BAQUIANA – Año XVIII / Nº 103 – 104 / Julio – Diciembre 2017 (Narrativa)

EL HOMBRE DE LA PIERNA

de

Giovanna Rivero


     Yo había cerrado los ojos mientras viajábamos hacia el Bronx. Me gusta mirar a la gente, esos rostros únicos que es casi seguro uno no volverá a ver jamás, me gusta adivinar sus preocupaciones, el deseo que no se extingue pese a la repetición de los viajes, de los incansables vagones y los periódicos huérfanos. Pero esta vez, en lugar de mirar, quería sentir la vibración del traqueteo, la electricidad subsidiaria del movimiento metálico envolviéndome como una madre. Eso quería, una electricidad madre en esa cavidad multípara que avanzaba con todas sus criaturas para lanzarlas a la vida. Comprendí mejor por qué los terroristas eligen los trenes, no se trata solo de una acumulación de gente, sino de la entrañable y fortuita filigrana de obsesiones pequeñas, deudas pequeñas, oficios concretos, pesadillas llenas de pudor e ingenuidad, egoísmos insignificantes, hastíos invisibles, en fin, todos los fuegos el fuego, como quien dice.  Es eso lo que estalla con una bomba.

     Por eso no lo vi. Porque estaba con los ojos cerrados. Y además metida en un sueño que se deshilvanaba en imágenes y voces de mis otros mundos, de mis otros tiempos. Mi hermano menor, por ejemplo, volvía a tener esa edad sana de los cuatro o cinco años y era la fiesta de San Juan y alguien había montado esta fogata en la mitad del patio y nosotros jugábamos a quién aguantaba por más tiempo con el dedo en las llamas. Teníamos una teoría sobre el infierno. Y allí también, en ese infierno de nuestras fantasías, hervían voces que hablaban otros idiomas. Los deditos comenzaban a chamuscarse, se asaban desnudos como malvaviscos, olían a quemado, sí señor, pero nosotros estábamos tan contentos que ya solo esperábamos llegar al hueso.

     “Ya llegamos”, dijo mi marido. Su voz llena de realidad me devolvió al vagón que se abría eficiente para el consabido intercambio de criaturas. La máquina parturienta nos expulsó y se tragó otro cardumen de seres apurados que no tienen tiempo de pensar en el terrorismo y solo quieren echarse un sueñito en lo que dura el trayecto.

     Cuando emergimos a la superficie, donde un barrio parecido con ironía a la ciudad de El Alto, en Bolivia, se extendía gris y ancho como un exoplaneta castigado, mi marido me preguntó si había visto al hombre. ¿Qué hombre? El hombre, dijo, ese que subió una parada después de nosotros –no puedo creer que te dormiste de inmediato–, un hombre que paseó su pierna hedionda como quien pasea un cordero. ¿Un cordero? Un cordero putrefacto. Explicó que se le había gangrenado la pierna y que no tenía una sola peseta (mi marido les llama “pesetas” a las monedas gringas de 25 centavos) para hacérsela amputar. ¿Y le diste? ¿La gente le dio dinero?

     La gente no tiene tiempo para estas cosas, dijo, sin poder reprimir el reproche que desde hacía días fermentaba en su estado de ánimo.

     Estas cosas…, subrayé. Quería obligarlo a decirme que no veía ninguna esperanza en nuestra escapada. ¿Qué hacíamos en Nueva York?  ¿Por qué no habíamos viajado a alguna isla tropical? Mi idea de conocer a los amigos con que mi marido había atravesado sus “años oscuros”, como él le llamaba a ese tiempo que a mí me parecía luminoso, desaforado y verdadero, entrañaba un peligro que yo no conseguía definir.  Quizás tenía miedo de que esa vieja adolescencia lo abdujera y me quedara sola en esa ciudad infinita.

     Vendrán tiempos mejores, suspiró mi marido, ahora con la mirada dulcificada por la pena. Hacía dos meses había sufrido la tercera pérdida –esta vez no solo la del coágulo, sino la de un feto completito que nos recordaba el conmovedor monstruo que habíamos sido, la bruta mandrágora de nuestro origen– y nuevamente me estaba sometiendo a otra descarga de hormonas. Llevaba mi diminuto botiquín con las jeringas y las botellitas doradas y, al despertar, lo primero que hacía era inyectarme el “elixir de la preñez” en los muslos (aunque no me lo había dicho, es probable que fuera esta imagen, más que otra cosa, lo que excitaba a mi marido y hacía de la misión del hijo algo menos opresivo, protegido por la obstinada ferocidad del deseo). De todos modos, era natural que me durmiera en cualquier parte y que al despertar, con los pezones erectos ante el mínimo roce, sintiera, que ya venía siendo hora de que el anhelado feto agarrara algo de voluntad darwiniana e hiciera, por ejemplo, de sus fauces, un piquito; de sus tentáculos, unas piernas regordetas; de los globos inflamados, una mirada capaz de desmantelar nuestras más educadas mentiras.  Era natural que una hipersensibilidad tan angustiante terminara contagiando a mi marido.  Y es que si lo pensamos bien, estas hormonas que te fertilizan como a una vaca de verde pradera son como las feromonas: se huelen, se aspiran, se metabolizan.

     Al doblar una esquina, guiados por el instinto –buscábamos, en realidad, un restaurante dominicano, una sopa espesa que nos redimiera de esa comida coreana incomprensible con la que habíamos estado sobreviviendo por dos días en las inmediaciones de Manhattan–, mi marido lo reconoció y bajó la voz pese a que era casi seguro que el sujeto no entendía español, no solo porque era un negro del Bronx, sino porque parecía estar demasiado sumido en su propio acto dramático: “el hombre de la pierna…”, dijo.

     Y sí, El Hombre de la Pierna, apoyado contra el mástil decapitado de lo que había sido una guitarra y que ahora le hacía de bastón, cantaba –porque así lo entendía mi oído, fresco a las epifanías culturales–, cantaba un blues ronco, atribuladamente esperanzado. “When you ain’t got no money to cut your leg, your dirty leg, you damn sure you will die soon… So, folks, brothers and sisters, you are seeing now a dead man, isn’t it a creepy dream? Have mercy and spare me a coin… Save your soul!”.

     Me acerqué a su lata donde brillaban tres ‘quarters’ y tomé mi tiempo hurgando en mi mochila, mientras aspiraba, como de un perfume rancio pero incuestionablemente auténtico, el olor agrio-dulzón de la carne enferma, cediendo, seducida, ante la avanzada imparable de la muerte. Ese olor era, dios mío, todo un trance. Eran otras las cosas que me producían asco. Si pongo algo de lucidez en este recuento, creo que era la luz lo que me agitaba las vísceras. Y esa luz anoréxica, esa luz decolorada del Bronx, me apretaba el esófago hasta producirme arcadas.

     Encontré una sola moneda y, en lugar de arrojarla al tarro de aluminio, estiré el brazo para que él alzara la mano. Nuestros dedos se rozaron; el hombre, a pesar de todo, de su cuerpo convocado ya por los gusanos, sonrió. Los dientes blancos desestabilizaban toda esa pasión por la muerte. “God bless you, sista”, susurró el hombre. Sentí una violenta condescendencia en esa gratitud;  quizás la solitaria moneda era, antes que un gesto de compasión, la reacción automática de la lástima y El Hombre de la Pierna podía distinguir con su viejo corazón entre una y otra, separando sin titubeos la cizaña del arroz. “May God pay you back with that thing your heart wishes for so bad”.

     Nos alejamos como perseguidos por su bendición. A mi marido nunca le ha gustado que gente extraña lo bendiga, no quiere cargar con la responsabilidad de ese deseo informe, desconocido, esa arrogancia moral disfrazada de piedad. (Confía en otros costumbrismos, en las jeringas atravesando la piel de mis muslos antes de tener un sexo hondo, ciego, aplicado, comprometido con cada gota de su semen).

     Toma, dijo mi marido, sacando de su mochila el hand sanitizer.

     Le obedecí para no entrar en una discusión inútil, de conceptos impostados, de horribles prejuicios el uno contra el otro. Igual, le miré los nudillos, la piel rota por la excesiva higiene, e intenté pensar como él, desde sus obsesiones: miré alrededor y calculé las amenazas invisibles, las bacterias, las incontables formas en que la enfermedad entra en un cuerpo y lo coloniza y lo vence. Ahí estaba el horror deslumbrante, todo gérmenes en constante floración; allí la sucia placenta del mundo. Allí también, obsceno y neurótico, nuestro deseo insistente de tener un hijo, un hijo que nos atara por siempre, que nos obligara a superar los laberintos absurdos de nuestras respectivas personalidades, un hijo como un horizonte.

     O una hija. Una hija para amarla mejor.

     Esa noche, después de que volviéramos borrachos del encuentro con los amigos de los años oscuros –también ellos habían tenido que ingresar en este pasillo largo de la adultez, y los que intentaron oponer resistencia provocaban ternura de tan patéticos–, nos hundimos en un sexo torpe; buscábamos cada uno un orgasmo que nos permitiera unos segundos de olvido, el destello veloz del placer y su fascinante agonía.  Que el maldito óvulo se diera modos para eclosionar por su cuenta. Yo sumaba al ritmo de las penetraciones el aullido de las sirenas y el zumbido del tráfico que hervía con su felicidad idiota a los pies del hotel. En cinco años de matrimonio, habíamos repetido, primero con lujuria y luego con devoción, la secuencia de nuestros movimientos en una rutina que, lejos de caer en el tedio, se renovaba idéntica alcanzando la perfección de una técnica legítima: lamer, meter, subir los pies para que los chupe, respirar en cortos episodios soportando su mano pesada cerrándose en el cuello, el pulgar en la boca, volver a entrar, golpear la vulva, aguantar con las caderas, estrujarse un poco contra el clítoris al terminar, besarle el hombro izquierdo como agradeciendo o traicionando. Así, siempre igual, infalible. Si algo le debía a las inyecciones del desayuno era eso, el magnífico estado de alerta de mi vagina para apretar, segregar, retener, chupar, beber ese escupitajo imprescindible para nuestra misión. Al regresar de la corta vacación los médicos auscultarían cada folículo para sondear cuán tiernos y carnosos se habrían puesto. “Está usted dispuesta”, dirían, y yo me sentiría tan rebosante como la vaca de la verde pradera. “Llámeme Clarabella”, podría incluso contestar en reciprocidad.

     Dormí boca arriba. Pese a la borrachera, había subido las piernas contra la pared, tratando de que lo que fuera que ocurría en las penumbras de mi pelvis sucediera con eficiencia, en una ingeniería celular que excedía mi básica comprensión. Ya bastante había colaborado con aprender a inyectarme yo misma, minuciosa e hipnotizada por la pequeña roncha que se formaba allí donde la aguja había rajado la epidermis. Debía masajearme circularmente el sitio inyectado, mientras me concentraba en la intensidad picante de su ardor, rogando por que mi sangre también se rindiera a esa arremetida.

     Soñé con el Hombre de la Pierna. Soñé que una multitud de gente bajaba de los vagones del metro y se dirigía en avalancha hacia la esquina donde el negro prodigaba esas frases lastimeras que parecían profecías en tono de un blues desvencijado. Todos querían tocar por unos segundos la pierna en franca descomposición, cerrando los ojos mientras elevaban un deseo. De inmediato, el negro soltaba una respuesta que cada uno debería interpretar. Yo no conseguía tocar su pierna;  no obstante el negro me sonreía con su reluciente dentadura invitándome a hacerlo. La angustia que sentía por no poder tocar esa pierna sagrada era espantosa.

     Desperté con el corazón acelerado y las piernas adormecidas: se me habían resbalado los pies por la pared y había doblado las rodillas hacia los costados, como una pequeña Buda desafiando la gravedad. La madrugada se colaba por la cortina de gasa del cuarto del hotel. Por un buen rato pensé en el enorme crédito bancario en el que nos habíamos embarcado para llevar a cabo la “misión”, los laboratorios, las opiniones médicas no cubiertas por el seguro, las vacaciones recomendadas para que esos insospechados centros de rendimiento hormonal, celular, muscular, se desanudaran. ¿En serio valía la pena?

     Mientras orinaba, inhalando el vaho ácido, la mezcla fabulosa de semen y todo ese mejunje hormonal, decidí que esa misma tarde volveríamos al Bronx. Quería ver al Hombre de la Pierna. Nunca antes había contaminado la realidad con los delirium tremens que solían ser mis sueños. Esos dos mundos permanecían eficientemente separados; pero ahora, quizás por toda esa sobredosis de sustancias y estimulantes que inflamaban mis mucosas, no podía evitar que tanto manoseo terminara galvanizando la vida real, exigiéndole algún tipo de respuesta.

     Mi marido no protestó. En Nueva York, donde él había vivido los años hermosos, parecía mejor dispuesto a un azar múltiple. Esa tarde, antes de ir en busca del negro, en el caso de que esa esquina fuera su lugar habitual, en el caso de que no estuviera agonizando en algún refugio, cruzamos por un par de horas a Nueva Jersey. Mi marido quería ver el barrio donde había crecido, rodeado de italianos y croatas para quienes los clásicos problemas de identidad no entrañaban dolor, sino a lo mucho una colina de soberbia. Yo también quería tener esa colina interior desde la cual mirar a los otros, con un ángulo más ventajoso, dijo mi marido. El barrio de la infancia, sin embargo, se había convertido en una colonia apretada de coreanos.

     De regreso en el ferry, con “La torre de la libertad” agrandándose a medida que nos acercábamos, mi marido dijo que le parecía una mala idea haber construido esa mole. A veces es mejor dejar que las cosas cicatricen solas, dijo. Un parque plano, con árboles, hubiera sido más sanador, dijo. Y a mí no se me ocurrió mejor idea que encontrar una vez más la belleza en lo siniestro, el destino en la tragedia: sin ese evento, no nos hubiéramos conocido, dije despacito, buscando su mano fría y lastimada en el bolsillo del abrigo. Mi marido no respondió, miró un rato el agua que se ondulaba, rítmica, amniótica, y luego señaló el edificio y sonrió. Ese día, dijo mi marido, pensé que todo aquel humo podía provenir de las tiendas del chino. Que todos esos mexicanos que él explotaba por fin se habían sublevado y se habían animado a incendiar hasta los depósitos en los pisos altos, los almacenes o la ciudad entera.  El humo se quedó ahí, ¿sabes?, por muchísimo tiempo, flotando como un alma. Si no fuera por ese humo, todo hubiera apestado. Me quedé sin trabajo igual. Pero luego vino la Florida y las cosas tomaron el rumbo correcto.

     Mi marido siempre ha tenido el buen tino de omitir los detalles que pueden generar conexiones incómodas o proyectar sombras innecesarias. Yo sabía, siempre he sabido que lo de “rumbo correcto” es una manera cordial de aceptar que esta su nueva vida es indiscutiblemente más adecuada que aquella, en ese minúsculo departamento de pasillos oblicuos que compartió, quizás ilusionado, con la innombrable. Él nunca supo qué hacía ella ese día allí, convirtiéndose en humo y astillas, a esa hora, ahí, despeñándose en ceniza y humo. Ya no lo sorprendo mirando con programas de acercamiento focal las imágenes de los cuerpos arrojados por el horror; ha ido suplantando sus obsesiones.

     Cuando atravesábamos la ciudad hacia el norte, en busca de El Hombre de la Pierna, recién comencé a pensar realmente en lo absurdo de mi deseo. ¿Qué demonios estaba buscando? Deberíamos habernos regresado de inmediato a nuestra casa en el pantano y tomarnos unas verdaderas vacaciones, sin inyecciones, sin los fantasmas de las dos orillas de esa ciudad que me producía tantos celos. Sin embargo, necesitaba estar frente a la vitalidad contradictoria de aquel hombre. Así que cerré los ojos y me sumí una vez más en la vibración espléndida del tren que penetraba la oscuridad y los túneles y emergía por minutos a la fluorescencia entrecortada de las superficies.

     El Hombre de la Pierna estaba allí, en la misma esquina. Un par de “rastas” conversaban con él. Nos acercamos sin prisa; yo quería sentir el modo en que la fragancia se intensificaba, febril e inolvidable, tomando posesión del barrio. Los “rastas” intentaban convencer al negro de ir al hospital del condado. Ellos podían acompañarlo, tenían todo el tiempo del mundo. El negro se negaba, movía la cabeza suavemente pero con vehemencia. “Oh, perfidious friends, I would never go to a hospital to die like a dog. If I didn’t die in the war, like a man, why would I humiliate myself in an emergency room, in a lonely agony?”.

     En la voluntad del negro no existía ni la más mínima posibilidad de aceptar esa propuesta lógica pero inhumana que los “rastas” le ofrecían. ¿Acaso querían “limpiar” la zona, y de paso sus posmodernas conciencias, tirándolo en una sala fría de filas inacabables de enfermos y almas en pena? “Oh, perfidious friends…”, repetía el negro, y la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, precioso péndulo de ideas fijas. Los “rastas” buscaron entre los nudos de sus propios pelos algo de sentido común y entonces tuvieron la decencia de preguntarle qué prefería hacer. La pierna, cubierta por el mugroso bluejean, no olía nada bien y si se desmayaba o, peor, seamos sinceros, si fallecía en la calle, ¿dónde creía él que iba a terminar? En un crematorio municipal, se respondieron solitos, apasionados, como dos evangelistas.

     Después de un largo rato de esa dialéctica empecinada, en la que también mi marido se atrevió a intervenir diciendo que tenía que haber una alternativa a la indeseada visita a una sala de emergencias, el negro dijo que al único lugar al que aceptaría que lo llevaran era una botánica, ocho calles más abajo. “Kill me there”, sonreía el negro, con la condescendencia beatífica que le había notado la primera vez.

     Todavía era temprano, pero el atardecer ya refulgía con su color de sangre seca cuando llegamos a la botánica. Habíamos caminado con la cadencia del negro y su guitarra-bastón. En la botánica, atendida por un adolescente dominicano, las estanterías atestadas de velas, hierbas, santos de yeso, cintas de colores, botellas de brebajes caseros, me produjeron una paz que atribuí, no a las pretensiones mágicas o metafísicas del negocio, sino al reconocimiento de un trasfondo cultural que auguraba, aunque fuese por escasos momentos, un lugar en el mundo para mí. Un lugar en Nueva York también para mí.

     Al rato por fin salió el verdadero dueño de la botánica y, después de darle de beber un té que olía a una combinación de orégano y algo irreconocible, metieron al negro a una salita interior. Entonces los “rastas” decidieron que ese era el límite de su samaritanismo y se marcharon. Se iban en buenos términos con sus conciencias ciudadanas; seguramente necesitaban premiarse con un kilómetrico par de líneas por semejante buena acción. A ellos también el negro les dijo: “May God pay you back with that thing your hearts wish for so bad”. Vaya uno a saber si eso era una bendición.

     Esperaríamos algo más de una hora, atentos al sonido de instrumentos domésticos y hervores y apagados quejidos. De todos modos, no volví a ver a El Hombre de la Pierna porque el dueño salió de la sala interior y, sin sacarse el barbijo ni el delantal ensangrentado, nos alcanzó una bolsa gruesa, gris, y aseguró que el hombre estaba bien, que despertaría en unas horas adolorido pero que podía pasar esa noche ahí y ya al día siguiente vería. Aturdidos, sin resistirnos, tomamos la bolsa. ¿Cuánto se le debe?, preguntó mi marido con timidez –acaso tenía la esperanza de que los “rastas” solidarios hubieran dejado algo de dinero para cubrir su genial idea de la curación alternativa–.  El dueño bajó su barbijo y sentenció que estas cosas no tenían precio, esto era una botánica auténtica, no uno de esos changarros falsos que no tienen el menor conocimiento de las fuerzas sobrenaturales. Lo que pueden dar en pago, dijo con pasmosa paciencia, es hacerme el favor de llevar el contenido de esta bolsa al santuario que les voy a indicar. Estoy debiendo una ofrenda importante y esta pieza funciona bien, es orgánica. Las matemáticas del cielo son insondables.

     Ya era noche cerrada y la temperatura había bajado despiadadamente; sin embargo, me pareció apropiado quitarme la gruesa bufanda y cubrir la bolsa. La envolví y la apreté contra mis tetas; de ese modo no levantábamos sospechas. Pero…, ¿sospechas de qué? Nuestro crimen, mi crimen a lo mucho consistía en una subjetividad despatarrada que ya no podía atenazar firmemente el dique de las pulsiones. Las ampollas para inducir la ovulación me habían vuelto loca, ¡oh, valerosa Daisy!, ¡oh, linda Clarabella!

     Subimos al metro, aunque también habíamos sopesado caminar hasta el santuario donde nos había enviado el dueño de la botánica. El peso muerto de la bolsa (que yo me negaba a cederle a mi marido porque sus nudillos abiertos me destrozaban el espíritu) nos había hecho reconsiderar la caminata. El vagón estaba atestado. Era la hora en que la gente volvía a casa, con sus sudores y el desencanto nuestro de cada día, hermanándonos. Total, solo serían unas cuantas millas hasta “la gruta”. Sin embargo, una mujer se incorporó de su asiento y me lo cedió. “Cúbralo bien”, dijo en español, “que hay un montón de gente resfriada aquí”.

     Y fue eso lo que hice, acuné la bolsa envuelta en mi bufanda, respiré hondo sintiendo el aroma ahora discreto y dulcemente fétido de la ofrenda, y recién entonces me puse a llorar despacito, mientras el tren seguía su marcha fatal por las frías entrañas de Nueva York.

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GIOVANNA RIVERO

Nació en Montero, Santa Cruz, Bolivia (1972). Novelista, cuentista, periodista y profesora de literatura. Obtuvo un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Florida (Gainesville, Florida) en 2015. Fue profesora de semiótica y periodismo en la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. En la actualidad se desempeña como profesora de Literatura Latinoamericana en Ithaca College, Nueva York. En 2004, participó en el Programa de Escritura de Iowa en la Universidad de Iowa. En 2006 le fue otorgada la beca Fullbright-LASPAU que le permitió trasladarse a los Estados Unidos para completar sus estudios de postgrado. En 2009 participó en el Festival de la Palabra de Alcalá de Henares y en 2010, en Fét a América en Barcelona. Ha publicado los libros de cuentos: Contraluna (2005), Sangre Dulce (2006), Niñas y detectives (Bartleby, 2009) y Para comerte mejor (Sudaquia, 2015; El Cuervo, 2016); los libros de cuentos para niños: La dueña de nuestros sueños (2002, 2010) y Lo más oscuro del bosque (2015); y las novelas Las camaleonas (2001), Tukzon (2008), y 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014; Random House Argentina, El Cuervo 2016). Sus cuentos han sido traducidos a varios idiomas (inglés, alemán, francés, húngaro y farsi). Su obra ha sido incluida en diversas antologías como: Pequeñas Resistencias Vol. II (Madrid, 2005), El futuro no es nuestro (Eterna Cadencia, 2009), The Fat Man From La Paz (Seven Press, Nueva York, 2000), Voces de las dos orillas (Universidad de Plaza Ancha, 2001) y Ships of Flame (Antología compilada por Michi Strausfeld, Alemania, 2010). En 1996, fue premiada con el Premio Municipal de Santa Cruz de Literatura por su colección de cuentos Las bestias. En 2005, recibió el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo por La Dueña de nuestros sueños. En 2011, fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina”. Con su cuento “Albúmina” obtuvo el prestigioso premio internacional de cuento Cosecha Eñe 2015.

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