BAQUIANA – Año XX / Nº 109 – 110 / Enero – Junio 2019 (Ensayo II)

“BELLA Y TERRIBLE A LA VEZ”: ESTEREOTIPOS Y PREJUICIOS EN LA CONSTRUCCIÓN DE DOÑA BÁRBARA

 

 por

 

Horacio Biord Castillo


OFRECIMIENTO

Este trabajo constituye un homenaje a Rómulo Gallegos y a la novela Doña Bárbara al conmemorarse los 90 años de su aparición. También es una ofrenda a la incomprendida raíz india de la doña Bárbara de la ficción literaria y a los pueblos indígenas americanos de ayer, de hoy y, sobre todo, de mañana, muy especialmente al celebrase en 2019 el Año Internacional de las Lenguas Indígenas.


 

Introducción

La novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, aparecida en febrero de 1929, se convirtió en un texto emblemático de la Venezuela de la primera mitad del siglo XX. Tempranamente fue interpretada como un retrato del país sometido al poder autoritario y a las ansias de riqueza de los gobernantes de turno, una crítica a los gobiernos despóticos y arbitrarios. Las primeras lecturas de la novela identificaron a doña Bárbara como la representación de la barbarie y el atraso frente a los ideales de la civilización y el progreso que, a su vez, estarían expresados en la novela por Santos Luzardo. Se trataba del viejo y aún no resuelto dilema de la lucha entre la civilización y la barbarie, ya planteado por Domingo F. Sarmiento en Facundo (Marinone 2006: 79). Se contraponían el buen y adecuado proceder frente a los malos y erróneos pasos para la construcción de una “república”, en tanto que sociedad imaginada según los modelos euro-norteamericanos que animaron la Independencia y la fundación de los estados hispanoamericanos (Anderson 1997), junto a la falaz idea de la unicidad nacional de la que se desprendería también una pretendida identidad nacional única (Biord Castillo 2014).

La construcción de un modelo societario según cánones foráneos, obviaba la complejidad e implicaciones de las realidades socioculturales. Se presuponía una “sociedad” ilusamente homogénea, asimilada de manera forzosa a los modos de vida de las élites mediante diversos mecanismos (González Stephan 1995). Como parte de ello e incluso muchas veces de forma inconsciente, emergen el desprecio y la exclusión sistemática del componente indígena de la cultura de cada país y se impone, en consecuencia, la invisibilidad de los pueblos indígenas y sus descendientes y el menosprecio de sus recursos culturales (Bonfil Batalla 1987, Biord C. 1992). El caso venezolano, que guarda estrechas similitudes con otros latinoamericanos, pone en evidencia una serie de falacias asumidas por las élites como dogmas incontrovertibles y, por tanto, absolutos sobre la configuración de las sociedades dominantes (Biord 2004 c, 2014), entre ellas la negación del racismo y la discriminación y el exagerado énfasis en la idea de la supuesta igualdad étnica, racial y social (Mijares 1997, Montañez 1993). Esas racionalizaciones afectan con especial fuerza a los pueblos indígenas, a menudo considerados atrasados, sus culturas despreciables y sus idiomas “dialectos”·rudimentarios. A tales prejuicios se suma, además, la muy extendida tendencia a señalar indios genéricos, sea al asumir a los pueblos indígenas como sociedades con una identidad, lengua y cultura únicas[1] o al considerar como “indios” a poblaciones de origen indígena aunque transculturadas (mestizos, campesinos, etc.) y sin una identidad étnica, al menos clara y consistente. De esta manera, el término “indio” funciona entonces como una categoría colonial tal como lo ha descrito Bonfil Batalla (1972).

Habida cuenta de esa visión desdeñosa cuando no abiertamente condenatoria de los indios y lo indio, intento una lectura de Doña Bárbara que indaga posibles huellas de esa ideología anti-indígena y del imaginario social sobre la materia en la construcción del personaje central de la novela. En consecuencia, propongo una visión de doña Bárbara como una mujer india víctima del desprecio y el racismo, a lo que se añadiría el condicionante de su género, forzada por las circunstancias a asumir conductas, usos y costumbres extraños a su cultura de origen. Ello permitiría una compresión más amplia no solo del personaje y la novela sino también del entorno cultural recreado de manera ficcional en la obra de Gallegos, a la vez que una valoración del contexto histórico-cultural tanto de su elaboración como de su recepción en la Venezuela de la década de 1930. Se trataba entonces de un país que, quizá todavía sin mucha conciencia social de ello, empezaba a experimentar la asincrónica y desigual transformación de sus modos de vida agrario-pastoriles y el paulatino surgimiento de otros signados por la economía petrolera.

 

La historia, el personaje, su construcción

 

  1. El contexto regional de la historia

La historia que enhebra la novela y doña Bárbara como personaje se enlazan con las desavenencias familiares de los Luzardo. Santos Luzardo, en la ficción literaria, sería primo de Lorenzo Barquero, el padre de Marisela, la hija de doña Bárbara. Luzardo descendía de llaneros profundamente arraigados al Llano y había heredado el extenso hato de “Altamira”, la gran heredad familiar:

Lo fundó, en años ya remotos, don Evaristo Luzardo, uno de aquellos llaneros nómadas que recorrían –y todavía recorren– con sus rebaños las inmensas praderas del cajón del Cunaviche, pasando de este al del Arauca, menos alejado de los centros de población. Sus descendientes, llaneros genuinos de «pata-en-el-suelo y garrasí» que nunca salieron de los términos de la finca, la fomentaron y ensancharon hasta convertirla en una de las más importantes de la región; pero multiplicada y enriquecida la familia, unos tiraron hacia las ciudades, otros se quedaron bajo los techos de palma del hato, y a la apacible vida patriarcal de los primeros Luzardos sucedió la desunión, y esta trajo la discordia que había de darles trágica fama (1ª parte, cap. II).[2]

La madre de Luzardo, tras la tragedia del asesinato del hijo mayor perpetrado en la novela por el propio padre tras una riña instigada por su primo Lorenzo Barquero, lo había sacado del medio: “Días después, doña Asunción abandonaba definitivamente el Llano para trasladarse a Caracas con Santos, único superviviente de la hecatombe. Quería salvarlo educándolo en otro medio, a centenares de leguas de aquellos trágicos sitios” (1ª parte, cap. II). Era la manera de evadir la fuerza del paisaje, el sino que imponía el Llano:

La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros

El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio[3]; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!

Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad. (1ª parte, cap. VIII, negritas añadidas).

Se trata de las fuerzas telúricas, del influjo del paisaje, que en Doña Bárbara cobra una especial relevancia y lirismo, al igual que en Canaima y Cantaclaro, otras de las novelas de Gallegos, ese entorno geográfico que su autor convierte casi un personaje más, un fuerte elemento caracterizador y constituyente tanto de la historia como del carácter de los personajes. Como ha señalado José Ramón Medina (1981: 162), “Gallegos agrega una desbordante pasión de contornos humanos, de arraigo elemental, primario, sobre la realidad, que lo coloca en el centro de un vasto campo de autenticidad nacional, lindante con la épica”.

Luzardo, ya graduado de abogado y superado “el estrago de los horrores que hemos presenciado” (como decía su madre al referirse a la tragedia del filicidio), pero sobre todo “La falta del horizonte abierto ante los ojos, del cálido viento libre contra el rostro, de la copla en los labios por delante del rebaño, del fiero aislamiento en medio de la tierra ancha y muda. La macolla de hierba llanera languideciendo en el tiesto” (1ª parte, cap. II), decide volver para vender la hacienda familiar, dividida por la generación antecedente en dos porciones: “Altamira” y “La Barquereña” (luego “El Miedo”, al pasar a manos de doña Bárbara). Estando en ello, Santos Luzardo siente de nuevo el llamado de la tierra como en sus primeros días en Caracas. Decide entonces no deshacerse de la hacienda, continuar con la ocupación de sus antepasados al frente de “Altamira” y, sobre todo, “acabar con el cacicazgo de doña Bárbara en el Arauca”, emprender la lucha que implicaba civilizar: “Lo que urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Pero para poblar, sanear primero, y para sanear, poblar antes. ¡Un circulo vicioso!”, se decía Luzardo. Entrevisto el reto, “lo apasionante ahora es la lucha” (1ª parte, cap. II).

Luzardo percibe el embrujo atávico del entorno amado y modificado por sus mayores:

Era la misma tendencia de irrefrenable acometividad que causó la ruina de los Luzardos; pero con la diferencia de que él la subordinaba a un ideal: luchar contra doña Bárbara, criatura y personificación de los tiempos que corrían, no sería solamente salvar Altamira, sino contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad del Llano.

Y decidió lanzarse a la empresa con el ímpetu de los descendientes del cunavichero, hombres de una raza enérgica; pero también con los ideales del civilizado, que fue lo que a aquellos les faltó (1ª parte, cap. II).

El Llano, en la recreación de la novela, pasa a ser Venezuela, el país en su completitud. Como ha señalado Rafael Arráiz Lucca (2019), Gallegos, “sin proponérselo, incidió más allá de la literatura en el imaginario colectivo. Doña Bárbara contribuyó decididamente a hacer del llano venezolano la región simbólica nacional, siendo junto con la selva la región más despoblada del país”.[4] La lucha contra doña Bárbara vendría a ser la lucha por el progreso y la civilización, contra la barbarie; pero cabe preguntarse, ¿doña Bárbara solo personifica “los tiempos que corrían”, es decir, el ejercicio autoritario y sin ética del poder? ¿Qué valores y simbología encierra su propio? ¿La barbarie, el salvajismo o acaso en los profundos vericuetos psíquicos y conductuales del personaje subyacen otros elementos?

 

  1. La devoradora de hombres

Las tropelías, desmanes y despojos de doña Bárbara y sus aliados (entre ellos Balbino Paiba, amante de doña Bárbara y al mismo tiempo -aunque parezca paradójico- administrador de “Altamira”, y Ño Pernalete, el jefe civil complaciente y corrupto[5]) serán el objeto de la lucha de Luzardo. Resulta, aparentemente, un esquema muy simple de oposición entre el bien y el mal.

El contexto histórico de producción de la obra y de recepción por parte del público lector determinaron, como condicionantes sociales, una lectura quizá demasiado plana y literal de la novela: doña Bárbara, cuyo nombre no es un coincidencia ingenua, fue identificada con el dictador Juan Vicente Gómez, quien de manera directa o a través de vicarios ejerció el poder en Venezuela desde 1908 hasta su muerte, ocurrida en 1935, es decir, durante 27 largos años. Otros personajes de la novela, como Balbino Paiba, Melquíades Gamarra (el Brujeador), Ño Pernalete y los Mondragones, fueron vistos como los personeros de la dictadura gomecista, sin reparos éticos para conjugar represión y rapiña en su propio beneficio. Esa lectura se sumó a la idealización del Llano y de sus manifestaciones socioculturales e identitarias como representaciones simbólicas de Venezuela.

Doña Bárbara, sin embargo, es un personaje susceptible de otras interpretaciones y lecturas[6], entre ellas las relativas a sus orígenes indígenas. Queda descrita como una “devoradora de Hombres” (título del capítulo III de la primera parte):

No obstante este género de vida [voracidad, violencia, lujuria] y el haber traspuesto ya los cuarenta, era todavía una mujer apetecible, pues si carecía en absoluto de delicadezas femeniles, en cambio, el imponente aspecto del marimacho le imprimía un sello original a su hermosura: algo de salvaje, bello y terrible a la vez.

Tal era la famosa doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y allá en el fondo del alma sombría, una pequeña cosa pura y dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo hacerla buena. Pero aun esto mismo adquiría los terribles caracteres de un culto bárbaro que exigiera sacrificios humanos: el recuerdo de Asdrúbal la asaltaba siempre que se tropezaba en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer presa (1ª parte, cap. III).

El retrato de la “doña” la dibuja como inescrupulosa, avara, sensual y terrible. Sus orígenes, empero, arrojan otras pistas interpretativas.

 

  1. Los orígenes de Barbarita

Una hermosa frase de la novela, cargada de lirismo y poesía del paisaje, evoca los orígenes de doña Bárbara:

¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: «ahí mismito, detrás de aquella mata». De allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes (1ª parte, cap. III, negritas añadidas).

Se infiere que Barbarita era hija de una mujer indígena, del pueblo baniva (como se desprende de la cita que se inserta a continuación), y de un hombre no indígena. Es importante resaltar la idea de la “sombría sensualidad”, que más adelante nos permitirá inferir algunos aspectos del carácter atribuido a doña Bárbara. Su madre habría muerto cuando Barbarita era aún una niña y, tras conocer breve y fugazmente el amor idílico en la figura de Asdrúbal, la doncella fue violada cruelmente por el capitán y los marineros del bongo donde servía y había trabajado también su madre. Así, pues, el narrador declara que fue salvada por el viejo y leal Eustaquio, quien impidió el terrible destino de su venta por parte del capitán del bongo a un turco que mantenía una especie de harem:

De sus manos la rescató aquella noche Eustaquio –viejo indio baniba que servía de piloto en la piragua, solo por estar cerca de la hija de aquella mujer de su tribu, que, a la hora de sucumbir a los crueles tratos del capitán, le recomendó que no le abandonase a la guaricha–; pero ni el tiempo, ni la quieta existencia de la ranchería donde se refugiaron, ni el apacible fatalismo que el son de los tristes yapururos removía por instantes en su alma india, habían logrado aplacar la sombría tormenta de su corazón: un ceño duro y tenaz le surcaba la frente, un fuego maligno le brillaba en los ojos.

Ya solo rencores podía abrigar su pecho, y nada la complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose entre las garras de las fuerzas destructoras. Maleficios del Camajay-Minare –siniestra divinidad de la selva orinoqueña–, el diabólico poder que reside en las pupilas de los dañeros y las terribles virtudes de las hierbas y raíces con que las indias confeccionan la pusana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres renuentes a sus caricias, apasiónanla de tal manera, que no vive sino para apoderarse de los secretos que se relacionen con el hechizamiento del varón (1ª parte, cap. III).

Magia, filtros amorosos (la pusana), hechizos y sensualidad parecen mezclarse en la presentación que se hace de la joven doña Bárbara tras el infausto episodio de su violación.

También la iniciaron en su tenebrosa sabiduría toda la caterva de brujos que cría la bárbara existencia de la indiada. Los ojeadores que pretenden producir las enfermedades más extrañas y tremendas solo con fijar sus ojos maléficos sobre la víctima; los sopladores, que dicen curarlas aplicando su milagroso aliento a la parte dañada del cuerpo del enfermo; los ensalmadores, que tienen oraciones contra todos los males y les basta murmurarlas mirando hacia el sitio donde se halla el paciente, así sea a leguas de distancia, todos le revelaron sus secretos, y a vuelta de poco, las más groseras y extravagantes supersticiones reinaban en el alma de la mestiza.

Por otra parte, su belleza había perturbado ya la paz de la comunidad. La codiciaban los mozos, la vigilaban las hembras celosas, y los viejos prudentes tuvieron que aconsejarle a Eustaquio: –Llévate a la guaricha. Vete con ella de por todo esto.

Y otra vez fue la vida errante por los grandes ríos, a bordo de un bongo, con dos palanqueros indios (1ª parte, cap. III, negritas añadidas).

El hecho de que a Barbarita y a su protector Eustaquio los acompañasen palanqueros indígenas, además de la procedencia étnica de su propia madre, refuerza la idea del origen, la identidad y la cultura indias de la joven. El narrador también destaca dicho origen:

Presentía el fracaso de las esperanzas puestas en la entrega de sus obras, y el fatalismo del indio que llevaba en la sangre la hacía mirar ya, a pesar suyo, hacia los caminos de renunciación. Las evocaciones del pasado, de su infancia salvaje sobre los grandes ríos de la selva, fueron formas veladas de una idea nueva en ella: la retirada (3ª parte, cap. XIV, negritas añadidas)

De igual manera dicho origen y la vinculación a los ríos y, por extensión a la selva donde en el imaginario social viven los indios, se reitera en esta frase: “la fascinación del paisaje fluvial, la intempestiva atracción de los misteriosos ríos donde comenzó su historia… ¡El amarillo Orinoco, el rojo Atabapo, el negro Guainía!…” (3ª parte, cap. XIII).

Es de resaltar, asimismo, la visión despectiva de las prácticas mágico-religiosas y medicinales, parte de saberes y haceres ancestrales, que emplea el narrador: “tenebrosa”, “bárbara existencia de la indiada”, “ojos maléficos” y “las más groseras y extravagantes supersticiones”. Sucede lo mismo cuando Melquíades Gamarra, el Brujeador, descalifica la visión que tiene doña Bárbara del aspecto de Santos Luzardo a través de un vaso de agua y lo refrenda de igual manera el narrador:

Pero [Balbino Paiba] se interrumpió para observar lo que entretanto hacía doña Bárbara.

Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás la cara y se quedó luego mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. En seguida la expresión de extrañeza fue reemplazada por otra de asombro.

–¿Qué pasa? –interrogó Balbino.

–Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver –respondió, mirando siempre el agua del vaso.

Balbino hizo un movimiento de recelo. Melquíades dio un paso hacia la mesa, y apoyando en esta la diestra, se inclinó a mirar también el embrujado envase, y ella prosiguió, visionaria:

–¡Simpático el catire! ¡Qué colorada tiene la cara! Se conoce que no está acostumbrado a los soles llaneros. ¡Y viste bien!

El Brujeador se retiró de la mesa con estas frases mentales:

–Perro no come perro. Que te crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.

Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja y el temor que con ello inspiraba a los demás. Algo de esto sospechaba Balbino, pero, sin embargo, la cosa lo impresionó:

–¡Tres Divinas Personas! –invocó entre dientes, agregando en seguida–: ¡Por sí acaso!

Entretanto, doña Bárbara había depositado el vaso sobre la mesa, sin llevárselo a los labios (1ª parte, cap. VI, negritas añadidas).

El narrador insiste, con una visión positivista, en desacreditar los poderes extrasensoriales de doña Bárbara:

En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un «Socio» que la había librado de la muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: «El Socio», y de aquí se originó la leyenda de su pacto con el diablo.

Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos conciliábulos con «el Socio», estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva. (1ª parte, cap. III, negritas añadidas).

En cuanto a la sensualidad, el narrador señala una mezcla de erotismo y codicia por el dinero y las riquezas, el poder para subyugar y disminuir al macho:

Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la sensualidad por la pasión de la codicia, y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del marimacho –que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más hábil de sus vaqueros, y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima solo para intimidar–, si alguna razón de pura conveniencia –la necesidad de un mayordomo incondicional en un momento dado, o, como en el caso de Balbino Paiba, de un instrumento suyo en el campo enemigo– la movía a prodigar caricias, más era hombruno tomar que femenino entregarse. Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable (1ª parte, cap. III, negritas añadidas).

Un aspecto adicional es la negación de la maternidad, tal como lo presenta el narrador al describir el estado de ánimo y las acciones de doña Bárbara tras el nacimiento de su única hija, Marisela:

Ni aun la maternidad aplacó el rencor de la devoradora de hombres; por el contrario, se lo exasperó más: un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida, y bajo el imperio de este sentimiento concibió y dio a luz una niña, que otros pechos tuvieron que amamantar, porque no quiso ni verla siquiera.

Tampoco Lorenzo se ocupó de la hija, súcubo de la mujer insaciable y víctima del brebaje afrodisíaco que le hacía ingerir, mezclándolo con las comidas y bebidas, y no fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que de la gallarda juventud de aquel que parecía destinado a un porvenir brillante, solo quedara un organismo devorando por los vicios más ruines, una voluntad abolida, un espíritu en regresión bestial.

Y mientras el adormecimiento progresivo de las facultades –días enteros sumido en un sopor invencible– lo precipitaba a la horrible miseria de las fuentes vitales agotadas por el veneno de la pusana, la obra de la codicia lo despojó de su patrimonio (1ª parte, cap. III).

Al final de la novela, sin embargo, como parte del viaje psicológico de doña Bárbara, se produce una reconciliación con su rol de madre, tras incluso haberse sentido tentada a cometer un filicidio (capítulos XIV y XV de la 3ª parte). De hecho, experimenta el amor materno: “Se quedó contemplando largo rato a la hija feliz, y aquella ansia de formas nuevas que tanto la había atormentado tomó cuerpo en una emoción maternal, desconocida para su corazón” (3ª parte, cap. XIV).

Es de gran relevancia subrayar la expresión “bárbara existencia de la indiada”, que guarda claves importantes para correlacionarlas con el nombre de la protagonista de la novela y entender su carácter y caracterización.

 

  1. Los prejuicios sobre el indio

En la construcción de doña Bárbara como personaje es posible advertir una identidad difusa, que oscilaría entre su condición de mujer indígena (“su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes”), perteneciente al pueblo baniva, una sociedad hablante de un idioma de la familia lingüística arahuaca que habita en la región del Río Negro (Loukotka 1968; Tovar y Larrucea de Tovar 1984), y de mestiza (“fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india”). Parecería corresponderse con la visión de una joven “mestiza”, pero esta categoría también resulta problemática. Muchos de los episodios de la vida de Barbarita coinciden con aspectos históricos y etnográficos de las poblaciones indígenas: uniones interétnicas, trabajo estacional fuera de las aldeas y reinserción en ellas, aprendizaje de saberes y haceres, etc. Aunque no está suficientemente descrito por ser un personaje secundario, la figura del viejo Eustaquio pudiera identificarse como un pariente ya anciano de la madre de Barbarita, encargado tras la muerte de la mujer de velar por la niña. Esta interpretación se ve reforzada por el hecho de que la tutela se ejerce incluso después de la salida de la aldea por presiones de sus miembros. Esto último también puede entenderse como un episodio etnográficamente fidedigno. En algunos casos, los miembros de una aldea que han vivido largos períodos fuera de sus comunidades no logran insertarse de manera absoluta, en parte debido al desconocimiento de normas tradicionales. Por su parte, los jóvenes que han superado la edad del primer matrimonio, que en circunstancias tradicionales suele ocurrir tras la pubertad, pueden generar conflictos cuya resolución se ve favorecida por un alejamiento, generalmente temporal.

También en la caracterización de doña Bárbara es posible identificar varios prejuicios sobre las poblaciones indígenas, especialmente en boga en la época de redacción de la novela. Entre esos prejuicios, muchos de ellos de origen colonial, podemos señalar

la sensualidad exagerada, inferida por los europeos tras los primeros contactos con pueblos indígenas en el Caribe, tanto insular como continental, a partir de la desnudez de los indios o las vestimentas muy ligeras debido a los climas tórridos, y que en doña Bárbara tiene diversos componentes: el amor frustrado de Asdrúbal, la violación, la maternidad, la actividad sexual y el uso del sexo para obtener beneficios;

la brujería, que es un aspecto fundamental del doña Bárbara, incluida la visión desdeñosa de sus conocimientos esotéricos y de la elaboración de hechizos amorosos;

la rudeza o falta de sentimientos y cariño, manifestada en doña Bárbara en el desprecio a su hija y al amor declarado de Lorenzo Barquero (“- Yo estoy dispuesto a casarme contigo. [/] Pero ella le respondió con una carcajada”, 1ª parte, cap. III);

la maldad, expresada en doña Bárbara principalmente en su avidez y su falta de ética para obtener riquezas, fines y propósitos;

la violencia, estrechamente unida a la “maldad” y a los atropellos hacia las otras personas; y la la astucia, como forma de viveza y sagacidad para obtener beneficios, incluso si ello supusiera atropellar los derechos y propiedades de las demás personas.

Doña Bárbara resume esos prejuicios sobre los indios: sensual en grado extremo; bruja y hechicera, capaz de convocar fuerzas malignas y desatar sus energías; ruda y hosca; mala, sin capacidad de albergar buenos sentimientos, entre ellos los derivados de los lazos parentales; violenta en grado extremo y astuta, sin principios éticos y capaz de manipular las leyes y normas sociales.

 

Reflexiones finales

La construcción de Doña Bárbara como personaje parece guardar perfecta concordancia con los prejuicios más comunes y el imaginario de la sociedad venezolana, en general, sobre las poblaciones indígenas. Queda vista como una mujer sensual, hechicera, ruda, de mala índole, violenta y astuta. En la historia ficcional, hay antecedentes que se remontan a sus orígenes, niñez y juventud que ayudarían a explicar el énfasis en algunos de esos rasgos. Un aspecto interesante, más allá de los aspectos psicológicos del personaje en el contexto de los acontecimientos de la novela, es la elección de un origen indígena por parte del novelista para aproximarse al tema de la barbarie, si esa fue su intención consciente. El propio Gallegos ha sostenido al hablar de la novela Doña Bárbara que “Tal vez no les agrade a todos los lectores de este libro que yo les diga que sus personajes existieron en el mundo real” (Gallegos 1979: 3).

Un señor Rodríguez, a quien conoció en 1927 en San Fernando de Apure, junto al gran río llanero, fue quien le presentó a doña Bárbara y también a Lorenzo Barquero:

— ¿Ha oído hablar de doña…? Una mujer que era todo un hombre para jinetear caballos y enlazar cimarrones. Codiciosa, supersticiosa, sin grimas para quitarse de por delante a quien le estorbase y…

— ¿Y devoradora de hombres, no es cierto? — pregunté con la emoción de un hallazgo, pues habiendo mujer simbolizadora de aquella naturaleza bravía ya había novela. Como por lo contrario parece que no puede haberlas sin ellas —. ¿Bella entonces, también, como la llanura?

— Pues… — repuso el señor Rodríguez, sonriendo, y dejándome hacer lo que me pareciese más natural y lógico, pues ya le habían dicho que yo era novelista.

Y Gallegos insiste: “La mujerona se había apoderado de mí, como sería perfectamente lógico que se apoderara de Lorenzo Barquero. Era además un símbolo de lo que estaba ocurriendo en Venezuela en los campos de la historia política” (Gallegos 1979: 5). No obstante, la mujer real, histórica, que sirvió de inspiración al personaje ficcional no era indígena. Gallegos no se proponía escribir una novela sobre los indios, como sí lo haría, en cambio, en Sobre la misma tierra. La imaginación del narrador expresó, al plasmar el personaje, la conciencia social, los prejuicios, el imaginario sobre los indígenas: sensualidad, brujería, rudeza, maldad, violencia y astucia. Esos prejuicios e imágenes los proyectó sobre los tiranos de la política venezolana. Se trató, obviamente, de una operación creadora totalmente inconsciente que no le resta méritos a Gallegos, ni como persona ni como narrador, solo reconfirma la existencia de prejuicios colectivos sobre el componente indio de nuestras sociedades, culturas e identidades latinoamericanas. El hecho de que el tema fundamental de la novela no sean los indios, a diferencia de otros movimientos literarios como el indianismo que presenta una visión idealizada del indio o del indigenismo que critica las situaciones de opresión de las poblaciones indígenas, no impide que Gallegos hable de los indios y de lo indio y vierta en su narrativa las visiones contradictorias del imaginario social sobre los pueblos indígenas[7].

Juan Liscano, un gran conocedor de la obra de Gallegos, ha afirmado que “Las novelas de Gallegos despertaron la conciencia del existir venezolano. En ellas quedaron plasmados tipos de nacionalidad y rasgos del carácter criollo” (Liscano 1973: 47). Asimismo señala que

El tiempo histórico en que transcurre su novelística –salvando alguna excepción como Sobre la misma tierra– es el que precede a la Edad del Petróleo. Es el de una Venezuela agraria, pecuaria y feudal de haciendas, caudillos y caballos. Muchos aspectos de su obra ya no tienen vigencia, en un país transformado en sociedad de consumo por el ingreso de la renta petrolera, con una población cuadruplicada en medio siglo, donde la hipertrofia humana cubrió de cemento valles y antiguas haciendas. Pero más allá de los cambios del paisaje y de las costumbres, Gallegos intuyó rasgos esenciales del carácter venezolano, componentes de sus fuerzas contradictorias y tendencias negativas de nuestro ser (Liscano 1973: 48).

Los prejuicios sobre los indígenas que se manifiestan en doña Bárbara pudieran interpretarse como una expresión de esas “fuerzas contradictorias” que se enfrentan en nuestras sociedades y culturas, en nuestras propias almas de “occidentales” pero quizá no tanto, es decir, muy particulares y sui géneris.

La frase final de la novela es muy reveladora si tenemos en cuenta las referencias a los indígenas y al origen de doña Bárbara: “¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!…” (3ª parte, cap. 15, negritas añadidas). ¿Quién es esa “raza”, ese grupo social? ¿Los llaneros? ¿Y los indios llaneros y de la selva contigua dónde quedan?

 

 

Reconocimientos

Agradezco los comentarios y sugerencias de Da. Rosalina García de Jiménez, de la Academia Venezolana de la Lengua, y de Da. Maricel Mayor Marsán de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

 

Notas:

[1] Tal distorsión pudiera sintetizarse con la falsa idea de que todos los indios son iguales.

[2] Las citas corresponden a la edición de la Biblioteca Ayacucho (Gallegos 1997 a), con la acentuación actualizada. Solo se identifica la parte o sección de la novela y el capítulo correspondiente para facilitar su localización en cualquier edición.

[3] La expresión “guerra buena” refiere a las luchas por la independencia política de España; mientras que Mucuritas fue una batalla librada el 28 de enero de 1817 y Queseras del Medio otra el 2 de abril de 1819. Tuvieron lugar en los llanos del actual estado Apure (referente geográfico de la novela Doña Bárbara), ambas comandadas por el general llanero José Antonio Páez

[4] Ver también mi trabajo sobre la importancia del Llano, la llanerización de la cultura venezolana y la desllanerización de la cultura llanera (Biord 2018).

[5] Sobre Ño Pernalete y los jefes civiles ver Biord (2004 a, b).

[6] Ver las consideraciones de sobre la simbología de doña Bárbara en Liscano (1961) y sobre distintos aspectos psicológicos del personaje en Ramos Calles (1979) y Salvatierra (1970 II: 147-195).

[7] Sobre la misma tierra (1943) es la novela con mayor y más profundo contenido indígena en la producción narrativa de Gallegos. Hay diversas alusiones a temas indígenas en Cantaclaro (1934) y, principalmente, en Canaima (1935), pero en esta el meollo de la historia lo constituyen otros conflictos como la fuerza avasallante de la selva, el viaje psicológico del protagonista así como diversas críticas sociales.

 

 Obras consultadas:

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HORACIO BIORD CASTILLO

Nació en Caracas, Venezuela (1961). Poeta, articulista, ensayista y profesor. Licenciado en Letras, magíster y doctor en Historia por la UCAB. Se desempeña como investigador del Laboratorio de Etnohistoria y Oralidad en el Centro de Antropología “J. M. Cruxent” del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas. Sus intereses de investigación abarcan la etnohistoria, la etnicidad y la sociolingüística. Es profesor de la Universidad Católica Andrés Bello e individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua y de la Academia de la Historia del Estado Miranda. En la actualidad preside la Academia Venezolana de la Lengua. Sus artículos aparecen con regularidad en los diarios digitales: El Ucabista y La linterna azul (Reporte Católico Laico). Sus ensayos han sido incluidos en diversos libros de antropología, así como en la publicación OntosemióticaRevista Digital Latinoamericana de Semiótica y Educación, que tratan sobre sus investigaciones acerca de los diversos grupos aborígenes de Venezuela. En 1995 recibió el Premio Municipal de Literatura, mención Estudios Indígenas. Ha publicado los poemarios: Sueño que nunca llega (Venezuela: Alcaldía Los Salias, 1994); Cuaderno de Mérida (Venezuela: AVL, 2010); Retazos (España: Editorial Siníndice, 2011); Quaderno de Quetzalan (Venezuela: Ediciones Grupo Tei, 2011); Mea estrellas la noche (Venezuela: Ediciones Grupo Tei, 2013); y Quaderno de Brasilia (Venezuela: Ediciones Grupo Tei, 2014).

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