BAQUIANA – Año XVIII / Nº 103 – 104 / Julio – Diciembre 2017 (Reseña II)

PEQUEÑO MAL, DE CAROLINA DEPETRIS 

 

 por

 

Lilianet I. Brintrup Hertling


PEQUEÑO MAL 194 X 300

Editorial Libros Magenta
Ciudad de México, México
2014
ISBN: 978-607-8314-04-1
pp. 88


     El libro sorprende al momento de tenerlo en las manos: de cobertura rosa-mexicano suave y opaco ostentando una pequeña perforación a modo de rajadura, cuyo fondo negro nos anticipa un mal. La rotura tiene forma de letra M mayúscula, como mayúsculo será el mal, y al mirarla con más detenimiento observamos que diseña una forma de corazón.  Los poemas carecen de título y son de diversa extensión distribuidos en 85 páginas. Los poemas construyen un discurso femenino sólido, único por el tema raramente poetizado y hasta inaccesible. A nivel gráfico, los poemas, que carecen de títulos, están diseñados en diferentes formas, en donde la mayoría de las veces, una conjunción ilativa constituye un verso completo; en otros observamos una voz entrecortada que deja diversos espacios vacíos entre las palabras y los versos, en donde se suceden como cascadas el asíndeton, anáforas, aliteraciones y desde luego, el hipérbaton, más diversos tropos literarios.

     El título del libro Pequeño mal nos remite, de entrada, a la llamada Crisis de ausencia o Petit mal (término acuñado por el psiquiatra francés Jean Étienne Dominique Esquirol) el cual afecta a los estados de la conciencia y refiere a diversas actividades anormales de una persona. Una de las manifestaciones de este pequeño mal es la epilepsia que no es ni enfermedad ni síndrome cerebral, sino sólo una afección que causa cambios involuntarios en la persona, ya sea en los movimientos o funciones del cuerpo por brevísimos segundos o largos minutos. Parpadeos rápidos, mirada perdida en el espacio abierto, desconexión con el medio, son algunas de las más frecuentes manifestaciones de esos momentos de crisis ‘epilépticas’.  Será entonces en esa rotura-rajadura de la portada donde el lector se encuentra con el abismo negro del yo-lírico por la convivencia con alguien intensamente amado y afectado del pequeño mal. No es sino hasta la página 34, en la dedicatoria de un poema, donde se escribe la palabra ‘epilepsia’. Por su parte el Diccionario de la Real Academia Española define la palabra mal en su sexta, octava y novena acepciones como “Negación del bien”, “Desgracia, calamidad”, “Enfermedad, dolencia”, “Contrariamente a lo que es debido; sin razón, imperfecta o desacertadamente”.

     Este malhadado mal invade toda la existencia del yo-lírico y del afectado, por lo que el título del libro invierte su sentido: un pequeño mal deviene un grande mal/mal grande (la M mayúscula): anula al yo hablante, haciéndolo ser lo que no es, lo que no puede ser para el otro. La negación y denegación de lo que se vive vuelve una y otra vez a través de distintos verbos: “Y busco/ escapo/ desespero/ vivo/por no llegar jamás allí/ donde ya /estoy” (22).

     Los poemas expresan un “dolor encostillado” (10) que paraliza al yo-lírico; no sólo no le permite desplazarse con soltura, sino que no la deja ser. La imagen de la máscara aparece en varios de los poemas indicándole a lector que lo que se es y, a ratos, lo que se dice, no es, creando así suspenso y tensión, pero sobre todo, vacío, soledad que la involucra en una “adulta pesadilla”,  en una “tristemente felicidad”. En insuperable técnica literaria, Depetris nos inserta en una resignificación de ciertos espacios y textos y por sobre todo de la persona mencionada alternativamente como vos y . Hay familiaridad en el trato entre el yo-lírico y ese vos-tú. La voz que habla se expresa claramente como femenina “suspendida como estaca/ de nieve fría” (10) y perdida, derretida, como el hielo que va desapareciendo gota a gota.

     Los clímax descendentes son frecuentes y el tono de negatividad emerge sólido a lo largo del libro: “cae en pulso histérico”; “Fluyen las alcantarillas sucias”;  “amiga de las ratas/ circula sus podredumbres”. Se intenta expresar una plenitud, pero estropeada y caída.  El yo va siempre cuesta abajo: “aquí me acabo”, “te acabo”  y  “hay nada”; “en delicado manjar cada día encuentro amarguras”; “y lo peor, lo peor/ el no color/ el no sonido/ el no amor”. Su espacio, casa y planeta, es tierra “yerma” donde hay lo que “no hay”; donde el color verde está ausente, porque no hay vida.  Y nuevamente algo es “negro, mudo, muerte” (20);  “Si todo lleva nada/ y nada hacia más nada/ Morirá y morirá todo/ y todos/ y no renacerá ni en la memoria / […] y todas sus risas/ y su belleza tan inútil/ y el sol/ el sol/ también /se irá”(23-24).

     A medida que se lee el poemario, y el pequeño mal lo tenemos en la mira, pues sabemos que reside en el vos o tú y se observa, casi con espanto, que un mal ha alcanzado al yo-lírico y se ha instalado en su cuerpo y mente, aunque de otra manera. De ahí que los poemas expresen, en su gran mayoría, el estado del yo-lírico: “desintegrada”; “Estoy harta del continuo desamor de mí/ que estoy cansada/ podrida”; el yo establece un brevísimo ‘diálogo’ con la gente y les pide que se vayan que la dejen sola, pero que no la hagan llorar, puesto que ella está “aquí estoy yo” (15);  “Lo cierto es que busco en qué creer y todo/ y todos/ me son insoportables” (76);  incluso el mismo yo que se reafirma constantemente, no es el  yo del cual la poeta quisiera hablar. Es un yo que debe tomar pastillas para serenarse: “Tómese señora, las pastillas/ y déjese de joder/ porque nunca, señora, nunca sabrá por qué no tuvo/ no tiene/ ni tendrá paz” (66-67). Su existencia es ajena a la paz y harta, expresa: “estoy ocupada/salí/no estoy/no estoy/no estoy/para nadie/no me interesa/no me interesan/no me interesas más/estoy muerta/estoy muerta/más que muerta/nula/borrada/eliminada/para ti” (76-77). Tampoco las pastillas ni las hierbas aromáticas (“Absenta”) le servirán para recuperar la paz perdida en esta auténtica batalla en contra el pequeño mal.

     La contención de no poder decir lo que le aqueja la lleva a expresar “Qué voy a hacer  viviendo en pedacitos/ en meros detalles de realidad/ y me lleno de un decir de contenciones/ y me contengo en el decir de hacer” (22). El poemario íntegro gira alrededor de lo que no se puede expresar lo que se quiere decir: “Decir lo que jamás diré” (41), porque se trata simplemente de expresar un amor “que no será amor en el amor”, aunque el yo está “en el más grande amor de todo amor” (49) pero que al final será violentamente “un suculento banquete indigerible” ( 42). La desesperada búsqueda de transmitirle sus pensamientos y sentimientos al vos-tú, llega a la exasperación: “Busco/ busco/ una combinación/ que haga/ que haga ser/ exactamente/ lo/ que/ te quiero decir” (71). Las imágenes son poderosas y al lector no sólo le entran la voz, sino que le curvan la columna vertebral. El borrón y la resta que hace el yo-lírico de sí misma confirma lo dicho: “ No fue/ no vi/ no dije/ no quise/ no pude/ no pensé/ no probé/ no escribí/ no olí/ no nadé/ no toqué/ no besé/ no mordí” (50).

     A pesar del dolor del yo-lírico, su desesperación e impotencia y hasta rabia, ésta se llena de ternura hacia ese ser humano con quien vive –y que el lector sabe por la explicitación que se hace, que se trata de un niño– “una caída de niño /en mil metros de caída”  (15), se llena de ternura y amor por ese pequeño afectado por el pequeño mal: “Quisiera armar/ una casa en el árbol/ y un día lluvioso subir y contar cuentos / y tenerte acurrucado/ eternamente protegido […] pero vamos a crecer y el mal con nosotros/ perderemos/ perderemos/ y cercados nos veremos/ ya viejos/ verán elefantes”.  El pequeño mal, como un monstruo ingobernable, los derrotará. Se trata de un intento inútil de estar y comunicarse con ese vos-tú-niño, porque algo insano les va a crecer.  Saber y conocer esta realidad crea en el poema un círculo de amor y de hastío, de miedo y hasta de horror doloroso/ dolor horroroso.

     El yo-lírico ensaya todo tipo de juegos, trucos para poder llegar a ese vos-tú en su frágil y a la vez indestructible relación, pero falla, cae exactamente al lado, nada resulta a pesar de “su blanda rigidez, de su tierna impaciencia, de su esquiva disciplina, de su incierta lección”; el yo finge, finge que sabe, finge “montando y desmontando teatros/  buscando ciertos caminos de esperanza” para poder entender y para allegarse a él con gestos y palabras; es el fingimiento de cada día, para poder expresarle su inmenso amor a ese vos –tú que la tiene exhausta (19-20). Ambos  están “hartos”, el vos y yo”, porque en ellos se ha instalado eternamente el amor con el pequeño mal: “cometimos el más grande error de amarnos/ y caímos al acierto más certero de buscarnos cada día/ de sufrirnos/ de procurarnos/ de rechazarnos/ de cuidarnos/ sin suavidad/ sin tregua/ sin consuelo”; la secuencia lingüística deviene una suerte de cadena que cada vez se estrecha más y le impide retirarse de este teatro para ser ella misma.

     La Ciencia no tiene respuesta para este mal, así apela a Dios con enojo: “Cómo voy a resolver contradicciones que dios/ y todos/ nos tiraron”. Se atribuye a Dios y a los dioses como generadores de este pequeño mal que no tiene cura, por lo que la ayuda, explicación y consuelo no vendrán por ese lado. Ni Ciencia ni Dios tienen cabida en la escritura de este grande-pequeño mal.  El término epilepsia aparece en la imagen de una “montaña”: “Ha vuelto a mí la montaña/ ha vuelto como vuelve cuando vuelve/ha vuelto tan brutalmente/Hermosa/ tan aplastantemente hermosa/que no sé si es/no sé”.  Se interpela directamente a la  Ciencia para poder entender lo que acontece con este mal: “¿Cómo es que así/ así sin más/ riadas de células mansas cavidades que soy yo/ se vuelve un sarcófago negro/ una galaxia muda/ un cunero de muerte?” (20). La voz lírica transita entre lo inexplicablemente enquistado en su vida y en la del otro que transita con “su furiosa pasión por nada”. La impotencia para cambiar el estado de cosas se genera entre el dolor y el afligimiento de ‘no poder’ con este pequeño mal.

     Ni la Ciencia, ni Dios, ni tampoco ese ‘entrenamiento’ recibido en la infancia para enfrentar monstruos en los juegos con sus hermanos y amiguitos sirven para atenuar el dolor. Se especifica que se trata de una culebra -un monstruo a los ojos de los niños-, que por algo inexplicable éstos matan “para estar a salvo”. El yo lírico reflexiona: “Pero hay algo profundamente triste/ algo/ no sé/ que no está bien”. Matar a la culebra, ese pequeño mal para el grupo de niños, es análogo a ese otro pequeño mal que fue también generado por la Naturaleza o por Dios, o alguna Inteligencia Superior, que escapa al control de los seres humanos; simplemente “no está bien” matar a eso denominado ‘monstruo’; se debe vivir con ello. Existir  en este planeta tierra nos enfrenta no sólo a la Nada, al Infinito,  sino a objetos o seres  animados o inanimados diferentes y diversos, cuya explicación racional siempre caerá exactamente al lado de nuestro limitado entendimiento. No se debe matar a la “culebra”  únicamente porque no nos guste; lo considerado monstruoso no debe aniquilarse, “no está bien”. El cuestionamiento de la poeta alcanza un profundo nivel ético del proceder del ser humano el cual nos aproximaría a una temática de Derechos Humanos y de Derecho Infantil. Nos abre un camino hacia una inteligencia a la cual no estamos preparados, así como el yo-lírico no está preparado, pues debe habérselas con una moralidad, que aunque laxa, es opresiva y torcidamente represiva en su más alta expresión. Es en esta lucha físico-ético-emocional que entendemos estos versos: “porque todo es como todo/ interminablemente/ y nada es igual/ y nada distinto/ es que sobreviene esa fatiga/ de ser” (27). Así en días llenos de sol que odia y la irritan, se ha instalado en ella algo oscuro donde habrá una “fina tela gris/ de una tela de araña/ de arañas/ que se pegan en [su] cara y en [su] pelo” (28) que no la dejan ver, ni respirar, ni ser. En otros días en que hay gaviotas y los pájaros cantan y se escuchan risas y el sonido de las campanas llega a sus oídos, tampoco puede ser feliz, porque “Como el diablo/ tengo yo/ mi/ infierno/ el amor” (33). Amar hasta el agotamiento a ese ser con quien se pierde constantemente la brújula que  guía a ambos, hace que desvirtúe lo que posee virtud per se, como por ejemplo la belleza de ciudades como París, como también su propia belleza física: “el esfuerzo inteligente/ el vano/ hasta estúpido/ Me agotó París con su belleza/ su sucia gente medio loca/ el displicente desgano europeo/ la falta de sol/ Y me agoté de mí” (43-44), para concluir que “ser feliz no era ser feliz/ que amar era también odiar/ que reír era sufrir” (36-37).

     La referencia explícita de que ese vos-tú se trata de un niño, como ya lo mencionáramos,  ofrece resignificaciones de los espacios a través de una red intertextual que incluye (ya desde el título del libro que nos envía al campo de las ciencias como la Psicología y la Psiquiatría): a partir de un cuento de hadas, un relato de viaje y un mito. La poeta y el niño (el yo y el vos-tú) están en una habitación donde hay desorden y caos, ella, transformada en una suerte de doble monstruo, primero es Gulliver que pisotea a los enanos, y después, convertida en Cíclope de un solo ojo, da manotazos “demoliendo mundos” construidos en ese espacio infantil; su acción es frenética mientras canta el estribillo de una canción infantil: “limpia limpia guarda/ todo en su lugar/ limpia limpia no lo dejes/ de guardar” (38-39). El teatro lúdico montado con el niño es de miedo: ella deviene un cíclope gigante que pisotea el mundo infantil en su afán de poner orden regular y establecer comunicación: “apagué el soplo de hierro/ el pestilente grito de monstruo de su pecho” (70). La referencia al espacio infantil se reitera a través del cuento de hadas Blanca Nieves y los siete enanitos también de modo invertido, en donde el espejo no le muestra a la más bella, sino a la más desesperadamente maldita: “Espejito, espejito/ dime quién la más bella/ soy yo / lo sé/ lo sabes/ maldito espejo en que te miras para verme/ y no ves/ más/ que/ a ti” (45). El espejito no sirve, porque al igual que el cíclope de un solo ojo no le dicen nada de lo que ella quisiera escuchar y ver; alguien la mira para no verla y ella mira para no ver lo que ve. El mito de Pigmalión se introduce para indicar la sólida unión entre ambos: el yo intenta de transformarlo para así llegar hasta él, escucharlo y entenderlo; ella ha sido la gestora del pequeño afectado del mal a quien ama de modo inexpresable: “Sudaba Pigmalión su suerte echada” porque a diferencia del mito de Pigmalión, no habrá una Afrodita que transforme al infante (“estoy con él/que habla/me habla/con inútil ansia de despertar/ la fría estatua”, no habrá nadie ni nada que le quite el maldito pequeño mal (74-75). Lo invertido es total, pues al lector, en realidad, no le queda claro quién de los dos es Pigmalión, si el yo o el vos-tú.

     El miedo arrecia ante la culpa, el dolor, la súplica, la búsqueda vana de respuestas y el amor establecido con el vos-tú. El yo femenino que escribe se ve acorralado en una suerte de maldición y se juega una última carta que intenta explicar–en el vértigo del vacío (“donde/ nada/nada/nada/es/ni/existe”) y la soledad (“estoy sola/nadie me explica qué pasa allí/qué está pasando/nadie me guía en esa historia/estoy perdida”)– lo que nadie ni nada ha podido hacerlo y no lo hará. Juego y teatro se ponen por última vez en escena con lucidez, pero sin ganancia: “Pongo un as de pica/ un tres de tréboles/ un cinco/ un siete de corazones/ los reyes/ las reinas/ todos los barones/ de todos los palos/ Pongo/una/a/una/ las cartas de mi mazo/de/i/i/ ¿ves? Esta soy yo/ Soy yo/Soy yo/Esta soy yo/¿lo ves?/ ¿Ves que no hay dos iguales?/¿Ves que no hay modo de salir de la baraja?/ ¿Ves?/¿ Lo ves?/ ¿Ves que todo esto que yo soy no soy?” (84-85), para finalmente vislumbrar que “Quedará todo en nada/a pesar de haber sido todo/ y más que todo” (68-69).

____________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

LILIANET I. BRINTRUP HERTLING

Nació en Llanquihue, Chile (1948). Poeta, narradora, articulista, ensayista e investigadora literaria, así como profesora de Lengua Española y Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Humboldt en California. Obtuvo su Doctorado en la Universidad de Michigan en Ann Arbor, con una especialización sobre Literatura de Viajes del Siglo XIX. Su escritura se centra en poesía y en investigación literaria de viajes de importantes viajeros como Benjamín Vicuña Mackenna, Vicente Pérez Rosales, María Graham, Gustavo Verniory, Rodolfo Amando Philippi Krumwiede, Paul Treutler e Ignacio Domeyko entre otros, de los cuales ha escrito más de 40 artículos, publicados en distintas revistas especializadas. Es autora de dos libros sobre viajes y viajeros. Es autora de Crónicas de sus propios viajes a México, al Tíbet y Estados Unidos, y de reseñas de textos literarios. Es autora de cinco poemarios: En tierra Firme, Amor y Caos, El Libro Natural, Quiebres en California, y uno inédito: Chile, en particular. Ha sido presidenta y organizadora de seis Congresos Internacionales de Poesía en España, Chile, Hungría, Canadá, Norte de México y en Ciudad de México. Ha sido presidenta y organizadora de siete Congresos Internacionales e Interdisciplinarios en honor al viajero de las Américas Alexander von Humboldt (en Alemania, Chile, China, EE.UU., Marruecos y México). Reside en los Estados Unidos desde 1981. Actualmente se encuentra investigando sobre la inmigración alemana en Chile en el Siglo XIX.

___________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________