BAQUIANA – Año XX / Nº 109 – 110 / Enero – Junio 2019 (Narrativa)

EL ACNÉ Y LA LUNA

 

 por

 

Alberto Ortiz de Zárate

 


El acné y la luna marcaron su adolescencia como la de cualquier otro joven. Esa época difícil, en que pasas con rapidez del singular al plural. En que dejas de ser un niño para formar parte de ese grupo que pretenden que sea homogéneo y que todos llaman: los jóvenes. De singular a plural. Pues es el tiempo en que de pronto dejas de jugar a la pelota para jugar con las pelotas. Época en que el amor, como los buenos tabacos, primero se hace a mano. En que aún no has podido encontrarte a ti mismo y escuchas constantemente a los adultos decir: esta juventud está perdida. Y que tu cara, tu rostro, se va poblando, para tu desgracia, de esos pequeños y desagradables cráteres como los de la superficie de la luna.

      Armando vivía en La Habana de los años sesenta y ser adolescente allí se convirtió quizás en algo más complicado que en el resto del planeta. Hacía sólo siete u ocho años que unos jóvenes barbudos habían bajado desde las montañas para cambiar el mundo. Y lo revolucionaron todo, lo pusieron todito de cabeza, pero contra todo pronóstico se hicieron prematuramente viejos. Y como los peores padres de la tierra, se convirtieron también en autoritarios, rígidos y sobre protectores.

      De niño no fue nada feo y aunque no era precisamente lindo, resultaba simpático. Pero al llegar a la pubertad y, como un castigo divino por algo que nunca hizo, su rostro se llenó de granos, comenzando así su tragedia. Sus granos lo acomplejaban, se sentía un patico feo, y sucio. Y gracias a eso o por desgracia, se fue haciendo cada vez más retraído y huraño, ensimismado en sí mismo, como decía su abuela graciosamente. Quería desaparecer, hacerse invisible, en tiempos en los que, como masa, todos tenían que hacerse absolutamente visibles.

      Así que se refugió en los libros, en las lecturas. Hasta aprendió a tocar la guitarra solo. Pero su amor por la música también le complicaría la existencia. Pues él era un joven, tenía tan sólo 15 años y de la radio habían eliminado como por decreto toda la música juvenil. Sólo transmitían la música popular tradicional y, aunque eran sus raíces, era música vieja y, por ser impuesta, sencillamente llegó a odiarla.

      Vivía en el corazón del Vedado, que es decir el corazón de La Habana. Estudiaba en el Preuniversitario del Vedado, a unas pocas cuadras de su casa. Andaba La Habana cada mañana por La Rampa, que era su arteria principal, rumbo a la escuela. Caminaba mirando siempre hacia abajo, tratando de pasar inadvertido. De igual forma atravesaba el parque que estaba frente a su escuela. Y se refugiaba en ella.

      Se sentaba en la última fila de la clase. Se encerraba en la biblioteca, atrincherado siempre detrás de algún libro para hacerse invisible. Pero como muchos otros jóvenes, fue descubriendo también la rebeldía propia de un joven normal.

      Un buen día, al pasar cerca de un grupo de sus compañeros que esperaba en el parque antes de la clase, escuchó en un radio ruso portátil una canción en inglés, moderna y hermosa, que le cambiaría la vida. No entendía en qué estación podían estar poniéndola. Agudizó el oído y, a pesar de escucharse con cierta estática, pudo percibir algo de su letra. Era como si la hubieran escrito especialmente para él. Le decían en inglés que todo lo que necesitas es amor.

      Al llegar a la casa, buscó febrilmente en su radio y sólo encontraba la misma música de siempre. Nada de lo que había escuchado en el parque. Pensó que se había vuelto loco. Estaba llegando casi al final del dial, y nada. Y de pronto, casi en el mismo extremo, escuchó un dulce y acoplado coro femenino que en inglés le cantaba WQAM, Miami. Se dio cuenta de que los ángeles le cantaban desde el otro lado del charco, y que milagrosamente podía escucharlos.

      Todas las siglas de las estaciones del sur de la Florida comenzaban con W y todas se encontraban casi como a escondidas en el mismo extremo, al final, y lógicamente, a la derecha. Al parecer, las noventa millas que los separaban no era un impedimento insalvable para ellas. Así Armando se hizo un verdadero adicto a la W, su fan, y se convirtió, por derecho propio, en uno de los miles de chicos de la dobliu.

      Descubrió también que vistiendo un poco diferente, y llevando el pelo largo, como se estaba poniendo de moda, nadie diría: ¡Allí va ese cara de bache!, sino: ¡Mira ese pelú! Aún así, seguía refugiándose en la noche. Como los hombres lobos con la luna llena, salía siempre al anochecer, y se sentía el dueño del Vedado y de la noche.

 

YESTERDAY

Vino al mundo justo a la mitad del siglo XX, y desde su nacimiento vivió en un pequeño edificio que se fue haciendo cada vez más pequeño, ya que todo crecía a su alrededor. Era un edificio de tres o cuatro plantas, pero estaba en la calle L, entre 23 y 21, justo al lado del Cine Radiocentro y de la CMQ, el poderoso canal de televisión. Él fue creciendo, mientras el Vedado crecía con él. Al lado de su casa, al construirse el gigantesco edificio del Retiro Odontológico, ellos se veían aún más pequeños, como una pulga en su costado. Su papá llegó a trabajar en la seguridad de ese edificio y algunos domingos lo subía con él a la azotea a contemplar cómo crecían, casi haciendo competencia, el edificio Focsa y los hoteles Capri, Riviera y el Habana Hilton. Todo se hacía más grande, y también él.

      Pero no todo era dicha y felicidad. Después del golpe de estado, las manifestaciones estudiantiles pasaban casi a diario frente a su casa, pues la Universidad quedaba a sólo dos o tres cuadras de ellos, y los estudiantes aparecían constantemente heridos o muertos. Ya en la noche era muy peligroso salir a la calle, pues las bombas explotaban a diario. Una noche escuchó a su madre discutir acaloradamente con su papá, y el niño no entendía por qué ella le decía que una noche de estas, una bomba te va a explotar encima. Lo cierto era qué, como decía una de sus canciones preferidas: La cosa está que horripila y mete miedo de verdad…

      Y llegó el triunfo revolucionario, y con él, la desaparición de su papá de la casa y de sus vidas. Su mamá le había precisado que la revolución o ella, y él había optado, sin pensarlo dos veces, por la primera. Y a partir de 1959, casi no vio a su padre. Él se encontraba demasiado ocupado en la construcción de una nueva sociedad, como para atender a su hijo. Vivía con su abuela, que resultó ser su padre, madre y abuela a la vez. Pues su mamá se veía cada vez más triste y preocupada, llegaba muy tarde del trabajo, y lo fue relegando, a él también, a un segundo plano. Y se fue quedando solo, muy solo, solo con su abuela y con su acné.

      A comienzos de los años sesenta, vino a posarse o aterrizar sobre lo que fuera el parqueo de frente a su casa, como si fuera un platillo volador o una nave nodriza, la amplia y circular heladería Coppelia, que además de ofrecer 54 sabores de deliciosos helados, pronto se poblaría de unos nuevos y jóvenes marcianos en una tierra inhóspita.

 

ANNA

Ella estaba en su misma escuela y hasta en su misma aula, y a pesar de eso, él nunca había intercambiado una sola palabra con ella, como con casi nadie. Pues había encontrado una estrategia que le había resultado efectiva; si no se destacaba en nada, nadie se burlaría de él.

      No sabía su nombre, la conocía como la chica de las llagas, pues siempre la veía en la escuela con unas postillas en las rodillas, como si la tuvieran constantemente de penitencia. Pero esa noche, al atravesar Coppelia, mirando siempre hacia abajo, tropezó con ella, y por poco le tumba el barquillo de helado de las manos. Al levantar la vista la reconoció. De no haber tropezado, no la habría reconocido nunca. Se veía atractiva y hasta linda. Con su minifalda escandalosamente corta y un radiecito portátil muy pequeño en la mano. Antes de pedirle disculpas siquiera, le preguntó de súbito:

      —¿Y tus postillas?… Sin ellas, ti… ti… tienes unas rodillas muy lindas —y se puso tan sonrojado como el helado de fresa que ella llevaba en las manos. Ella se rió tan fuerte que él se puso mucho más rojo aún.

      —¿No te tomas un helado? Ven, yo te acompaño —y lo tomó del brazo hacia la cola de uno de los dos despachos de helados al aire libre. Ella se sentó en unas de las mesitas bajo los árboles, mientras él pedía su helado. Llegó con sus jimaguas —las dos bolas de un helado muy rojo—, se sonrió con picardía y le dijo:

      —Así te pusiste ahorita.

      Y él haciéndose el tonto, le contestó:

      —Es de tomate, quiero probar todos los sabores, ayer probé el de ajonjolí. Mi mamá dice que se irán acabando, y que sólo quedarán tres o cuatro sabores.

      Ella hizo una pequeña mueca y continuó:

      —Yo prefiero sólo el de fresa, o si no, chocolate.

      Armando continuaba tomando su helado, sin mirarla demasiado. Se veía que le gustaba «tanto el helado como ella», pero sacó fuerzas y continuó hablando.

      —Se te sanaron las rodillas, ¿no? —ella de nuevo lo interrumpió con otra carcajada.

      —Sí, ¡es un milagro!, desaparecen todas las noches —y continuaba riéndose.

      —No, niño, son de mentiritas, yo me las hago con goma de pegar Pegolín y mercurocromo. Cuando se secan se endurecen, se agrietan y no pueden mandarme a bajar el dobladillo, pues «me lastiman». Yo pongo cara de mosquita muerta, y la gorila de la directora hasta ahora me la ha dejado pasar. Cuando se dé cuenta de que le estoy tomando el pelo, me va a botar, pero de todas formas lo va a hacer el día menos pensado.

      —Pero tienes que terminar la escuela, ¿no? ¿No vas a seguir estudiando? —continuaba, algo asombrado.

      —No creo, pues no me quiero becar, prefiero seguir sintiéndome libre mientras me dejen. Quisiera ser pintora. En la casa pinto. Pero no me van a enjaular. Y tú, ¿qué piensas estudiar?

      —Aún no sé en qué quiera trabajar, pero me gustaría también poder llegar a escribir algún día un libro como La Metamorfosis —ella lo interrumpió:

      —¿El de la cucaracha? Ay, niño, si lo que quieres es ser kafkiano, no tienes problemas, aquí sólo tienes que salir a la calle.

      —Él no entendió muy bien el chiste, pero prefirió no preguntarle. Ya estaba terminando su helado y le preguntó:

      —No recuerdo cómo te llamas.

      —¿Yo? Anna, o mejor Aaanna…, como me dicen todos por la canción. ¿A dónde vas ahora? —le preguntó mientras se levantaban.

      —Sólo a dar una vuelta, quizás al Malecón.

      —Bueno, te acompaño hasta el Pabellón Cuba, allí quedé en verme con unos amigos —y continuaron conversando animadamente Rampa abajo.

      Parecía mentira: tantas veces que él la había tenido cerca en la escuela y no se había dado cuenta de que Anna era alguien con la que podía llegar a intimar, ya que en ningún momento le había demostrado rechazo alguno por su cara.

      Durante las dos o tres cuadras que caminaron juntos y felices escuchando la dobliu en su radiecito, ella no paró de contarle que soñaba con poder hacer algún día uno de los mosaicos con cuadros de artistas sobre granito, con los que habían inundado las aceras de toda La Rampa hacía sólo dos o tres años. Mosaicos que ella saltaba como una niña, para no pisarlos y que no se ensuciaran. Saltó primero sobre el de Wilfredo Lam, y él se sonrojó pues su minifalda se le subió un poco más de la cuenta; después sobre el de Antonia Eiriz, sonriendo como siempre, mientras lo señalaba y le decía:

      —Como ella sí quisiera ser, es la mejor pintora cubana, de todas, todas… ¡Ella es grande!

      Al llegar al Pabellón, él notó que los amigos que la esperaban algo más arriba eran de los grupos de pelúos con pantalones estrechos, que estaban comenzando a aparecer por toda La Habana. Ella los saludó con la mano y se despidió de Armando con un nos vemos mañana, mientras le daba un beso en la mejilla, pero muy cerca de la boca, casi en los labios.

      Era su primer beso, y este beso, como en los cuentos de hadas, había convertido al sapo en príncipe. Y tan feliz como un príncipe continuó bajando hacia el Malecón y se sentó de cara al mar, a mirar las estrellas y la luna llena que dejaba pintado sobre el oscuro mar un vertical manchón blanco como reflejo.

 

THE FOOL ON THE HILL

Se encontraba en lo alto de su edificio, en su azotea, sintiéndose como si estuviera en la cima de una colina o del mundo. Había subido a leer en lo alto, mientras escuchaba la dobliu que allá arriba se oía con mayor claridad y casi sin interferencia.

      Aquel día Anna no había asistido a la escuela, él nunca había pensado que al igual que en las historietas, se pudiera tener una doble personalidad: la Anna de la clase era una especie de Clark Kent, en versión femenina y a la cubana, que en vez de usar grandes gafas para hacerse la tímida, llevaba aquellas rojas postillas en las rodillas.

      Ella ya tenía su canción, era como si tuviera un jingle. Pero en él había despertado también el deseo de componerle otra, o al menos intentarlo. Nunca había pensado en componer canciones, ni siquiera estaba seguro de poder escribir con un mínimo de talento esos relatos extraños con los que se había sentido tan identificado. Pero quién sabe si podía intentarlo. Pues hacía poco había escuchado en el programa Música y Estrellas a un joven cantante, muy flaco y con las orejas algo paradas, como si quisiera escuchar así mejor la música. Y este cantaba en español canciones juveniles, tan vibrantes y bellas como las que se escuchaban en la dobliu. Pues esas canciones no se las habían prohibido, y ahora hasta tenía su propio programa en la televisión.

      Pero mientras tanto, él también soñaba. No se creía ni tonto ni loco, sólo soñaba. Con esas fantasías merodeándole en la cabeza, se llegó a sentir más optimista. Así transcurrió la tarde, se hacía casi de noche, y desde las alturas vio ponerse el sol.

 

MAGICAL MYSTERY TOUR

La Habana se había convertido en el centro del arte mundial, aunque sólo fuera por unos días. El Salón de Mayo de París traía y atraía hacia la capital cubana no sólo las grandes obras de la vanguardia, sino también a sus creadores. Rampa arriba y Rampa abajo, se veía inundada de artistas vestidos a la moda, con sus pelos largos, sus bluejeans ajustados, y a las mujeres vestidas de brillantes colores.

      El Pabellón Cuba no era un museo, era un centro de exposiciones, atractivo y moderno que, tanto por su céntrica ubicación como por su diseño, invitaba a los transeúntes a entrar. Armando subió por la pequeña escalera de concreto y, al pasar a la rampita, notó en el mismo centro una gran urna de cristal con una vaca adentro. No entendía qué era aquello, ¿sería un nuevo tipo de arte? Pero se había acostumbrado a no tratar de entender algunas cosas. Al llegar al primer gran salón no tuvo que buscar mucho a Anna, pues la encontró, como se esperaba, frente a los grandiosos monstruos de Antonia Eiriz, muy cerca de los mártires de colores pop de Raúl Martínez. Lo abrazó dando saltos, «esta vez sin beso», estaba tan feliz como un niño en una juguetería «de las que ya no quedaban».

      —¡Ya me puedo morir, ya me puedo morir! —le decía casi temblando.

      Ninguno de ellos había visto físicamente nunca, en original y frente a frente, ningún cuadro de Picasso, ni de Magritte, Miró o Vasarely. ¿Y qué decir de todos los que sencillamente ellos desconocían? Él no la había podido ver bien dentro de ese gentío, pero estaba hermosa, sencilla y hermosa.

      Armando no sabía nada de pintura, sólo había pintado algo de niño como todos, pero tenía una tendencia hacia lo moderno y diferente. Además, un día había escuchado a un compañero algo mayor que él, al pasar por su lado, decirle a otro en tono de burla que él se parecía a un cuadro de Picasso. Y a partir de ese momento se dedicó a ver todos los libros acerca de Picasso que pudo encontrar en la biblioteca, y así conoció la pintura moderna.

      Ya en el patio, ella continuaba aferrada con fuerza a su brazo y le repetía:

      —¡Quiero pintar, quiero pintar!, ¡quiero vivir! —y sin soltarle el brazo—: Si no logro irme, me tendré que becar.

      Él la miró asombrado, pues en ningún momento le había dicho antes que quería irse del país.

      —Después de las salidas por Camarioca, ya casi nadie puede salir —le decía algo asustado, por hablar de eso entre tanta gente.

      —Ya no soporto que me quieran controlar en todo momento, que todos me quieran dar órdenes. Por lo menos mi familia es mi familia. Quiero irme. Pero si no lo logro, tendré que becarme. Eso si dejan que me beque, que lo dudo.

      A la salida del Pabellón, un grupo de cuatro o cinco de sus amigos se encontraba sentado en la acera, en una animada charla sobre cualquier cosa que, como casi siempre, terminaba sobre música. Ella se los fue presentando uno a uno:

      —Marcia, Pedro el Peter, Julián, Marcelo y Williams —y este saltó, interrumpiéndola y dándole la mano—: Williams, con W de dobliu —y todos rieron—. Y él es Armando.

      —¡Mira, si se parece a la luna!. Pero no te pongas rojo, compadre, que por suerte la luna no es roja —y a partir de ese momento todos lo llamaron Armando Luna.

   Todos llevaban sus pantalones estrechos y sus incipientes melenas beatlelianas, seguían con sus chistes y ocurrencias hasta que Williams, abriendo los brazos con algo de alarde, les hizo una invitación a la manera de cualquier presentador de la televisión:

      —¡Y ahora nos vamos a la funeraria! ¡Quién lo iba a decir, caballero!, el sábado me pasé toda la noche hospedado en la estación de policía por bailar en una fiesta con una placa de los Beatles. Después de rompernos el disco, claro, y de casi romperme también la cabeza. ¡Todavía llevo su recuerdito! —Señalándose el centro de su melena—. Y ahora podemos ir a escuchar buena música, con audífonos y todo, en la funeraria. ¡Qué dirán los muertos, caballero! ¡Eso es la dialéctica!, como dicen ellos, ¿no?

      Armando sabía que habían restaurado la antigua funeraria de frente a la CMQ, que la habían convertido en una moderna casa de cultura y que había quedado súper, con paredes de colores brillantes y grandes cuadros de los expositores del Salón de Mayo, pero lo mejor de todo eran sus cubículos con audífonos para escuchar la mejor música.

      Era una maravilla, se sentían como si estuvieran dentro de la película Los Paraguas de Cherburgo o en la Yuma. Anna conversó con unos argentinos que querían saber cómo vivían los jóvenes revolucionarios. Ella inteligentemente lo llevó a título personal, de lo que quería llegar a ser, pero sin mencionar ninguna de las tantas cosas que se lo podían impedir y Williams no quería soltar los audífonos ni por un momento. Así se les fue la noche y se les hizo de madrugada. La mejor madrugada de su vida o, para decirlo mejor, la primera madrugada de su existencia.

 

COME TOGETHER

Su abuela no le había puesto ningún reparo en estrecharle los pantalones. Pero en la escuela él también llevaba una doble vida: continuaba siendo el tímido Clark Kent con acné que no miraba a los ojos a nadie, para después en las noches convertirse en el moderno Súper Luna, un superhéroe que no pretendía salvar a nadie, salvo a sí mismo.

      1967 llegaba a su final con la muerte del Che ya convertido en mito gracias a la foto de Korda, y con la cierta apertura que significó el Salón de Mayo. Ya los grupos de jóvenes habían ido creciendo y la mayoría de ellos se encontraba en Coppelia, que para la fecha se había convertido en un verdadero foco de jóvenes extraños y comenzaba a ser como una verdadera nave marciana —y no sólo por su forma de platillo volador— de la que salían cada noche una multitud de peludos extraterrestres hacia las diferentes zonas del Vedado, como la funeraria o la calle frente al hotel Capri, en la que empezaron a congregarse los grupos de jóvenes más llamativos, bautizados como Los Hippies del Hotel Capri. Y sobre todos ellos ya pendía de un delgado cabello, «que no era precisamente de sus cortas melenas», una robusta y larga espada de Damocles llamada UMAP.

 

THE LONG AND WINDING ROAD

El nuevo año de 1968 no presagiaba muy buenos augurios. La Primavera de Praga checoslovaca les hacía temer cambios en el socialismo, y el Mayo Francés confirmaba la fuerza de la juventud. El poder tomaba la defensiva.

      Anna no conoció a sus padres y vivía sola con una tía. Pero a pesar de su aparente liberalismo, no era para nada promiscua, como se decía de las hippies. Él comenzó a asistir con ella a las fiestas de quince, «de catorce o de dieciséis», que ya eran invadidas con mayor frecuencia por histéricas viejas amargadas de los comités de cuadras o CDR y por la policía, destruyendo sus discos extranjeros y cargando con los más melenudos hacia las estaciones de policía.

      Mientras tanto, habían suprimido el programa de televisión de su admirado trovador, por sólo haber mencionado allí a los Beatles. Clausuraron repentinamente la funeraria y las redadas contra los grupos de extravagantes se sucedían casi a diario.

      A Armando también se le derrumbaba su nada estable mundo familiar. Esa noche su mamá le había confesado, con los ojos inundados en lágrimas, que no le quedaba más remedio que abandonarlos, pues si no se iba del país, terminaría presa. Y que a él por estar en edad militar no le permitirían ni siquiera solicitar la salida. Le habían dado la baja del trabajo, y por esto estaba castigada a trabajar en la agricultura en Camagüey hasta que «se ganara», como le habían dicho, el derecho a la salida. Él se le abrazó como no lo hacía desde muy pequeño, fuertemente y por unos largos minutos.

      Bajó a la calle corriendo para buscar a Anna, pues la necesitaba más que nunca. Aunque algo distante, su mamá siempre había estado allí presente y él la quería. No había llegado ni a la puerta cuando vio que Anna corría por toda la calle L como nunca la había visto correr antes, y que venía hacia él. Lo abrazó y sólo atinó a decirle, jadeante:

      —Por favor, escóndeme, escóndeme o me atrapan.

      La tomó de la mano y subieron los cinco pisos hasta la azotea en una fracción de segundo. Desde lo alto y en la casi total oscuridad, «sólo silueteados por la luz de la luna», pudieron ver como los ómnibus Leylands de la policía bloqueaban las principales esquinas de Coppelia, de toda La Rampa y de la zona del Capri, en un gran operativo como en los de las películas. Era la llamada Operación Hippie. Los jóvenes eran llevados a empujones hacia los ómnibus que, llenos de ellos, desaparecían de inmediato Rampa arriba.

      —¿No sé qué habrá sido de los muchachos? Marcia y Julián todavía no habían llegado, Williams logró esconderse en casa de una tía. Pero Peter… Peter estaba por allí —le dijo sollozando y se le abrazó de nuevo.

 

ALL YOU NEED IS LOVE

Nunca habían estado tan necesitados el uno del otro. Ella tomó la iniciativa, buscó su boca lentamente en la oscuridad y lo besó anhelante y nerviosa. Estaban realmente solos, en una ciudad cada vez más intolerante, casi solos en la vida, y solos en la noche.

      Se tendieron sobre el muro de ladrillo que daba hacia un Coppelia casi desierto y se fueron desnudando lentamente mientras palpaban cada milímetro de sus cuerpos. Labios y lengua se integraban en un frenesí nuevo, y su sexo crecía tanto como su ira.

      Así hallaron el amor y perdieron la virginidad, mientras la ciudad y el país perdían definitivamente la inocencia.

 

LET IT BE

Una tarde de regreso de la escuela, junto a Anna, se les acercó Williams como un bólido en su bicicleta por la calle 23. Y frenando en seco hasta con los pies, les dijo:

      —¡Corran que La Gata sacó las uñas…, corran que La Gata sacó las uñas!

      Ana Lasalle era una actriz española del popular programa humorístico Casos y Cosas de Casa, en el cual tenía un simpático personaje al que llamaban La Gata. Esta canosa y dura mujer había iniciado una triste cruzada, apoyada por la policía, y tijeras en mano, cortando melenas por todas las calles aledañas a los estudios de televisión.

      Aunque avisado, Armando no tenía otra alternativa: sólo podía correr a su casa pues no tenía otro lugar cercano adonde ir, pero su casa quedaba precisamente en la misma cuadra de los estudios de televisión. Su suerte estaba echada, pues para llegar a casa tenía que pasar por delante de Coppelia.

      Sin darse siquiera cuenta, de una llave en el brazo, «como en cámara lenta», cayó al suelo. Mientras una bota de la policía le aplastaba el hombro por la espalda y una suela de goma con estrías se posaba sobre su mejilla, como si pisara el suelo lunar. Vio caer sus cabellos, mechones tras mechones, hasta nublársele la vista e irse todo a negro.

 

LET IT BE…

El 68 cubano se llevaba consigo las últimas Navidades de su historia. Así, el dicho de Cuando no cae Pascua en diciembre quedaba en completo desuso. 1968 terminaba también con muchas de las pequeñas cosas que lo habían acompañado toda la vida. Y comenzó la llamada Ofensiva Revolucionaria: nacionalizaban o cerraban las últimas bodegas, bares y hasta los puestos de fritas que aún quedaban en manos particulares. Enfocaron el país hacia una millonaria zafra azucarera que, como una varita mágica, solucionaría definitivamente todos los problemas.

 

LET IT BE…

Llevaba días sin saber de Anna, ella no había ido más a la escuela y él se había quedado sin deseos de salir a la calle para nada que no fuera ir a clases, y ninguno de los dos tenía teléfono. Se había sentido pisoteado y le aterrorizaba pensar que aquello se volviera a repetir. Su única compañía era la dobliu y su cariñosa y distraída abuela.

      Hacia el atardecer sintió que abrían la puerta de la azotea y se le helaron los huesos, pues nadie, salvo su abuela, sabía dónde se encontraba y allí, en las tardes, nunca subía nadie. Era Anna que se le abalanzó para abrazarlo y besarlo, pero con una extraña tristeza. La encontró pálida y sin su peculiar sonrisa. Notó que en la rodilla llevaba una llaga o postilla, y le sonrió:

      —¿De nuevo Pegolín? —y ella se le echó a llorar, abrazándolo con fuerza.

      —No, estas son de verdad. Es un recuerdito que me dejaron —y continuó llorando sin soltarlo—. Me voy del país —le dijo de súbito—: Me voy a ir ilegal y es muy posible que nos atrapen y nos espere la cárcel. O lo hagan los tiburones reales. Pero tengo que hacerlo. No aguanto más.

      El sol se ponía. Se besaron y en un abrazo rodaron por el suelo e hicieron el amor toda la noche, llorando como dos niños.

 

LET IT BE…

No volvió a saber de Anna, nunca supo si terminó presa o si logró llegar, si consiguió ser una pintora famosa o por lo menos ser feliz, o si ocurrió lo peor. Pero la ha recordado y recordará siempre. De los amigos sólo supo que el Peter fue a parar a la UMAP, «el temido campo de concentración para homosexuales, extraños o religiosos», y que cuando supuestamente este dejó de existir, lo pasaron a la llamada Columna Juvenil del Centenario para que terminara de cumplir con el Servicio Militar cortando caña. De Williams, bueno, es lo único que, con sus chistes y ocurrencias, le hace la vida algo más llevadera dentro del campamento del Servicio Militar Obligatorio.

 

WHISPER WORDS OF WISDOM, LET IT BE…

Era una noche de luna llena, y aunque cansado del corte de caña, Armando se encontraba de guardia en el campamento, sentado en una tosca silla. Lo acompañaba su fusil también obligatorio y su libreta, donde a veces garabateaba algunos cuentos tan extraños como él mismo. Estaba junto a su inseparable y viejo radio VEF que, aun siendo ruso, a él le hablaba y cantaba en inglés. Las ondas entraban con interferencias. Movió lentamente el dial para sintonizarlo mejor y, de pronto, pudo escuchar una voz desconocida y lejana. Era nada menos que Neil Armstrong, desde el Apolo 11, que poniendo un pie sobre la superficie de la luna le decía:

      —Este es un pequeño paso para un ser humano, pero un salto gigante para la humanidad.

    Suspiró profundamente. Y emocionado y algo triste pasó toda la noche contemplando la luna, como si se mirara en un espejo.

 

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ALBERTO ORTIZ DE ZÁRATE

Nació en Cárdenas, Cuba (1948). Narrador, guionista, diseñador gráfico, videógrafo y cineasta documental. Estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. En Cine Educativo (CINED) realizó más de 20 documentales en 16 mm sobre temas artístico-culturales. Del cine pasó al Video y la Televisión. En 1995 fijó su residencia en los Estados Unidos, donde ha trabajado en Telemundo 47, HITN-TV y Univisión 41 en Nueva York. Ha ganado Premios Internacionales en Diseño, Cine y Video (Gran Premio Paoa), en Viña del Mar y Valdivia Film Festival en Chile. En La Habana ha recibido premios tales como Caracol y El Arte del Video.

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