BAQUIANA – Año XXI / Nº 113 – 114 / Enero – Junio 2020 (Cuento III)

EL PLATO SUCIO

por

 

Ana Hontanilla Calatayud


—Hoy quiero celebrar el Día de la Madre en familia; solo nosotros cinco —dijo madre durante el desayuno.

     Se hizo un silencio. Lo que en realidad estaba diciendo era que no quería que la abuela Caridad viniese a almorzar. Reprimí el impulso de desaparecer, yéndome a mi cuarto y desde la punta de los pies me empezó el hormigueo de lava que me subía cuando padre y madre peleaban.

—¿Es que seguimos en guerra y no hay comida para todos? —preguntó padre mojando un trozo de magdalena en el café.

—Comida hay. Ese no es el asunto; es que en esta casa la madre soy yo.

     La magdalena de padre se desintegró. Él recogió con la cuchara cada uno de los trozos y se los fue comiendo. Luego se levantó sin terminarse de beber el café con leche, se fue a la sala y puso el tocadiscos. La marcha militar a todo volumen me sobresaltó. Al quinto «tachúm» de los platillos madre se levantó de la mesa y llevó la bolsa de las magdalenas a la cocina. Al rato yo la seguí con la bandeja cargada y las orejas como timbales.

—Que suba la música todo lo que le dé la gana. Me da igual. Yo ya le he avisado —dijo madre llevándose el dulce a la despensa. Una vez dentro se puso a dar voces. —¡Esta es mi casa y estos son mis hijos!

     Yo metí las tazas, los platos y los cubiertos en el lavavajillas. No la oía bien por el chocar de la loza y el estruendo que venía de la sala, pero tampoco era necesario; me sabía la historia, aunque ese domingo sonase un poco distinto. Madre solía refunfuñar: «¡que esa mujer tenga que venir todos los domingos y fiestas de guardar!», «¡y además sabes que ayuda!», decía. Esa mañana repitió «¡es que no entiendo que tenga que ser ella el centro de todo!».

     Para mí la abuela no era ningún centro. Tampoco sabía cuál era ese «todo» del que madre hablaba, pero en lo de la ayuda tenía razón. La abuela jamás se ofrecía a poner el mantel ni a llevar los cubiertos, aunque solo fuera por el detalle. Ni siquiera se molestaba en disimular, más bien todo lo opuesto: se venía a mitad de mañana con sus novelas de Corín Tellado y se sentaba a leerlas. En total tendría como unas veinte. Cuando se las terminaba, lo que le tardaría unos tres meses, empezaba otra vez a leerse su colección. Como en el cole, las monjas hablaban de la importancia de la lectura, pensaba que la abuela era un modelo a imitar. A veces le sacaba otras novelas románticas de la biblioteca y las intercambiábamos.

     Madre se encerró en su dormitorio y al rato salió vestida para ir a misa.

—Si hoy viene, la monto; como que me llamo Lola— y se marchó.

     Pasado un rato padre apagó la música y se fue a buscar a la abuela, que vivía a una manzana calle abajo. A los veinte minutos regresó y el salón se impregnó de agua de violeta. Yo salí a darle un beso con mi libro de historia en la mano. Si no lo hacía de inmediato padre me echaría más tarde la bronca. Creo que en realidad lo que quería era que yo entretuviera a la abuela para irse él a disecar mariposas. Se encajó la lente en cuanto me vio aparecer.

     La abuela tenía un lunar en la mejilla derecha que, aunque luego creció hasta convertirse en una albóndiga, por aquel entonces le daba distinción. La chaqueta de terciopelo negro y las perlas acentuaban su figura ya de por sí corpulenta. También parecía tener los pies inflamados dentro de sus zapatos negros de tacón. Con ellos era tan alta como padre.

     Me preguntó qué tal me iba con los exámenes, le dije que el lunes tenía uno. Se sentó en el sofá donde madre se ponía a hacer ganchillo. Yo me senté a su lado con la sensación de que la pierna izquierda se me estaba durmiendo. Quiso saber de qué era el examen, le dije que de historia de España. Sacó una novela del bolso, Otra mujer en su vida, era el título. Me preguntó qué parte de la historia de España. Me lo pensé bien antes de contestar: todos sabíamos en casa que de la Guerra Civil no se hablaba. Titubeando se lo dije.

—Ay, bonita, de la guerra yo te podría contar tantas cosas, pero suspenderías el examen. Mejor apréndete lo que diga el libro.

     Ella se puso a leer y yo a estudiar.

     Estaba repasando el asunto de las Brigadas Internacionales cuando oí la llave de madre en la puerta, luego sus pasos en la entrada. Al ver su figura escuálida en el umbral noté que la otra pierna, la derecha, también se me había entumecido. De una mano le colgaba una bandeja de pastelillos. Se acercó a la abuela como si nada y le dio dos besos. Los lanzó a la pared, como era su costumbre. Con la llegada de madre, yo me sentí libre de la responsabilidad de seguir acompañando a la abuela. Padre estaba con las mariposas, madre se metió en la cocina y yo me fui a mi cuarto. Intenté hacer los ejercicios de libro, pero no me podía concentrar.

     A eso de la una madre empezó a dar voces.

—¡Hay que ir poniendo la mesa!

     Salí de mi cuarto sintiendo el hormigueo por las piernas. Retiré los jarrones, el candelabro y los ceniceros. Cubrí la mesa con los tapetes y encima puse el mantel de los domingos. Empecé a deambular entre el comedor y la cocina como si me hubieran dado cuerda.

     En la cocina madre pelaba las patatas, rompía los huevos, freía en la sartén. Yo saqué los platos y las servilletas y los llevé al comedor. La abuela lentamente volvía las páginas de su novela. Madre mezclaba las patatas, cuajaba las tortillas, salpicaba el fogón. Yo agarré los cubiertos y los llevé y los distribuí a los lados de cada plato. La abuela se relamía los labios con la lengua. Madre hacía la ensalada, calentaba la sopa, llenaba las jarras. Me llevé el agua al comedor y lo puse en la mesita auxiliar. La abuela susurraba los pasajes que leía. Madre sacó los plátanos, buscó las naranjas, decoró el frutero. Al agarrarlo yo sentí debilidad en las manos y casi se me cae al suelo.

     Entonces, padre apareció y se sentó a su lado. La abuela le cogió de una mano. Volví a la cocina y le dije a madre que faltaba el pan. Agarró el cuchillo. Las rebanadas cayeron una tras otra dentro de la panera al ritmo de su brazo. Iba a llevarla al comedor, pero madre me retuvo agarrándome de una manga. Acercó su rostro a unos centímetros del mío.

—Ni se te ocurra tocarle el plato a la abuela. Hoy se lo recoge ella —susurró.

     Por dentro, me puse a rezar para que la abuela y padre se separaran antes de que madre los viera tan juntitos. El almuerzo debió transcurrir con normalidad porque no recuerdo qué pasó ni de qué se habló. Padre se pondría a disertar sobre fósiles o mariposas, o nos daría alguna lección de anatomía y nosotros lo escucharíamos en silencio. La abuela se comería un plátano y diría «cuánto sabe mi hijo». Fuera lo que fuese, el caso es que no hubo gritos y madre no dio motivo a que padre estampara los pastelillos contra la pared, como yo me temía. Las piernas se me desentumecieron. En cuanto padre se terminó la fruta, se fue a echar la siesta.

—Abuela —dijo madre— ¿me podrías ayudar a llevar las cosas?

—Juana, guapa, —me dijo la abuela mientras se iba para el salón— ¿podrías ayudarla tú? Que hoy tienes que cuidarla.

     Se sentó a leer y en la cocina madre sacudía las servilletas.

—¡Es que no mueve un dedo! —Luego me recordó en voz baja— Ni se te ocurra recogerle el plato a la abuela. —Bajó tanto el volumen que no la oí y me lo tuvo que repetir dos veces— Ni se te ocurra recogerle el plato a la abuela. ¿Me oyes?

     Por las piernas me volvió el hormigueo.

     Los platos, los cubiertos y los vasos sucios fueron desapareciendo de la mesa; todos menos los de la abuela. No sé cuántos viajes hice, mientras madre más que meter las cosas en el lavavajillas las arrojaba dentro. Luego lo puso en marcha como si sobre el mantel no quedara un plato con mondas de fruta y restos de crema. Cuando terminó de barrer y fregar el suelo, cerró la puerta de la cocina y se fue a la sala. Se sentó a hacer ganchillo, aunque no en su sofá; en ese estaba la abuela. Yo hice por irme a estudiar a mi cuarto, pero la abuela me empezó a hacer preguntas.

—Juanilla, ¿qué os cuentan en el colegio de la Guerra Civil?

     No era la primera vez que después de comer la abuela me retenía; creo que no le gustaba quedarse a solas con madre. Algunas veces quería saber mi opinión sobre las novelas de Corín Tellado que me prestaba. Otras me pedía recomendaciones y yo le describía la última novela de María Luisa Linares que había leído. Esas las colocaba yo en las estanterías de mi cuarto junto a los libros de Derecho: era el único espacio donde madre y yo podíamos desplegar algo de lo nuestro. Me pedía que escogiera una y se la leyera; le encantaban las escenas románticas. Nunca antes la abuela había tenido interés por la Historia. Madre siguió haciendo ganchillo.

—Las monjas dicen que hubo muertos en los dos bandos; que todos los españoles sufrieron —contesté.

—Bueno —me dijo la abuela—, algunos españoles sufrimos más que otros.

     Yo no sabía a donde mirar. Unas moscas minúsculas sobrevolando la mesa me llamaron la atención.

—Juana —dijo madre manejando la aguja como si fuera un cuchillo, ¿sabes que mi padre estuvo dos años en la cárcel? Pasó lo suyo de frío y hambre.

—Bueno, mi Beltrán sí que se secó durante el verano metido en aquel cuchitril—dijo la abuela, sin levantar la vista de sus páginas.

—Un día mi padre me contó que los cerrojos no lo dejaban dormir y que cada madrugada oía las ejecuciones de sus compañeros desde la celda.

—Yo vi cómo la mañana de San Miguel tiraron a mi Beltrán por el balcón. Ya no se pudo poner en pie.

     Madre miraba el encaje, la abuela el libro, yo alternaba entre las dos y ellas, de vez en cuando, me miraban a mí.

—A fuera de su celda los guardias se entretenían jugando a la ruleta rusa y a mi padre le decían que a la mañana siguiente le tocaría a él.

—A Beltrán se lo llevaron a las afueras del pueblo junto a otros siete a rastras. Los mataron a todos a culatazos —dijo la abuela, levantando la vista. Miró a madre— Tu padre sobrevivió. Mi marido no.

     Yo entonces desconocía los destalles de las dos historias; no sabía cómo ni por qué a uno de mis abuelos lo mataron en la guerra y al otro no. Quise preguntarle a madre por qué al abuelo Carlos no lo mataron en la guerra, pero no me atreví. Madre bajó las manos y sostuvo el ganchillo por unos momentos sobre el regazo.

—Tuvo suerte —dijo madre, mirando a la abuela.

     Parecía haberme leído el pensamiento.

—Los ricos siempre tienen suerte —sentenció la abuela.

     Cruzó las piernas y se dispuso a leer.

     La contestación de la abuela me sorprendió porque en casa no se tiraba nada y siempre que había sobras madre nos las hacía comer. Además, yo vestía la ropa que habían llevado mis primas dos años antes. Estaba segura de que no éramos ricos y mucho menos madre que era la que insistía en aprovecharlo todo. Lo de la austeridad se lo había enseñado el abuelo Carlos.

—Las monjas nos han contado que al final de la guerra hubo menos muertos que al principio —dije pensando que esto aclararía algo la situación.

—Yo me quedé sola, con dos criaturas, y eso nadie lo cuenta —continuó la abuela.

—A mi familia se lo quitaron todo.

—No compares mi situación con la tuya.

—Nosotros también tuvimos que afrontar las consecuencias de la guerra.

—Sí, con criadas que te servían el almuerzo —dijo la abuela, siguiendo con la mirada las moscas que revoloteaban por la mesa— Sufriste como quien se pincha con un cardo.

     La abuela bajó la mirada e hizo que se concentraba de nuevo en la lectura. Pasó una página.

—Mi hijo era muy pequeño. Pero pronto se hizo fuerte… Con él te ha tocado la lotería.

—No me hagas reír, abuela, la suerte la ha tenido él con mi paciencia que le aguanto de todo—dijo madre, volviendo al ganchillo.

     Esbozó la sonrisa de triunfo que yo le conocía.

—Tengo que seguir estudiando —dije levantándome y me fui a mi cuarto.

     Allí intenté concentrarme en mi libro, pero solo pensaba en las historias de los abuelos. Al rato padre me interrumpió.

—Sal a despedir a tu abuela.

     Salí. La abuela estaba en la entrada.

—Juanilla, querida, has sido muy atenta —me dio dos besos. Luego se volvió a madre— Que pases un feliz día, Lola, gracias por invitarme. Hijo, ¿puedes llevarme a casa?

     Se fueron del brazo. Antes de volverme a mi habitación fui a retirar el plato sucio de la mesa, pero madre me advirtió.

—Déjalo ahí; que se lo recoja su querido hijo.

     Cuando padre regresó, las marchas militares empezaron de nuevo a todo volumen: desistí de seguir estudiando. Imaginaba a madre en su sofá con el ganchillo y a padre con sus mariposas en el despacho. Pasado un rato cesó la música y comenzaron los gritos.

—¿Se puede saber a qué ha venido la estupidez del plato?

—Tú y esa mujer os habéis creído que soy la criada.

     Oí los pasos ligeros de madre por el pasillo y el portazo con que se encerró en su dormitorio. Padre la siguió y abrió la puerta.

—¿Es que te has vuelto loca? ¡Mi madre ya ha hecho bastante!

     Se metió con ella y cerró de otro portazo. Los cuadros temblaron sobre la pared. Esperé a que se acabaran las vibraciones para poner mi oreja sobre el tabique.

—Y yo, ¿qué te crees?, ¿que pasé mi juventud leyendo novelas? ¡Vamos hombre! Es que siempre ha habido clases y tu madre no tiene ninguna.

—Ya salió la pija resentida. No pasa un día sin que me restriegues la clase de tu familia…y ¿se puede saber qué haces?

—¡Pues sí! Y bien orgullosa que estoy…La maleta, hago la maleta, ¿es que no lo ves? Tú, tú en cambio…, no puedes negar de dónde vienes. ¡Gañán!, que no eres más que un gañán de aldea. La delicadeza y los modales no se aprenden en la universidad.

     Padre salió al pasillo y yo me despegué de la pared. El hormigueo se había extendido desde los tobillos por las piernas y hasta las caderas.

—¡Tú y tu familia! ¿Quién te crees que eres? ¡Tu familia no es más que una panda de aprovechados!

—Para aprovechados tú y tu madre, que bien habéis abusado de mi buena voluntad.

     Madre taconeó por el pasillo. Se había puesto los zapatos de salir y arrastraba su maleta.

—Te sigue bajando los calzoncillos como a un niño. A esa mujer solo le ha faltado meterse en la cama con nosotros.

     Se oyó un portazo distante y seco. Madre se había ido.

     Al rato, padre puso una marcha militar con tal ímpetu que el disco se ralló. Los platillos repicaban atascados, cuando irrumpió en mi cuarto. Me sorprendió de pie junto al tabique. Yo tenía el cuerpo, las manos, las piernas, los pies entumecidos, todo menos las orejas, que seguían en alerta. Me quedé clavada al suelo igual que una de sus mariposas a la caja. Padre rebuscó entre los libros de Derecho alineados sobre los estantes; oí el golpe del que se le cayó al suelo; el pasar de las páginas. No me miró al salir. Seguí oyendo sus pasos por el pasillo; el cierre de la puerta de la calle; sus descenso por las escaleras.

     Poco a poco fui recobrando algo de sensación en los pies. Me dirigí al comedor. Las cáscaras de la abuela se habían secado y retorcido. Las moscas revoloteaban sobre el plato. Lo dejé donde estaba, apagué el tocadiscos y me volví a mi habitación. En algún momento debí quedarme dormida a pesar del hormigueo.

     Al día siguiente, padre desayunaba magdalenas sentado a la mesa del comedor. Ojeaba un libro, sería el que la noche anterior había estado buscando. Se fue a trabajar sin decir palabra. Cuando cerró la puerta tras de sí, lo ojeé. Era el Código Civil. En la cocina madre hervía la leche, tostaba el pan y hacía café. Se sentó a desayunar; también escribía la lista de la compra. Cuando se terminó el café, lo fregó todo. Sacó el carrito de la plaza.

     Del plato de la abuela no quedaba rastro.

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ANA HONTANILLA CALATAYUD

Nació en Madrid, España. Narradora, ensayista, conferencista y profesora titular de lengua, literatura y cultura española en la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro. Licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid (1991), Magíster en Literatura Hispánica por la Universidad Estatal de Ohio en Columbus, Ohio (1995) y un Doctorado por la Universidad Washington en Saint Louis, Missouri (2002). Coordina en su universidad el Proyecto de Estudios Afro y Latino Americano y es co-editora de la publicación literaria International Poetry Review. Sus ensayos aparecen en importantes revista especializadas como: Analecta Románica, Revista de Estudios Hispánicos, Revista Hispánica Moderna, Journal del Instituto de Estudios Hispánicos y Studies in Eighteeth Century Culture. Ha participado en diversos congresos en los EE.UU. y en el extranjero y ha impartido conferencias a nivel internacional en Alemania, Canadá, Chile, Francia y República Dominicana.  Ha publicado el libro: El gusto de la razón. Debates de arte y moral en el XVIII español (Madrid: Vervuert Iberoamericana, 2010).

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