BAQUIANA – Año XX / Nº 111 – 112 / Julio – Diciembre 2019 (Cuento III)

CALLES CUENTA HISTORIAS

 

por

 

Víctor Celestino Rodríguez


Una tarde-noche de sosiego llanero, en el portal del corredor de la casa grande de la hacienda donde me habían invitado a pasarme unos días, absorto en la lejanía, contemplaba el paisaje. A ras del horizonte una nube gris avanzaba rauda, buscando ocultar el sol rojizo. El árbol que sobresalía aislado entre las aguas de la poza, extendía sus ramas desnudas; dándole cabida a una bandada de garzas blancas que, acomodándose como mejor podían, buscaban pernoctar. Más allá, se oía un lamento desgarrador y prolongado de un ternero, indicando que esa noche la pasaría solo en mitad de la sabana. Ese lamento lastimero penetraba lo bucólico del momento, obligándome a ponerle más atención de lo debido, rompiendo así la especie de trance donde había caído en mi contemplación y me llevó entonces a pensar que la melancolía, la angustia y la tristeza se atrincheraban en todos los niveles de vida, ya  humana, ya animal o ya vegetal y pensé también que la mayor parte de la vida de los seres de esos niveles, se les iba diluyendo en momentos más penosos que felices. Y sentí que, con todo lo que había pasado con mi vida en el año que se cumplía desde mi retorno, bien podía hacerle compañía al ternero y juntar nuestras penas y lamentos, aunque la causa de ambos fuese por motivos distintos. A lo largo de ese momento contemplativo que se iba conforme la nube atrevida se acercaba al sol rojizo y sentado en una silla de cuero curtido, observé difuminarse el paisaje, hasta alcanzar a ver cómo la noche arropaba con su manto oscuro y pesado toda aquella extensión de la llanura, y concluí que desde hacía mucho tiempo ella ya había arrojado ese manto sobre mí, hasta por dos veces. La primera, cuando tuve que salir a proseguir estudios allá lejos, en la capital, y luego, cuando me dejaste. Y no sé, pero ahí fue cuando tuve la certeza de que al paso de las horas, el lamento que emitía esa cría inconsolable no sería el único que se escucharía en la noche oscura y negrísima que envolvía toda esa región del llano abierto, pelado y solitario.

     Había llegado al poblado, un año atrás. Lo sabes. Pero también escribo para los que no lo saben y pudieran llegar a leer este relato. A mi entrada, lo percibí, tal como lo había dejado. Con sus calles cuenta-historias que mantenían  flotando en esa densidad de aire único, todos los recuerdos que dejaban aquellos hombres y mujeres que, en su momento, les correspondió vivir sus leyendas personales, llenas de emociones y sentimientos, propios de esas vivencias rurales o pueblerinas. Y tan apasionadas como las que se viven, día a día, en las áreas urbanas y, todavía más, pues los que viven en las grandes ciudades, con frecuencia, no alcanzan a empaparse de la esencia que como personajes dejan suspendidas, porque nunca vuelven a pasar por el mismo sitio, para así impregnarse otra vez de esas vivencias. El ambiente se llena paulatinamente de todo lo que se vive al grito de esas emociones que manifiestan los seres vivientes, incluyendo plantas y animales; pero es el humano el que puede revivirlas una y otra vez, recogiendo la estela de momentos idos que dejó a su paso.

     En las zonas extendidas de los pueblos provincianos, las andanzas de vida quedan flotando y parecieran reagruparse en las madrugadas cuando la bruma las hace descender para contarlas, susurrándole al oído, a todo aquel que se aventure a salir en esas horas abandonadas por esas calles íngrimas y solas o por la sabana abierta que los rodea, porque el hombre de campo también siente estas voces desde el sonido del silencio profundo en esos terraplenes desolados, cuando trajina por el monte. Será tal vez por eso que el peón de finca tiene fama de taciturno y melancólico, y eso se manifiesta más cuando, quieto y abstraído, se queda así con un pie sobre la alambrada de los corrales, con la mirada fija en el horizonte colgado hasta lo más lejos. Hasta donde la vista pudiera alcanzar, imaginando quizá que la tierra abierta y plana, como una lengua seca estirada al sol, era para que la ocupara más gente; mientras que los terrenos de las ciudades casi no podían soportar el peso de tanta gente aglomerada en unos espacios muy reducidos para moverse. Para vivir.

     Todo eso lo había comprobado a mi retorno. Porque si bien había salido a proseguir mis estudios a nivel universitario, y para ello tuve que emigrar a las áreas urbanas, pues el poblado no contaba con extensiones universitarias, siempre tenía presente aquello que me ligaba a mi mundo rural, tanto que, cuando me llegaban las vacaciones escolares, en el trayecto que hacía de regreso, mi equipaje de viaje iba sobrecargado por la ansiedad de poner un pie en esas callejas maceradas de antigüedad. Pero esa mochila de recuerdos se me fue almacenando en algún rincón de la mente, aplastada por otros momentos de reciente data al paso de los años de estudios y la necesidad de trabajar y ahí me entregué por completo a la vorágine urbana, dejando de lado mi perfil pueblerino que me identificó hasta mi adolescencia.

     Los primeros días de mi retorno fueron los más duros, entre otras cosas, porque tuve que alojarme en el hotel, el único hotel del villorrio, ya que la casa paterna, la casa vieja donde se habían sucedido varias generaciones, la casa donde mis padres vivieron hasta el final de sus días, había sido vendida y el dinero que me tocó en suerte, cuando se hizo la repartición entre los herederos cercanos y lejanos, desapareció, como volutas de humo dentro de una masa de aire pesada y, lo más triste, al poco tiempo fue demolida, para dar paso a una construcción más moderna, pero sin el espíritu alegre que la identificó, desde que mi bisabuelo la construyó cuando la primera generación llegó para instalarse y montar una botica, hasta quedarse definitivamente. Ellos fueron los primeros preparadores de remedios  que instalaron un local de expendio de medicinas, para curar los males que diezmaban a una población rural que no llevaba las más elementales normas de higiene, desconociendo tal vez que en las aguas estancadas de las charcas y lagunas se asentaban los enemigos de la salud.

     Así fueron conocidos mis parientes más lejanos en el tiempo familiar. Esas sombras perdidas, esencias de esos viejos ocupantes debieron de haberse sentido desorientadas, cuando los zaguanes trillados en sus recorridos nocturnales fueron derrumbados, para dar paso a corredores cerrados entre rejas que por ser nuevos no albergaban momentos de experiencias vividas y no tenían las costras formadas de correrías personales de los difuntos familiares. Esos fueron los recuerdos que más me hincaron, cuando se me despertaron al hacer mi entrada al poblado. Con el paso de los días traté de ponerme al corriente de los hechos más recientes sucedidos con los contertulios de mi generación, que no eran muchos, pero donde me entretuve más fue preguntando a los más viejos de los que quedaban menos aún, pero que todavía conservaban la rutina de salir a la plaza central después de la faena diaria en sus pequeñas fincas aledañas a la periferia, acerca de esas costumbres asentadas en la memoria como, por ejemplo, la entrada de las lluvias que motivaban un cambio de conducta que se mostraba en el campesino.

     Aquellos hombres rústicos vivían  de conocer y aun de anticipar el menor movimiento que se produjera en el ciclo de las aguas, pues, su supervivencia como habitantes de la región estaba ligada de manera inexorable al paso del temporal por sus campos. La cosecha de la siembra anual representaba todo el eje que se movía en un radio de acción muy limitado. Así había sido siempre y a  pesar de que mi familia no fue nunca, hasta donde tuve conocimiento, cultivadora de maíz y sorgo, igual sentía que todo aquello me tocaba lacerante en el corazón, porque el pueblo se agitaba con ese tiempo de siembra y de cosecha. Pero si la naturaleza no era benevolente en sus ciclos, entonces la incertidumbre se posesionaba en todos. Quienes éramos llaneros de vivir en el poblado asumíamos que aquellos cambios influían en el ánimo que se manifestaba apenas entraban las aguas, ya que el sentimiento afloraba a ras de la piel y eso se notaba en los hogares acostumbrados a un trato, si se quiere rudo, producto de la forma de crianza que se llevaba en los alrededores. Se sentía una sensibilidad manifiesta por las cosas rutinarias del día a día, cuando los poetas ingenuos que cantaban tonadas en sus faenas se esmeraban en demostrar que el ambiente llanero era la esencia de lo que movía la vida, entonando cánticos sencillos y rimados, para la brega, para la mujer y para la inmensidad de todo ese campo que lo rodeaba.

     Así que el invierno era un referente en el comportamiento del campesino que se movía entre esos dos cambios anuales: invierno y verano. En el invierno toda acción era un navegar por caños, ríos crecidos, pasos de canoas por sendas rebosadas de pura agua, y en el verano esos cauces se convertían en caminos polvorientos que se asentaba en la garganta del campesino que los trajinaba, pero cada noche, en esas fincas, estuviera lloviendo con cielo cerrado o se mostrara abierto, donde se asomaba una luna trashumante, el hombre de trabajo, acomodado en su chinchorro colgado en el caney del fondo, se desgañitaba contando apariciones de espantos, lucecitas que se van convirtiendo en llamarones de candela que le paran los pelos al más valiente. Al recordarlas sentía que se me despertaba un gusto dormido, un sabor escondido en el paladar por las cosas y anécdotas que alguna vez escuché.

     En la nostalgia que dejaban los recuerdos de hechos vividos intensamente pude entender que la identidad de un poblado o una aldea la hacía su gente. Si bien las casas, los ambientes y los hechos naturales le daban un perfil específico que lo marcaba, que lo hacía añorado por quienes se habían ido lejos, no es menos cierto que los eventos los fijaban sus parroquianos, los de antaño y los de ahora, porque las generaciones se sucedían y siempre había quienes venían detrás. Lo que cada quien hacía se quedaba allí, como señalando su paso y el rastro que dejaban todos los que, en mayor o menor grado, habían tenido que ver con el desarrollo y crecimiento del mismo, se notaba en el aire. Pero también flotaban en el ambiente las pequeñas cosas que dejaban sus huellas y que a veces pasaban discretamente, pero que continuaban ahí como símbolos  que seguían hablando el lenguaje de las piedras, el lenguaje de los árboles, el lenguaje de la brisa, para después irse transformando en esa esencia de la que tanto se comentaba, cuando se paseaban por el aire de las calles y se posaban en cada rincón y en cada esquina. Todas esas cosas que me recordaban mi sentir de pueblo, como reclamándome mi ausencia prolongada, me abrieron esa ventana de momentos idos.

     Supe entonces que no había sido una imprudencia el haber aceptado la proposición de trabajo hecha en la capital del estado, unos días atrás, para poner mis conocimientos profesionales al servicio del pueblo. Así transcurrieron mis primeras fechas de estadía, volviendo a revivir partidas de dominó e incorporándome al salón de billares, hasta recuperar la maestría de hacer carambolas en ese juego que creí extinguido. En eso me pasaba los primeros tiempos luego de mi retorno a mi pueblo natal, pero un día, cuando la modorra de la tarde, a la hora del burro sestear, se vio arropada por las sombras alargadas de los tejados de las casas, salí a la calle solitaria con el resplandor del sol encandilando todo el ambiente caluroso y busqué el lugar menos iluminado de la acera de enfrente, para esperar la llegada de la tarde y su brisa fresca que traía desde la llanura.

     Fue cuando ocurrió. Mirando alternativamente de lado a lado de la cuadra donde estaba el hotel, esperando con una paciencia de monje enclaustrado la brisa vespertina, te vi doblar la esquina noroeste. Venías caminando muy deprisa y al aproximarte tendrías que pasar por donde yo estaba inmóvil, como estatua de héroe. Al hacerlo, extendiste un saludo gentil, sin adornos, a mi parecer y entraste a la farmacia de la otra esquina de la cuadra. Cuando saliste, regresándote por la cuadra, como desandando los pasos, solo me dejaste un adiós susurrante que me arrugó el alma y se hizo parte consustanciada de esa atmósfera pueblerina, a la que me había referido al inicio del relato. Eso fue todo. Me bastó y me sobró tu imagen para desechar la idea de regresarme a la ciudad o a cualquier centro urbano.

     Pude entender allí mismo que mi llegada al terruño no era sólo producto de mi acuerdo para cumplir un contrato de trabajo sobre un mejor aprovechamiento de las zonas de riego y cultivo, buscando la manera de iniciar un proyecto de agricultura que ayudara a establecer el equilibrio entre el hombre y la naturaleza, sino que el llamado de la llanura para el amor también lo había sentido internamente, cuando pasaste a mi lado, arraigándose en mi alma, todavía un poco arrugada por esa primera impresión, pero presta para avivar esa flama de amor que enciende los corazones y los hace palpitar con una energía renovada. Debo confesar que me sentí flechado al instante, cuando venías caminando por la calle asoleada, con aquella cadencia que me hizo rememorar a las muchachas casamenteras de antaño, contaba mi madre, cuando salían de la iglesia con un velo cubriéndole la cabeza, en señal de respeto al misticismo religioso que también flota en los rincones ancestrales de aquellas iglesias de pueblos alejados de la vorágine de la vida urbana.

     Busqué sin reparos y sin la discreción mínima, para no poner en entredicho tu imagen inmaculada, toda la información que un desaforado e impetuoso admirador pudiera requerir y el administrador del hotel se encargó de averiguar las pocas cosas que se le escapaban y pronto tuve un informe pormenorizado de tus andanzas, hasta que conseguí una ocasión propicia para que nos conociéramos más a fondo, porque estaba seguro de que recordarías el momento cuando pasaste estremeciéndome la voluntad, aquella tarde agobiante por el grado de calor que hacía.

     Fue durante la celebración de las fiestas patronales del poblado cuando pude conocerte formalmente. Sin embargo, no mostraste ninguna reacción comprometedora al ser presentados, y ni siquiera recordabas la tarde del encuentro fortuito, dejándome un sinfín de interrogantes y angustias que revoloteaban por mi mente, como lo hacían  los pájaros cuando veían que el nido que con tanto esfuerzo habían construido, se desparramaba en mil pedazos, al caer al suelo por efecto de la brisa que soplaba en la llanura o, como se veía antes, cuando algún zagaletón travieso, le arrojaba una piedra con una resortera (china, las llamaban), para cogerles los huevecillos. Pero me sobrepuse y te pedí el honor de concederme una pieza bailable en los templetes que organizaban para la celebración, cuando la orquesta invitada entonaba una melodía adecuada a la alegría reinante en el ambiente de fiesta, y porque necesitaba, sin duda, sentir tu aliento fresco de primavera. Bueno, nunca he sabido cómo es el aliento primaveral, porque en el país solo hay dos estaciones o temporadas ambientales: lluvia y sequía, pero debe ser así como se ve en las películas, a juzgar por la risa fresca de los protagonistas, cuando corren por los parques reverdecidos en esa estación climatológica.

     Esa noche intensa, solo bailamos una melodía, ahora llego a esa conclusión y te despediste. Después, al correr los días, indagando acá y allá, me acerqué donde vivías y anduve largo rato caminando indeciso la cuadra de tu residencia paterna, paseándome de esquina a esquina hasta altas horas de esa noche y oyendo los murmullos que la bruma madrugadora de las calles de mi pueblo dejaba vagar con la llegada de un nuevo amanecer. Murmullos cansados, apesadumbrados, gastados de tanto ir y venir. Pero perseveré, y al tiempo fui tu pretendiente oficial con permiso de visitar tu casa y la sensación de ahogo que me había envuelto desde que te vi pasar quedó arrumbada en un rincón del alma, sin la menor posibilidad de desperezarse de ese letargo en que la había colocado. O eso creía.

     Durante un tiempo todo fue alegría, encanto y armonía, haciéndonos partícipes de la vivencia equilibrada que todavía quedaba en el ambiente rural y taciturno. Entrábamos a ver la función de cine, con la tía solterona de chaperona, esperando que apareciera alguna escena de poca iluminación, para tomarte de la mano. No me atrevía a más. Pero empezaste a cambiar, ya no me dejabas cortejarte y procurabas estar ocupada para evitarme, buscando cualquier excusa para dejarme plantado o sentado en los sillones de la sala de estar, largas horas, aduciendo una migraña o un malestar de vientre o una cena mal digerida o ¡Qué sé yo! Lo cierto fue que te alejaste definitivamente. Lo que pudo haberse formado en ti en algún momento, se convirtió en una animadversión hacia mí, en un rechazo total que me llamó a reflexionar y ver lo inverosímil de la situación, de lo irreal de aquella aspiración de amor, porque tus ojos se desplazaron hacia otros ambientes, totalmente diferentes al mundo de simpleza e ingenuidad que era lo que te podía ofrecer en aquel poblado tuyo y mío, pues, guardaba la esperanza de que, si llegaba a concretarse la unión, al casarnos, tendríamos  descendientes y llegaríamos juntos a viejos para morir después y así la historia de esta unión pasaría a formar parte de la esencia del resto de las vivencias del pueblo que la brisa madrugadora contaba entre susurros, cuando pasaba sacudiendo el polvo de sus calles.

     Eso era lo que quería vivir contigo en  nuestro pueblo, al que había regresado unos  cuantos meses atrás, tratando de traer algo de progreso adaptado a la tecnología adecuada para buscar mayores resultados satisfactorios. Mi trabajo, ya lo dije, era ahondar en esa relación armoniosa de los elementos de la naturaleza para insertar al humano como un miembro más de esos agentes que integran el lugar. Si bien el querer cambiar una costumbre afincada por generaciones en el comportamiento humano es una empresa cuesta arriba, no es menos cierto que, la acción del hombre en las áreas despobladas va arrinconando a los demás miembros de la naturaleza, cortándoles sus mecanismos de vida que se habían establecido desde mucho tiempo atrás.

     Ese era realmente mi trabajo. Hacer entrar en razón al hombre rural, sobre la necesidad de preservar para el futuro, para las generaciones venideras, las enseñanzas sobre su conducta. Esto lo tenía claro, y trataba de cumplir con la encomienda que se me había dado, pero las emociones humanas se desbordan cuando el sentimiento de amor es chocado con fuerza y todo se derrumbó, desde aquel momento en que comenzaste a dejarme esperando en la sala de estar de tu casa, conversando temas fútiles con tu madre y viendo a tu padre cabecear de sueño o de fastidio en su mecedora. A pesar de hacerse ya notorio tu animadversión a flor de piel apenas me veías venir, me quedé totalmente sorprendido (como todos) cuando te marchaste del villorrio una madrugada infeliz sin siquiera mandarme un preaviso o tal vez lo venías haciendo y yo no quise darme por enterado, hasta que tuve que admitir que nunca llegaste a sentir algo por mí, ni una décima parte de lo que empezó en mi fuero interno, como una chispa de una flama de amor y ni siquiera por la novedad de presumir con las otras muchachas casamenteras con alguien llegado desde lejos.

     Ahora estoy aquí, en esta finca, en el reposo de mi faena en ella, sentado en la silla de cuero curtido, y contemplando la llegada de una noche llanera, con la sensación de ahogo revivido, despojado de su telaraña y al escuchar aquel lamento de ese animalito en la sabana, al verse solo en medio de ella,  pienso que el mío, por haberte perdido o por no haberte tenido nunca, en realidad, también se habrá de oír en el transcurrir de esta noche calmada y al amanecer tendré que sacar fuerzas de mi propia flaqueza, para seguir esta cruzada por emparejar los tiempos, el de antes con el de ahora, porque el medio ambiente no tiene la culpa de lo que pueden hacer las emociones humanas cuando hay una chispa incendiaria que se anida dentro del pecho sin querer extinguirse y que, por el contrario, amenaza con provocar un fuego que se extienda incontrolable, quemando todo vestigio de llanura y todo (es lo deseable), vestigio de tu imagen.

     A lo mejor, moriré de ese ahogo revivido y obstinado. De cualquier forma, si así hubiera de ocurrir, aspiro a que mi historia desolada también se elevará en su esencia para contarse a los curiosos trasnochadores que deambulan por las calles vacías de mi pueblo en las madrugadas, porque no pienso volver a salir del medio rural al que he regresado para quedarme. No sé tú, por allá en tu auto destierro.

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VÍCTOR CELESTINO RODRÍGUEZ PÉREZ

Nació en Tucupido, estado Guárico, Venezuela (1953). Escritor y poeta. Profesor egresado del Instituto Pedagógico de Caracas. Ha publicado en edición de autor: libros de cuentos, novelas y poemarios. La editorial nacional “El perro y la rana”, publicó el poemario Poemas que alzaron vuelo. Ha colaborado en diversos periódicos y revistas digitales como The Crow Magazine y Opulix, con sede en España. La revista literaria digital El narratorio, de Argentina, publicó su cuento “La primera lucha de una tortuga marina”.  Entrevistado por el blog Visión Literaria. Ganador del Segundo Lugar del Concurso de Poesía Regional de Valle de La Pascua, estado Guárico, Venezuela. También se dedica al canto y a la difusión de programas radiales.

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