BAQUIANA – Año XVI / Nº 93 – 94 / Enero – Abril 2015 (Cuento III)

TRESCIENTOS SEGUNDOS

por

Afrendes González 

 


     Durante años me había resistido a encender el televisor en las habitaciones de hotel. Nunca me gustaron los lujos y siempre me deprimió el sonido engolado de un maestro de ceremonias madrugador. Pero ahora contemplo el cielo desde la cama con el televisor encendido. He detestado muchas cosas pero también he aprendido con los años a guardar cierta distancia con mis propias manías hasta terminar olvidándolas. Me he vuelto  un hombre sencillo, sí, aunque en mi profesión se haga cada vez más necesario un prurito de frialdad, incluso en las situaciones más comprometidas. Quien aspira a colocarse en los entresijos de un conflicto debe dejar que sean los susurros los que se interpongan entre uno y los demás hasta suplantarle. La gente se ha vuelto más comprensiva o por lo menos entienden que no sirve de nada la pasión en cuestión de negocios. La violencia, cuando está cerca, es enemiga del dinero aunque amiga cuando se queda en casa del vecino. En fin, lo que queda claro es que, pasados los años, me he vuelto tan sencillo como para disfrutar del televisor del hotel y sus insustanciales propuestas. Reconozco que esto resulta trivial pero aquella mañana tuvo cierto significado.

     Quien se dedica a resolver los conflictos de los demás no lo hace por un sentido solidario. No, al menos, en el mundo que yo conozco. Jacob no tuvo suerte. Nadie en su sano juicio, creo, entrega su vida por los demás, y mucho menos por determinadas causas. Cuando un resolvedor se sacrifica lo hace inútilmente y por el capricho de otro. La muerte del mensajero siempre ha existido y se trata de la muerte más desagradable de todas. A los soldados los preparan para morir por una causa. A nosotros, por ninguna. Pero no quiero que nada de esto parezca un lamento, ni mucho menos. Es simplemente algo que me permite entender mejor el motivo de mi indiferencia.

     Temprano, alrededor de las 7:30 de la mañana, un tal Velázquez saludaba ruidosamente a su familia entre un zumbido de aplausos que llenaba el estudio y rasgaba los altavoces de televisor. Solo cuando hubo cesado el escándalo me percaté de que alguien golpeaba rítmica y suavemente la puerta de mi habitación. No recordaba haber cometido nunca una negligencia de ese calibre. Estaba perplejo. Apagué el televisor. A pesar de todo, estaba bastante calmado. Era temprano y eso me sentaba bien. Para mí la mañana siempre había sido una gran amiga. Toda mi vida trabajé por las mañanas. La luz del escritorio estaba encendida y ligeramente temblorosa, como pendiente de lo que ocurriría a continuación. ¿Siguieron los golpes? No. Cesaron, pero solo por un largo minuto. Cuando apenas empezaba a despreocuparme de la situación, escuché una segunda ráfaga. Aquellos no eran los nudillos del servicio ni de un bromista o de un bebedor casual que regresa impregnado en alcohol. En el espectro positivo de las posibilidades, tan solo se podía contemplar las bromas ingenuas de un niño o los saltos inconscientes de una mascota. Instintivamente, ya había hecho mi propia elección. Ya sabía que era muy poco probable que mi mañana empezara con un disparo pero, de todas formas, abrí la maleta y me coloqué la pistola en el bolsillo de la chaqueta. Me senté y contemplé el cielo blanco. Ahora sí tuve ocasión de retener las cúpulas del Museo del Ejército. El edificio de Shell se adelantaba bajo la niebla como un antiquísimo barco, permitiendo distinguir un armazón condenado detrás de sus ojos de vidrio, que me separaba del valle sagrado del triángulo de la calle Amsterdam y la Avenida del nueve de noviembre. Si retuve esta impresión es porque contaba con no volver a ver nunca más esos vértices.

     Ya casi distraído, podía oír mi nombre entre murmullos tan débiles que parecían salir de mi propia cabeza. Presté atención. Los murmullos se colaban por la rendija de la puerta con una obstinación fantasmal. Acudí a abrir. Tras la puerta apareció Sona, nerviosa, pálida, despeinada. Empujaba el aire con la mano para hacerme retroceder. Vestía una horrorosa chaqueta grisácea. No importaba, no importaba nada. «¿Qué haces aquí?». «Ay amigo, dentro de nuestra casa hay quien trabaja por libre». No era aficionada a los acertijos y me impacienté. «Para aparecer aquí tiene que haber una buena razón», dije.

     Le alcancé una silla. Pocas veces la había visto tan nerviosa. Me agarró del brazo, volvía la cabeza todo el tiempo y casi no se atrevía a hablar.

—Antes de que empieces a poner tus caras y esa sonrisa arrogante, déjame que te explique que tengo mis propios informantes.

     Me hizo sonreír porque recuerdo haber imaginado también una pequeña red de informantes cuando tenía su edad. En su momento pensé en conspiraciones internas y luego me tragué las bromas.

—Estás en peligro.

—¡Querida! Ahora lo estamos los dos. ¿Se puede saber qué te pasa?

—He averiguado que Parménides te ha utilizado. Alfa no ha venido a escucharte.

     Ni siquiera vas a llegar a sentarte delante de él. Es obvio que no tiene sentido negociar con ese individuo. Antes, Apuntes Viejos era una organización poco beligerante. ¿Sabes lo que eso significa?

—Sí, sé lo que significa beligerante.

—¡Idiota! Es muy serio… Conocí a su hijo, sé cómo las gasta. Las generaciones van cambiando. El padre era un tipo práctico, poco amigo de fanfarronerías pero quien dirige el cotarro ya no es él.

—¿De verdad crees que voy a salir por esa puerta contigo? Y después, ¿qué?

—Recoge tus cosas, te lo explicaré por el camino.

     Sona siempre planteaba disyuntivas (que hasta ahora no habían incluido la muerte; la tortura que no promete la muerte es más inhumana, si cabe): Sona traía problemas o los solucionaba. Tomé aire.

—Dame la mano. Soy un profesional. No dudo de tus intuiciones pero no pienso descuidar mi trabajo.

     ¿Qué me explicaría? Ella me traía una confirmación. En el fondo se lo agradecía. Me diría que Parménides había realizado movimientos que no comunicó, que nadie conocía. Por casualidad, sólo ella tuvo noticia y, sin embargo, eran asuntos que todo el mundo pretendía ignorar. Sabía lo que significaba. Por otra parte, ¿qué iba a resolver yo con Alfa? Estaba claro que no tenía sentido entablar conversación con un intendente quemado. El único sentido de mi viaje se encontraba en el orificio que produciría una bala en mi cerebro ante la mirada atónita de Alfa. Posteriormente, la confusión provocaría la repetición de una guerra que Parménides llevaba esperando tanto tiempo, porque el imperio de Alfa no aguantaría otro conflicto de semejante magnitud.

—Para mí está todo bien, Sona. Yo ya viví un desbarajuste parecido. Soporté el sacrificio de un amigo y, cuando quise darme cuenta, había dejado de importarme. No todo consiste en salvarse. Está todo bien.

     Pero eso es algo que no puede entender quien mira atrás y apenas contempla tres décadas. Mis palabras eran, simplemente, una aberración. Qué tristes lecciones está obligado a dar uno. No todas las muertes se ven como un matadero y no todos los fines conllevan un dolor. Eso no lo sabe quien se abraza a la vida ciegamente, como si no hubiera nada que exigirle.

     Sona se acercó. Me miraba a los ojos y me sentí una estatua de mármol. Me dio un discreto beso en la mejilla y era su mejilla la que estaba helada.

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AFRENDES GONZÁLEZ

Nació en León, España (1981). Escritor, guionista y director de documentales. Como director y guionista ha participado en el festival Golden Apricot de Yerevan 2010 con la película “Outskirts of an exhibition”. En la actualidad prepara la edición del documental “Constructing, Belonging”, rodado en Estambul junto a Silvina Der-Meguerditchian, con reflexiones de ocho artistas a propósito del centenario del genocidio armenio.

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