BAQUIANA – Año XXI / Nº 113 – 114 / Enero – Junio 2020 (Ensayo I)

KANÁKANÁ, EL AURA TIÑOSA, Y LA SEQUÍA UNIVERSAL

 

por

Mariela A. Gutiérrez


A Lydia Cabrera en su 120 aniversario

 

En la cuentística de la escritora y etnóloga cubana Lydia Cabrera aparece a menudo la temática de las aguas, la cual funciona como Weltanschauung en su narrativa y se encuentra dividida en tres: 1) cuentos de Jicotea, la tortuguita cuasi divina, y su ligazón con el agua dulce, su elemento vital, 2) cuentos de dioses, hombres y animales y su relación con las aguas, y 3) el agua como elemento primordial versus la sequía universal a través del mito de la tierra baldía.

            Mi presente estudio enfatiza únicamente la tercera constante fluvial de la obra de Cabrera, o sea, el agua como elemento primordial versus la sequía universal a través del mito de la tierra baldía, mito que parece compaginar tan bien con la filosofía, creencias y mitos africanos, y por lo tanto con los afrocubanos en el marco del relato “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina” de la colección de relatos titulada ¿Por qué…?: Cuentos negros de Cuba, de la autora cubana. Por ende, este trabajo investiga la temática mítico-simbólica del relato antes mencionado en relación con la polaridad fertilidad/sequía, la cual permea en su mayor parte la cuentística de Lydia Cabrera, con la intención de analizar la relación entre los personajes del cuento y las aguas, o su carencia, y la influencia de las mismas en sus propios destinos, acarreando, en consecuencia, la salvación o la muerte.

            Desde tiempos inmemoriales la humanidad ha escuchado decir que el agua, como el amor, es esencial para sustentar fuerzas vitales como lo son la fertilidad y la creatividad; sin agua el mundo material tanto como el psíquico se convertirían en áridos desiertos, reminiscencias del conocido mito de la tierra baldía. Mitos como el del Santo Grial y el de la huida de la Gran Madre, o Diosa, del lugar que desde entonces se conoce como el desierto de Arabia, están ligados al mito inicial de la tierra baldía, devastada e infértil; en 1922, T.S. Elliot revitaliza el mito con su poema épico The Waste Land; la obra del mexicano Juan Rulfo se desarrolla siempre entre las piedras y las grietas de un Jalisco fantasmagórico, seco y polvoriento. Aún más, hoy día, como para colmar la copa, vivimos bajo la constante amenaza de una catástrofe universal que podría destruir el planeta si no comenzamos a comportarnos ecológicamente responsables. Sequías, diluvios, inundaciones, guerras, pudieran ser los posibles instrumentos del destino. La tierra sin agua, por ejemplo, se agrietaría, se secaría, y toda vida en ella ─hombres, plantas y animales─ se acabaría. Por ende, el mito, y sus consecuencias, de un mundo devastado y estéril sigue vigente, como lo atestan algunos de los cuentos de Lydia Cabrera, lo cual veremos a continuación.

            Los pueblos primitivos, como los antiguos, ven la vida orgánica como ejemplo por excelencia de lo que consiste la fertilidad terrena: plantas, vida animal, incluyendo la humana. La sequedad, o sea la falta de fertilidad aparece entonces como el principio contrario a la vida orgánica, siendo entonces, en cambio, la expresión del clima anímico; o sea, la sequedad es símbolo de la verdad existencial: todos debemos morir, todos debemos transcender. En consecuencia, las filosofías ancestrales y las primitivas tienen sus respuestas para este paso que es la muerte, la destrucción orgánica; en dichas filosofías todo tiene un principio y un final, es lo correcto, es lo lógico, Rudolf Steiner dice al respecto:

 

Transformar al ser en un no ser infinitamente superior, tal es el fin de la creación del mundo. El    proceso universal es un perpetuo combate… que sólo acabará con el aniquilamiento de toda existencia. La vía moral del hombre consiste, pues, en tomar parte en la destrucción universal.[1]

 

            Los humanos, y en el caso de los cuentos folklóricos aún los animales, en su infinita curiosidad, altanera rebeldía ante la muerte y testaruda incredulidad ante lo inevitable, deben preguntarse a través de los siglos ¿por qué esto tiene que ocurrir?, ¿por qué debemos morir?, y es allí que los relatos afrocubanos de Lydia Cabrera proveen algunas explicaciones satisfactorias a tan difícil pregunta.

            Un gran ejemplo del tema de la tierra baldía en la obra de Cabrera es el cuento “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina”, por el cual somos testigos de la pérdida del Paraíso africano. En este relato no son Adán y Eva los culpables, es la tierra misma, presuntuosa y envidiosa, perdida toda noción de humildad, quien precipita la ira del dios Obá-Olorún, padre del cielo y de la tierra, perdiendo por ello la felicidad a la que ella y todas las criaturas hasta ahora han tenido acceso.

            Se nos dice que, por razones de orgullo, la tierra se ha envanecido y se pretende mayor y más poderosa que su hermano el cielo. Con altanera insolencia la tierra le dice a Obá-Olorún:

 

Soy la base; el fundamento del Cielo. Sin mí se derrumbaría, no tendría mi hermano en que apoyarse… ¡Yo lo contengo todo!; ¡todo sale de mí! … ¡Soy sólida! … Él, en cambio no tiene cuerpo, es vacío enteramente… aires, nubes, luces. ¡Nada, nada, nada! Pues [que] considere cuánto valgo más que él (75).

 

            Con anterioridad, Obá-Olorún, en su divina sapiencia, ha decretado que el cielo protegerá y velará sobre la tierra y que la tierra a su vez le obedecerá y trabajará bajo su tutela; ahora, ante tal despliegue de irrespetuosidad, el dios, sin cólera pero con desprecio, castiga la tierra, ordenando al cielo, con un signo de su mano, que se aleje de ella. El cielo así lo hace, separándose de la tierra a una “inconmensurable distancia” (75). Sólo Iróko, la ceiba,[2] árbol bendito de los dioses, recoge las palabras no dichas de Obá-Olorún, y al meditar en ellas, su corazón se estremece presintiendo el horroroso porvenir que amenaza a toda la creación. Iróko entonces llora, en “hondo duelo” (77), porque hasta ese aciago día:

 

se vivía alegremente; se moría sin dolor. Males y quebrantos eran desconocidos… La desgracia   no era cosa de este mundo; por un tiempo sin crueldad ─por aquel tiempo que nadie vivió y todos añoran─ animales y hombres suspiran todavía… aún no había palabras para la turbación y la   ansiedad… no se sabía ofender (76, 78).

 

            Además, siempre en referencia a la importancia vital de las aguas, el relato explica que “entonces las aguas eran todas potables, caudalosas, más inofensivas; claras, mansas, llenas de virtudes. Y todas, por las fauces abiertas del sol, subieron al cielo, y éste las guardó en un abismo” (78). Sin embargo, aunque la tierra pide perdón por su irrespetuosa conducta, el cielo, implacable, sigue reteniendo las aguas. Para entonces, la tierra resentida es como un desierto de “polvo infecundo” (79), casi todos los animales se han muerto, y los hombres van por el mismo camino, esqueléticos por no comer ni beber.

            Como podemos ver, el castigo del dios Obá-Olorún no viene, como en la tradición cristiana, en forma de diluvio universal; por el contrario, el creador envía una gran sequía, que arrasa con todo lo viviente. Junto con la sequía “la fealdad [llega] al mundo. Fue entonces cuando se incubaron y nacieron todas las desgracias, todos los horrores. La palabra se hizo mala” (79). La gente se muere ahora sin el descanso “de una noche cuya dulzura [nunca termina]” (79).

            Sólo se salvan los que se refugian en Iróko, la ceiba divina, quien como árbol sagrado de los dioses yorubas, hace las veces de protectora en este relato. No olvidemos que la ceiba, junto con la palma real, es trono del dios Changó, y es considerada por los creyentes afrocubanos como el árbol sagrado por excelencia: “Sus ramas poderosas protegieron a los que se abrazaron a su sombra, y a su amparo resistieron el tremendo castigo de Olorún” (79).

            Todos los seres de la tierra que están bajo el amparo de Iróko ofrecen al creador el primer sacrificio propiciatorio en nombre de toda la tierra. Sin embargo, ahora hay que llevarlos hasta el cielo que se ha alejado de la tierra a una distancia descomunal; sólo un ave podría llegar a él. Primero va el tomeguín, luego el pitirre,[3] y muchos otros; ninguno logra llegar, se les queman las alas, se les paraliza el corazón. Todos regresan a la tierra sin cumplir su misión.

            Entonces, Kanákaná, el repugnante buitre, conocido en Cuba como aura tiñosa, ante el desprecio e incredulidad de todos, se ofrece a llevar la ofrenda al cielo. “Sin embargo, [es] este pájaro astroso y pestilente la última esperanza. Y Kanákaná [parte] llevando la súplica de la tierra la que, no confiando en ella, se [cree] perdida” (80-81).

            Y allí en el cielo, Kanákaná lanza al viento las súplicas de la tierra: “Eyeli agoggoún Kulo / Agguó agoggoún Kulo / Eyelé cagguó achai eyele Kagguó aoudi / Ayangrete aya…” (81), lo que significa en yoruba, “¡Oh Cielo, la Tierra me envía a pedirte perdón! / ¡Señor, la tierra ha muerto…! / ¡Todos hemos muerto!” (81). El cielo lo oye, escuchando en su voz las plegarias de la moribunda tierra, y la perdona, gracias a la oportuna intervención de Kanákaná.

            ¿Y quién es Kanákaná, mal oliente aura tiñosa de la fauna cubana? El aura,[4] llamada también gallinazo, zopilote o buitre en otras regiones, lleva el nombre de Saura y Mayimbe-Ensuso entre los congos de Cuba; sin embargo, para los lucumís[5] cubanos el aura lleva el nombre de Kanákaná. Es sabido que el aura tiñosa es un ave voraz y repugnante, que se alimenta de desechos y de animales muertos; su plumaje es negro y su cabeza es pelada y roja. No obstante, esta ave posee la cualidad de poder volar a gran altura con un vuelo majestuoso y pausado. En las creencias africanas Kanákaná es considerada como un pájaro sagrado, ya que, como nuestro relato atesta, fue mensajero de los hombres ante el creador ─Olofí, Obá Olorún─ y por lo tanto, desde entonces, es objeto de veneración.

            Y entonces, ¿cómo perdona el cielo a la tierra en este augusto relato de Cabrera? Lo hace a través de las aguas, aguas purificadoras, que hasta el momento del perdón siguen escondidas en un abismo del cielo:

 

Las criaturas vieron llenarse de nubes los cuatro ángulos del cielo y oyeron croar las ranas líquidas que venían en las nubes o que resucitaban, invisibles, en el polvo muerto. Rodó el agua estruendosa de los abismos en que había permanecido estancada y descendió en inmensas cataratas las pendientes del cielo mucho antes de derramarse sobre la tierra (81-82).

 

            Cae, entonces, el diluvio, lluvia torrencial sin tregua que “[forma] un lago profundo que [cubre] la tierra en toda su extensión” (82). El lenguaje de las aguas es de perdón en este relato, y verbos como “rodar”, “descender”, “derramarse”, “avanzar”, que acompañan frases como “el agua estruendosa de los abismos”, “inmensas cataratas”, “derrumbe de la lluvia” (82) trasmiten el mensaje bíblico, por lo tanto mítico, del rugir de su desbordante espectáculo.

            Cabe aquí decir que si la lluvia en sí simboliza la bendición divina sobre la tierra, la cual trae consigo la revelación, el descenso de las influencias celestiales, la purificación, y junto con ella la fecundidad y la fertilización, qué no podemos, entonces, esperar del diluvio, el que ejemplifican el poder lunar de las aguas, las cuales destruyen e inundan para sellar el final de un ciclo y a la vez anunciar la venida de otro, nuevo y generoso, porque el diluvio causa la muerte pero también conlleva la regeneración.[6]

            Otro mensaje mítico en este cuento lo traen las ranas que bajan con la lluvia, o resucitan de entre el polvo cuando el agua que cae las despierta del sueño de la muerte. Las ranas, por el contrario de los sapos, son animales lunares, por lo que pueden influenciar las aguas; son también vistas como portadoras de la lluvia, de la fertilidad y de la fecundidad. Cuando a las ranas se les describe emanando de las aguas ─como es el caso en este cuento─ ellas preconizan la renovación de la vida y la resurrección de la muerte.[7]

             Y así, en nuestro relato, “la tierra [bebe] hasta saciarse, [revive]” (82) gracias al diluvio redentor. Pero ahora, la tierra ha perdido su inocencia, su beatitud paradisíaca, para nunca “jamás [volver] a conocer la felicidad de los primeros días” (82).

            Indudablemente, en las entrañas del celebérrimo tema de la tierra baldía mora una de las variadas versiones del mito de la pérdida del paraíso terrenal. La tierra, al perder su inocencia, aunque lo desee, aunque haga ofrendas y se esmere en llevar una vida de perfección, ya no puede volver atrás; ha conocido la fealdad de vivir sin la gracia divina. En pocas palabras, la tierra ha perdido su virginidad, y no hay celestina en el orbe que se la pueda devolver. Este es el caso concreto del relato que analizamos hoy, como veremos a continuación.

            En la mayor parte de las tradiciones el paraíso se representa en forma de jardín, o una isla de abundante vegetación, o una ciudad ─como lo es la Nueva Jerusalén de la tradición cristiana─; en cualquiera de los casos el paraíso siempre simboliza la perfección original, la Edad de Oro, el centro cósmico, la inocencia prístina, la beatitud, junto con la perfecta comunión entre el hombre y Dios y todo lo viviente, como sucede en los cuentos de Lydia Cabrera que tratan sobre este tema específico. Cabrera es tan fiel al tema del paraíso que en algunos de sus escritos expresa explícitamente lo que en la mítica se conoce como La Gran Época, período en el cual el cielo estuvo tan cerca de la tierra que se le podía alcanzar tan sólo con subirse a un árbol, enredadera, montaña, o cualquier otro símbolo axial terreno. En el relato “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina”, por ejemplo, leemos: “Porque Iróko, la ceiba, hundía sus raíces vigorosas en lo más profundo de la tierra y sus brazos se entraban hondo en el cielo; vivía en la intimidad del Cielo y de la Tierra” (75).

            El paraíso en los relatos de Cabrera también asimila la versión mítica del paraíso terrenal como espacio limitado, generalmente rodeado de agua por todas partes ─por ejemplo, una isla, como lo es Cuba─, y en el cual la comunicación directa con Dios es cosa de todos los días; en el paraíso viven en perfecta armonía animales, plantas y humanos, y todos hablan la misma lengua. Por su parte, el cuento “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina” también nos ofrece un buen ejemplo de lo antes dicho:

 

Gracias al acuerdo perfecto que reinaba entre estos hermanos, la existencia había sido harto venturosa para todas las criaturas terrestres… Se vivía alegremente; se moría sin dolor. Males y quebrantos eran desconocidos… por un tiempo sin crueldad ─por aquel tiempo que nadie vivió y todos añoran─ animales y hombres suspiran todavía… Nadie enfermaba. La muerte deseable ─limpia y dulce─ se anunciaba [después de una vida larga y venturosa] con un sueño suavísimo … Nadie pensaba en hacer daño. Los elementos no habían dado el mal ejemplo. No había brujos malvados; no había plantas nocivas… Todo era de todos por igual y no había que vencer ni que   adueñarse ni que dominar… Estaban unidos el Cielo y la Tierra… El mar… era una balsa tranquila… El ratón, [era] el mejor amigo del gato (75-77).

 

            En consecuencia, la irreparable pérdida del paraíso, conocida también como la caída, simboliza la desintegración de la unidad, lo que engendra la dualidad y la multiplicidad manifiestas. Aseverando esta gran desgracia que cae sobre la humanidad, el relato “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina”, entonces, cuenta que:

 

Aquella noche… el miedo hizo su primera aparición… Al día siguiente… todos los seres vivientes se interrogaban sin darse a comprender los unos a los otros… El sol empezó a devorar la vida… Secretamente, la tierra se secaba[8] … El dolor abatió a las criaturas hasta borrar la última huella de felicidad en que habían vivido… La fealdad vino al mundo. Fue entonces cuando se incubaron y nacieron todas las desgracias, todos los horrores (78-79).

 

            Una vez perdido el paraíso, en todas las culturas mundiales se añora su vuelta, a tal punto que su retorno se convierte en el mito por excelencia de la vasta mayoría de las religiones contemporáneas. El paraíso recobrado, como acontece en la cuentística de Cabrera, es el sueño de tantas literaturas, porque trae consigo el retorno a la unidad, al centro espiritual; el ser humano ha lavado sus culpas y ha recobrado su pureza, aunque ya no la inocencia original.

            Sin embargo, recuperar el paraíso perdido conlleva el sufrir grandes dificultades, trabajos y peligros, todo lo cual simboliza el penoso viaje de regreso al centro cósmico, al estado paradisíaco. Sobre esto en “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina” se nos dice que después del diluvio la tierra “revivió; germinó, ocultó su desnudez en verde nuevo y le dio gracias al Cielo” (82).

            Por supuesto, todo lo anterior confirma hasta qué grado el mito de la tierra baldía pesa sobre los hombros de la humanidad. Paraísos como el Edén, Fairyland, Avalon, Cockaigne, Torelore, Valhalla ─cristianos o paganos─ son necesarios oasis de esperanza para el desheredado subconsciente universal; ¿cómo podemos vivir sin la esperanza del retorno a la majestuosa tranquilidad del seno paradisíaco? El alma del hombre posmoderno sería una verdadera tierra baldía sin la esperanza del retorno a la tierra de promisión. Para el exilio cubano, ese mítico paraíso que espera a sus hijos extraviados está inminentemente representado por la lejana tierra natal, Cuba. Por ende, en la monumental cuentística de Lydia Cabrera la temática del retorno se nos presenta como un mecanismo imperativo y urgente que, en más de una ocasión, tiene sus raíces en el anhelado deseo del regreso a la tierra prometida.

 

 Notas

[1] Rudolf Steiner en  Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, Barcelona: Editorial Labor S.A., 1981, p. 168.

[2] La ceiba, además de la palma real, es el árbol más característico de Cuba.

[3] Aves de la fauna cubana.

[4] Lat. Cathartes Aura.

[5] Lucumí es uno de los nombres dados a los Yoruba en Cuba. Esta voz lingüística yoruba proviene del saludo “akumí”, que se traduce como “Soy de Akú”, región del África occidental, pero en Cuba el vocablo se degenera, transformándose en “lucumí”. Véase Lydia Cabrera, El Monte, Miami, Ediciones Universal, 1992, p. 230.

[6] J.C. Cooper, An Illustrated Encyclopedia of Traditional Symbols, London: Thames & Hudson Ltd., 1978, pp. 136 y 70.

[7] Ibíd., p. 72.

[8] Las itálicas son mías, para enfatizar su relación con el mito de la tierra baldía.

Bibliografía

Cabrera, Lydia. “Kanákaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iróko, la ceiba, es divina”, en ¿Por qué?: Cuentos negros de Cuba, Madrid: Ediciones C.R., 1972, pp. 74-82.

Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos, Barcelona: Editorial Labor S.A. 1981.

Cooper, J.C., An Illustrated Encyclopedia of Traditional Symbols, London: Thames & Hudson Ltd., 1978.

Gutiérrez, Mariela A. Lydia Cabrera: Aproximaciones mítico-simbólicas a su cuentística, Madrid: Editorial Verbum, 1997.

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MARIELA A. GUTÍERREZ

Nació en La Habana, Cuba. Conferencista, crítica literaria, ensayista, investigadora y profesora. Es miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, miembro correspondiente de la Real Academia Española y profesora titular del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Waterloo en Ontario, Canadá. Fue jefa del departamento de Estudios Hispánicos (desde 1998 hasta 2005) y miembro del comité ejecutivo de los Estudios de la Mujer (Women Studies) de su universidad (desde 1993 hasta 2000). También fue miembro de la Junta Ejecutiva Nacional del Círculo de Cultura Panamericano (2002-2003) y vice-presidenta de la Asociación Internacional “Con Cuba en la Distancia” (2001-2013). Entre los premios recibidos se destacan los siguientes: el University of Waterloo’s 1993 Distinguished Teacher Award por su excelencia en la enseñanza. En 2000 el Círculo de Cultura Panamericano le otorgó el Premio al Mejor Ensayo por su ensayo “Sab, el Werther esclavo de la Avellaneda”. Es miembro del PEN de Escritores Cubanos en el Exilio desde 2001 y forma parte del comité ejecutivo del PEN desde 2009. En mayo de 2004 recibió la Medalla de Honor de la ciudad de Bagnère de Bigorre, en los Pirineos franceses por su vasta labor como ensayista y crítica en el campo de la literatura latinoamericana escrita por mujeres. En 2006 fue elegida en el Senado de la Universidad de Waterloo (miembro del Council of Ontario Universities), como representante oficial ante las autoridades federales canadienses. En 2006 también recibió el Award for Excellence in Research de la Universidad de Waterloo por sus notables obras de ensayística y crítica y sus numerosos premios internacionales y nacionales recibidos por su extensa investigación literaria. En 2008 fue galardonada por la Asociación Literaria Cultural Con Cuba en la Distancia por su vasta contribución en la investigación y en la enseñanza, con la cual ha promovido y diseminado la herencia de la cultura cubana en el extranjero. En 2009 su universidad le otorgó el Distinguished Professor Award por sus eminentes logros en las áreas de la investigación, la educación y la administración universitaria como miembro de la Facultad de Letras de la Universidad de Waterloo. En abril de 2011 le fue otorgado, en Cuernavaca, México, el nombramiento de Líder Académico por su destacado desempeño académico como profesora invitada del Instituto Tecnológico de Monterrey, México. En 2011 recibió en Miami, Florida, el Premio a la Educadora del Año 2011 de la National Association of Cuban American Educators / Asociación Nacional de Educadores Cubanoamericanos (NACAE) por sus sobresalientes contribuciones como investigadora, profesora, ensayista y crítica literaria.

La Dra. Gutiérrez es la principal especialista de la obra de la ilustre etnóloga cubana Lydia Cabrera y en los estudios afrohispánicos (principalmente Cuba). Además, hasta la fecha ha publicado ciento dos artículos y ensayos en revistas académicas, libros y colaboraciones internacionales, y ocho libros de investigación literaria, entre los cuales cabe destacar: Lydia Cabrera: Aproximaciones mítico-simbólicas a su cuentística (1997), El Monte y las Aguas: Ensayos Afrocubanos (2003), An Ethnological Interpretation of the Afro-Cuban World of Lydia Cabrera (2008) y Afro-Cuban Short Stories by Lydia Cabrera in Translation by Mariela A. Gutiérrez (2008). Ha ofrecido conferencias y ponencias a través de todo Canadá, Estados Unidos, así como en Italia, España, Francia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Rusia, Puerto Rico, Costa Rica, México, Colombia, Perú, Ecuador, Argentina, República Dominicana y Trinidad & Tobago.

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