BAQUIANA – Año XVI / Nº 91 – 92 / Septiembre – Diciembre 2014 (Reseña I)

HABLAR DURANTE LAS COMIDAS, DE PASCUAL GARCÍA

 

 por

 

Juan Cano Conesa


Hablar durante las comidas 228 X 345

Editorial Aguaclara
Murcia España.
(2014)
ISBN: 978-84-80183-85-7
pp. 168


     No es que ocurra siempre, pero ocurre: la lectura vocacional y permanente suele desembocar, tarde o temprano, en el acto de la creación. Sobre todo, cuando uno atesora dotes de observación, hábito de reflexion, capacidad de emoción, cariño por lo entrañable y una competencia a prueba de desafíos para meter en la angostura de un discurso todo un universo de sensaciones y vivencias. Mucho más, si ese discurso es breve. Este es el caso de Pascual García, quien, desde hace años, atesora una inteligencia literaria, una inteligencia mediatizada por la voracidad lectora y, sobre todo, por el ansia de invitar a la concurrencia a la impagable función de lo artístico y de lo conmovedor. Más que capacidad, Pascual García posee una devoción sin límites para contar la vida. Narrador silencioso y discreto, observa el mundo, toma nota en el cuaderno de su introspección rotunda y retuerce los años con hambre de decir a los lectores que, pese a que el tiempo pasa veloz, todavía tiene tiempo para narrarlo. Es el afán de quien vive para detallar la existencia de todos los días.

     Este escritor (Moratalla, Murcia, 1962) también atesora una caudalosa producción literaria. Doctor en Filosofía y Letras y catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto Alfonso X el Sabio de Murcia, además de profesor en la Universidad de la misma ciudad, ha dedicado media vida a la docencia, a la crítica, a la prensa y a la creación. En definitiva, a la literatura. Es autor de los libros de cuentos El intruso (1995), Todos los días amor (1999), El secreto de las noches (2007) y el que pasamos a reseñar, Hablar durante las comidas (2014); de los poemarios Fábula del tiempo (1999), El invierno en sus brazos (2000), Luz para comer el pan (2002), Alimentos de la tierra (2008) y Cita al anochecer (2010). También entró en el mundo de la novela con Nunca olvidaré tu nombre (2003) y Solo guerras perdidas (2010); de los ensayos El lugar de la escritura. Lectura personal de autores contemporáneos (2004) y El Paraíso en viaje a la penumbra. La obra literaria de Pedro García Montalvo (2005), además del libro de artículos periodísticos Años fugitivos. Crónica personal de Moratalla (20012).

     Leyendo el recién aparecido libro de relatos, uno se sorprende todavía más que cuando se encontró aquel espléndido mosaico de historias contadas a media voz, aquel recital de sorpresas titulado El secreto de las noches (Barcelona, editorial Los libros de la Frontera, 2007). Han pasado siete años desde entonces y sale a la luz un conjunto de cuarenta y un relatos reunidos bajo el título de Hablar durante las comidas (Alicante, editorial Aguaclara, 2014). En ellos asistimos al espectáculo de la depuración, de la contundencia, de la madurez de un contador de historias que contagia amor, odio, indiferencia…, que contagia todo aquello que se desprende del amor, del odio, de la indiferencia de los personajes y de la percepción de su creador. Una enorme y compleja espesura de sentimientos se encierra en la mansedumbre lineal de unos cuentos que pasan por las vidas de la gente corriente como si no pasara nada. ¡Y vaya si pasa! Lo cotidiano hunde sus garras en lo humano y, bajo la placidez de un estilo cuidadísimo, se renueva la vida, se intensifica la intensidad, se retuerce el estremecimiento y sientan cátedra el dolor o la risa o la ironía o el sarcasmo.

     Digamos que un primer rastreo por Hablar durante las comidas  nos reconcilia con la hermosura de enunciados y sentencias concluyentes, anticipadoras de esos segundos de silencio en el que suena el resoplido final del lector ante tanta articulación de ritmos y de cadencias. Sentimos la respiración espesa de quien anda sumergido en una tristeza húmeda y pesada:

Yo trabajaba por las mañanas y después de comer tomaba la siesta durante una hora. Cuando me levantaba, fumaba un cigarrillo, me hacía un café y, de pronto, notaba el malestar, de una manera imprevista, sin que advirtiera síntomas previos, salvo una tristeza húmeda y pesada de invierno y la sospecha de no estar en el sitio adecuado.

Mi mujer trabajaba por las tardes y, cuando me sentaba en el sofá y encendía la televisión, se apoderaba de mí la certeza de que estaba naufragando de un modo lento e inevitable y de que el anochecer me encontraría en una isla desierta, enloquecido y ausente (“Te echo tanto de menos”, página 103).

     Claro que estos enunciados se construyen con vocablos, con conceptos que nos reconcilian con la belleza de un decir intenso, con la sorpresa de la eufonía. La elección de las palabras y la configuración de los bordados melódicos (sintaxis envidiable) son de una madurez selectiva apasionante:

Los años arrasaron buena parte de aquella memoria sentimental y el hábito de los días se impuso sobre una felicidad imaginaria. Delia se casó, al cabo, y se dejó llevar de un modo plácido por el naufragio agridulce y lento de una decepción anunciada. Verdaderamente nadie la había engañado cuando dio el sí quiero en la iglesia de la Esperanza a un hombre del que lo ignoraba todo, salvo la planta extraordinaria que lucía aquella espléndida mañana de invierno. Luego, las cosas fueron diferentes, silenciosas, sin brillo, previsibles (“Brindis”, página 154).

     Elegante sobriedad expresiva la que percibimos en toda la obra. En ocasiones, esta sobriedad se aleja de las metáforas más o menos cromáticas para narrar cosas terribles, situaciones desprovistas de aspavientos literarios, fragmentos de belleza dibujados con el color sombrío de la condición humana. Y es que los personajes de Pascual García sufren. Por eso su creador es un maestro, experto en compaginar el desánimo con la belleza, la desnudez con el adorno, la extensión del tiempo con la estrechez del espacio.

     La amplitud de registros narrativos de Pascual García no nos autoriza a afirmar que existe en su obra una obsesión por personajes y situaciones oscuros. Por supuesto que están ahí, pero también está la hermosa morbidez de esos paisajes que envuelven algunos momentos de cálido amor, el presente gozoso de la pasión. Lo que ocurre, claro, es que el paso del tiempo reducirá a olvido las bellas promesas. Es ley de vida.

     Desnudos bajo la luna, en la noche de agosto, Segundo y Clara se sumergen en el agua oscura como en un sueño de amor. Son tan jóvenes y eternos como el paisaje de algas y de arena que ya les pertenece, porque han tomado posesión de la tierra, del mar y del cielo y están llenos de la oscuridad que los protege […] Se abrazan bajo el agua y perciben el tiempo quieto, las estrellas distantes […] Mientras avanzan hacia la luz de la mañana, no imaginan que el tiempo, el paso infamante de las horas y el olvido se encargarán de reducir a polvo todas las promesas de la oscuridad… (“Bajo la luna”, páginas 125-127).

     Nada hay de superfluo en esta obra: nada sobra y nada falta. Porque Pascual García, con una gran experiencia en eso de tomarle el pulso a la sintaxis y al pensamiento,  retuerce el instinto de la enunciación, somete las unidades de lo enunciado, las serena y exhibe una enorme destreza para describir lo inefable, lo misterioso, lo más escondido bajo los pliegues del desaliento. En el prólogo de El secreto de las noches,  afirma Antonio Soler que “como buen escritor que es, nos habla de aquello que tenemos delante de los ojos y no acabamos de ver y comprender”. Es cierto: tenemos al hombre al alcance de nuestras miradas y, al tiempo que lo contemplamos, se siente ese fluir del vértigo que es la vida equivocada. No tenemos ningún reparo en afirmar que Hablar durante las comidas es la historia encadenada de una soledad multiplicada y dolorosa. Es ver pasar la vida con ojos de espanto, pues resulta que la mayoría de los personajes están en el lugar y en el momento inadecuados. Mala suerte tienen casi todos ellos. Que esos personajes sean receptores de la ternura de Pascual García no quiere decir que éste haga concesiones gratuitas a la propia ternura. En ningún momento pone veladuras a las marcas que la pobreza, el desencanto, la derrota o el dolor fijan en los rostros o en las almas de sus criaturas. Por cierto, la elección de sus nombres y de sus ocupaciones también nos proporciona, como veremos, una pista sobre la sencilla “normalidad” de la obra.

     A través de la variada onomástica de los cuentos asistimos, más que a la genealogía, a breves fragmentos de microhistoria. Ahí están Santa y Amador, de “La extraña pareja”; Fuencisla, paradigma de la rutina matrimonial; Abelardo y Ester; los obesos Teodoro y Gracia; Alicia, Daniela, Yolanda, Bernardo, Carmen, Segundo y Clara, etc. Nombres normales para seres normales, algunos de ellos, incluso vulgares. Ahí están casi todos, inocentes y redimidos por la desgracia o el desaliento. La infeliz cabalgata de personajes está constituida por parejas (“Un cocinero excelente”), amas de casa desencantadas o desertoras del amor (“La costumbre de la siesta”), jóvenes asexuados y angelicales (“El momento más oscuro”), amigos (“No hemos vuelto a verlos”), recién casados (“Un beso de buenos días”), un taxista (“Algún día”), obesos (“Nos comeremos el mundo”)… lo dicho: seres muy alejados de la épica brillante, que nutren sus vidas de unas cuantas palabras o unos cuantos silencios articulados en la penumbra del salón o sentados en las sillas de la cocina. Y con respecto a los acontecimientos, podemos usar el mismo argumento: todo transcurre en los espacios de lo habitual. Por eso observamos y olemos lo que sale de las cocinas, nos adentramos en los dormitorios, viajamos en tren, usamos el teléfono, echamos la siesta, somos testigos de despedidas, nos enteramos de infidelidades, nos consumimos de tedio y aburrimiento…

     Desde mi punto de vista, se da un fenómeno muy curioso: la apariencia de normalidad dibuja unos seres que, en principio, viven por derecho propio en el interior de los cuentos, impermeabilizados por la literatura. Entraron de puntillas en ellos, recorrieron sus espacios con la condición de personas corrientes y sin perfil, y, finalmente, salieron hechos personajes. Personajes musculados, con entidad literaria y con categoría suficiente como para perfilar un mosaico de trascendencia indestructible. Son algo así como paradigmas de una forma de vivir sin relieve, que sufren la emboscada de las palabras y se convierten en lo que son: modelos que posan delante de estudiosos del estilo. Porque, digámoslo cuanto antes, Hablar durante las comidas es una hermosa lección de estilo, un escaparate de entes que crecen hasta salir del expositor con una estatura incontestable y aventajada. Nada eran y han llegado a ser insustituibles en nuestra percepción de lectores, por más terribles que parezcan sus atormentadas personalidades. Sus formas de ser y de vivir han sido consecuencias de un discurrir inconsciente: los hemos visto aparecer y, cuando nos hemos venido a dar cuenta, se nos han escapado de las manos: se han transformado, se han diluido en el horror… ¿y cómo ha podido ser esto, si tan sólo han transcurrido dos páginas? Este juego de progresiones está formulado de manera implícita en el camino que separa la ilusión de la desilusión: discurrimos con semblante de pánico ante la idea de la desesperanza y, al final, aceptamos lo inevitable como anestésico del alma… Y repito que hay que tener oficio para transmitir tanta cosa en tan pocas páginas. Hay que saber transmitir la tensión lírica y dramática que encierran esas pocas páginas para entender que el dolor no busca escenarios míticos, sino cotidianeidad y costumbres.

     Parece que para que un relato llegue a emocionar, se necesita recorrido, es decir, tiempo y espacio suficientes. Pues bien: lo insólito de estos cuentos de Pascual García es que  contienen la habilidad de reconciliarnos con la brevedad y la cercanía. Y lo paradójico consiste en que llegan muy lejos andando poco. Consiguen emocionar sin tomar impulso ni recorrer las distancias propias de cualquier historia. Queremos decir que emocionan intensamente sin dar tiempo a emocionar. Y hablando de estrecheces espaciales, no nos referimos sólo a esa miniatura de relato titulado “El hijo pródigo”, que es tan breve como aquella sinestesia genial de Mortal y rosa, de Umbral (“Estoy oyendo crecer a mi hijo”) y tan contundente como la conocidísima miniatura de Monterroso. El micro-relato de Pascual García dice lo siguiente: “Tengo miedo de volver a casa. En ella vive todavía mi padre”. El relato contiene toda la fuerza de una existencia llena de sobresaltos antiguos y de temores futuros. Y no hace falta decir más: las presuposiciones y las sugerencias duelen más que lo evidente. Decía que no hablaba sólo de “El hijo pródigo”, sino de todos los relatos. Son tan tensos estilísticamente y tan intensos emocionalmente, que se leen como se lee un poema: con respiración contenida, con entusiasmo acelerado, levantando de cuando en cuando la mirada, respirando hondo y trazando un horizonte de silencio como final.

     Somos los lectores quienes contribuimos a proporcionar intensidad a las enormes elipsis de estos relatos. Pero no nos engañemos: es tan poderoso el decir, que en unas líneas se relata un enorme fragmento de subsistencia, recorrido palabra a palabra y organizado con una sintaxis ejemplar, pletórica de coherencia y perfecta en su devenir cohesivo. Proponemos un fragmento, que, por limitaciones espaciales, no pasamos a comentar con toda la extensión que merece:

Mi odio a las tardes no ha desaparecido con el paso de los años y, aunque la madurez y el aprendizaje de los años me ayudan en los peores momentos, sigo estando indefenso ante la llegada del crepúsculo. La aflicción y el desánimo son tan grandes a veces que levanto el auricular del teléfono y marco unos números conocidos. Hola, amor mío, pronuncio en voz baja, te echo tanto de menos (“Te echo tanto de menos, página 105).

     El pasar de esos años está atravesado por dos soledades pegadas al teléfono, murmuraciones al oído, erotismo insinuado e inocente, atardeceres, lealtades convencionales y resignaciones. Ya digo: una vida contada sin contar. Pero eso sí: exhaustivamente narrada, evidente, reconocible… Al lector no le queda más remedio que rellenar los silencios que envuelven los relatos, para conocer a fondo el entramado de las vidas dramáticas que encierran, de las insatisfacciones, de las enormes decepciones. Son vidas que añoran una felicidad que no acaba de llegar nunca, unas vidas llenas de presagios. Me sobrecoge aquella frase que destaqué en su día de un cuento del autor (“La luz herida”): “Antes o después el dolor y la muerte pasarán su factura”. Bien podría aplicarse el pensamiento a algunos relatos de Hablar durante las comidas.

     Fluye el discurso con moderada placidez, con un contar sin sobresaltos, cuando, de repente, una idea se nos introduce oportunamente en el cerebro y en el sentimiento y nos turba con un sobresalto, con un vértigo estético y reflexivo. Y así vamos tomándole el pulso a una exposición elegante de mensaje desalentador. Contar cosas complejas con palabras sencillas y sintaxis asequible es mérito de pocos narradores; contar cosas llenas de emoción y elegancia es mérito de este libro de relatos:

Fue entonces cuando se dio cuenta verdaderamente de que Pedro, su esposo, y el padre de sus hijos, estaba muerto y de que aún no había tenido tiempo de derramar unas lágrimas por él. Eran las dos de la tarde, debía preparar el fuego sin falta y preparar la comida (“Unas lágrimas, página 136).

     El lector padece la amarga complicidad que se vislumbra en el horizonte de tantas historias protagonizadas por personajes equivocados: no supieron elegir en el momento adecuado y el suelo se les hundió bajo los pies. Y eso puede ocurrir a cualquier lector. Aunque se distanciare de lo que se cuenta, recibirá inmediatamente el bienestar terapéutico del misterioso pacto que se articula en esa duplicación de sueños rotos. Las sensaciones vividas por los personajes han sido vividas por muchas personas. Y eso es un consuelo, porque al fin y al cabo, el hombre no deja de ser un trozo de supervivencia desorientada, innecesaria, derrotada de antemano por las embestidas del deseo, de la insatisfacción o del tiempo.

     Me llama particularmente la atención que una condensación conceptual y emocional tan caudalosa no enturbie el cerebro ni atrofie la sensibilidad del lector, porque cuando acaba un relato, el siguiente surge con frescura, con espontaneidad, exhibiendo unas ganas enormes de inspirar el placer que inspiran las lecturas inolvidables. Ese es uno de los grandes valores del libro: que las historias no se corrompen, no se agotan… presentan lo atractivo de lo nuevo, a pesar de que en muchas ocasiones los argumentos no salen de los estrechos marcos de las casas y a pesar de que la atmósfera se hace irrespirable en esas casas. Ocurre que tal vez la espesura de la niebla respirada queda disipada por la luz del pensamiento del autor, por el destello que transforma lo particular en universal, el dato en hondura esencial. Será que esas historias están contadas a media voz, para ser leídas en voz alta; será que se nutren de la confabulación, será que se hacen cercanas… Será.

     Si tuviéramos que hacer una síntesis de las sensaciones que despiertan estos cuentos, diríamos que en ellos domina el registro de la cotidianeidad, fraguada entre sueños que se fabrican en el esfuerzo, decepciones sumergidas en el fango de la precariedad, pedazos de humildad lastimada por el zarpazo de la mala suerte que acosa a las buenas gentes, sarcasmo, ironías y, de cuando en cuando, un humor finísimo y demoledor, como el que se desprende de “La venta del cielo”. Todo se reviste de convencionalidad, todo es pasajero, lastimoso, hermosamente decepcionante. Todo se descubre al final, cuando en dos líneas se concentran la sorpresa o el pasmo. Estos cuentos no se leen: se beben. Pensamos que es necesario asomarse a ellos sin prisa, pues es necesario saborearlos con la sensualidad espaciada de quien disuelve unos cuantos caramelos en la boca. Dejándose arrastrar por el fluido discursivo de estos relatos, uno no puede sino admitir que no debe leer demasiados cuentos de un tirón, pero al mismo tiempo no puede dejar de leer de un tirón. Tanto si se trata de pensamientos contundentes y entrecortados, como si de adentrarse en la longitud coherente y sabia de oraciones amplísimas:

Esteban se acordaba con una nitidez casi dolorosa de las noches de agosto en que su tío Raúl invitaba a cenar a don Jesualdo en El Fesne, pues de aquel tiempo databa la ruina económica de la familia y la decepción espiritual de tantas generaciones encabezadas por las mujeres de la casa, que habían orado con fervor en la iglesia de Los Olmos y que no habían dudado en destinar, a modo de limosnas, una generosa asignación al templo cada mes, mientras reducían los gastos domésticos, incluida la manutención de la servidumbre, y otros despilfarros propios de gentes acaudaladas, que en aquella tierra apenas eran una docena estricta, hombres y mujeres reconocidos por su sequedad de carácter, su temperamento austero y su capacidad de sacrificio, a los que, sin embargo, se les suponía una fortuna cuantiosa, que era el tema preferido en las conversaciones de los inviernos largos y gélidos junto al fuego de las cocinas (“La venta del cielo”, página 129).

 

            Hablar durante las comidas es una obra concebida para callar.

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JUAN CANO CONESA

Nació en Murcia España. Es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia. Ha ejercido la docencia como catedrático de Literatura en el I.E.S. “Licenciado Francisco Cascales” y como profesor contratado en la Universidad Católica de Murcia. Es autor de tres manuales de Lengua y Literatura Españolas (ediciones SM, Madrid, 1986), así como numerosas obras relacionadas con la especialidad: Escribiendo sobre la pluma de un ángel. Las novelas de Salvador García Jiménez, Universidad Católica de San Antonio, Murcia, 2004. Primer destino, de S. G. J. o la lírica hecha documento, en Diez de diez. Novelas murcianas del siglo XX, Edición de Francisco Javier Díez de Revenga y José Belmonte Serrano, Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 2006. En busca de Kafka: La peregrinación, Ricardo Escavy (editor), Editorial Nausicaa, Murcia, 2006. Paseo por la Castilla de Azorín: textos para el comentario, Infides, Murcia, 2007. Autor de numerosos artículos en revistas especializadas, tales como Montegudo de Murcia; Espéculo de la Universidad Complutense de Madrid, El coloquio de los perros, Revista virtual de Cartagena. Destacamos estudios sobre Eloy Sánchez Rosillo, Miguel Hernández, Miguel Delibes, Jack Kerouac y Salinger. Ganador del Primer Premio de Relatos “Gabriel Miró” de 1987 con la obra titulada Cambiarías el cielo por una sonrisa.

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