BAQUIANA – Año XVIII / Nº 101 – 102 / Enero – Junio 2017 (Cuento II)

HYDE PARK

por

José A. Castro Urioste


     El timbre sonó dos veces.

     Juan Carlos estaba sentado en el sillón de la sala corrigiendo los exámenes del curso introductorio de Filosofía. Miró su reloj: eran las once de la mañana de un día domingo. Nadie solía visitarlo a esa hora. En realidad, desde que Nela, aquella alumna que se convirtió en su amante, había desparecido, nadie lo visitaba a ninguna hora.

     El timbre de la puerta del apartamento sonó por tercera vez.

     Hacía ocho años que se había mudado a ese apartamento en Hyde Park. Lo consideró como una compra acertada: buena ubicación, vista al lago Michigan, no muy grande ni muy pequeño tampoco, los intereses eran bajos, los pagos de la hipoteca estaban al alcance de su sueldo de profesor universitario. Pensaba que así había asegurado su futuro. Quién sabe si algún día se atrevería a venderlo para comprar otro. El solo hecho de embarcarse en el papeleo y el trajín de otra compra-venta lo desalentaba.

     Durante esos años su vida había transcurrido dando clases de ética y filosofía en una de las universidades de Chicago, escribiendo artículos en revistas especializadas, viajando a dar charlas sobre Hegel, Hume, o Sartre. Casi sin darse cuenta dejó de viajar a Uruguay, el país de su padre. Tabaré, el último de sus primos que vivía en Montevideo, se había mudado a Michigan antes de la compra del apartamento en Hyde Park. Así que desde hacía un tiempo no tenía a quien visitar en Uruguay. Y aunque Juan Carlos era nacido y criado en Chicago, toda la historia del país de su viejo latía bajo su piel. “Antes las aguas de las playas montevideanas eran claras”, solía decirle don Francisco, su padre, cebando un mate. “Cuando iba a Malvín, a Carrasco, o a Punta Gorda, me metía a la playa hasta la cintura y podía verme no solo los pies, sino hasta los pelos de las piernas. Así de clara era el agua”. Esa había sido la época en que Uruguay era conocido como la “Suiza de América”. La época de la democracia, la libertad de prensa, la seguridad social. Era la época en que Uruguay era campeón del mundo en fútbol. “No te imaginás lo que fue vivir ese dos a uno contra Brasil, en el mismo Brasil. Yo estaba chico, pero fue un carnaval tremendo. Y pensar que ahora no le ganamos ni a Bolivia”. Es que todo se cayó de golpe. Brutalmente de golpe. Como si bajaran unas cortinas negras, y al levantarlas se tuviera otro país. “Esos fascistas lo jodieron todo”, decía don Francisco, cebaba otro mate, miraba a través de la ventana el blanco invierno  de Chicago. Quién sabe con qué carajo empezaron primero: si con la intercepción de llamadas, o con el cierre de un periódico de corte socialista, o con la prohibición de algunos libros, o con la tortura de un estudiante universitario que no tenía quien lo defendiera. “Pero de pronto nos vimos viviendo en un país de miedo. El que tenía una opinión diferente a la de los milicos, caía en cana, en tortura, o era desparecido. Aquí en Estados Unidos, nadie puede entender eso. Nadie. Pero yo, al principio, no creía que estaban sucediendo esas cosas en Uruguay. Eso sucedía en otros países, pero no en el nuestro. Fue tu tío Ignacio, el que me habló del chuponaje. Yo le respondía que debía estar durmiendo mal. Luego me contó que una de sus estudiantes de la facultad de letras había desparecido. Ahí lo tomé por loco. Lo cosa se puso jodida, cuando tu tío no volvió. Fui a su casa y todo estaba tirado: sus libros regados por el suelo, los papeles, todo, todo. Entonces salí a buscarlo por donde sea. Éramos diferentes, pero era mi hermano, mi propia sangre. Fui a hospitales, a la morgue, a las comisarías, hasta en el manicomio estuve. No había ni rastro de él. Era invierno en Uruguay. Y como vivía a dos cuadras de la rambla, una tarde caminé hacia allá. Pensé que ahí podría encontrar una respuesta sobre sobre tu tío.  Claro, no encontré nada. Pero nunca vi el agua de la playa tan revuelta. Como si algo podrido se viniera desde lo más profundo. Al otro día, recibí una llamada anónima: iban a venir por mí. No entendía por qué. Tal vez solo porque estuve buscando a mi hermano Ignacio. Entonces terminé viajando por estos lares. Entonces nuestro futuro fue volvernos en un país de miedo”.

     El timbre sonó de nuevo. Juan Carlos se levantó. Dejó los exámenes sobre el sofá. No supo por qué se le había venido a la cabeza esa historia de su padre. Él no podía ser el del timbre. Como ya estaba jubilado, había salido de viaje a media semana a Cincinnati donde tenía unos amigos y no regresaría hasta el domingo muy tarde. Pensó en Nela. ¿Sería posible? Ella aún tenía la llave de la puerta principal del edificio. ¿Sería posible? Más de una vez había soñado despierto que Nela volvía tan de improviso como se fue. ¿Sería posible? Nela, dónde estarás. Nela, que lo ayudó tanto a buscar el apartamento y que luego lo pintó y lo decoró de arriba a abajo. Nela, quien nunca entendió por qué después del 11 de septiembre él había adquirido la manía de explorar en la página web de Al jazeera. “¿Qué tiene que ver eso con la filosofía?”,  preguntaba ella. “Mucho, porque la filosofía tiene que ver con lo que está pasando en el mundo, y para entenderlo hay que conocer todos los puntos de vista; eso es lo bueno de este país: todos pueden dar su opinión”. Nela no  entendía de qué servía dar una opinión, si nadie la escuchaba. No entendía por qué Juan Carlos pasaba tanto tiempo escribiendo un artículo en contra del proyecto de ley que buscaba  que se colocara un chip en la licencia de conducir que permitiría saber la ubicación de todo el mundo. “Ese proyecto va contra la libertad”, le decía él. “¿Cuál libertad?”. “Esta, Nela, ésta que no vivió mi padre en su país, y por la cual mataron a mi tío. Esta libertad que hace que los dos estemos aquí y salgamos a la calle y regresemos a la casa”. Pero Nela no creía en sus artículos, ni en sus palabras. Nada cambiaría con ellos. Si querían rastrearlos con un chip, lo harían. Probablemente ya lo estaban haciendo. “¿De qué estás hablando, Nela? Esto no es Uruguay, ni la Argentina de los 70. Esto no es el Chile de Pinochet”. Esa fue una de las últimas conversaciones que tuvieron. Después ella no vino más a Hyde Park. Después él se resignó a dejarla ir. Se quedó solo con su rutina de profesor. Solo y soñando que un día Nela volvería y estaría detrás de esa puerta. El timbre volvió a sonar. ¿Sería ella? ¿Estaría Nela de vuelta?

     Juan Carlos se acercó a la puerta, abrió: dos tipos vestidos de traje oscuro estaban allí. Ambos masticaban chicle. Ambos tenían el cabello bien recortado. Uno de ellos, de aspecto latino, llevaba lentes de sol, a pesar de estar en un vestíbulo. El otro tenía pinta de tener  ancestros eslavos.

—¿Qué le tomó tanto en abrir? —dijo el latino.

—¿Quiénes son ustedes?

—¿No lo adivina? —respondió el de aspecto eslavo.

—No, realmente, no.

     Los visitantes se miraron. Luego, sincronizadamente, mostraron sus identificaciones.

—Capitán Carlos García, del FBI. Él es el teniente Tom Jarroski. ¿Nos deja pasar?

     Los hizo entrar. Ambos miraron el departamento como si husmearan.

—Ya sabe a qué venimos ¿no? —dijo García.

     Juan Carlos pensó que tal vez querían una carta de recomendación para un estudiante que postularía al FBI. Luego recordó que el semestre anterior había enviado una carta apoyando a Scott Peterson, un alumno que había sido marine y postuló al FBI. Debía ser eso. Seguramente querían más información sobre Scott.

—¿Es sobre Scott?

—A Scott le va bien —dijo el que parecía eslavo.

—Entonces, no sé.

—Queremos los nombres —dijo García.

     ¿Los nombres? Pensó que había un error. Que seguramente se habían equivocado de apartamento y de persona.

—Díganos los nombres, profesor, y nos ahorramos esta conversación. Sabemos bien quien es usted. Sabemos las páginas de Internet que usted revisa.  La de Al Jazeera, por ejemplo. —dijo García.

     Juan Carlos se sorprendió. Y ellos se dieron cuenta. Le hubiera gustado decirles cómo se atrevían a indagar en eso, que era en contra de sus derechos hacerlo. Pero intuyó que ése no era el mejor camino. También intuyó que no había un error de identidad. Era a él, definitivamente, al que buscaban. ¿Pero de qué nombres hablaban?

—También sabemos  de sus artículos.

—¿Está usted en contra del gobierno?

—¿Es esto un interrogatorio? —se defendió él.

—No oficialmente.

—Sabemos bien que usted está involucrado.

     ¿Involucrado en qué?, se preguntó. Quiso decirles que era un profesor de Filosofía, medianamente pagado, que sí era cierto que veía la página web de Al Jazeera pero que eso no era un delito, que su novia había desaparecido y nunca más supo de ella. ¿Nela? ¿Qué había pasado con ella? ¿Tendría ella algo que ver con esto? ¿Ella habría informado de su hábito de explorar en la página de Al Jazeera? ¿Por eso habría desaparecido de su vida de la noche a la mañana? Entonces vio que el agente de aspecto latino husmeaba sus libros que estaban en los estantes de la sala.

—Sabemos también lo que predica en sus clases. Vamos profesor, quiénes son sus contactos. ¿Acaso no ha dicho usted en sus clases que posiblemente el gobierno planeó el ataque a las torres gemelas?

     Entonces pensó en Scott. Sí, quien otro. Él podría haber pasado esa información sobre sus clases. ¿Pero no tenía el derecho a la libertad de cátedra? ¿No estaba protegido por la primera enmienda a la constitución?

—De nuevo le pido que suelte los nombres, profesor.

     De pronto escuchó el golpe de varios de sus libros que cayeron al suelo. El agente de aspecto latino los había lanzado desde el estante más alto.

—Oiga usted, no tiene derecho a hacer eso.

     Otra ruma de libros cayó al piso.

—¡Qué lecturas tan interesantes, profesor! —dijo burlonamente.

     Y otro montón de libros volvió a caer, desperdigándose por el piso.

—¡Le prohíbo que haga eso! —gritó con todas sus ganas, como pocas veces lo había hecho en su vida.

     No se dio cuenta cuando sorpresivamente sintió un golpe que le cruzó la cara. Nadie lo había golpeado antes y desconocía la sensación. Se descubrió de bruces en el suelo, rodeado de sus libros. Por un instante, pensó en su padre cuando contaba que encontró todos los libros regados en casa de su tío Ignacio. Se tocó la cara y sintió un hilo caliente. Entonces supo que estaba sangrando. Aquí no pasaban esas cosas, pensó. Eso sucedía en el país de su padre, en el Chile de Pinochet. Aquí había derechos, había democracia. Pero el dolor de la cara, como si estuviera a punto de reventar, le mostraba otros indicios.

—Vamos,  profesor, evitemos esto, y díganos los nombres de sus contactos.

     Juan Carlos alzó la cara y por la ventana pudo ver el lago Michigan: nunca había visto el agua tan turbia, como si algo podrido se viniera desde lo más profundo.

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JOSÉ A. CASTRO URIOSTE

Es peruano, nacido en Montevideo, Uruguay (1956). Narrador y dramaturgo. Estudió todos los cursos de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Lima (1987) y se graduó con una Licenciatura en Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Lima, Perú (1988). Tiene una Maestría y un Doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Pittsburgh (1993). Ha publicado: A la orilla del mundo (teatro, 1989); Aún viven las manos de Santiago Berrios (noveleta, 1991); ¿Y tú que has hecho? (novela, 2001); De Doña Barbara al neoliberalismo: escritura y modernidad en América Latina (crítica literaria, 2006); y Hechizo (colección de cuentos, 2015). Es co-editor de la antología Dramaturgia peruana (1999). Ha sido dos veces finalista en Letras de oro, en los géneros de teatro y cuento, y también finalista en el Premio de Novela La Nación- Editorial Sudamericana (2006). Sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías y sus obras de teatro se han producido en Perú, Estados Unidos y Uruguay. Actualmente, Castro Urioste radica en Chicago y es catedrático de Literatura Latinoamericana en Purdue University Northwest.

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