BAQUIANA – Año XX / Nº 111 – 112 / Julio – Diciembre 2019 (Opinión II)

FRANCISCO COLOANE, ¿CHILENO UNIVERSAL?

por

 

Waldo González López

 

    Francisco Coloane 245 X 290


Si bien se considera a Pablo Neruda uno de los chilenos universales, por su rica poesía —con la que trascendería más que otros de sus colegas, por su filia popular y su valiosa poesía—, el notable narrador chileno Francisco Coloane también se instala por derecho propio en esta difícil categoría. Sin duda, por la calidad de su obra, este robusto narrador, dueño de una prosa convincente por su compenetración con el habla popular, la que reflejara como pocos, es otro chileno universal, tal el lector constatará en la siguiente valoración.

   Hijo de campesina y marinero (capitán de barco ballenero), la infancia y adolescencia de Francisco Coloane (Quemchi, 19 de julio de 1910) transcurriría entre Chiloé y Magallanes, donde recibiría la educación impartida entonces en el Seminario de Ancud y luego el bachillerato en el Liceo de Punta Arenas. Aquellas vivencias cerca o junto al padre marcarían definitivamente su vida. Más tarde, el narrador confesaría:

Me crié en el mar desde la más tierna infancia; primero en botes y lanchas, y luego en los barcos que capitaneó mi padre. Sin embargo, no salí marinero; pero conozco lo que yo llamaría el alma de un barco… Fui ovejero y capataz en los latifundios de Sara Braun. Después trabajé en las exploraciones petrolíferas en Magallanes. También fui marinero, mecánico, obrero tractorista, y terminé en el periodismo. [1]

     Pero, más aun, esa praxis vital —conjugada con su labor de marino y capataz de estancias— enrumbaría su obra, valiosa y singular, en la que siempre está presente el alter ego de este, a un tiempo, sencillo y complejo narrador.

     A lo ya dicho, se suma su trabajo durante cuatro años en la Marina de Guerra Chilena; un viaje a la Isla de Pascua, en Oceanía, a bordo de la corbeta Baquedano (del que extraería material para su novela El último grumete de La Baquedano), y su labor periodística en diarios (La Nación, Crítica) y revistas (Zig-Zag), que enriquecería su tarea narradora.

     Nostálgica, esencial en su autenticidad impar y, por ello, como su autor, un tanto solitaria en la literatura austral e hispanoamericana contemporáneas, su creación es reflejo de la coyuntura vital del narrador, quien ha sido emparentado por algunos críticos con Hemingway y Melville, aunque lo veo más enrolado con el quehacer de London y Conrad, si de buscar influencias de trata.

     En su prosa, ciertamente, va a estar el propio Francisco Coloane, más claro en ocasiones, otras de una manera alegórica o simbólica, pero siempre vivo y vivificador su aliento de búsqueda afanosa en pos del hombre que identifica no menos, por ejemplo, la narrativa de London y la de Conrad, y un poco más acá, la de Horacio Quiroga, con el que tiene no pocos puntos de contacto.

     Aunque también incursionara en el teatro como actor (en las compañías de su coterráneo Enrique Barrenechea y del argentino Rullán Torres) y dramaturgo (La Tierra del Fuego se apaga, 1945), y en el cine como guionista (Si mis campos hablaran, 1947), la narrativa de Coloane es la que mejor evidencia la valía de su creación.

     A pesar de haber sido marginado por los magnates de las letras de su país, el sólido autor de Cabo de Hornos obtuvo —a propuesta de Enrique Latchman, quien siempre admiró y apoyó su obra— el Premio Nacional de Literatura correspondiente a 1964, con el voto en contra de uno de los jurados, Diego Muñoz. Muchos escritores australes pretendieron apagar el auténtico resplandor de su narrativa, preocupados por el cosmopolismo fatuo y mimético adoptado por ellos, tan ajeno a la realidad de su patria.

     En tal sentido, diría Coloane: «No he sido nunca lo que llaman un político profesional. Me he ganado la vida siempre con mis manos y mi cabeza en diferentes menesteres, donde jamás he mezclado lo uno con lo otro […]. Jamás he mezclado los asuntos políticos inmediatos a mi literatura y cuando se me ha ocurrido opinar, lo he hecho siempre con mi firma.»

     No obstante, ha sido excluido de antologías, estudios y ensayos sobre las letras chilenas por apestar a rebelde e inconforme. Esa porción de la crítica de su país no lo aceptaba por tales características de su pensar y actuar. Este Francisco Coloane es el que, acusador, blandiera décadas atrás su rechazo al hecho de que grandes latifundistas de su país —impulsores y ejecutores de las masacres de indígenas onas en los años veinte del siglo xx— son «como los poderosos de todas las épocas [que] no se manchan las manos con sangre directamente, sino que organizan indirectamente las matanzas en defensa de sus intereses». [2]

     Integrante de la Generación del 38 —en cuyas filas resalta como una de sus más importantes figuras—, tal sus colegas de promoción, Coloane trasciende el criollismo que le antecediera, avalado en una idea estrecha del significado de nacionalismo (un poco a la manera de los «novelistas de la tierra» bolivianos, peruanos…). De tal suerte, los del 38 bucean en las entrañas de la problemática austral, pero con miras a lo universal, en tanto aspectos esenciales de la conciencia social referida a la realidad de su patria. No aparece en su literatura, entonces, lo descriptivo, ni el habla particular de «tipos» por zonas («color local»), descendencia a fin de cuentas, del costumbrismo decimonónico.

     Ángel Rama denomina «realismo proletario» al de Coloane. [3] Creo que tal término, si no plenamente acertado, resulta al menos próximo, toda vez que el prestigioso crítico quiere así esclarecer uno de los rasgos distintivos de su narrativa: el estar presidida, marcada de manera raigal, por ese verismo acendrado que batalla por no escamotear nada del vasto paisaje que devela: entorno y dintorno humanos.

     Algo se ha escrito sobre sus personajes, en muchas ocasiones antihéroes: desclasados, parias, asesinos, ladrones… Y es justamente en ese submundo, en esa «devastación humana dejada por la Patagonia por el canibalismo europeo y nacional», donde el narrador hurga y excava para dar con la médula de esos seres marginados y olvidados.

     Bien en sus cuentos estancieros o marineros, el narrador muestra ese afán de viviseccionar la realidad física y psíquica de sus personajes —naturaleza y hombre— para alcanzar con su agudo escalpelo el hueso de los temas vivificantes en su prosa. Como los de London, son los suyos seres descarnados, nítidos en su absoluto realismo: hombres y mujeres que son, existen y están en sus nieves patagónicas o en sus desérticas estancias, luchando por subsistir en ese mundo otro, pues la «civilización» los ha apartado y persigue por el delito de ser desclasados y pertenecer a la más olvidada y temida clase integrada por los de abajo, parafraseando el recordado título del mexicano Mariano Azuela.

     Todo ello se explicita clara, vívidamente en sus relatos y en su novela El camino de la ballena (1962) y en sus más conocidas obras para los adolescentes —a los que dedicara parte de su quehacer—: El último grumete de La Baquedano (1941) y Los conquistadores de la Antártida (1952). La primera —con diez ediciones hasta 1965— obtendría el Primer Premio del Concurso de Novela Infantil, auspiciado por la Empresa Editora Zig-Zag y la Sociedad de Escritores de Chile en 1940. La otra —con nueve hasta 1965, sería publicada en la Cuba de 1978 por la Editorial Gente Nueva— [4] merecería idéntico Premio en el propio certamen, en 1945.

     Ambas —a pesar de su excelente acogida por el público lector austral y extranjero (El último grumete… sería traducida al inglés y publicada en la New York de 1964; en 1972 la editaría Gente Nueva)— las ignoraría la crítica chilena que sí valoró su narrativa para adultos. Tales criterios selectivos —de los que me he ocupado en otros lugares y momentos— [5] vienen de aquellos que olvidan (¿o ignoran?) a algunos de los mejores narradores de la literatura universal, quienes escribieron libros dedicados a la infancia: Daniel Defoe, Mark Twain, Jack London, Julio Verne, Selma Laguerlöff, Rudyard Kipling, Jonathan Swift y Horacio Quiroga, entre otros, como asimismo que grandes poetas, como Antonio Machado, José Martí, Federico García  Lorca, Emilio Ballagas, Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral dedicaron no pocos textos a los pequeños.

 

EL ÚLTIMO GRUMETE DE COLOANE

     Con El último grumete… —que iniciara la producción literaria profesional de Coloane— ya logra, por otra parte, ese estilo personal, uno de los más singulares de las letras australes.

     Despreocupado por lindezas estilísticas y hueros oropeles, prefiere sumergirse en contenidos esenciales, siempre atento a ese vigor expresivo que pecualiariza su formidable obra. De tal suerte, en el narrador se advierte el desapego a la vida literaria de otros colegas suyos, pues él, como London, evidencia el aliento jamás sofrenado del hombre ansioso de riesgosas aventuras que, por ello, rechaza la vida sosegada del intelectual «puro», tal gustan de autocalificarse no pocos de sus colegas que critican su narrativa por considerarla inútil, falta de elegancia, salvaje.

     En consecuencia, el propio autor afirmaría: «Confieso que escribí mi primer cuento, no por interés literario, sino para conquistar un premio que me significaba una cantidad de dinero que necesitaba.» Este deslavazado y desenfadado Coloane evidencia su desapego a las poses de otros, solo preocupados por la fatuidad y el oropel de su existencia de gabinete, donde se apoltronan para redactar sus exánimes cuentos.

     De ahí, su prosa autobiográfica y testimonial, como  reveladora del sustratum de sus criaturas que luchan por la subsistencia en uno de los lugares más sórdidos del planeta. Reflejo de esas subvidas es su literatura tenaz, agreste y desmañada, pero auténtica como pocas en el panorama de la literatura chilena contemporánea. Por ello, sus cuentos y novelas han sido calurosamente aceptados en otras latitudes, traducidos al inglés, sueco, eslovaco, danés…

     En El último grumete de La Baquedano, el autor muestra sus no escasos méritos como narrador de fondo, al abordar la historia del adolescente Alejandro Silva, quien emprende una arriesgada aventura por ir en busca de su hermano. Pero hay mucho más, porque las disímiles peculiaridades de la novela hacen de ella una significativa obra en la narrativa para adolescentes del área.

     Por su profundo dominio del mar austral —que fuera durante años travesía cotidiana de este viajero infatigable— puede el narrador entregar al lector diversos conocimientos de geografía, botánica, etnología y folclor de aquella zona fría, inhóspita, pero amada por Coloane.

     La información geográfica y botánica del novelista-marinero es gustada por el adolescente, que resulta apresado de inmediato por la amena y atractiva lectura. Si bien los datos etnológicos pueden (y suelen) enturbiar las obras de ficción por su fragosidad científica, no sucede así en el presente caso, porque Coloane no escribe un aburrido tratado sobre estas disciplinas, sino que ofrece —en instantes oportunos— apuntes, anécdotas, leyendas, ritos…

     De este modo, narra y describe características de los indios alacalufes y yaganes, casi extinguidos en ese lado del mundo, puesto que su actitud es de abierta defensa hacia estos grupos étnicos expoliados y exterminados por los piratas contemporáneos en su insaciable avidez de oro y pieles de raros animales como la nutria. Esto se acentúa cuando escuchamos las palabras del hermano de Alejandro, Manuel Silva, quien vive feliz con los yaganes desde hace tiempo y con ellos ha hecho familia, pues se casó con una indígena que le dio tres hijos. Pero oigamos qué dice Manuel a Alejandro: «Vine aquí desde Puerto Harberton. Allí los indios eran explotados canallescamente por un ex presidiario que capitaneaba una banda de buscadores de oro, crueles y desalmados.» Nos percatamos en este breve trazo del aspecto social, presente en toda la narrativa del escritor.

     Es notoria la diferenciación que, inconscientemente, establece Coloane entre este benigno aventurero y otro de muy distinta nacionalidad: el inglés Robinson Crusoe. Como contrapartida de este, Manuel no les inculca la religión a los indios, pero sí les enseña a leer, a hacer herramientas y a ser «buenos y nobles como en la sociedad más civilizada». Por ello, en medio de la tribu y con su familia, el jefe yagán ama a su pequeño grupo social: «Vivimos felices, y ya me he acostumbrado tanto a esta vida, que creo […] jamás saldré de “El Paraíso de las Nutrias”», le confiesa a Alejandro.

     En una brevísima nota final, Coloane subraya que «las costumbres, leyendas y ritos de los indios yaganes fueron recogidos en el lugar por el autor», lo que imparte la mayor autenticidad a la obra. Asimismo, con este dato, el narrador recalca el realismo caracterizador de toda su narrativa del mar, temática abordada igualmente en sus cuentos «El último contrabando», «Cinco marineros y un ataúd verde», «Rumbo a Puerto Edén», «El témpano de Kanasaka», «Témpano sumergido» y «El constructor del faro». [6]

     En su vida errante, algunas de las experiencias que más impresionaron al autor las narra tanto en esta novela y como en otras suyas. Es el caso del capítulo IX —«De Punta Arenas a “La tumba del diablo”»—, donde un indio yagán viaja helado apuntando con su inexorable índice al norte. La anécdota —misteriosa, efectiva— retorna a uno de sus mejores cuentos, «El témpano de Kanasaka». [7]

     Con una prosa sencilla y directa —en la que no falta un acertado lirismo—, Coloane nos muestra querencioso y con pleno dominio de la psiquis infantil a su héroe Alejandro, «un niño de más o menos quince años» desde su aspecto de «muchacho fuerte». Luego entrega el perfil completo del arrojado adolescente, describiéndolo «de regular estatura, delgado y nervudo, de cara pálida, nariz poco aguileña, de ojos grises, acerados, pero bondadosos y tranquilos: una cabellera color castaño claro completaba la figura de un adolescente atlético, vivaz, fuerte, pero con cierta melancolía en el brillo de los ojos».

     Y aun nos habla de la férrea decisión de Alejandro, quien revela al segundo capitán de la nave su empeño en «hacerse hombre y encontrar a su hermano» supuestamente perdido o muerto para la madre. De tal suerte, revela entereza y honestidad: otras cualidades relevantes del joven polizón, quien tras ser hallado oculto en el buque, manifiesta con resolución al oficial su firme voluntad de ser marinero de La Baquedano.

     El sensible espíritu de Alejandro no se arredra ante la dura vida del mar. Por amor a su madre viuda y por hallar al hermano mayor, se ha enrolado en la difícil empresa que, si bien en sus inicios no le resulta fácil, pronto le hará feliz. Y esta pasión por el mar —decisiva, pletórica en el narrador— le llevará a describir al adolescente en un momento culminante:

Cuando vestido de grumete, con su pequeño gorro blanco de faena, subió a cubierta para presentarse a sus superiores, una intensa emoción lo embargaba. Se sentía marino, su gran sueño; la sangre de su padre revivía en el océano. Hinchó, orgulloso, el pecho con el aire salino, miró la esbelta proa de su buque, y se dio cuenta de que, después de su madre, lo que más amaba era la gloriosa corbeta.

     Otros elementos de certera eticidad son subrayados por Coloane, quien nunca olvida los destinatarios de su obra: los adolescentes. Alejandro es —tal los otros grumetes— respetuoso en su correcto sentido del deber, cumple las órdenes con precisión y sigue con la mayor atención el breve curso de instrucción marinera impartido en la nave. Y en su nueva y ya querida situación, se regocija con el sano espíritu de camaradería imperante en el navío, que era «como un instituto que de pronto se hubiera lanzado a navegar con su alumnado dentro».

     Cuando muere en servicio uno de sus compañeros, los muchachos experimentan en tan doloroso instante, cuando es izada la bandera, como «algo extraño» que les toca «hondo en el corazón»: el sentir de la patria. Alejandro recuerda al adolescente desaparecido y, entonces, percibe «algo nuevo» en su conciencia: la solidaridad con sus doscientos noventa y nueve compañeros y con su amada nave.

     Estos factores éticos quedarían al desgaire en una narración pobre, feble, pero el autor se vale de las características antes apuntadas sobre su lograda prosa. Está, además, su magnífico tratamiento del suspense que, balanceado —con brillantez en los capítulos V y VI—, dona mayor interés a su novela. No hay efectismos; sí, por el contrario, verismo en estos momentos de expectación que han sido extraídos —como muchas anécdotas de la obra— de la vida real del autor.

     En fin, por sus valores antes tratados, con El último grumete de La Baquedano, Francisco Coloane evidencia su solidez narrativa, por la que desde décadas atrás está inscrito en el ya no tan reducido grupo de valiosos escritores para niños y adolescentes de nuestra América.

 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

[1] Droguett Carlos: «Francisco Coloane o la séptima parte visible», Casa de las Américas, no. 107, marzo-abril 1978, p. 46. (Todas las citas del narrador pertenecen a esta entrevista.)

[2] Coloane Francisco: Cuentos (prólogo de Patricio Manns), La Habana, Ediciones Casa de las Américas, 1975, p. XX1V.

[3] En «Un chileno patagón en Montevideo», Marcha, año XXVI, no. 1229, p. 28.

[4] Eliseo Diego escribe con justeza en su prólogo a la mencionada edición  cubana de El último grumete que en los libros del narrador chileno «el idioma se vuelve transparente como un cristal para que se vean con claridad los sucesos y los personajes». 

[5] «¿Y quién escribe para los jóvenes?», en El Caimán Barbudo, II Época, marzo de 1977, edición 112, p. 21.

[6] Francisco Coloane: Cuentos, ed.cit.

[7] Incluidos en Cuentos…, ed.cit.

 

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WALDO GONZÁLEZ LÓPEZ

Nació en Las Tunas, Cuba (1946). Es poeta, ensayista, periodista cultural, crítico literario y teatral. Graduado en la Escuela Nacional de Teatro (ENAT) y Licenciado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de  La Habana, Cuba. Colabora activamente con la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Es autor de 20 poemarios, 6 libros de ensayo y crítica literaria, así como de varias antologías de poesía y teatro. En Cuba, por su continua labor poética, crítica y de periodismo cultural durante varias décadas, mereció numerosas distinciones, entre las que cabe destacar: el «Reconocimiento como Escritor y Crítico Literario», otorgado por  la Presidencia del Instituto Cubano del Libro, y la «Distinción por la Cultura Nacional». Desde su llegada a los Estados Unidos, en julio de 2011, ha realizado una intensa labor como participante en eventos internacionales de teatro, jurado de eventos teatrales y literarios, crítico teatral y literario y asesor de grupos escénicos. En el año 2012 fue merecedor del 3er lugar en el X Concurso de Poesía “Lincoln-Martí” en Miami, Florida, EE.UU. Colabora con diversas publicaciones, tales como el Boletín de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (Nueva York), así como en las revistas digitales Encuentro de la Cultura Cubana (España), Otro Lunes (Alemania), Palabra Abierta (California), Baquiana, Teatro en Miami  y El Correo de Cuba (Florida).

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