DOS ÉPOCAS, DOS PERSPECTIVAS Y UNA RELIGIÓN: PROYECCIÓN RELIGIOSA EN LA LITERATURA ESPAÑOLA
por
Manuel A. Ossers
Dada la tradición católica del pueblo español a través de los tiempos, no debe sorprender el significativo papel de esa religión en la literatura española. Tampoco debe sorprender que el tratamiento dado en la literatura a la religión haya variado con los tiempos. Por eso pude haber escogido cualesquiera períodos para mostrar sus contrastes en este trabajo. Se me ha antojado, entonces, transportarme al siglo XVII con el fin de explorar, no la crítica a la hipocresía religiosa vertida en El Buscón, sino -más curioso- la sátira a la misma religión católica en esta novela de Quevedo a pesar de haber obtenido las apropiadas certificaciones de las autoridades clericales y reales para su publicación. Luego brinco al siglo XIX donde rastreo la visión de Alarcón, Pereda y Valera de la felicidad en función de una vivencia religiosa. Me concentro en estos dos siglos a causa de su irónico contraste existencial mostrado por el tiempo en que se presentan los asuntos tematizados en las respectivas narrativas. La ironía se encuentra en el osado liberalismo de Quevedo expresado con su mordaz crítica de la sociedad y, lo que interesa en este trabajo, su burla de algunos conceptos dogmáticos que la iglesia axiomáticamente no encontró como ofensiva dos siglos antes del conservador pensamiento religioso de Alarcón, Pereda y Valera. De modo que observamos en las cuatro novelas aquí tratadas una proyección religiosa inversa a la evolución del pensamiento teológico que uno esperaría a través de las edades.
Comienzo, entonces, con la atrevida tematización de asuntos religiosos con los que Quevedo añade momentos risibles a su narrativa. Luego discuto el conservadurismo religioso con el cual Alarcón, Pereda y Valera abordan la realidad existencial de sus personajes.
Es evidente en El Buscón la severa crítica que se hace en contra de los falsos creyentes. Aquellos feligreses de hipócrita devoción y beatería. Este juicio se manifiesta tácitamente a través del libro en los personajes así satirizados. Aparentemente esta presentación satírica se limitaba al hombre y a la mujer, y no trascendía a la iglesia y su doctrina; ya que el autor parecía cuidarse de presentar sólo a los humanos y sus acciones que no seguían la norma religiosa, pero sin tocar la doctrina en sí. Incluso, la obra se pudo publicar porque el clero y el reino no encontraron nada en ella en contra de la religión o la fe católica, como determinan las certificaciones registradas en el mismo libro: Esteban de Peralta, comisionado por don Juan de Salinas -vicario general del arzobispado de Zaragoza- a examinar el libro, lo encontró “sin ofensa alguna de la religión” (Castro, ed. 3). Y así, el vicario general otorga la licencia de impresión haciendo constar “no haber en él [el libro] cosa en que contravenga a nuestra fe católica…” (Castro, ed. 4). Y por su parte, don Juan Fernández de Heredia, gobernador de Aragón, concede su licencia en nombre del rey estableciendo que el libro “no tiene cosa contra nuestra santa fe católica…” (Castro, ed. 5). No obstante, se encuentran en el libro algunos ejemplos que chocan con los dictados doctrinales y bíblicos. Y es precisamente el interés en esta parte del artículo traer a colación algunos de estos pocos ejemplos para así apreciar hasta qué punto son ellos sátiras de la doctrina y de la Biblia.
Al quejarse Pablos de que tenía hambre, su compañero vagabundo le contesta: “Poca fe tienes con la religion y orden de los caninos; no falta el Señor a los cuervos ni a los grajos, ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes…” (Lázaro Carreter, ed. 176). Éste es un pasaje lleno de humor a costa de unos versos bíblicos donde se indica que: “…no es la vida más que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan… y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros mucho mejores que ellas?” (Mateo 6:25, 26).
Desde un punto de vista religioso, las palabras bíblicas parafraseadas por el vagabundo, podrían constituir una irreverencia o profanación a esos conceptos dogmáticos. En el fondo, sin embargo, el vagabundo enuncia una verdad; mas la forma y el contexto que la enmarcan satirizan el pensamiento bíblico expresado. En honor a la verdad, no se debe dejar de indicar que la misma Biblia, al mencionar este asunto en otra parte, usa el cuervo como ejemplo (Lucas 12:24). Por lo tanto, la fealdad de tal ave no formaría necesariamente parte del sarcasmo; pero al incluir otra ave como el “grajo”, y referirse a lo hombres como “caninos” y “traspillados”, parece vulgarizarse la realidad bíblica en cuestión. También el mencionar a los escribanos, individuos despreciados por los vagabundos, constituye un detalle satírico. El contexto que enmarca las palabras del volandero es quizás el principal motor satírico del pasaje bíblico, porque se trata de falsos mendigos engañadores de la bondad de la gente.
Tenemos, entonces, estos falseadores sirviéndose de pensamientos bíblicos en sus vidas delictivas. Tal utilitarismo, claro, está totalmente divorciado de la intencionalidad del verso bíblico en cuestión, la cual está dirigida a robustecer la confianza del humano en el dios bíblico:
“En el sermón sobre el monte Cristo enseñó a sus discípulos algunas lecciones en cuanto a la necesidad de confiar en Dios. Estas lecciones tenían por fin alentar a los humanos a través de los siglos, y han llegado a nuestra época llenas de instrucción y consuelo, según el pensamiento religioso” (El camino 123).
Obviamente, las autoridades eclesiásticas y reales pasaron por alto, consciente o inconscientemente, la fuente bíblica del pasaje quevedesco que nos ocupa. Es curioso que no lo notaran o le restasen importancia, considerando el abismal contraste entre la intención del pillo y la de Jesús, quien en dos versículos más adelante ilustra de nuevo con otro ejemplo comparativo el cuidado que el dios bíblico tiene por la naturaleza y los humanos: “Considerad los lirios del campo, cómo crecen” (Mateo 6:26). “Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy es, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?” (Mateo 6:28). Aunque también es fe en Dios lo que el mentor del buscón Pablos trata de predicarle para calmarle el hambre, tal fe está canalizada a amparar sus vidas de fechorías.
Otro hecho bíblico que deviene materia risible en la novela El Buscón es la Última Cena. Ésta fue instituida e impuesta por Jesús, según sus creyentes, como un recuerdo de su sacrificio: “El rito de la cena del Señor fue dado para conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra a favor nuestro” (El Deseado 608). A pesar de este portentoso simbolismo del cristianismo, la Última Cena se manifiesta prosaicamente en El Buscón al referirse a la sangre derramada por Cristo como “…dineros -que es la sangre del cordero con que se labran semejantes diamantes-…” cuando Pablos iba a intentar sobornar a un escribano (Lázaro Carreter, ed. 217). Es tácito en esta metáfora de Pablos que el valor materialista impuesto a la sangre de Cristo despliega un inmenso contraste con el valor y significado que tal sangre posee para el cristianismo: “Al participar con sus discípulos del pan y del vino, Cristo se comprometió como su Redentor. Les confió el nuevo pacto, por medio del cual todos los que le reciben llegan a ser hijos de Dios, coherederos con Cristo. Por este pacto, venía a ser suya toda la bendición que el cielo podía conceder para esta vida y la venidera. Este pacto había de ser ratificado por la sangre de Cristo” (El Deseado 613). De modo que en términos de la creencia cristiana, bajar lo que ésta consideraría el sublime, solemne e incomparable sacrificio redentor de Jesucristo al nivel del dinero -y dinero sobornador- es una desconsideración que pone por el suelo la realidad mística de su sangre liberadora, como lo explica la teología cristiana.
Más adelante se usa la sangre otra vez como imagen satírica cuando los fulleros amigos de Pablos brindan diciendo “Así como bebemos este vino, hemos de beberle la sangre a todo acechador…” (Lázaro Carreter, ed. 278). Mientras el vino constituye el símbolo teológico de la sangre redentora del sacrificio consumado por Jesús; ahora lo vemos como señal de la sangre que se derramaría en los asesinatos planeados. Notamos, entonces, el rol inverso de la sangre: la de Cristo que redime de la muerte, y la de los corchetes que los condenaba a muerte. El cuerpo de Jesús, representado en la Última Cena por el pan, es también usado como elemento sarcástico cuando uno de los rufianes jura “Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel…” (Lázaro Carreter, ed. 278). De nuevo, tenemos un sentido inverso del cuerpo inmolado de Jesús: su cuerpo sacrificado representado en el pan, salva a los humanos; ahora el pan condena a los humanos. Ahora bien, que el uso blasfemo de la oblea sagrada pueda ser o no una característica del pícaro, no constituye una obliteración del sentido blasfematorio en la usanza de un pícaro dado; de la misma manera que sus actividades criminales o antisociales no dejan de serlo por el mero hecho de constituir ellas características del pícaro.
En el párrafo arriba citado también se menciona una “luz que salió por la boca del ángel”. Si esa luz hace alusión al advenimiento del Mesías, según la creencia del cristianismo, tendríamos una vez más un paralelismo inverso, en este caso, del significado de la luz para el cristiano y el sentido que implica en boca del rufián: con Jesús esa luz es vida; con los bandidos esa luz es muerte. Es decir, que en realidad tal luz no es luz, sino tinieblas, porque en vez de dar vida, la tomará.
La inquisición es también parte del juego humorístico de El Buscón. Pero hagamos primero un brevísimo paréntesis histórico: La inquisición en España fue establecida por Fernando e Isabel en 1482 ó 1483 “como tribunal permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de Torquemada como inquisidor general” (El conflicto 254). Luego, en 1542, el papa Pablo III fundó la inquisición romana “to exterminate heresy, and shortly afterwards the ‘Index’ of prohibited books was set up” (World Religions 444). Pero ya la base de la inquisición había sido plantada en 1183 por el Concilio de Verona cuando ordenó a los obispos lombardos “que entregasen a la justicia a los herejes que no se convirtieran” (Larousse 1371).
El tratamiento satírico dado a tal aspecto dogmático por Quevedo se justifica; ya que la inquisición fue uno de los fenómenos más sanguinarios, injustos y absurdos que ha sufrido la humanidad durante su historia: “Esta institución… violaba abiertamente la libertad de conciencia, y era contraria al espíritu mismo del cristianismo” (Ibid). Esta violación se llevaba a cabo mediante instrumentos de tortura para obligar a los hombres a aceptar [las doctrinas de la iglesia católica]. Existía la hoguera… Hubo horribles matanzas… Dignatarios de la iglesia…se afanaban por idear nuevos refinamientos de tortura que hicieran padecer lo indecible sin poner término a la vida de la víctima” (El conflicto 625-626).
El libro de Quevedo se refiere dos veces a la inquisición: en boca y hecho de Pablos una vez, y la otra, en boca y hecho de sus amigos; esta última cuando los amigos de Pablos se hicieron pasar por agentes del “Santo Oficio”, para lograr así que Pablos sacara sus bienes de la posada y se fuera sin pagar (Lázaro Carreter, ed. 204). Pablos burla al ama aprovechando el terror que se le tenía a la inquisición; logrando de esta manera que ella le diera algunas gallinas que él apetecía. El incidente es sumamente simpático por la escena en sí y por el juego de palabras con que Pablos engaña al ama al hacerle creer que el “pío, pío” de llamar a los pollos es un sacrilegio a los papas (Lázaro Carreter, ed. 80-81).
Concluimos, entonces, que El Buscón contiene elementos bíblicos y doctrinales que han servido para darle matiz humorístico que, entre otros aspectos, lo caracteriza. Los temas bíblicos y doctrinales son usados como fondo o fuente del humorismo de algunos pasajes de El Buscón, como hemos ya visto. Si no era la intención del libro -y no podía serlo- fustigar algunas verdades neo-testamentarias y eclesiásticas, al menos se peca de cierta profanación –desde un punto de vista de la teología cristiana- al servirse de cuestiones sagradas para fines triviales, con excepción del tema de la inquisición, que se merecía la crítica, aunque muy parabolizada, como se ha de entender.
Claro, no ha sido mi intención aquí darle una importancia al asunto que la censura no le dio casi cuatro siglos atrás, sino señalar -como indiqué al principio- que el humorismo quevedesco no se limitó a satirizar el comportamiento humano malsano, sino que también en algunos casos su fuente fueron la Biblia y la doctrina.
Por otro lado, sabemos que las novelas El escándalo y El niño de la bola, de Pedro Antonio de Alarcón, constituyen una apología del catolicismo, la cual básicamente dice que sin la religión el hombre vive en un estado de concupiscencia y la sociedad carece de una base moral (Del Río 187). El mismo fundamento religioso se despliega a través de las novelas Peñas arriba, de José María de Pereda y Pepita Jiménez, de Juan Valera. Alarcón aunque revolucionario, y hasta anticlerical en su juventud, deviene luego conservador y defensor de la religión en sus novelas (185). Pereda, con una visión vivencial “íntegramente católica” (195), se pronuncia en Peñas arriba, verbigracia, en contra de los instintos y pasiones responsables, en su parecer, de un desequilibrio moral. Valera, como humanista, su estudio de la moral parte de un interés sicológico. Aun así, su novela Pepita Jiménez, por ejemplo, no obstante su indagación sicológica, termina como un triunfo de la sinceridad religiosa sobre una devoción mística falsa o desorientada. De modo que los tres novelistas coinciden en una concepción neo-testamentaria de la religión y la moral según los designios de la iglesia católica, como había de esperarse, puesto que la religión, esto es, el catolicismo, se manifiesta en mayor o menor grado en la novela del siglo XIX (190). Se me antoja enfocar lo religioso en Alarcón, Pereda y Valera por dos razones. La primera es meramente cronológica, esto es, esta tríada de novelistas compone precisamente la primera de las dos generaciones del realismo, o sea, la generación del 1868 ó 1874 -dependiendo de cuál clasificación nos apetezca más-. La segunda razón, menos trivial, parte de la premisa de que en las tres novelas a tratar aquí los protagonistas resuelven sus conflictos internos y externos mediante una canalización religiosa de sus realidades vivenciales que convergen en el resultado, i. e., la comprensión, en efecto, de que sólo la sinceridad religiosa conduce a la felicidad.
Y así, Pedro Antonio de Alarcón, José María de Pereda y Juan Valera, buscando una religión más al día a las necesidades del hombre y la mujer modernos y más pertinente al afán humano por la felicidad como el marco de quietud espiritual y equilibrio mental, delinean en El escándalo, Peñas arriba y Pepita Jiménez, respectivamente, personajes cuyas vidas no se encontraban enmarcadas dentro del contexto humano-religioso que proporciona felicidad. Unos ahogados, según la religión, en la mundanalidad eclipsadora de lo divino y otros sumergidos también, pero en un erróneo misticismo, se encuentran al final en el mismo punto del sendero marcado por la religión. Cómo se produce esta transición de las tinieblas a la luz –del decir de la religión- y cómo los medios diferentes de cada autor conducen al mismo fin, constituyen el propósito de esta parte de mi trabajo.
Pedro Antonio de Alarcón nos presenta en El escándalo un hombre dado a placeres mundanales. Un hombre apreciado en la alta sociedad madrileña. Un hombre admirado por las mujeres y temido por los esposos y los padres, Alarcón se empeña en personificar en Fabián Conde, en lenguaje religioso, la naturaleza pecaminosa de los humanos. Y por esto vemos a un Fabián que juega con todos los corazones femeninos para lograr sus objetivos carnales. Aquéllos incluyen los de doncellas y casadas. Fabián, caracterizado también por su valentía y osadía que había heredado de su padre, se batía victoriosamente con los maridos que le retaban a duelo para redimir el honor de ellos mancillado por el afamado seductor. Sin embargo, nuestro personaje no era siempre el cortejador, sino el cortejado; como él mismo se apresura a aclarar al contarle al Padre Manrique su adulterio con Matilde. En fin, Fabián era un hombre elegante, educado y rico. Riqueza esta que había obtenido después de haber logrado restaurar el buen nombre de su padre por medio de testigos y documentos falsos.
Por otro lado, la misma carga pecaminosa deviene agobiante cuando Diego, su mejor amigo, lo insulta y reta a muerte a causa de la calumnia levantada al conde por la esposa de aquél. No sólo Diego ha retado a Fabián, sino que lo amenaza de denunciar públicamente los trucos de que se valió para rescatar la imagen de su padre. También lo amenaza de contarle todo a Gabriela y al padre de ella. Es éste el golpe mortal que acabaría con Fabián; porque no podría él resignarse a perder a su Gabriela, por quien tantos sacrificios había pasado para merecer su amor. La amarga, patética y desesperante situación en que su misma vida libertina lo había empujado lo constriñe, a pesar de su ateísmo, a buscar socorro y orientación en un sacerdote.
Siguiendo los consejos del Padre Manrique, Fabián no sólo se decide a desistir de sus bienes y título de conde, sino hasta de su bien amada Gabriela. Perderla, entonces, es como perderlo todo en la vida, por lo que decide también irse a Asia como misionero.
Pero el sacrificio de Fabián no incluyó a Gabriela; y finalmente son casados por el mismo Padre Manrique en el convento donde ella se había refugiado por los últimos tres años después de haber descubierto los amoríos de Fabián con su tía política.
El simple hecho de que Fabián prefiera un sacerdote como mentor en su búsqueda por una salida a la terrible encrucijada en que se encontraba, es señal iniciadora de la tarea moralizadora que Alarcón nos ofrece por medio de la religión. Fabián se ve y lo ve el lector también, sin ninguna solución posible a su problema, por lo que recurre a la religión sin ni siquiera ser creyente. El Padre Manrique poco a poco lo va convenciendo de la necesidad de creer en Dios, ya que así Fabián no se preocuparía más por las opiniones de los hombres, sino que sólo Dios lo vería y sabría de sus actos. Vemos, entonces, que Alarcón no sólo nos presenta un mundano arrepentido, sino un ateo convertido; para darnos así su intencionada lección religiosa de que únicamente encontramos paz espiritual, si sinceramente creemos, nos arrepentimos y servimos a Dios. Es decir, que el contacto con las perversidades del mundo nos lleva sólo a placeres pasajeros y a consecuencias fatales, que únicamente la iglesia, con su divina doctrina, puede librarnos del atolladero y finalmente darnos la felicidad y paz que equivocadamente buscamos fuera de la iglesia. Tal es el mensaje, entonces, canalizado a través de la proyección religiosa en la novela de Alarcón.
Pasemos ahora a José María de Pereda, quien en su novela Peñas arriba delinea una proyección religiosa similar a Alarcón, mas mediante una canalización diferente.
En Peñas arriba, José M.de Pereda introduce casi el mismo tipo de personaje de El escándalo de Alarcón. Esto es, un hombre también víctima de las pasiones mundanales; pero no tan sacrificado como el Fabián de Alarcón. Es el hombre de las cortes y viajes por Europa y roces con las elegantes damas de la aristocracia pero sin llegar a los escándalos amorosos del sufrido Fabián.
Mientras Fabián Conde se encuentra en conflicto consigo mismo y con los que le rodean a causa de su conducta libertina; don Marcelo vive el mismo conflicto, pero sin las implicaciones tan pervertidas del caso Fabián. Don Marcelo, a pesar de su vida pomposa en las cortes madrileñas y europeas, siente un vacío, siente que no ha encontrado todo lo que la vida tiene que ofrecer: “no estaba yo tan enamorado de mi sistema de vida”, dice él. Y es aquí donde Pereda, a diferencia de Alarcón, hace que su personaje llegue al contacto con la naturaleza, para que así se acerque a la Divinidad. Vemos, entonces, que mientras el Fabián de Alarcón debe pasar por una etapa de sufrimientos para llegar a la verdadera felicidad; el don Marcelo de Pereda, mucho menos conmovedor, encuentra esta felicidad por medio de la naturaleza.
Con todo, tanto Fabián como don Marcelo logran su Graciela y Lita respectivamente, después de renunciar al mundo sin Dios; aunque conducidos por diferentes caminos: el de Fabián, la angustia, y el de don Marcelo, la naturaleza. Notamos, entonces, cómo hasta el amor verdadero no se puede encontrar, a menos que nos reconciliemos con Dios, en la visión de Pereda.
Juan Valera, en su novela Pepita Jiménez, también sigue la misma proyección religiosa que Pereda y Alarcón; y como ellos, también toma una ruta divergente. Pepita Jiménez es el caso de un joven aspirante a sacerdote. Pero sus aspiraciones no estaban debidamente canalizadas por el camino que la verdadera vocación sacerdotal conlleva. Este joven quería llegar a la santidad. Admira a los santos y desea emularlos. Pero parte de la desorientación devocional que bloquea los pasos de Luis de Vargas hacia la santidad es precisamente que él estaba inconsciente de que a tal estado místico se llega paso a paso, y no de un salto, como él pretendía.
Valera, al igual que Pereda -pero en menor proporción-, se sirve de la naturaleza como el primer paso para que su personaje Luis de Vargas comience a enfrentar el conflicto existencial que experimenta; ya que a pesar de su inclinación sacerdotal, su vida no ha alcanzado el clímax de satisfacción anhelado. Se debate él entre su devoción mística y el apego a la naturaleza que comienza a germinar en él, como se deja ver en su carta del cuatro de abril. Mientras en Pereda la naturaleza es el medio definitivo, casi un fin en sí mismo para alcanzar el orgasmo existencial, en Valera esta misma naturaleza es sólo un paso hacia otro más definitivo; aunque sí es parte de la misma natura, pues se trata de un ser humano: Pepita Jiménez, la joven en quien se fijaron los ojos del seminarista. Sin embargo, mientras en Pereda y en Alarcón la mujer amada constituía la recompensa de aquéllos que alejados de lo mundano vuelven a la religión; en Valera esta misma mujer sólo constituye un medio para mostrar al hombre desorientado el camino hacia la felicidad. Con Pepita comprende Luis de Vargas que su vocación religiosa está equivocada. Así que se casan y siguen adorando a Dios.
En conclusión, hemos visto que Pedro Antonio de Alarcón y José María de Pereda se proyectan hacia la felicidad en función de lo divino en torno a personajes viciados por conductas reprochables; mientras que Juan Valera manipula la misma proyección en torno a un personaje viciado por su errónea inclinación mística. Las tres proyecciones se encuentran, no obstante, en el mismo punto: la necesidad de sinceridad religiosa; cuya carencia en su sociedad Quevedo había arremetido dos siglos antes con colorida satirizante crítica. De manera que en este punto los cuatro autores coinciden en su visión moral, aunque arriban mediante una proyección religiosa divergente.
Obras citadas
Baquero Goyanes, M. ed. Pedro Antonio de Alarcón: El escándalo. Madrid: Espasa-Calpe, S. A., 1973.
De Pereda, José M. Peñas arriba. 4ta. ed. Madrid: Espasa-Calpe, S.A., 1965.
Del Río, Angel. Historia de la literatura española. Vol. 2. New York: Holt, Renehart and Winston, 1963. 2 volúmenes.
Parrinder. Geoffrey, ed. World Religions: From Ancient History to the Present. New York: Facts On File Publications, 1983.
Pequeño Larousse Ilustrado. 7ma. tirada. París: Editorial Larousse, 1970.
Quevedo, Francisco De. El Buscón. Américo Castro, ed. Madrid: Espasa-Calpe, S.A., 1973.
───. La vida del buscón llamado Don Pablos. Edición Crítica Fernando Lázaro Carreter. Salamanca: Clásicos Hispánicos, 1965.
Valera, Juan. Pepita Jiménez y Juanita La Larga. 6ta. ed. México: Editorial Porrúa, S.A., 1975. Versión Valera (1909) de la Biblia.
White. Elena G. de. El camino a Cristo. California: Publicaciones Interamericanas, 1961.
───. El conflicto de los siglos durante la era cristiana. 3ra ed. California: Publicaciones Interamericanas, 1962.
───. El Deseado de todas las gentes. California: Publicaciones Interamericanas, 1955.
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MANUEL A. OSSERS
Nació en Puerto Plata, República Dominicana (1950). Ensayista, investigador y profesor de lengua española, literatura y cultura hispanoamericana en la Universidad de Wisconsin-Whitewater desde 1991. Obtuvo su doctorado en literatura hispanoamericana de la Universidad Estatal de Nueva York en Albany en 1987. Ha publicado numerosos artículos de crítica literaria, en revistas y libros, y presentado ponencias en conferencias en las Américas y Europa. También ha publicado los siguientes cuatro libros: La expresividad en la cuentística de Juan Bosch: Análisis estilístico (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1989); Estudios sobre la cuentística de Juan Bosch (Lewiston, NY: The Edwin Mellen Press, 2009); Expressiveness in Juan Bosch’s Short Stories: A Stylistic Análisis (Lewiston, NY: The Edwin Mellen Press, 2010); y Estudios literarios dominicanos (Santo Domingo: Banco Central de la República Dominicana / Departamento Cultural, 2014). Ha recibido múltiples reconocimientos, entre los que se encuentran: La Orden de Los Descubridores por “Outstanding Teaching of Spanish or Hispanic Studies” de la National Collegiate Hispanic Honor Society, 1996; The 2006 College of Letters and Sciences Award for Excellence in Service; The 2007 University Outstanding Faculty Service Award; The 2010 College of Letters & Sciences Excellence in Research Award; The 2011 University Outstanding Research Award; La Orden Internacional de Don Quijote, 2011, por “Exemplary Record of Scholarship” – National Collegiate Hispanic Honor Society.
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