BAQUIANA – Año XX / Nº 111 – 112 / Julio – Diciembre 2019 (Cuento I)

VUELO NUPCIAL

 
 por

 

 

Gricel Ávila Ortega


Con el corazón lleno de furiosas fantasías,
                                                                                    de las que soy el amo, con una lanza de
                                                                                    hierro y un caballo de aire, errando voy
                                      el desierto.
La canción de Tomás el loco

 

Era dos de noviembre cuando Ezequiel llegó al sur de la ciudad, luego de una hora de intensa caminata. La calle lucía semioscura, los faroles crepitaban luz roñosa, a la redonda se escuchaban fugaces maullidos y se avistaban las sombras de dos hombres. Avanzó unas cuadras, sacó la lengua para catar al aire y sonrío con triunfo: era la hora apropiada. Estiró los dedos, los brazos y se acostó boca abajo para contemplar la realidad que se le extendía: cientos de hormigas cargaban a una mosca, a una cucaracha, a trozos diminutos de hojas, de panes y de cáscaras. Él se imaginaba el viaje que recorrerían los alimentos en las galerías laterales del pasadizo y suspiraba, deseoso de que existiera la posibilidad de volver a los túneles de techos abovedados, donde se deslizaría por los laberínticos pasajes, atravesaría la cámara donde dormían las larvas y arribaría a la alcoba real donde descansaba la reina.

     La afición de Ezequiel por el universo de las hormigas se originó a raíz de dos eventos; el primero tuvo lugar cuando velaron a su hermano Alfonso. Aquel día tuvo la sensación de que halaban de él. <<Ponle la muñeca en los brazos, no vaya a ser que quiera llevarse a su gemela Marcelina>>, le dijo la madre y él obedeció solícito. En el instante de colocar el juguete en el ataúd, sintió a su estómago arquearse, como si una parte de sí lo quisiera abandonar; una etérea fuerza lo atraía. Tuvo una visión: dos hormigueros, uno en el centro del pecho de Alfonso, y el otro en el ombligo de la muñeca. Vio la figura argentina del hermano penetrar en el nido erigido sobre su cuerpo; Alfonso le hizo señas para que lo siguiera por el otro pasadizo. En seguida, miles de hormigas lo cargaron a través de túneles y galerías hasta llegar al cuarto donde estaba la reina.

     La gran emperatriz roja lo vio con una mirada aviesa y Ezequiel se sintió desdichado porque no podía moverse; esos enormes ojos obscuros lo sometían con una fuerza intangible. Sería el alimento de aquel ser y no había nada que lo pudiera remediar. ¡Cómo deseó poder desmembrarla de un puntapié!; el sentimiento de matarla se incrementó cuando se le acercó con parsimonia (gozando de la impotencia de la víctima). Ella sabía que no podía moverse, pero aun así intentó gritar y los labios se le quedaron pegados.

     La gran hormiga se quedó inmóvil para saborear el bocado, luego comenzó a volar en círculo en torno al cuerpo de la víctima: ascendió, descendió, y él ya percibía que las angulares patas lo apresaban…

     << ¡Ezequiel, por Dios! ¡Hijo mío te has desmayado sobre el ataúd! ¡Pensé que Alfonso eligió llevarte a ti en lugar de la muñeca!>>, escuchó que le gritó alterada la madre, al tiempo que lo ayudaba a incorporarse y le daba a oler alcohol.

     En la segunda ocasión no pudo mentirse para apaciguar a la mente y explicarse de forma razonable aquel suceso. No pudo repetirse que fueron alucinaciones producto del dolor ante la muerte de Alfonso, o el cansancio, o el exceso de lágrimas… nada de ello fue útil ante lo experimentado al enfermar de malaria, al estar inconsciente del mundo de todos los días, sumergido en otra realidad tan sólida como la vigilia. Supo reconocer el instante en que se marchaba porque percibió que, con mayor ímpetu que en el pasado, una fuerza lo atraía. Comprendió lo absurdo de resistirse y se dejó llevar. La fuerza lo transportó a los pies de una muñeca (la misma con la que fue enterrado Alfonso). La muñeca tenía un hormiguero en el ombligo y Ezequiel fue succionado al interior de éste, pero ya no vio insectos si no galerías perpendiculares que desembocaban en unos peñascos amarillos. Abrió los ojos y avistó una bahía con exuberante vegetación, a sus pies, un mar furioso que batía las olas en los riscos. Se entretuvo mirando el enfrentamiento del agua con las piedras hasta que notó a un objeto claro ser golpeado entre los peñascos. Aquel objeto era su propio cuerpo, el cual lejos de hundirse o devastarse, continuaba intacto. Tuvo ganas de vomitar ante el asombro de mirarse a sí mismo, de mesarse los cabellos y de gritar. No hubo tiempo para tales actos emocionales debido a que se desmoronó el peñasco donde estaba parado. Su mente quedó vacía, distinguió que un espacio verde cobijaba su aterrizaje en una playa. Al tocar tierra, su cuerpo permanecía ahí, con él, quiso palparlo y fracasó: su mano era una forma gaseosa que se disipaba. Presintió que de un momento a otro se disolvería con el aire. Sin lamentarse, aceptó su destino. Se comprimió y extendió a voluntad para fundirse con la primera nube que quisiera tomarlo. Estaba equivocado, el destino aún no decidía que desapareciera. En el aire sobrevolaba la hormiga reina –esta vez de tamaño humano-; se aproximó donde reposaba su cuerpo, lo asió en sus patillas para comenzar una danza, elevándose y volando en círculos concéntricos. Fue aquí donde se eclipsó la conciencia vacía y la resignación de desaparecer para dar lugar al espanto: su cuerpo, independiente a la mente, estaba excitado como si estuviera frente a la mujer deseada y desnuda. No podía ser posible, veía a su otro yo plantarse detrás de ella. Maldijo su impotencia para frenar la cópula. ¿Acaso la conciencia podía gritar?… debía abrir la boca, ¿cuál boca?, él era inmaterial. <<No >>, gimió su alma y la playa desapareció. Tuvo la impresión de que descendía, poco a poco percibió paños mojados en la frente, abrió los ojos y vio a sus padres que lo contemplaban azorados al filo de la cama. Tres días más tarde supo que nadie esperaba que sobreviviera; inclusive su madre había iniciado los preparativos de su funeral.

     Después de aquella experiencia con las hormigas, contrario a sus predicciones, Ezequiel no las aborreció. Germinó en su mente una obsesión hacia ellas, así que utilizó todo su tiempo libre, después del trabajo, para investigar su mundo y observarlas. Consiguió un manual en la biblioteca de la calle San Juan, en éste leyó que eran insectos sociables y su organización se asemejaba a las familias; por ejemplo, las obreras debían cuidar de las larvas, de su alimentación y limpieza. En cuanto al reconocimiento de su sexo, tanto las hembras como los machos se diferenciaban porque los últimos tienen la cabeza pequeña, ojos grandes y un gran tórax. Lo que lo atrajo fue el modo de apareamiento: macho y hembra se envuelven en proceso de búsqueda; el primero busca un sitio para el apareamiento y, la segunda, otro dónde pueda formar una colonia. Cuando el macho logra su cometido, produce feromonas para atraer a la hembra. Ella acude al llamado y se inicia el vuelo nupcial o el vuelo de la cópula. Al término del apareamiento, el macho muere. La hormiga marcha enseguida hacia un nuevo lugar para empezar su familia, luego se arranca las alas y fertiliza los huevos de su elección. Al reflexionar esta información y relacionarla con su experiencia, Ezequiel pudo concluir en que, si el apareamiento de sus visiones hubiera ocurrido, los preparativos de su funeral se habrían llevado a cabo. Efectivamente, la muerte se reveló como alimaña, estuvo a punto de poseerlo y por alguna razón insospechada, se compadeció de su inocencia y no le arrebató la cereza de la vida. Así, Ezequiel se obsesionó con la idea de encontrar hormigueros, de contemplar una vez más a la hormiga reina: quería tenerla de frente en el mundo de la vigilia. Observaba hormigueros a cualquier hora del día, recorría el barrio por horas hasta toparse con uno porque tenía la esperanza de presenciar un apareamiento. Sus esperanzas fueron cumplidas. Una noche, al levantarse de la cama, escuchó un ruido sutil. Se acercó a la ventana y vio el aletear de dos hormigas que descendían y se elevaban en movimiento circulares. Los insectos permanecieron unos minutos enlazados y luego el macho cayó inerte. Pensó reconocer a la hormiga reina, sin embargo, la vista lo persuadió ya que esta especie era negra. Entonces, Ezequiel cambió sus actividades, empezó a buscarlas en las noches, convencido de que tendría mayores probabilidades de presenciar apareamientos.

*  *  *

     Llegó al sur debido a una conversación entre su madre y una amiga; ésta le confió la presencia de una peste que se había propagado en esta parte de la ciudad. <<Mire doña Manuela, se ha hecho de todo y las cínicas no se van, están en todas partes, en los muebles, en la cocina y hasta en la despensa, ¡hágame el favor! … Amanece y ¿qué veo?, un hormiguero a los pies de la hamaca, se lo juro>>. Al oír la última palabra, Ezequiel cerró los puños, victorioso. La búsqueda concluiría aquella noche, estaba seguro. En el sur ocurriría el evento del que se venía preparando desde la muerte de Alfonso.

     Tendido en la calle, presumió que en ese hormiguero no ocurriría ningún lance. Confiando en la plática de la amiga de su madre, se incorporó y caminó una cuadra. La peste era cierta, ante él se extendían treinta hormigueros dispuestos en forma triangular. Enajenado, se tragaba con la mirada el espectáculo de miles de hormigas circulando entre los pasadizos de los nidos. Frotó sus manos con ansias, se dispuso a tenderse boca abajo y perderse en la contemplación de los insectos mas una pequeña piedra golpeó su pierna; giró la espalda para ver de dónde provenía y no vio quién pudiera aventarlo. Resolvió no darle importancia, se tendió en el piso; en contra de lo esperado, fue otra vez interrumpido por un murmullo parecido al sonido enloquecedor del goteo de una llave. Ezequiel frunció el ceño fastidiado, se suponía que a esa hora respiraba el silencio. Sacudió la cabeza, trató de concentrarse en los insectos. Milagrosamente el ruido ceso, respiró aliviado, no por mucho, una piedra más grande golpeó la planta de su pie derecho. El dolor fue intenso y no pudo hacer caso omiso de lo que ocurría. Con pesar, resolvió indagar la fuente de los disturbios. Examinó a sus espaldas, enfrente, avanzó unos metros y no vio nada. Se rascó la oreja, caviló si era mejor olvidarse del asunto para volver a la contemplación, o explorar entre los recovecos de las esquinas. Otro golpe en las corvas, la rama de un árbol, lo inclinó por la segunda opción. Apretó los puños, resuelto a aplacar esas impertinencias que le impedían disfrutar de los hormigueros. En el primer ángulo de la esquina había un perro sarnoso que dormía acostado entre hojas secas; en el segundo estaba una gata que alimentaba en silencio a sus crías; el tercer rincón era sombrío, los faroles iluminaban un breve tramo del punto izquierdo. Alcanzó a distinguir sombras, eran dos exactamente. Notó que sus formas eran idénticas a las que avistó al llegar. Tres pasos al frente y una hormiga alada voló alrededor de una bombilla que enfocaba el cuadro donde se apostaban los sujetos. Decidió atravesar el umbral que lo descubriría a los ojos de los extraños. La imagen que se le tendió provocó que apretara las quijadas y que su ser se hinchara de furia. Dos marineros utilizaban a una mujer como saco de boxeo, uno la sujetaba de los brazos y el otro le propinaba puñetazos en el abdomen. La mujer tenía la cara sucia del maquillaje que se le había corrido, estaba roto el vestido, sus brazos mostraban severos moretones; imposibilitada de rescatarse a sí misma, aleteaba las piernas, ensanchaba los ojos y la boca para arrojar murmullos que enmudecían a cada golpe. Por su parte, los marineros aún no advertían la presencia de Ezequiel.

—Perra, ¿a poco crees que no me iba a enterar que andabas de puta con mi hermano Bernardo?

—Te lo dije compadre, a la primera ausencia te iba pintar los cuernos, se ve enseguidita que es bien golfa. ¿O no? —dijo a la mujer jalándole de los cabellos—, ¿te gusta andar de macho en macho?, ¿verdad? —volteó la mirada para dirigirse a su compañero—. Dele duro compadre, se lo merece.

     Ezequiel oprimió las manos. Al dirigirse a aquel rincón, había respondido a las señales azarosas que la mujer lanzó con desesperación.

—¿Quién de los dos se mide conmigo?

—¡Lárguese! —Fue la respuesta del esposo. Ezequiel torció los labios y respondió a la orden con un puñetazo en el estómago del contrario. El marinero cayó al piso y se secó la saliva que le escurrió de la boca—. Muy bien, se hará como guste.

     Ezequiel y el marinero se arrojaron uno contra el otro, la sangre salpicó el suelo. La sangre no era de Ezequiel porque él se alzaba limpio del líquido rojo, dispuesto a continuar el combate; el otro intentaba levantarse sin éxito. En el rincón, el compañero había dejado de sujetar a la desdichada y contemplaba la escena.

—No te metas compadre, yo me las arreglo con este perro.

El marinero logró pararse no sin antes desfajarse, a discreción, un puñal.

—Ven, ven, vamos a ver qué pasa, —fue el gritó del marinero para alentar a que la pelea continuara.

     Ezequiel dudó, la adrenalina de su furia había disminuido. Pensó que, indiscutiblemente, era superior a aquel guiñapo y si el enfrentamiento se extendía, podría matarlo. Él no era un matador.

—Hasta aquí, me largo con la mujer—. Respondió al marinero.

—Usted no se larga a ningún lado, ahora se aguanta.

     El marinero se le abalanzó y ambos rodaron en el piso. Entre la confusión de la tierra y las manos, vio a la hormiga que volara alrededor del farol hacía unos minutos. A pesar de los forcejeos, distinguió que era la misma que lo atormentara en sus visiones; ella sobrevolaba en círculos el puñal que el marinero blandía. Cerró los ojos, trató de batirse ante la realidad, atacarla, herirla con leves movimientos de sus manos, pero no tenía fuerzas, ya eran dos puñaladas que lo laceraban. Como en los días de la malaria, permitió que su alma se liberara del cuerpo. Al flotar, el alma se solidificó, le brotaron antenas, patillas, ojos protuberantes, epidermis ocre, al final, adquirió una forma minúscula de escasos cuatros centímetros. No era Ezequiel sino el macho de la reina que lo enganchaba para iniciar el vuelo nupcial. En el aire, mientras se apareaba, vio a los marineros huir y a su cuerpo reposar ensangrentado junto a la desmayada. Movió las antenas para despedir a la humanidad en la que vivió veintidós años, a la vez que se abría a los últimos instantes de su nueva existencia. Estiró las patillas y el núcleo de su ser se almacenó en la hembra. Un aire cálido los envolvió. La reina se desprendió y se fue volando en busca de su reino, mientras que el macho se desplomaba muerto.

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

GRICEL ÁVILA ORTEGA

Nació en Mérida Yucatán, México (1983). Licenciada en Literatura latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán, con Maestría en Literatura hispanoamericana por la Universidad Estatal de Nuevo México (New Mexico State University). Ha publicado en las revistas: Letralia (“Jonas”, “Depilación en V”, “Eterno verano”); Almiar (“Cuento en tres cartas”); Destiempos (“Populismo y la obra redentora”); Nagari (Mujer de arena, Incógnita”); Barcelona Review (“Los barcos hundidos”). Colaboradora en la antología El universo de Laura Restrepo (Ed. Taurus, 2007) con “La mímesis trágica: acercamiento a la fragmentación social”. Segunda Mención Honrosa del Concurso de Poesía Ateniense (2016).

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________