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FRANCESC REINA GONZÁLEZ
Nació en Barcelona, España (1966). Poeta, narrador y profesor. Reside actualmente en Sabadell. Es graduado con una Licenciatura en Filología Hispánicas de la Universidad de Barcelona (1990). Desde 1991 ha trabajado como catedrático de lengua castellana y literatura en Institutos de Educación Secundaria. Ha preparado las ediciones didácticas de El burlador de Sevilla, o Tres sombreros de copa para la editorial La Galera de Barcelona. También ha preparado la edición de las entrevistas del poeta catalán, Salvador Espriu para la Editorial 62 de Barcelona. Formó parte del grupo de poetas de Sabadell “Papers de Versàlia” entre los años 2000 y 2005. En 2004 publicó su poemario Los azulejos públicos con la editorial Papers de Versàlia de Sabadell. Ha colaborado en varias revistas literarias, lingüísticas y de difusión general, tales como las dos revistas universitarias Filología y Thesaurus de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, así como en la revistas Arquitrave (Colombia), Paradoja (República Dominicana) y Cultura Colectiva (México).
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Mientras caían el temor y las sábanas,
madrugada abajo,
comprendí que la ciudad es sorda y se visita.
No crecen sombras en el sueño de los turistas.
Guardan, en el baúl ciego,
nombres perdidos y aparadores bilingües y lujosos.
Vuelvo a casa.
Converso con la duda y el tiempo que me devora
es inclemente y volátil como el interés de las hipotecas.
Huyo de mis alrededores
y busco silogismos como cuevas.
En el último semáforo me miran ventanas de un hotel.
En el interior descansan los destinos y los billetes
de vuelos que ensucian los lienzos celestes
y empujan adolescentes en parques equiláteros.
Los sueños y los proyectos se dispersan,
a la orden del sargento.
Sólo resta el trabajo continuado y esa espera difícil
en el escenario diario de la conversación
provisional de los hombres y las mujeres.
Desde una de las ventanas alguien sueña la autopista
donde voy dejando mi necesidad de no mentirme más,
de reconocer que esta vida es la mejor,
la única carta y el peor consuelo
para malas noches urbanas.
En el contrato del sueño se leían los errores
de las discretas nubes en el tendal de extraños
hombres inventados para la ocasión.
Amenazas de puño y letra en el horizonte
que hierve, huele y alimenta el puño.
No salíamos de allí,
apresados por la torpeza
del sueño del prisma y la curiosa
creencia del deseo arruinado.
En la liquidación se oyeron toses y requiebros
impropios en el desorden de la noche.
Si hablas y calientas la carne
antes de recibir el aviso del notario y la prensa
informa con los objetivos tóxicos cubiertos y tomas
una decisión precipitada antes de escuchar,
entonces los hechos cruzan suavemente tus encías
manchadas de fiambre infame y el sueño no vendrá
porque no sabes cómo responder las incómodas
preguntas que te hacen mientras huyes.
Reconoces que has hablado más de la cuenta,
(debe ser la cerveza y el reloj que te envenena)
y que será difícil devolver los prejuicios a sus armarios.
Tosco cambio de planes. Optas por abrir
un corazón extraño a los demás y pedir café
para las secretarias de la sala.
Por la ventana se ve la mañana
incompleta y olvidas la comida de trabajo.
Llegábamos en momentos distintos.
El atardecer acompañaba nuestro paseo, claro,
y conseguíamos ser más o menos puntuales
a la entrada del café donde, tal y como acordamos,
debíamos encontrarnos la tarde de los viernes.
Teníamos en los impulsos acaso la única certeza
que, por puro interés y vana necesidad,
iba a seguir el curso de aquellas citas. Luego,
entre sábanas, taxis y copas de vino
el malestar de los hechos restaría finura al encuentro.
La primera ocasión fue un espectáculo digno de elogio
y compasión, porque el deseo entraba a raudales
más allá del tedio milimétrico de la realidad.
Ninguno supo, sabía, sabe que se correspondía
con un arquetipo, un juego o una consigna.
Tampoco sé, supo, sabemos cuándo cambió el rumbo,
cuando empezamos a pensar que la verdad sería mejor,
cuando cedimos la contabilidad a los contables,
y vimos la culpa detrás de las cortinas.
Un día ella llegó tarde y a mí no me importó.
La fuerza del deseo se perdió como los paraguas,
sabiendo el lugar pero no la causa.
Empezamos a explicar lo que nadie nos había pedido
y sucedió que el desinterés entraba por la puerta.
Cubre tu miedo con la piel húmeda
de torpes decisiones inconfesables.
Ríen las fieras y las nubes
del protocolo tenso que practicas
antes de despertar a medianoche.
Giras y regiras los asuntos,
las vueltas de los asuntos
y el ansia del alcalde de tu conciencia.
Respiras poco y mal.
Oyes la metralla de un motor en la avenida.
También suena la campana cuatro veces
y el frigorífico lloriquea a oscuras.
A la luz prometedora del amanecer
no tengo,
ni en mis manos ni en mis bolsillos,
nada que ofrecer.
Apenas dos docenas de tópicos y excusas
con las que sonreír a este paso leve y frío,
de la jornada.
Insistiré, sin embargo,
porque hemos inventado un negocio, a todas luces,
necesario y locuaz.
De modo que tomaré de mis mejores recuerdos
y de mis peores visiones,
una posibilidad mediocre.
Y entraré en las casas y en las canciones
vestido con las galas convenidas
y dispuesto, siempre,
a entender las compras y las ventas.
Y saldré de los cuerpos y de las emociones
para que respiremos en paz
después de los nuevos inventos.
Porque, ni en el mejor encuentro,
conformaré nuevos enunciados para la herencia
que recogerán mis hijos de mis cenizas.
Echado el día, entonces,
los números cuadrarán bajo la luz de la luna.
Me interesan los cuerpos
entre los caminos desalmados de encinas,
cotos reflejados y compuestos
por las canciones seniles del tren, pasando.
Aguardo el discurrir. Parada
obligatoria en el baúl de la juventud,
copas gratis y el afán mediano
de no sufrir nuevos contratiempos.
Giran los pechos, los brazos y las cabezas,
vuelven los rostros para la atención
que sentiremos antes de las noticias.
Serán símbolos, leyendas y herrumbrosas
causas de la ciudad helada.