BAQUIANA – Año XVI / Nº 95 – 96 / Mayo – Agosto 2015 (Cuento I)

LA CASA EN WATSON STREET

por

Jimena Antoniello 

 


     Subí despacio los escalones de madera barnizada movimientos delicados, casi felinos. Intentando que el crujir bajo mis botas de tacón no resonase en la vacía vivienda más de lo normal. El desmesurado efecto del eco en las paredes blancas y desnudas, ejercía una presión extra sobre mi voluntad confusa a esas horas por el alcohol y las expectativas pasadas.

     Eran pasadas las doce de la noche y el frío era intenso en el exterior. Mientras avanzaba peldaño a peldaño, mi corazón aceleraba su tartamudeo y mis ojos se quedaban fijos en los agujeros artísticos de mis vaqueros nuevos. No eran nuevos realmente, pero eran los que utilizaba para salir por la noche a bares. Me revestían de un cierto toque porfiado y duro, que hacía juego con la mirada defensiva, ensayada una y otra vez frente a los espejos.

     En aquella ocasión todo me parecía irreal, como visto a través de un cristal avejentado. Mi estómago me repetía sin mucho entusiasmo que debería volver a bajar los escalones de aquella casa ajena que se me antojaba propia. Me lo había parecido en el instante en que puse un pie en el jardín y la noche se abalanzó sobre mi cuerpo, como yo de los recuerdos que Francis me convidaba.

     Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, pero el alcohol nos había disipado las murallas del orgullo y la abstinencia. Hasta las discusiones y las preguntas se habían quedado atrás, como recuerdos borrosos que ya no tenían sentido. El repiqueteo de su cámara de fotos mientras su sonrisa me asaltaba en la cocina media hora antes, rondaba mi mente sin parar. Observarle tan feliz una vez más, era como haberle escuchado decir que se rendía a mi cuerpo y a mi retorno. Más tarde, recogiendo la manta nueva desde donde aún colgaba una etiqueta de nuevo, había subido los escalones de madera hasta su habitación, en la planta superior. No me había mirado, ni tampoco invitado, aunque ambos fuimos conscientes de la invitación intrínseca del reencuentro.

     Le seguí escaleras arriba como una autómata que aún no ha aprendido a hablar. La luz del descansillo magnificaba el blanco pulcro de las paredes de aquella preciosa casa en la que me veía viviendo sin dificultad. La noche permanecía completamente silenciosa, ahogada en un suspiro cuando nos vio bajar juntos de aquél taxi, más temprano, frente a la puerta de la estrenada casa de Francis. Y yo tan lejos tanto tiempo, y él tan inseguro.

     Me detuve en el dintel de su habitación, cruzada de brazos, tímida y molesta, porque él había asumido que yo le seguiría hasta su cama. Mi silueta, resplandecía frente la débil línea entre la oscuridad de su recámara y la luz proveniente desde mi espalda. Lo divisé tumbado, con los brazos cruzados dentarás de su cabeza, expectante y con la manta dispuesta sobre la cama pelada. Todo era nuevo. Desde la noche hasta el colchón. Tras varios segundos de espera me comentó sosegado que podía unírmele sin inconvenientes. Yo no me moví. Me pareció que debía invitarme abiertamente a compartir el calor, y no hacerme sentir como un ligue casual una noche de invierno improvisado. Después de un juego de palabras e insinuaciones, le pedí que me dijese sí quería que me acercase o no. La culpa debía ser toda suya, y yo una simple víctima de su encanto norteño. Me respondió afirmativo y tras apagar las luces de la escalera, entré a la habitación dejando la puerta entornada por si finalmente me arrepentía o comenzaba a dolerme el corazón. Las heridas de Francis siempre han sido difíciles de cicatrizar.

     Me senté hacia el borde del colchón y con extrema suavidad me quité las botas, bajando las cremalleras laterales despacio, como si fuese algo peligroso que debía hacer a conciencia. Las acomodé en un rincón perfectamente alineadas y con un movimiento mudo, me recliné boca abajo en el lado libre de la cama que Francis había guardado para mí. Cuando estábamos juntos yo siempre me dormía a la izquierda. Sólo con él.

     La noche terminó por suavizarnos el ánimo y el corazón. Hablamos de los vecinos que podían espiar tras los grandes ventanales sin cortinas; de las ramas de los árboles que hacían compañía en las noches solitarias sin importar la estación del año, y de lo mucho que él se gastaba el dinero en tonterías materiales que nunca llegaban a dejarlo satisfecho.

     Suspiró y yo quedé en silencio. Le preocupaba que Rusia y Norteamérica entrasen en guerra a raíz del problema con Ucrania. Le dije entre mi borrachera y mi cansancio que era poco probable, que la humanidad estaba harta de guerras y pactos políticos mal entendidos. Él no dio el brazo a torcer. Finalmente había aprendido que para acercarse a mi cuerpo, primero tenía que acariciarme el intelecto.

     Recuerdo que la primera vez que me robó un beso, discutíamos de economía mundial. Esta vez le tocó a la repetida Guerra Fría. Me miraba dubitativo y silencioso.  Yo quería que admitiese la necesidad que sintió estos meses sin mí, pero se limitó a observarme. Por sorpresa y torpemente, me atrajo contra su pecho y me abrazó. Me dejé acariciar el cabello como a una niña a la que convencen de ser buena, mientras volví a describirle la maravillosa vista de las ramas de los árboles, que ahora disfrutaba desde la ventana oeste. Mi voz sonaba delicada, provocativa y hasta algo ingenua. Sonrió. Me erguí sobre su pecho para mirarle a los ojos y se me escapó un torcido y torpe «te eché de menos». Un orgulloso silencio nos volvió a juntar las miradas, con el abismo que únicamente él y yo experimentábamos. Me respondió con todo el cuerpo, besándome apasionadamente como si su vida se fuese en aquél contacto fugaz con mis labios mordidos, nuevamente. Entonces, bajamos la guardia y retrocedimos dos pasos para quitarnos las respectivas armaduras de metal y espinas. De erosión del tiempo. Y allí, desnudos entre los besos y abrazos, esnifó mi piel con el afán de reconocerse en ella, para redibujar las marcas que había dejado antaño. Sus brazos firmes me estrujaron pidiéndome clemencia por una noche más.

     De pronto, el mundo se detuvo un instante mientras sus dedos buscaban suavemente por debajo de la manta el cáliz sagrado, con la promesa de vida eterna hasta el amanecer.

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JIMENA ANTONIELLO

Nació en Montevideo, Uruguay (1978). Es guionista de cine y televisión, narradora y poeta. Se encuentra radicada en Madrid desde el año 2003, pasando algunos meses del año en Los Ángeles. Estudió Letras en la Facultad de Humanidades de Montevideo y en La Universidad Complutense de Madrid, donde posteriormente obtuvo el diploma de Estudios Avanzados en Cristianismo Antiguo (Doctorado); también estudió Periodismo, Comunicación y Marketing, y realizó una especialización (Maestría) para guión en la Escuela de Imagen y Sonido CES de Madrid. Estudió Cinematografía en NYFA (New York Film Academy) y en la ciudad de Los Ángeles. Colaboró como redactora para revistas de cine y fotografía y trabajó en el sector privado en el área de Comunicación y Marketing. Actualmente trabaja como Guionista y Productora Asociada de una Web Serie, en Los Ángeles y sigue su trabajo como escritora y redactora. Algunos de sus trabajos: «Entropía del alma», Melón Editora, «Relatos de la Creación en el Cristianismo Antiguo: El Papel Asignado a la Mujer», Colección Avances de Investigación FHCE. «22 mujeres» Irrupciones Grupo Editor. Varios de sus cuentos y poemas fueron publicados en revistas de su país y del extranjero como: Revista Aldaba, Revista Literaria Baquiana, Revista Palabras Diversas, Revista Alvaeno, Suplemento cultural El Derecho Digital, Revista Letralia, Revista VerbalinaA Contrapalabra, Revista Digital Miniatura y Revista Otro Cielo. Ha sido galardonada en poesía con el Premio Félix Francisco Casanova (España,) y en narrativa con el IV Certamen de Relatos Hiperbreves de la Editorial Acuman (España).

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