BAQUIANA – Año XX / Nº 109 – 110 / Enero – Junio 2019 (Opinión III)

APUNTES SOBRE EL TEMA DEL GUAJIRO EN EL TEATRO CUBANO

por

 

Pedro Monge Rafuls

 

Opinión - El Guajiro desconocido en el teatro Cubano pg-principal


Para José Agustín Millán, José Jacinto Milanés y Marcelo
Salinas, en agradecimiento a sus teatros. In Memoriam.

 

Comúnmente al campesino cubano se le llama guajiro. No está claro del por qué se le llama así al agrario cubano, aunque existen varias explicaciones sobre la etimología del gentilicio. Realmente, poco importa el origen de la palabra para la habilidad de la sociedad, toca tener claro que existe toda una serie de significaciones (vivenciales, sociales, morales, políticas, religiosas, psíquicas, etc.) cuando decimos “guajiro”. Enseguida pensamos en un determinado ser humano, apreciado frecuentemente como un ente folclórico. El guajiro ha sido discriminado, tal como nos lo dice el periodista, crítico cultural y dramaturgo Eduardo Robreño (1911-2001) en una de las pocas referencias que existe sobre “El guajiro en el teatro cubano” (capítulo de Como lo pienso lo digo. La Habana: Ediciones Unión, 1985). Después de mencionar los distintos gentilicios con los que se conoce al campesino cubano, escribe:

Pero es lo cierto que en La Habana y los grandes conglomerados de población como Santiago de Cuba, Camagüey, Holguín, Cienfuegos y Matanzas, en épocas ya afortunadamente superadas, se discriminaba al campesino, que es la verdadera aceptación del vocablo. (207)

     En la afirmación de Robreño llama la atención la no referencia a Santa Clara, la ciudad central más importante de Cuba, y es permisible preguntarse si se debe a algunas causas especiales, distintas a las que se encuentran en las demás grandes ciudades cubanas. Pero, sobre todo, es difícil admitir su afirmación de “épocas ya afortunadamente superadas”, impulsada por intereses políticos castristas. Al campesino, en la sociedad castrocomunista se le continúa, como siempre, discriminando, generalmente consecuencia de considerarlo poco instruido. Por si fuera poco, además del fisco abusivo que pagan, para poder sembrar y comprar, el guajiro moderno sufre abusos que no se conocen en las ciudades.

     El guajiro, según la mirada frecuente del hombre de la ciudad no ve las cosas, ni piensa, ni reacciona, igual que ellos. Los cuentos y chistes, y la mirada literaria sobre el guajiro es, salvo excepciones, estereotipada, distinta a la que se le hace a los hombres y mujeres del poblado, o de la capital. Teniendo en cuenta lo dicho, y meditando en particular sobre el tema campesino y el personaje guajiro, percibimos que no se les analiza suficientemente en los estudios existentes sobre el teatro cubano. La presencia literaria del guajiro comienza con la introducción de la idiosincrasia cubana en el momento cuando los criollos abordan la separación de la cultura, y las artes españolas. Francisco Covarrubias (1775-1850) crea un teatro nacional cuando introduce el habla, las costumbres y la música popular en sus obras, muchas veces enfocando al campesino para exaltar la cubanía. En esa creación de un estilo popular, precedente del bufo, Covarrubias se adelanta por dieciséis años a Marcela, o ¿a cuál de las tres? del español Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), quien por ser europeo, y por el repetido complejo de inferioridad latinoamericano, se lleva los laureles correspondientes a la introducción del habla y de los personajes populares en el teatro en castellano. Dándosele el crédito de ser la influencia importante en las Américas sin analizar que igual que Covarrubias en Cuba, el peruano Manuel Asensio Segura (1805-1871) establece los personajes limeños en sus obras. Entre las obras de Covarrubias se encuentran: El guajiro sofocado; La valla de gallos y El peón de tierra adentro. Por otro lado, en esa misma época, siendo casi un adolescente, el insigne poeta José María Heredia (1803-1839) se convierte en el primer dramaturgo nacional romántico en Cuba con su Eduardo IV o El Usurpador Clemente (1819), obra en la que además actuó; y también escribe obras americanistas sobre la epopeya de los habitantes prehispánicos contra los colonizadores. El importante dramaturgo (condición casi desconocida de este autor) no se limita a estas particularidades e igualmente dirige su mirada teatral avanzada al personaje del campo, estrenando en Matanzas su sainete El campesino espantado, sobre un “guatibero” que visita La Habana por primera vez. Posiblemente, Heredia, un teatrista completo, actuó en este sainete de alrededor de 1819, como hizo en sus otras obras. La mayoría de esos y otros importantes hechos del teatro se desconocen generalmente. El reconocido investigador y crítico José Juan Arrom (1910-2007), refiriéndose particularmente al siglo XIX, aunque aplica a la situación de la dramaturgia cubana de todas las épocas, ofrece una buena explicación del por qué se desconoce el teatro cubano:

El estudio de la literatura dramática cubana ha sido poco cultivado. Esa falta de interés se debe en parte a la preponderante atracción que han ejercido sobre críticos e historiadores los numerosos y brillantes poetas líricos que son galardón artístico de la bella isla. En parte se debe también a las desfavorables condiciones en que tiene que trabajar el investigador de la producción dramática. (“Introducción” Historia de la literatura dramática cubana. New Haven: Yale University Press, 1944, 1).

     Por lo tanto, no sorprende la escasa exposición sobre el Heredia dramaturgo y actor, ni debe asombrar el desconocimiento existente sobre el hecho de que José Agustín Millán (1810?-1863), José Jacinto Milanés (1814-1863), y la gran Tula (1814-1873), escribieron sobre el campo y el campesino. Aunque poco se señala, ya lo he dicho repetidamente, otros escritores del siglo XIX trataron a los campesinos en el teatro. Uno de ellos fue el habanero Ramón Vélez Herrera (1808-1896), autor de Elvira de Oquendo o Los amores de una guajira (1840). También el español aplatanado Antonio Enrique Zafra (?-1875) se preocupó del tema en el juguete cómico de costumbres cubanas, en un acto y en verso, La fiesta del mayoral (1866?).

     Muchos estudiosos y críticos alegan pobreza, en cantidad y calidad, en el teatro del siglo XIX en general. Peor si se trata del tema campesino específicamente, aunque se puede aplicar a cualquier época, lo catalogan degradantemente como costumbrista; lo que no se hace con el teatro de Federico García Lorca (1898-1936), por ejemplo. La mayoría de los intelectuales comparan la actividad teatral cubana con la existente en Europa, pensando que esa es la única forma dable para medir la originalidad, y los estilos. Situarla en esa perspectiva de desventaja alienta a desconocer la riqueza de la dramaturgia cubana, incluso desde el siglo XIX, cuando los románticos, muchos patriotas, tratan de separarse de todo lo español, y el teatro se aleja de las formas y los temas peninsulares mostrando particularidades que le permiten ser reconocido como cubano. En Una aventura o El camino más corto (1841), José Agustín Millán presenta una acción bien construida, un diálogo netamente cubano y personajes que reflejan la vida colonial, situando al campo como la referencia de localización central para la acción, que ocurre en el cafetal de don Florencio, un fanático de la botánica, en las inmediaciones de San Marcos. Las menciones a la naturaleza, al clima, y el tono familiar, doméstico, de esta comedia, permiten a los personajes moverse fuera de la ciudad como en su propio medio ambiente. La psicología de los personajes de esta obra ofrecen una variación a la concepción del campesino “primitivo”: varios son profesionales venidos de la ciudad a descansar y otros pertenecen a la clase campesina acaudalada, cuyas características no son las mismas que las del guajiro trabajador de la tierra. Un toque interesantísimo es la inclusión “del simplón” don Bonifacio, el “aprovechado” mayordomo; en este caso, en lugar de un guajiro, el simplón es un español soñando en regresar a su tierra, presentado de forma muy distinta al concepto de superioridad en la que se situaba al peninsular. En La hija de las flores o Todos están locos (1852) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, la acción ocurre en la Casa de Campo del Barón, en las inmediaciones de Valencia, y los personajes: Flora; Tomasa, la jardinera; y su marido, Juan, son campesinos. Esta comedia, considerada un drama por su autora, es una de las obras más importante de la literatura del siglo XIX en general, y de la dramaturgia en particular. Lastimosamente, por desconocimiento y por discriminación a los valores femeninos, y a los no europeos, no ha sido valorada adecuadamente por los críticos. Aunque no es el campo cubano, la Avellaneda selecciona la campiña para escribir una de sus obras de permutas: tanto en la poesía, donde la Avellaneda hace cambios en la métrica del momento, como en la dramaturgia, en la que introduce innovaciones de construcción teatral, en la forma y en el estilo, e incluso de posiciones sociales, tabúes en aquel momento. Cambios adoptados por autores españoles en épocas posteriores. Entre las innovaciones de esta obra se distingue el personaje femenino, al cual la Avellaneda le da características de heroína, hasta ese momento, en el Romanticismo, apropiadas sólo para los hombres. Con esta obra, la Avellaneda se convierte en precursora del realismo mágico, del absurdo, y con personajes y acción surrealista, se adelanta al surrealismo, concepto que ni existía en su tiempo (Ver: Teatro cubano para los escenarios. Compendio de setenta y una obras de todos los tiempos de Pedro Monge Rafuls. Editorial OLLANTAY, 2018). María Prado Mas afirma sobre esta obra: “(…) un modo de mirar la realidad adelantada a su tiempo: mezcla de barroco, neoclasicismo, romanticismo y realismo nuevo, nos parece un antecedente de Gómez de la Serna, de Jardiel, de Mihura, Tono o Ionesco” (Gertrudis Gómez de Avellaneda: Baltasar, La hija de las flores. Edición de María Prado Mas. Madrid: Publicaciones de Directores de España, 2000). De esa misma época, publicada en 1865, es Ojo a la finca de José Jacinto Milanés, una de las comedias más simpáticas de la literatura. La acción ocurre en el campo cerca de Matanzas donde, sin estereotipar, magistralmente, Milanés concibió unos personajes campesinos mañosos, pero humanos, con técnica teatral de mucha calidad, en una situación no restringida al campo sino posible en cualquier lugar donde los pícaros tratan de sacar ventajas de los que piensan son incautos.

     Y sin profundizar más en el amplio material teatral campesino del siglo XIX, pues esta crónica no es una guía de obras, saltamos al siglo XX, al cual dividimos en dos partes: AC y DC, siglas que no necesitan explicación. La primera parte comienza al principio del siglo y se extiende hasta diciembre de 1958, En esos años se agiliza un brote de cambios y experimentaciones teatrales iniciados en Europa, sobre todo después de la Primera y Segunda Guerras Mundiales. Particularizando las cinco primeras décadas del siglo veinte, en Cuba, y el resto de las Américas de habla castellana, se encuentran dos corrientes de escritura teatral fácilmente visibles. En la primera corriente, sobresalen los dramaturgos y directores de escenas imbuidos en las pautas provenientes del mundo de innovaciones europeas, donde surgieron autores como Eugene Ionesco (1909 o 1912-1994), Jacques Audiberti (1899-1965), Samuel Beckett (1906-1989), Antonin Artaud (1896-1948) y otros más, a los cuales se les atribuye el teatro del absurdo, el grotesco, el teatro de la crueldad, el surrealismo, el simbolismo, el naturalismo, el Avant-garde, y más estilos. Sin buscar, y menos profundizar, en  el teatro local, los teatristas cubanos comienzan a aplatanar las obras de los maestros alborotadores con la intención de “implantar las artes universales” y considerarse, ellos mismos, europeos y cultos. Así se ignora Falsa alarma (1949) de Virgilio Piñera (1912-1979), iniciadora del absurdo, y se acepta La soprano calva de Ionesco como inventora del estilo, escrita años después de la obra de Piñera, la cual tuvo que esperar ocho años para ser estrenada en La Habana. Por cierto, después que habían estrenado La soprano calva. También el teatro estadounidense resplandece sobre el cubano, lo que impide colocar a Palma, el personaje protagónico de El chino (1947) de Carlos Felipe (1914-1975), en el mismo lugar cimero en el cual, justamente, se ubica  a Blanche Duvois de El tranvía llamado Deseos (1947) de Tennessee Williams (1911-1983). Ni se valoran las obras de Rolando Ferrer (1925-1978) de la misma manera como se evalúan las de Eugene O’Neill (1888-1953). Siempre se contrastan colocando a las de los autores cubanos en desventaja. Incluso forzando la comparación, por ejemplo, cuando se afirma sobre la influencia de El tranvía llamado Deseo, y Blanche Duvois, sobre El chino y Palma, ignorando el dato de que ambas fueron estrenadas en el mismo año: 1947. Otra particularidad negativa presente en esta primera corriente del siglo XX, corresponde a los montajes escénicos llevados a cabo por varios grupos “innovadores” fundados para llevar las obras foráneas a los escenarios habaneros, desconociendo las piezas con que experimentaban los dramaturgos nacionales. No se ha analizado debidamente el detrimento sufrido por el teatro cubano debido a la denegación estimulada por los que podían impulsar la dramaturgia local, esperanzada en ser montada en los escenarios de la Isla. Igual culpa tienen los intelectuales que apoyaban esta universalidad foránea versus el teatro nacional.

     La segunda corriente sobresaliente en los primeros cincuenta años del siglo XX, curiosamente alternando con la primera corriente, es la de los autores preocupados por el teatro psicológico, el del tema histórico, y el que reflejaba la realidad socio-política que los rodeaba. Esta inquietud “por lo propio” los hace interesarse, algunas veces, por el campo, no necesariamente por el campesino per se como personaje teatral. El tema rural se presenta con concordada tendencia política, agresora del sistema republicano, que insiste en presentar el desalojo del campesino de sus tierras debido a la avanzada capitalista yanqui. En esas obras se multiplican, y frecuentemente se unen en la trama, los mayorales traidores a los suyos, los capitalistas cubanos vendidos a los intereses estadounidenses, y repetidamente, los militares abusadores. Los personajes campesinos de estas obras, generalmente, son sufridos, nobles, y están alertas para defender la tierra. Hay exenciones: el arqueólogo, abogado, periodista, poeta y dramaturgo Felipe Pichardo Moya (1892-1957) escribe su primera obra en 1923, Alas que nacen, farsa en verso y en un acto, con pretensiones trágicas. Sucede en Camagüey, al principio de la primera guerra por la independencia cubana cuando aparece una lechuza, señal de mal agüero, de muerte. Sin embargo, en su otra obra sobre el tema campesino, Esteros del sur (s/f), trata el mencionado característico problema político de los abusos de los poderosos; preocupándose en esta pieza por la explotación de la caña de azúcar, nuestra principal industria por años. En la obra, en verso, Jacinto Robles, uno de los personajes, se muestra partidario de destruir los cañaverales para exterminar de raíz el aprovechamiento extranjero.

     Esas desgracias campesinas, con miradas políticas que resaltan los abusos, aparecen en Las humanas miserias o La tragedia guajira (1931) de Juan Domínguez Arbelo (1909-1984), estrenada en el Principal de la Comedia. La acción, según Natividad González Freire (Teatro cubano contemporáneo: 1928-1957), “ocurre en una finca labriega del campo, presentando todas los infortunios políticos y sociales que caen sobre el guajiro y el total desamparo con que los tienen que enfrentar: el desalojo de una familia de origen mambí por una compañía norteamericana y el asedio constante de que es objeto la analfabeta guajirita por el típico rufián pueblerino”. En ese plano frecuente, se encuentran dos obras de José Montes López (1901-?): Chano (1937) y La sequía (1938). Chano es una obra en tres actos que refleja las angustias del campesino frente al latifundista. Este drama fue representado en La Habana, y en varias ciudades del interior de la isla, y logró mucha popularidad al finalizar la década del treinta. En La sequía, el autor se apoya en el horrible encarnizamiento con el que la naturaleza puede agredir al campesino. Mezclándolo con los consabidos sujetos de desgracias y abusos, el gran dramaturgo José Antonio Ramos (1885-1946) concibió El traidor (1914), una obra breve, humana,  tremebunda, de mucha fuerza, inspirada en uno de los Versos sencillos de José Martí, cuya acción ocurre en la campiña, también campo de batalla, durante la guerra de independencia. Otro importante legado de Ramos es La recurva (1939), una de las obras más humana e intensa de la literatura. Ramos, un maravilloso creador de enmarañadas tramas teatrales y personajes con psicologías capaces de confrontar ventajosamente a los creados por Ibsen, García Lorca, O’Neill, Tennessee Williams, y el resto de los considerados universales, nos presenta una familia de guajiros, en una casita en medio del campo, azotados por pasiones internas y políticas, al mismo tiempo que enfrentan el peligro del regreso de la tempestad. La recurva nos brinda la oportunidad artística, en sus modalidades de la escritura y la puesta en escena, de visualizar penetrantes estudios humanos, en sus vertientes psicológicos, sociales, políticos e históricos. En Tembladera (1916), uno de los dramas más complejos escrito sobre la identidad cubana, tanto familiar como nacional, Ramos nuevamente nos sitúa en el campo, aunque no puede catalogarse como una obra campesina, pues el tema no es el agro propiamente dicho. No es lo mismo un central azucarero ni un pueblo del interior que la vida en/de la campiña. Escrita cuando la República libre daba sus primeros pasos trata sobre la venta del ingenio Tembladera, y como los norteamericanos expropian la nueva república a través de la compra de los negocios. Oscar Valdés Hernández (1915- ) en la obra en un acto, Al Final del camino (1939) también trata el desalojo de los campesinos, pero esta vez en los Estados Unidos. Tierra mambisa,  la única obra de Gregorio Vázquez Pérez, mención honorífica en el primer concurso de obras teatrales convocado por el grupo Adad en 1947, insiste sobre el tema del desalojo abusivo. En este caso, se trata de expulsar a un sargento mambí. La lista del tema del abuso se alarga: Antonio Vázquez Gallo (1918-2007) presenta El ladrón (1950) con influencia lorquiana y lenguaje lleno de adjetivos y metáforas, según afirma González Freire. Una dramaturga, Dysis Guira (1929-1990) escribió Tierra en 1955.

     Siguiendo el designio de presentar las desgracias del campesino, encontramos a Cañaveral (1950) de Paco Alfonso (1906-1989), una de las primeras y más populares obras del teatro realista comunista. Alfonso, quien comúnmente escribió obras panfletarias en las cuales denunciaba los abusos de los poderosos, sitúa la acción en una colonia azucarera y retrata las arbitrariedades de los guardias rurales. Las situaciones son forzadas, poco creíbles. Los personajes también son inverosímiles, incluyendo a una de las mujeres más desalmada de cualquier género de la literatura cubana: la negra comadrona Regla. En una puesta durante los primeros años del castrismo. Camilo Cienfuegos (1932-1959) le pidió a Alfonso cambiar el final para que fuera completamente acorde a los intereses de la revolución.

  Antes de continuar, tengamos en cuenta que el tema del desalojo de la tierra no es exclusivamente cubano, ha sido tratado en el resto de América Latina. Dos ejemplos que sobresalen por su calidad teatral, más allá del tema que tratan son: Barranca abajo (1903?) del uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910), y El fin de Chipí González (1953) del paraguayo José María Rivarola Matto (1917-1998).

     La obra cubana de tema campesino más importante de esos cincuenta primeros años del siglo XX data de 1928, cuando Marcelo Salinas (1889-1976) escribió Alma guajira. Dividida en tres actos, subdivididos en escenas, la acción tiene lugar en la vivienda de la finca El Jobo el día del santo de Lolita. Es una historia de pasiones peligrosas, no necesariamente de amores; mundo idéntico aparece en Oklahoma, el clásico musical que es conocido universalmente por ser estadounidense, escrito en 1943, dieciséis años después de la obra de Salinas, por Richard Rodgers y Oscar Hammerstein. La magnifica obra del dramaturgo cubano presenta el mismo colorido y ambiente campesino, y ambas tratan el amor de dos hombres por la misma mujer. En Alma guajira nos encontramos el trabajo de un dramaturgo maestro que captura el rencor de la tragedia y el ritmo del lenguaje. Utilizando adecuadas técnicas teatrales, Salinas explora los límites de la condición humana a través del tema campesino. Las décimas guajiras, parte del texto, enriquecen el ritmo de esta bien construida pieza y gozaron de preferencia en el público cuando se estrenó en 1928 en el teatro Payret. Tanto fue el éxito de la obra que Gener, una marca de cigarrillos, difundió fotos de la puesta del estreno por toda la isla. Alma guajira, una obra de intensidades humanas, es indudablemente clásica, no sólo del teatro cubano sino también de la literatura dramática de cualquier otro lugar.

Guajiro I - opinión 450 W X 352 H Guajiro II - opinión 450 W X 352H Guajiro III - opinión 450 W X 352 H Guajiro IV - opinión 450 W X 352 H

     Y llegamos a DC, a 1959, cuando toda la vida política, social, cultural, moral y religiosa, de Cuba sufre cambios bruscos. La literatura, de la cual la dramaturgia es el género que se distingue por unir lo escrito y lo artístico a través de la representación, no se queda atrás en las transformaciones ocurridas después del triunfo castrista. Los escritores, preocupados por el mandato de Fidel Castro: “con la revolución todo, contra la revolución ningún derecho” se inquietan por lo que escriben, y muchas veces, por la forma en que escriben. Como es de esperarse bajo esas circunstancias, el asunto teatral campesino también sufre cambios. La preocupación deja de ser por el latifundista o el gringo adueñándose de la tierra, ahora se presenta la necesidad de ser consecuente con la nueva ideología, apuntalando el cambio positivo que, afirmaron, traía la revolución al campo; entre otras cosas resaltando la reforma agraria, y destacando la obligación de trabajar la tierra y, claro, defender la revolución. El estilo de escritura también se modifica: regularmente, a los escritores les parece que, de una forma u otra, el tema del campo hay que presentarlo de una manera teorizante. Una de las primeras obras, de aquellos años de entusiasmo, es Las vacas de Matías Montes Huidobro (1931), ganadora de varios premios, entre ellos el Premio José Antonio Ramos 1959. La obra tematiza a un ganadero que esconde sus vacas en su casa para burlar la reforma agraria. La hija del vaquero se enamora del miliciano encargado de recuperar el ganado, y sufre una conversión ideológica que lleva al desenlace de la trama. Con la misma intención de resaltar la euforia existente con la reforma agraria, la División de Arte del Ministerio de las Fuerzas Armadas presenta un programa doble: Despertar (1960) de Gustavo Eguren (1925-2010) y El drama de la tierra de Jesús Orta, poeta mejor conocido como el Indio Naborí (1922-2005). Enrique Capablanca estrena La botija y la felicidad en 1961 en el Teatro Estudio, dirigida por Roberto Blanco. Pedro se encuentra una botija y sueña en hacerse rico con el tesoro. Al final, Pedro entiende que la única riqueza es la que da la tierra con los frutos del trabajo campesino.

     Al principio de los sesentas, el camagüeyano Rómulo Loredo (1925-2002) comienza una carrera centrada en el teatro campesino. Con conocimiento del campo crea su estilo presentando características distintas a las expuestas usualmente en el teatro de guajiros. Anteriormente, por lo general, el campesino sigue su curso en la vida sin solucionar la dificultad presentada en la obra, pero Loredo los hace enfrentarse al problema que plantea en sus tramas y, frecuentemente, a solucionarlos. Siempre recreando el mundo del campo con propiedad, varias de sus obras son de profundo contexto “revolucionario”; otras, retratan el ambiente campesino sin preocuparse en reflejar el tema castrista, como Pedro Manso (1967), acomodo libre de la adaptación del español Alejandro Casona (1903-1965) de El entremés del mancebo que casó con mujer brava del Libro de los Enxieplos del Conde Lucanor de Patronio (1335) del Infante don Juan Manuel de Castilla (1282-1348). La obra, con música, se estrenó con las composiciones de Enrique Jorrín (1926-1987) e incluía  melodías como el bolero, el chotis-cha-cha-cha, la guaracha, el bolero-son, el danzón-cha y la música guajira. Entre sus obras sobresale Las mil y una noches guajiras, a la que clasifica como “Teatro montuno en dos actos” y donde desarrolla los cuentos y situaciones de un campamento cañero en 1979.

     Sin embargo, y lamentablemente, lo más importante, y lo más divulgado por la prensa y los individuos “progresistas” de las Américas y de Europa,  es el Teatro del Escambray, creado en 1968. Esta tendencia dramática considerada por la prensa y los liberales como psicológica, popular y campesina, formula, e impone a la vez, imágenes e intereses muy precisos. Se usó con el propósito de involucrar directamente al guajiro, como un arma político-social basada en la ideología castrista, para enseñarle a los campesinos de aquella zona montañosa en el centro de la isla, que debían apuntalar a la revolución luchando contra “los bandidos”, apelativo por el cual llamaban a los jóvenes que se alzaron en la cordillera central para combatir a la dictadura que reemplazó a la de Fulgencio Batista, contra la cual también habían luchado. El método de escritura y presentación envolvía al campesino directamente: se hacían entrevistas y talleres que permitían la creación de la obra colectivamente, aunque, generalmente, las obras fueron reconocidas por el dramaturgo que los dirigía, y algunas fueron adaptaciones de obras de autores “universales”. Los campesinos también actuaban en las puestas de las obras resultantes. El propósito del teatro del Escambray no apremió realmente una estética artística, fue un teatro panfletario, dirigido hacia una población determinada con un propósito muy específico políticamente. Se le catalogó como “un arma eficaz al servicio de la Revolución”. Rine Leal lo dejó bien claro doce años después de fundado el Teatro del Escambray, cuando escribió el ensayo La dramaturgia del Escambray (Editorial Letras Cubanas, 1984): “Lo que se alcanza por la acción revolucionaria es que el pueblo sea el dueño de su trabajo, y a partir del control absoluto que ejerce en el Estado convierta al teatro en su imagen artística” (40). O sea, la intención fue transformar las estructuras sociales y psicológicas del campesino cubano a través del teatro. En la década de los setenta aparecen, probablemente, las obras más sobresalientes de este colectivo teatral: La vitrina (1971) y El paraíso recobrado (1976) de Albio Paz (1936-2005); Ramona (1976) y La emboscada (1978) de Roberto Orihuela (1950). Con el transcurso del tiempo, la agrupación se abrió a nuevos temas, pero siempre en concordancia con las alternativas revolucionarias que rigen los destinos del colectivo. Al principio del nuevo siglo, el XXI, el grupo luchaba por subsistir. Hoy, en el 2018, cincuenta años después de creado, casi está desaparecido. No se puede negar que llevó su presencia a lugares del campo nunca antes expuestos al teatro, y que tuvo importancia, como movimiento teatral de la revolución, durante poco más de dos décadas.

     Mientras en Cuba, el Teatro del Escambray y algún autor independiente, trabajan el tema guajiro con interés “revolucionario”, en New York, María Irene Fornés (1930-2018) escribe Mud/Fango (1986) una de las obras más interesantes e importantes, de las que se sitúan en el campo. Con unos personajes desadaptados, Fornés captura, a través de unos campesinos estadounidenses, un ambiente cruel de la existencia humana. Una obra significativa en el teatro off Broadway neoryoquino, pero desconocida en Cuba y en América Latina.

     El tema rural parece decaer en el teatro cubano del siglo XXI. Hasta el momento no he podido localizar ninguna pieza, salvo Guajiros a caballo, que escribí en el 2016 y vio el escenario en Montevideo en el 2017, bajo la dirección de Álvaro Loureiro y la producción del dramaturgo uruguayo Dino Armas. La obra está inspirada en el robo de caballos en el campo para vender sus carnes para comer, jugando alrededor de la sexualidad frustrada, pero ardiente, de una campesina y la bisexualidad de un grupo de rancheros, centrados en un guajiro seductor. Es, posiblemente, la única obra sobre el asunto del campo escrita en los últimos años.

     ¿Ha aportado algo —cualquier cosa— el rico tema rural al teatro en particular, y a la literatura en general? ¿Han aportado algo —lo que sea— al estudio de la literatura en general, y a la valorización de la dramaturgia en particular, personajes como la hija de las flores; o Charito y el apasionado Juan Antonio de Alma guajira; o Mae de Mud/Fango; o los personajes masculinos y femeninos de ¡Ojo a la finca!; o muchos otros personajes campesinos? Lamentablemente, el teatro latinoamericano en general y el cubano en particular, es ignorado por la crítica literaria, y hasta por los mismos teatristas, habitualmente interesados, e impresionados, por lo que sucede en Europa y en los Estados Unidos, y relativamente muy poco inquietados por la producción dramática nacional, ni se diga del teatro rural al que se considera folclórico, costumbrista.  La ilusión del que escribe la presente delimitada reseña es que ayude a llamar la atención sobre la particularidad que el campo, y los personajes guajiros, han traído a la dramaturgia cubana. El tema y los personajes han enriquecido nuestro teatro a través de distintas épocas, estilos e intereses artísticos, sociales y políticos; permitiéndonos, al mismo tiempo que enriquece, entender situaciones nacionales. Todas las obras, nacidas de la realidad de la vida campesina se retornan a esa misma realidad para formar un núcleo teatral que debe ser mejor conocido por los teatristas, y mejor investigado por los teatrólogos, a partir de ciertos conceptos dramatúrgicos y artísticos fundamentales: ritual e identidad, historicidad, cultura, etc. Muchas de estas obras permiten la originalidad creativa de los actores al erigir el lucimiento que los personajes guajiros, sin estereotipos, les permiten a los directores ofrecer para el gozo de los espectadores.


Nota: Las fotos son cortesía de los archivos del autor.

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PEDRO MONGE RAFULS

Nació en Placetas, Cuba (1943). Después de vivir en Tegucigalpa, Honduras, y en Medellín, Colombia, donde estudió filosofía, se radicó en los Estados Unidos. En Chicago, co-fundó el Círculo Teatral de Chicago, el primer grupo de teatro en español del Medio-Oeste estadounidense. En 1977 fundó OLLANTAY Center for the Art, en Queens, New York, y en 1993 OLLANTAY Theater Magazine, revista bilingüe dedicada al estudio y difusión del teatro latino en los Estados Unidos, como también al teatro latinoamericano. Como dramaturgo, ha incursionado en varios estilos que van desde la comedia, la comedia de humor negro y el drama. No se ha detenido en un solo tema sino que tiene una preocupación en la situación que genera la inmigración de los latinoamericanos y la situación de los marginales en una urbe fastuosa como Nueva York. La problemática que genera el exilio cubano es otra constante en su teatro. Su teatro busca la relación directa entre las técnicas tradicionales y las nuevas técnicas que incluyen la imagen y los efectos visuales no-teatrales. Su obra Nadie se va del todo (1991) ha sido motivo de diversos estudios críticos. Ha sido publicada, aparte del español, en traducciones en alemán y coreano. En 1994 inauguró el programa “El autor y su obra” en el prestigioso Festival de Cádiz, España. Es texto de estudio en cuatro universidades de los Estados Unidos y de Valencia, España. Varias de sus obras han sido producidas Off-Broadway o en teatros regionales. Varias han sido traducidas al portugués y al alemán. Algunas de sus obras están escritas originalmente en inglés. Ha sido publicado en varias antologías latinoamericanas y españolas, y en la segunda antología de teatro latino de los Estados Unidos, de TCG, la editorial americana más importante del país. En dos antologías alemanas, una de autores latinoamericanos exiliados. Ha ofrecido talleres de dramaturgia en Guanare, Maracaibo, Barcelona y Caracas (Venezuela), así como en Cartagena (Colombia) y en distintas ciudades de los Estados Unidos, en inglés o español. Ha sido contratado varias veces por la ciudad de Nueva York para impartir talleres de dramaturgia en centros comunitarios en diversas partes de dicha ciudad. Ha sido jurado de importantes concursos teatrales (también de artes visuales y literatura) en importantes organizaciones culturales, oficiales y privadas, de los Estados Unidos y América Latina. Ha participado en los más importantes festivales de teatro y ha sido panelista de innumerables conferencias alrededor del mundo y del National Endowment for the Arts, la organización del gobierno de los Estados Unidos que, desde Washington, otorga ayuda a todas las organizaciones culturales de los Estados Unidos. Ha escrito veintiocho obras, con estilos que van desde el realista a la comedia y al surrealismo. En 1990, le otorgaron el Very Special Arts Award, en la categoría “Artist of New York”, concedido por el Kennedy Arts Center, de Washington, D.C. En el 2011 le dedicaron la Feria del libro hispana/latina de New York y, en el 2014, los profesores Elena Martínez y Francisco Soto, del sistema universitario de New York (CUNY) antologaron Identidad y Diáspora: El teatro de Pedro R. Monge Rafuls, un volumen con veinticuatro trabajos sobre su dramaturgia, por igual número de críticos e investigadores. En el 2018 salió publicado su Teatro cubano para los escenarios. Compendio de setenta y una obras de todos los tiempos. Un trabajo de exploración del teatro cubano desde sus comienzos hasta el 2016.

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