BAQUIANA – Año XVIII / Nº 103 – 104 / Julio – Diciembre 2017 (Cuento III)

EL PRIMER REPORTE METEREOLÓGICO ERRADO

 

por

 

Andrés Mora


     Nunca había agradecido tanto su hábito de olvidarse de tomar el té. Cuando se llevó la taza a la boca un estruendo proveniente de afuera de la casa la hizo tirarse arriba de las piernas un baldazo de manzanilla fría. La reunión familiar dominguera se presentaba en su época dorada, cuando la mayor cantidad de primos y tíos coinciden como un eclipse con sus actividades, con niños rondando las mismas edades y además compartiendo problemas financieros similares. El más viejo era Coco, su tío abuelo que no se perdía ningún fin de semana de admirar el linaje Levin-Berglind, preguntándose cuál de los niños o niñas iba a ser el más exitoso, y cómo iban a hacer temblar las paredes de los boliches cuando fueran a los mismos. En San José de Carrasco rara vez se oía una bocina o ruido, salvo aquella tarde que se prendió fuego la casa de sus vecinos, los González. Esto era altamente irregular.

 

     Juan y Octavio, los primos más jóvenes, se encontraban sentados impacientes en el comedor mirando a Coco. La apuesta anual no se había resuelto aún. Coco, sentado en su clásica posición con la panza en reposo, dominando sin oposición alguna los tejidos de su camisa, evidenciando los botones a punto de explotar, poca idea tenía de lo que estaban haciendo. Los niños previamente habían anotado números en los botones, en las prisiones de plástico de su colosal barriga, y la penca por ver cuál de ellos era el que salía volando primero seguía inconclusa. Ambos primos se miraron decepcionados al darse cuenta que los eventos que empezaban a desenvolverse afuera iban a conspirar en contra de que termine el juego.

 

     Ester y Teresa, el sub-grupo de las mujeres que portaba la mayor vitalidad se acercaron a la ventana mientras que sus esposos, Osvaldo y Pedro salían a ver qué pasaba seguidos por Coco. Los gritos no se hicieron esperar, parecían provenir de una casa a dos manzanas, si es que se le podía decir manzanas a las delimitaciones simples e iniciales de las primeras casas conquistadoras del barrio. Mientras tanto, en el sótano de los Levin el pequeño Ricardo se había finalmente liberado de sus cadenas. El corral que lo privaba de su libertad, cuando lo compraron vino con una aclaración: era recomendado hasta diez meses de edad. Ricardo, con un año y un par de semanas logró treparlo y ya podía oler el mundo nuevo que lo esperaba.

 

     Este no era un sótano cualquiera, estaba refaccionado como cuarto de juegos y guardería con todos los lujos. Un atractivo que curiosamente, más que para niños servía para los niños interiores de hombres con crisis del tercer cuarto de vida. En una mesa gigante un modelo a escala de todo el barrio deslumbraba con el grado de detalle que tenía. Faroles, caballos, baldíos y hasta comercios. Era algo que no se podía lograr si no convergían dos cosas en la misma persona: ser obsesivo-compulsivo y arquitecto. El hecho de que Osvaldo, el dueño de casa, había además trabajado en la Junta Departamental le había permitido tener acceso a planos más precisos. El nuevo atractivo de la mesa, como una aparición de Godzilla aterrorizando Japón era que Ricardo, ayudado de una silla y una almohada se había trepado y había empezado a recorrer todo. La primera víctima del barrio tenía nombre: la casa de los González yacía destruida en el piso.

 

—¿Mi amor están bien los González?— preguntó aterrada Ester desde la ventana. Esto fue un piromaniaco seguro—agregó. Había aprendido hace poco viendo una telenovela que existe una condición llamada así y las ganas de diagnosticar a alguien con esa palabra parecían hervir en su interior hacía un buen tiempo.

 

     Era consciente que ver a su esposo sudado y ahumado dando una mano a sus vecinos podía ser la llama necesaria para activar los motores de su relación esa noche, por lo cual pospuso cualquier sugerencia precavida que le impidiera a su esposo ingresar al lugar del siniestro. Por su parte, Osvaldo y Pedro se acercaron a la casa como si la luna llena hubiera despertado en ellos, más que la llama de la pasión con sus respectivas esposas, al sueño de ambos desde niños de ser bomberos. Un grito que provino de otra casa al lado les llamó la atención.

 

     Mientras tanto en el sótano una casa humilde de tejado rojo con una casa de perros al lado yacía enterrada bajo la mano de Ricardo mientras gateaba por los alrededores y se reía. Parecía tener el mismo gusto por la arquitectura que su tío.

 

—¡La casa del viejo Moraes se derrumbó!—gritó Teresa al notar en la otra punta de la calle cómo la casa se desmoronaba.

—¿Hubo un terremoto? — preguntó Ester, ya imaginándose los efectos que tendría en la llama marital si su esposo visitaba la segunda casa y salía cubierto de tierra sudada.

—Por suerte Moraes no estaba ahí, al menos su auto no está —dijo Juan.

—¿Qué está pasando afuera?— se arrimó Osvaldo a la casa tratando de entender, desde el punto vista central los eventos que los rodeaban. Su esposa lo abrazó con fuerza.

 

     Rara vez un evento convocaba a todo el barrio a las calles y ni hablar durante la sedada tranquilidad de los domingos y atardeceres previos a lunes de trabajo.

 

—¡Mi auto!— gritó Osvaldo, a lo que las mujeres se escondieron abajo de los marcos de las puertas.

—¡No pronosticaron este terremoto los meteorólogos del país! ¡No saben nada! —gritó Teresa.

—Nunca le erraron, esta debe ser la primera vez —dijo Juan.

—¿Los terremotos se pueden pronosticar? —preguntó Ester.

 

     Coco volvió de las calles con la camisa abierta por el calor. Los primos se vieron decepcionados; la apuesta había quedado inconclusa. Después de un momento de silenciosa desilusión ambos comenzaron a buscar al más joven de los niños, a Ricardo.

 

     Mientras tanto, Ricardo entre risas trataba de jugar con las casas, pero las mismas no querían jugar una con la otra. Agarró dos enfrentadas una de la otra para que se hagan amigas pero no hubo caso. Logró pararse, a lo cual se cayó sobre su cola en un baldío, soltando a su vez las dos casas.

 

—¡Otro terremoto!— gritó Ester, imaginándose los temblores que podrían provenir de su cama si tan solo sobrevivieran ese evento cataclísmico. Desde la calle gritos indescifrables parecían querer ingresar por las ventanas, pidiendo socorro.

 

     Los primos, casi rendidos en su búsqueda por Ricardo, vieron a la madre Teresa bajar al sótano.

 

—¡Vení para acá! —le gritó Teresa al verlo. En su mano tenía una casa.

 

     De repente hubo paz. El ruido de las calles se apagó y todos se sentaron unos momentos a tomar aire.

 

—¡Pedro vamos antes de que pase devuelta! —le pidió Teresa con Ricardo en sus brazos.

 

     Minutos después, manejando por la rambla, el infierno que habían vivido parecía cada vez más distante, un semáforo a la vez.

 

—Creo que pisé algo —dijo Teresa. Se agachó y sintió unos fragmentos de madera separados a sus pies. Los levantó con ambas manos.

—Mirá esta casa, ¿Es igual a la nuestra no? —le preguntó Teresa.

—Guardala, después se la devolvemos. Es la nuestra si —dijo Pedro.

 

Al ver su juguete roto Ricardo se puso a llorar.

 

—Quedate tranquilo Ricardo que en casa tenemos un regalo, un puzzle de todo Uruguay para que te entretengas— dijo su padre.

 

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ANDRÉS MORA

Nació en Montevideo, Uruguay (1989). Narrador. Ha publicado sus cuentos en diversos sitios en la Red, tales como Amazon y las revistas digitales Letralia (Venezuela) y Resonancias (Francia), así como en revistas impresas de México. Ha publicado el libro de cuentos Las venas de Tristán Narvaja (2016).

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