BAQUIANA – Año XXI / Nº 113 – 114 / Enero – Junio 2020 (Cuento II)

EN MANOS DE LOS PIRATAS

por

 

Andrés Hernández Alende


El bote en que viajaba con varios desconocidos –hombres, mujeres, niños– se deslizaba, silencioso como un tiburón, por el mar Caribe, en una noche tormentosa, entre barcos fantasmas, restos de naufragios y cayos donde aún se veían, diseminadas en la arena, las palas que los piratas habían utilizado para enterrar sus tesoros. Un relámpago iluminó por unos segundos una playa cercana, a estribor, casi al alcance de la mano, donde un cofre cargado de doblones afloraba entre las dunas, junto a una calavera atravesada por un sable. Un segundo relámpago me permitió ver, a mi derecha, el castillo de popa de un barco encallado, destrozado en los arrecifes. Las olas lo batían, pero un esqueleto se sostenía aferrado al timón; hubiera jurado que aquella osamenta estaba animada, que movía el gobernalle, como si aún estuviera pilotando la nave, y advertí a gritos a mis compañeros, pero no me hicieron caso.

     Un nuevo peligro se cernía sobre nosotros: la tempestad se nos echaba encima, una negrura más intensa y una brisa helada, cargada de humedad, nos indicaban que las olas nos arrastraban hacia una profunda caverna de la costa. De pronto, mientras las tinieblas nos envolvían rápidamente, el bote cayó casi a plomo a través de la boca de la gruta. Todos mis acompañantes lanzaron un grito de horror que rebotó en las abruptas paredes de roca; ¿era el fin?

     No, nuestra odisea no había terminado. En el interior de la cueva, las aguas revueltas de la entrada se calmaron al nivelarse el fondo, y dieron paso a un remanso por el cual avanzamos suavemente hasta la boca en el extremo opuesto, que daba a una rada. Pero la calma era engañosa. No podíamos confiarnos. Presentía el peligro; en efecto, apenas nos asomábamos a la salida de la caverna, retumbaron unos truenos horribles: el estampido de la artillería llenaba el aire mientras el bote, empujado por la corriente, entraba en la bahía, frente al castillo del Morro.

     Habíamos caído en un fuego cruzado. Del lado de babor, un enorme bergantín pirata, secundado por otras naves menores, molía la fortaleza española a cañonazos. Pero los defensores no claudicaban; se oían las voces de los oficiales gritando: ¡Fuego!, y acto seguido una lluvia de plomo brotaba de las aspilleras en los muros. A nuestro alrededor caían las granadas por todos lados, levantando torbellinos de agua. Volviendo la mirada a babor, alcancé a distinguir al capitán bucanero en el puente de mando del gran navío, una figura siniestra iluminada a medias por la luna y por los fogonazos: era el mismísimo Barbanegra.

–¡Sangre de Dios! –exclamé.

     Mis compañeros me miraron con estupor, como si mi juramento hubiera sido más estruendoso que las detonaciones que nos rodeaban por todas partes.

     No había tiempo que perder: la única salvación posible era escapar de aquel infierno poniendo proa a la ciudad, y así lo hicimos. Logramos pasar, milagrosamente ilesos, entre la fortaleza asediada y la flota de la isla de la Tortuga. Otras tripulaciones piratas ya habían tomado el pueblo, pero nos escurrimos por los canales de aquella opulenta población, sometida a un brutal pillaje, sin ser notados: los filibusteros estaban tan entregados al saqueo, la borrachera y las violaciones que no advertían nuestra presencia.

     Ante nuestros ojos se sucedían las escenas de horror, con el pueblo en llamas como fondo. Mientras en la lejanía se apagaban los últimos cañonazos de la fortaleza, un incendio colosal, provocado por el descuido de unos piratas ebrios, devoraba la ciudad conquistada. Corriendo osadamente entre el humo y el fuego, los bucaneros buscaban oro, joyas, monedas, cualquier cosa de valor. Los defensores habían sucumbido o estaban presos, encadenados; a algunos los habían encerrado en las tenebrosas mazmorras del cabildo. En una plaza, un grupo de filibusteros torturaba a un burgués sumergiéndolo en un pozo y sacándolo cuando estaba a punto de ahogarse, para que confesara dónde había escondido sus riquezas; desde una ventana del piso alto de la mansión contigua, su mujer gritaba despavorida. Más adelante, un viejo pirata, con una pata de palo, sentado al pie de un puente, en la penumbra y con un cerdo atado por una correa a su vera, bebía directamente de una garrafa de ron y nos saludó alegremente cuando pasamos en el bote. Encima, sentado a horcajadas en el pretil del puente, otro bandolero también se emborrachaba a la luz de la luna; estaba descalzo y el lodo ocultaba parcialmente los hongos que le tapizaban los pies.

     Sin saber qué hacer seguíamos bogando por los numerosos canales de la ciudad, que la convertían en una especie de Venecia caribeña; para suerte nuestra, los piratas no parecían reparar en nuestra escurridiza presencia. ¿Pero adónde iríamos a parar? ¿Cuál era el final del viaje? Presas del pánico pasamos bajo un puente en llamas que amenazaba con desplomarse en cualquier instante; parecía que la ciudad entera ardía como un volcán. Al otro lado, la casa consistorial, un enorme edificio blanco, derruido a medias por los cañonazos, era escenario de un espectáculo salvaje: el propio Barbanegra, que ya había desembarcado con sus lugartenientes, presidía un macabro festín en el cual los piratas se hartaban de perniles asados al calor de las hogueras y violaban mujeres en los rincones del palacio, mientras varios verdugos torturaban a los oficiales derrotados en el gran salón del cabildo, entre cofres abiertos a pistoletazos de los cuales se desbordaban cequíes, doblones y joyas ricamente labradas. Mis desconocidos compañeros observaban la escena con ojos aterrados; a mí me hervía la sangre en las venas.

     Unos pasos más allá, la plaza del mercado se había convertido en una subasta de prisioneras. Las damas de la alta sociedad colonial eran vendidas como esclavas a una tripulación hedionda, que disparaba sus pistolas al aire para subrayar las sumas que ofrecían por las mujeres, sumas que acababan de robar a los vecinos. Al fondo de la plaza, a través de las ventanas de una mansión podía verse un episodio extravagante y risible: una robusta criada española espantaba a escobazos a un pirata enclenque y borracho. Pero al frente, muy cerca de nosotros, que desfilábamos espantados en el bote, por el canal, la visión de la venta de las mujeres entre los bucaneros acanallados era ultrajante.

     La puja adquirió una proporción descomunal cuando el mercader de esclavas hizo adelantarse a una joven elegante y pelirroja, de finísimas facciones y figura escultural, cuya aparición provocó un estallido de gritos y pistoletazos. “¡Quiero a la pelirroja! ¡Quiero a la pelirroja!”, bramaban los forajidos.

     La joven se mantenía erguida, observando a la chusma con una mirada despectiva que a la vez reflejaba su dignidad y su estoicismo. ¿Pero qué sería de ella? ¿Quién podría salvarla? Avanzando como serpientes, los piratas la rodeaban, levantando bolsas llenas de monedas de oro, con el aguardiente chorreando por sus barbas, sin escuchar las imprecaciones del mercader, que intentaba mantenerlos a raya mientras la puja alcanzaba cifras increíbles. Horrorizada, la joven pelirroja retrocedió un paso. Dos piratas se aferraban a la orla de su vestido; otro extendía la mano hacia su seno. No pude más; me puse de pie en la chalupa; mis compañeros me miraron aterrorizados, adivinando mis intenciones.

–¡Deténgase! ¡No puede hacer eso! –me gritó un hombre que iba a proa.

     Pero yo, sin hacer caso a la advertencia, y librándome de las manos de una vieja que trataba de retenerme, de un salto colosal caí en el muelle de piedra. Durante todo el recorrido por los canales de la ciudad no había dejado de preguntarme qué pasaría si saltaba a tierra e incluso había alargado la mano para tocar el malecón o los arcos de los puentes cuando pasábamos cerca. La tentación era cada vez más fuerte; no me conformaba con presenciar la acción; yo también quería participar en el torbellino de la violencia, mezclarme en la confusión de la ciudad asaltada, cruzar un par de sablazos con algún pirata, rescatar a una doncella. La pelirroja asediada, a punto de caer en las manos de la chusma, me dio el impulso que necesitaba para lanzarme a un mundo que me atraía inexorablemente.

     Al saltar al muelle la visión de la ciudad y de la misma gente que se agitaba en sus calles cambió radicalmente. Desde el bote, la batalla y el saqueo se percibían como un espectáculo, como un montaje casi teatral; ahora, en tierra, en medio de la acción, los personajes eran más auténticos y el peligro era tan real que casi podía palparse. Pero esa impresión no me detuvo; lleno de una energía insospechada, avancé hacia la joven, abriéndome paso entre los piratas borrachos a empellones y patadas. La mujer me miró con asombro y admiración; esa mirada me bastó para vencer el terror que de pronto me había sobrecogido y continuar con mi intrépida arremetida, aunque no sabía cómo un hombre solo podría vencer a esa turba salvaje.

     La vorágine del saqueo y el peligro que me rodeaba me impedían pensar con claridad; tampoco tenía tiempo para entender qué me había pasado. Estaba aturdido y de pronto la insólita realidad me provocó un mareo; todo giraba a mi alrededor. El olor a humo, a pólvora, a sudor, a alcohol y a sangre dominaba el ambiente; las detonaciones y los aullidos de la canalla eran ensordecedores; el calor del incendio se hacía insoportable. Pero los gritos de las mujeres me hicieron recuperar el sentido; de un puñetazo lancé a tierra a un pirata; al voltearme, alcancé a divisar el bote, que se esfumaba entre las tinieblas y la humareda, y las siluetas de mis compañeros, que me llamaban a gritos, aterrados, hasta que la embarcación desapareció, como devorada por las aguas del canal o tragada por la distancia.

     Un sable refulgió ante mis ojos; lo esquivé, derribé a su dueño y le quité la cimitarra de las manos. El mercader que vendía a las prisioneras intentó cerrarme el paso, pero lo aparté de un brusco empujón que lo lanzó en medio de los bucaneros atontados por el alcohol. La sorpresa era mi aliada; mi súbita aparición, como si hubiera caído del cielo, y mi aspecto insólito y mis raras vestiduras habían desconcertado a los bandidos, que torpemente intentaban detenerme. Una bala me silbó junto a una oreja, pero yo ya estaba junto a la joven pelirroja, que me tendía los brazos. De un tajo corté sus ataduras, la tomé por una mano, golpeé a un pirata en pleno rostro con la cazoleta del sable y lo lancé al suelo, con la cara bañada en sangre, y escapamos a todo correr hacia las calles más oscuras, evitando milagrosamente los disparos que nos hacía la turba.

     Huimos desenfrenadamente por la ciudad en llamas, perseguidos por los filibusteros, ya repuestos de la sorpresa, mientras, trescientos años después, otro grupo, integrado por decenas de empleados de Disney World, también se lanzaba febrilmente en mi persecución.

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ANDRÉS HERNÁNDEZ ALENDE

Nació en La Habana, Cuba (1953). Es periodista de profesión y escritor de ficción por vocación. Después de vivir varios años en España, donde trabajó en medios de prensa y en editoriales, se desempeñó como columnista, redactor y traductor en El Diario/La Prensa de Nueva York hasta 1988, cuando se trasladó a Miami contratado por el diario más importante de la ciudad. Fue columnista y editor de las páginas de Opiniones del diario El Nuevo Herald desde 1988 hasta 2018, fecha en que se jubiló. Ha publicado cuatro novelas: De un solo tajo (en versión digital en e-libro.net), El paraíso tenía un precio (versión digital e impresa en Amazon.com), El Ocaso (versión impresa y digital en Barnes & Noble y en Amazon), publicada por la Editorial Pukiyari y finalista en el Concurso de Novela de Contacto Latino 2013 y Bajo el ciclón (versión impresa en Independent Publishing House, 2017).

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