BAQUIANA – Año XX / Nº 109 – 110 / Enero – Junio 2019 (Cuento I)

USURPACIÓN

por

 

Juan Carlos Dido


El primer indicio fue la observación que le formularon algunos amigos.

—¡Qué tostado estás!… Parece que aprovechaste los días de sol.

Su aclaración, explicando que no había alterado su rutina cotidiana, no sirvió para modificar la apreciación. Al día siguiente se sorprendió cuando, frente al espejo, confirmó con evidencia incontrastable el juicio de los otros. Su piel había adquirido un tono mate. Lo atribuyó a algún problema epidérmico o cierta irregularidad hepática, pero no experimentaba ningún malestar. De todos modos, se sometió a rigurosos exámenes médicos que determinaron un excelente estado de salud, como él mismo lo previó.

A pesar de esa comprobación, debió reconocer, con el paso de los días, que su piel intensificaba paulatinamente la opacidad. La imagen reflejada era terminante y frecuentes testimonios de sus allegados ratificaban el inexorable oscurecimiento cutáneo, al que aludían con irónico humor, suponiendo que ocultaba sus experiencias reservadas en exóticas playas o tratamientos especiales para que la piel tomara esa coloración.

Cuando experimentó la sensación de quedar retenido, no se le ocurrió vincular el fenómeno con aquello otro. No era exactamente una mayor pesadez, no. Hasta percibía como un aligeramiento de su contextura, pero le resultaba dificultoso efectuar ciertos desplazamientos: salir de la cama, levantarse de la silla, alzar los pies. La sensación era muy extraña. Una especie de adherencia a las superficies parecía retenerlo.

Esa definición utilizó para exponer al médico su preocupación, al concurrir para un nuevo examen. El médico sonrió al escuchar sus comentarios. Lo tranquilizó. Le aseguró que su organismo funcionaba perfectamente. Constató que, en efecto, había bajado un poco de peso, lo cual, en su caso, era un síntoma saludable porque estaba algo excedido. En cuanto a la piel, el médico le dijo que le quedaba muy bien el tostado.

Otra impresión reveladora la vivió mientras estaba en la cola esperando el colectivo. Era casi el mediodía de una jornada espléndida. Se percibía el temblor del aire inundado por el nítido resplandor solar. Al mirar sobre las desparejas baldosas la proyección de las sombras indiferentes, vio que la suya tenía una tonalidad más clara. Lo atribuyó a una mera percepción subjetiva. Desvió entonces la mirada hacia otro sitio, parpadeó repetidamente y sacudió la cabeza como para borrar una visión irreal y volvió a fijarse en las sombras. No había dudas: su sombra era más clara. Con disimulo observó a las personas que estaban en la fila. Nadie había advertido esa diferencia. No se atrevió a preguntar si notaban la particularidad de su sombra.

Las observaciones posteriores le confirmaron que su sombra perdía nitidez. Solo, en su departamento, efectuó numerosas pruebas para tratar de descubrir qué ocurría. Ubicó todas las lámparas y veladores en el living; colocó focos de gran intensidad; instaló pantallas en las paredes y conectó el proyector de diapositivas para analizar minuciosamente su sombra. Ya no cabía ningún reparo: su sombra era notoriamente más tenue que la producida por todos los objetos.

Se sentía confundido. No sabía qué hacer o a quién acudir. Los experimentos con las luces lo agobiaron. Pensó en descansar para después tomar una resolución. Iba a apagar las luces cuando tuvo el presentimiento. Creyó haber sorprendido a su sombra en un movimiento independiente: se había desplazado sin correspondencia con el desplazamiento de su cuerpo. Lo adjudicó a un efecto de su vista cansada, lacrimosa, irritada por los prolongados experimentos con la luz… Pero ese pensamiento no lo tranquilizó.

Fue al baño y se dio una ducha de agua fría. Permaneció unos minutos inmóvil bajo el chorro y trató de despejar su mente. Luego se sirvió un güisqui y con el primer trago ya se sintió mejor. Le costó dominar un intenso deseo de reírse a carcajadas. Volvió al living, donde las luces continuaban encendidas. Se colocó de espaldas delante del proyector y su silueta agigantada apareció sobre la pared opuesta. A los gritos comenzó a ordenarle a la sombra que se moviera, mientras él ejecutaba movimientos exagerados que mostraba como un desafío. Se puso a bailar con ademanes estrambóticos en el cono luminoso. Su pálida sombra copiaba dócilmente los movimientos como un filme chinesco sobre el muro que oficiaba de pantalla.

Ahora sí no pudo evitar las carcajadas. Se quedó instantáneamente inmóvil y extendió el brazo con el vaso de güisqui. Lo agitó enérgicamente hasta que la sacudida del hielo produjo un estridente campanilleo. Vio en la pared la fidelidad con que la sombra copiaba sus vibraciones. Soltó otras carcajadas… que se apagaron de golpe cuando mantuvo rígido el brazo y la sombra continuó realizando los movimientos.

Dejó el vaso y se precipitó sobre la pared. Sus uñas arañaron el revoque en el intento enloquecido de espantar la imagen animada de su brazo que agitaba un desproporcionado recipiente. Iba a gritar pero se contuvo. Amagó salir corriendo pero se quedó. De un manotazo apagó el proyector y después desconectó todas las luces. Al tanteo localizó el sillón y se dejó caer invadido por una profunda desazón. Desechó toda posibilidad de locura. Pronunció su nombre mentalmente. Recordó su infancia. Evocó a sus amigos. Repasó su vida reciente. Todo estaba bien.

Precisamente, como todo estaba bien, tenía que mantener esta situación en secreto. No podía confiar a nadie su experiencia. Imaginó los cambios que debería introducir en su vida cotidiana. Sólo podría disfrutar de mayor libertad en los días nublados. Con el sol tendría que desplazarse por las zonas sombreadas para evitar que su sombra se proyectara. Debería ocupar exclusivamente ambientes de iluminación pareja… Dio un brusco sobresalto y golpeó con el puño el brazo del sillón.

—¡Pero qué estoy pensando!  Esto no tiene sentido… Esto es aceptar la definitiva realidad de esta estupidez.

Se levantó resueltamente y encendió otra vez el proyector. Se plantó delante, su espalda casi pegada a la pared. El chorro de luz le provocó un agrio parpadeo. Extendió los brazos, como si estuviese crucificado. Giró la cabeza y reconoció que esa silueta de color grisáceo correspondía exactamente a su figura. Inclinó el cuerpo y la sombra lo acompañó. Dio un pequeño salto y la sombra le obedeció. Bajó los brazos, alzó una pierna, se puso en jarras, sacudió la cabeza, estiró los dedos, revoleó una mano… La sombra calcó cada ademán con absoluta docilidad. Volvió a extender los brazos… Respiró hondo y entornó los párpados.

—Todo está en orden —se dijo.

Iba a apartarse, pero sus brazos quedaron sujetos en el muro. Forcejeó para liberarse, pataleó y revolvió todos los músculos, mientras sentía que su cuerpo era atraído como si un poderoso imán lo empujara contra la pared. Cuando quiso gritar, descubrió que había perdido la voz. Alcanzó a percibir cómo su piel se ennegrecía y hasta le resultó agradable ese achatamiento de su cuerpo, que perdía su propiedad tridimensional y se adhería al muro, ocupando con minuciosa precisión las superficies cedidas por su sombra, que tenía el color exacto de su piel y asumía la contextura de su físico.

Cuando el extraño se separó unos pasos, el primer movimiento que él debió imitar desde su nueva realidad le costó un poco; pero los siguientes surgieron espontáneamente. Y mientras repetía resignado los ademanes que ejecutaba su usurpador, pudo ver cómo el personaje, antes de dirigirse a apagar el proyector, encendía un cigarrillo y tomaba el vaso de güisqui.

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JUAN CARLOS DIDO

Nació en Buenos Aires, Argentina. Es profesor universitario, locutor nacional, periodista y escritor. Actualmente es catedrático de la Carrera de Locución en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLM). Es Magíster en “Comunicación, Cultura y Discursos Mediáticos”, Licenciado en Gestión Educativa y Profesor en Letras. Ha publicado diecisiete libros, varios de ellos de carácter pedagógico tales como Clínica de ortografía, Taller de periodismo y Cómo hablar bien. Otros son de investigación y creación literaria: La fábula argentina, Identikit de los argentinos, La fábula española y Fábulas folclóricas. La última publicación es Radioteatro y cultura popular, libro en el que  rescata  aspectos valiosos del radioteatro argentino en su época de oro. Además, es autor de numerosos artículos publicados por revistas especializadas, Varios de sus libros han merecido premios otorgados por prestigiosas instituciones, como  el Primer premio “ensayo” del Fondo Nacional de las Artes (1989), Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1991), y Premio de la Secretaría de Cultura de la Nación (1992), entre los más destacados. Algunos de sus textos fueron incluidos en dos libros antológicos publicados por la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la que es miembro correspondiente: Entre el ojo y la letra (2014) y Los académicos cuentan (2015).

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