en “El niño Staton” de “Poeta en Nueva York” se refiere con un amor casi maternal al niño abatido y agonizante por los efectos devastadores del cáncer. Un poemario que, como la obra de Whitman, sirvió de inspiración a Allen Ginsberg para su célebre “Aullido”, que refleja el malestar de toda una generación posterior a la Segunda Guerra Mundial y su rebeldía contra una sociedad dominada por el miedo.  La muerte parece una liberación al sufrimiento infantil, a la adolescencia confusa o al desamparo juvenil. En “La infancia y la muerte” aparecen de nuevo el niño distinto y perseguido, las ratas y los gatos muertos. Lorca se interroga sobre su propia infancia en un tono sombrío. Tal y como hizo con posterioridad otro poeta-dramaturgo Tennessee Williams o la novelista Carson McCullers en piezas como “El parecido entre la caja de un violín y un ataúd” o “Frankie y la boda” o el poeta sevillano Luis Cernuda en “Ocnos” o su iconoclasta obra de teatro “La familia interrumpida”.  La inocencia no es tal, nunca existió del todo. Esto nos puede llevar a pensar que la diferencia erótica o sus ideas políticas gestadas desde la infancia van unidas en la conciencia del poeta a su temprana   comprensión de la imposibilidad de integrarse en las formas tradicionales de regulación de la vida amorosa y de alcanzar el reconocimiento social de su auténtica personalidad. Un niño que pierde prematuramente la inocencia por el descubrimiento intimo de su diferencia y desarraigo en un entorno todavía dominado por caciques o por ritos y costumbres socio sexuales que parecen inamovibles.

 

 

 

 

 

Bibliografía

Biding, Paul. Lorca o la imaginación gay. Barcelona Laertes. 1984

Cernuda, Luis. Ocnos. El País. Colección Clásicos del siglo XX, 2003.

García Lorca, Federico. Teatro completo. Galaxia Gutenberg, 2012.

García Lorca Federico. Poeta en Nueva York. Cátedra. Letras Hispánicas.

Kosofsky Sedgwick, Epistemología del armario. Barcelona. La Tempestad. 1998

Manrique Jaime. Maricones eminentes. Arenas, Lorca, Puig y yo. Editorial Síntesis. 2001.

McCullers, Carson. El aliento del cielo. Seix Barral. Biblioteca Formentor. 2007.

Mira Nouselles, Alberto. ¿Alguien se atreve a decir su nombre? Enunciación homosexual y estructura del armario en el texto dramático. Universidad de Valencia. Servicio de publicaciones. Valencia, 1994

Savran, David. Queers, communist and cowboys. The politic of the masculinity in the work of Tennessee Williams and Arthur Miller.

Williams Tennessee. Un tranvía llamado deseo y otras obras. Barcelona. Losada.

Williams Tennessee. Memorias. Bruguera, 2008.

 

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EDUARDO NABAL ARAGÓN

Nació en Burgos, España (1970). Crítico de cine y literatura, ensayista y escritor. Estudió Biblioteconomía y Documentación en la Universidad de Salamanca (USAL), además de algunos cursos de Humanidades de la Universidad de Burgos (UBU), donde asistió tres años al Aula de Cine y Audiovisuales. Ha publicado el libro de cine y estereotipos socio sexuales El marica, la bruja y el armario (Egales Editorial, 2007) y ha colaborado en diferentes medios digitales y publicaciones periódicas con artículos sobre cine, homosexualidad, literatura y políticas del cuerpo, tales como: La Fuga (Revista de Estudios de cine), fundada el año 2005 en Santiago de Chile; La Pikara Magazine (revista digital) donde destaca su artículo acerca de la cineasta y video artista belga Chantal Akerman, una de las pioneras del cine experimental, en 2015; Arcos de reflejos (blog especializado en temas cinematográficos); Queer Latino: Nuevas miradas a textos fílmicos y teatrales donde publicó una recopilación de ensayos “LGTB en Latinoamérica. Literaturas, cines, movimientos y teorías”, así como el artículo “La enfermedad mental en el cine. Del estigma a la visibilidad”; Academia.edu (revista digital) ha publicado varios de sus ensayos como Los límites de la carne. Cronenberg y la muerte de la clínica y Miradas de mujer (aproximaciones heterodoxas al género y el cine contemporáneo). En Burgos fue impulsor del queerzine “La Kampeadora”. Está a punto de salir su segundo libro, que se centrará en el cine europeo y mediterráneo desde una perspectiva de género. Actualmente trabaja en una publicación sobre cine, salud mental y diversidad funcional.

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