BAQUIANA – Año XX / Nº 109 – 110 / Enero – Junio 2019 (NOTICIA 4)

POLVOS DE FUEGO, DE ROBERTO CASÍN, ES UNA NOVELA RICA EN PERIPECIAS.

 

De repente, una avioneta cargada de droga se estrella en la playa y da paso a sucesos insospechados. La gente desvalija la nave —muchos sin reparar ingenuamente en el contenido— y la venganza se desencadena.

Para hacer frente a los secuestros y asesinatos llevados a cabo por encapuchados, el protagonista, don Anselmo Montero, moviliza a todos los vecinos y pone en marcha un intrépido plan.

Los acontecimientos se desarrollan, ha dicho un lector, «con un misterio creciente, que tiene el mayor mérito de todos: una narración deslumbrante, que parece venir al rescate de la vieja prosa latinoamericana».

«Un libro para ser bueno debe cautivar. La buena literatura se nutre de la fantasía», dice el autor, Roberto Casín.

Para dar vida a la trama, Casín ha creado atractivos personajes como Aristeo, un cura obcecado por las desviaciones malsanas del sexo, Indalecio, un escurridizo cuatrero, y Mariangélica, una pintoresca dueña de burdel.

¿Quién está detrás de los crímenes? Cuando logra descifrarse el secreto, se esclarece también el misterio de las pesadillas relacionadas con un enigma de siglos y que desde niño persiguen a don Anselmo.

 

A continuación, algunos pasajes de la novela Polvos de fuego:

La mañana siguiente abrió de un azul despejado y cuajada de moscas, que se fueron multiplicando hasta adueñarse de pórticos, canteros, pasillos y habitaciones. Había tantas, que ya a las diez no se podía caminar sin el temor de chocar con ellas. Don Anselmo hizo en el patio una hoguera con hojas secas para disuadirlas, y trató de ahuyentarlas a sombrerazos. Felicia prendió el radio a todo lo que daba, pero la música solo consiguió enloquecerlas más. El pueblo creyó haber quedado a merced de otra plaga pecaminosa, porque en su errático revoloteo, las moscas lo fueron atomizando todo con una fina capa como de polvos de brillantinas.

(…)

Desde que los Montero habían pasado a ser gente ilustre, los destinos de Paraíso se mantenían atados a las buenas y las malas de la familia. Carismáticos o iluminados, ellos fueron protagonistas inmanentes de las venturas y desventuras del pueblo. Cuando les iba mal, sobraban los contratiempos para todos; si les iba bien, el primero en saberlo era el cura, porque los fieles, agraciados por una fortuna que no deseaban perder iban repetidamente a orar a la capilla mayor de la iglesia con una asiduidad que era desacostumbrada en los tiempos difíciles, cuando decepcionada de los santos la gente perdía la fe.

(…)

Combatió la impureza de los vicios políticos y sociales con el fervor de un Cristo sin apóstoles, y aunque algunos lo vieron sucumbir pronto ante las mismas vilezas que antes había condenado, otros, amigos de la fama, políticos de banquete, hombres tristemente ilustres, en un diverso diapasón donde no faltaron tampoco chupatintas y adulones, lo identificaron con un Mesías venido a salvar a los grandes marginados de la historia, un vengador de libertades pisoteadas durante siglos. Tanta grandeza en un solo cuerpo llegó a transformarlo en el apoderado divino, en el fin per se. De profeta de la verdad pasó a ser la verdad misma. Y esa fue su perdición.

(…)

El crimen lo consumaron los encapuchados a la sombra de un recio almendro, a un costado de la plaza, donde el vendedor de loterías solía recuperar los alientos de su pregón de fortunas y atenuar el cansancio de las caminatas. Un artero balazo le había atravesado el cuello y perforado la yugular. Su cuerpo yacía en medio de un charco de sangre. El anuncio de su muerte desencadenó en Paraíso una febril actividad de puertas y ventanas, que se cerraron a cal y canto para impedir el acceso a nuevas desgracias, y de paso protegerse de una negra nube venida de lejos, que se detuvo sobre el pueblo y se desplomó en un diluvio desenfrenado.

(…)

Esa misma semana, en un arrebato alcohólico, el tabernero le había augurado que se moriría de viejo como las lombrices, suponiendo que el cruzamiento de sangre entre parientes podría darle mayor perpetuidad a su existencia por una infalible lógica matemática. “Llevar dos Pérez en el apellido es multiplicar por dos las expectativas de vida de uno sólo”, le dijo. Pero sólo fue una infeliz creencia, tan desafortunada como la de la esposa del fotógrafo, que sugestionada por un vaticinio del Zodíaco aguardó ansiosa el cambio radical que le anunciaban ese año a su marido tomándolo por la llegada de abundante dinero. Los dos se equivocaron y Dago se fue inesperadamente, ni más rico ni más pobre, con un imborrable gesto de asombro en el rostro que durante días dejó turbado al pueblo entero.

(…)

La mala memoria de sus despedidas traicionó otra vez al circo, que dejó olvidado a uno de los perros amaestrados. Margarito y Lucila se lo encontraron en el patio de la casa, guarecido a la sombra de una mata de plátanos, lleno de mataduras y con una mirada tan lastimera que no vacilaron en adoptarlo. Absolutamente decepcionado de la farándula y de sus hambrunas trashumantes, el perro no hizo el menor intento por aferrarse a su vieja dieta de churros y algodones de azúcar, y se aficionó con tanta rapidez al bistec, que el mal hábito de robárselos furtivamente de la cocina le dio nuevo nombre, y de Rasputín, que era su seudónimo de carteleras, empezaron a llamarlo Rafles, igual que el famoso ladrón de los guantes de seda.

(…)

Don Anselmo llegó a la casa con deseos de dormir la siesta pero terminó colocando la hamaca en el portal, protegida de los resoles implacables, y se acostó a leer una de las obras inéditas de su difunto primo Anastasio, un desdichado escritor al que la inevitable secuela del talento, la envidia, le había cerrado una tras otra las puertas de la fama. El primo había escrito poemas, novelas, cuentos, tratados y artículos para periódicos que nadie leyó, pero que hubiesen alcanzado notoriedad de no haber sido por una jauría de chupatintas y, dicho sea con redundancia, de políticos inescrupulosos que se dedicaron a tapiarle todas las excelencias de la forma más vil, relegándolo al anonimato, hasta que un día, enfebrecido por un rapto de inspiración que lo mantuvo tecleando catorce noches con catorce días seguidos, al pobre primo se le agotó la última gota de imaginación, y privado ya de fantasías no le quedaron más que los dos pies sobre la tierra. El resultado no pudo ser más patético, porque el ingrato encontronazo con la realidad le descerrajó una fulminante apoplejía

 

Tráiler de Polvos de fuego:

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Roberto Casín es un periodista y escritor cubano que desde 1991 reside en Estados Unidos. Ha sido reportero, corresponsal de prensa en varios países, comentarista, redactor para radio y televisión, editor y jefe de redacción en diarios, revistas, y publicaciones especializadas en Internet. Fue columnista del diario El Nuevo Herald, de Miami. Es autor de la novela Polvos de Fuego. Tiene publicada una compilación de sus columnas bajo el título Las cosas por su nombre.

 

 

NOTA DE PRENSA

 

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Tapa blanda: 286 páginas
ISBN-10: 9780692607688/ISBN-13: 978-0692607688 

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