BAQUIANA – Año XVI / Nº 91 – 92 / Septiembre – Diciembre 2014 (Cuento II)

EL ORADOR

por

Ricardo Giraldez 

 


     Fue un suceso de lo más extravagante habida cuenta de los tiempos en que narro. Por un momento, y de un modo que aún hoy no alcanzo a explicarme, la locura pareció imperar en aquel gentío reunido de modo fortuito en la calle. Y debo reconocer que me cuesta dar fe del suceso en cuestión, incluso cuando haya sido testigo de él, incluso cuando (¿he de confesarlo?), haya sufrido yo también (aunque más no fuere por un breve, brevísimo momento) el contagio de dicha locura.

     La escena tenía lugar en una de las calles más transitadas del centro de la ciudad.

     Mi primer pensamiento al ver aquel corro de gente compuesto por los elementos más heterogéneos y discordantes de la sociedad, fue que algo de relevancia debía estar ocurriendo seguramente, y por ello la conmoción. Mi curiosidad, de por sí sensible, no precisó de mucho más para enardecerse. Así es que no tardé en filtrarme entre la muchedumbre, interesado en averiguar la novedad detrás del tumulto. Mas, ¿cuál no sería mi sorpresa, y mi decepción (he de reconocerlo), al comprobar que lo que acaparaba la atención de todos, el motivo de tanta bulla y afluencia, no era nada extraordinario a decir verdad; sino algo por demás irrelevante conforme el juicio y valoraciones de nuestros días? En efecto, se trataba tan sólo de un hombre, de pobre aspecto y avanzada edad, el cual, subido a una tarima improvisada con viejos cajones de madera apolillada, gastaba lo que subsistía de sus exánimes pulmones en dar un discurso bastante impetuoso y acalorado a las gentes reunidas en torno a él.

     “¿Un orador?”, me inquirí sin poder dar crédito a aquello que atestiguaban mis aprensivos ojos y oídos. “¿Pero, a qué tanto alboroto por esto? ¿Desde cuándo se ha hecho relevante lo que una persona tenga que decir? ¿A quién puede interesarle hoy?”. No podía explicármelo. Así es que, perplejo, y sumamente intrigado, me quedé a escuchar lo que aquel pobre hombre tuviera que exponer. Hablo de aquel extraño personaje, sí, que milagrosamente, y aunque más no fuere por un momento (un brevísimo momento, es cierto), se las había ingeniado para detener el acelerado trajín del mundo moderno mediante un recurso tan antiguo, desusado y pasado de moda como la palabra.

     Y sin embargo, he de admitir (seguramente para mi vergüenza) que, conforme desarrollaba el hombre su discurso, fui yo sintiendo también el efecto hipnotizador que parecía ejercer sobre todos los demás; me refiero a un sentimiento extraño a mi naturaleza, a un cierto arrobo, un molesto ensimismamiento, y acaso (créase o no) a un fuerte deseo de trastocarlo todo.

     Lo que sigue a continuación es lo poco que pude yo captar de tan anacrónica escena y, como se verá, de tan anacrónico discurso que aún no me explico cómo pudo calar tan hondo en mi ser en aquella oportunidad. Era muy pasada la hora del almuerzo y todavía yo no había ingerido bocado alguno, acaso esto tuviera que ver. Como sea, mis lectores juzgarán por sí mismos el valor y contenido de las palabras del viejo, ya que bien poco es lo que he alcanzado yo a entender, aún hoy, y pese a haber sufrido momentáneamente su malicioso contagio, de tamaño desatino.

     —¡De los cabellos! —fue la exclamación que vociferaba el anciano, con voz cascada, en el momento en que me puse al alcance de sus raídas cuerdas vocales—. De los cabellos, sí, muy señores míos, es que pretenden llevarnos nuestros tiempos hacia un entontecimiento gradual de cuyas penosas consecuencias muy pronto no estaremos en coyuntura siquiera de mensurar. ¿O qué vienen a resultar todos esos aparatitos con que se está entreteniendo hoy nuestra atención, sino algo muy similar a los espejitos de colores con que en el pasado se distrajo la atención de los cándidos pueblos de América, a fin de despojarlos de todo y cuanto patrimonio material y humano les legaran sus ancestros? Juguetes, esto son a fin de cuentas y no mucho más estos aparatitos. Juguetes que retrotraen a la infancia a mentes que se pretenden adultas y muy sofisticadas. ¿Que hoy nos comunicamos con mayor celeridad; que podemos hacerlo prácticamente desde cualquier sitio en lo que demora un parpadeo, que podemos vernos unos a otros, a miles de kilómetros de distancia, sin más esfuerzo que el que supone presionar un botoncito? Sí, ¿pero a qué precio? Y sobre todo, ¿cuál es el carácter del mensaje que estamos comunicando? ¿Con quiénes nos estamos “comunicando”? Pues he aquí la pregunta capital. Hoy somos más rápidos que nunca, sí, pero para decir tonterías, y para hacer de esas tonterías el acervo de la humanidad. Estamos echando siglos de civilización al olvido con cada botoncito que presionamos, señores. Y cada novedad no viene a resultar sino más de lo mismo en este sentido. Mayor velocidad… ¿pero para llegar adónde? ¿Quién cuenta con tiempo suficiente hoy para detenerse y cuestionarse esto mismo? Fuera de presionar botoncitos, ¿hay algún plan? Pues es evidente que sólo vamos más rápido que nunca hacia nuestra propia destrucción. Estamos devastando el planeta a escala global tan sólo para que los adultos puedan comportarse como adolescentes, para que puedan decirse un millón de tonterías en el mismo lapso de tiempo que antes demoraba al hombre expresar un sentimiento profundo. ¿Cuánta densidad añaden a nuestras existencias todos estos aparatitos modernos que hoy compramos y desechamos cual si se tratasen de pares de medias? ¿Alguien se pregunta esto? ¿Alguien se pregunta acaso si vale la pena hacer desaparecer de la faz de la tierra el estremecimiento único e irrepetible de especies animales que ya nunca volverán a ser; especies vegetales cuya belleza y propiedades no darán alegría ni embalsamarán el aire de nuestros hijos; ámbitos de vida de cuyos sonidos, soplos, ritmos, poesía y hechizos nada se sabrá antes de que anochezca? ‘Mayor ganancia individual a precio de mayor pauperización universal’. Este es el mensaje velado, oculto tras de todo avance tecnológico por el cual estamos hoy dispuestos a excusarlo todo, a excusarnos ante nosotros mismos y ante nuestros sucesores.

     ”El tema de nuestro tiempo no radica en hablar sobre las maravillosas propiedades y ventajas del último modelo de telefonía celular, señores míos, sino en indagar, analizar y sopesar con seriedad y criterio cuánto nos cuesta realmente esa novedad en cuestión, cuánto le estamos sacrificando de nosotros y de cuanto nos rodea, hasta qué punto realmente precisamos de este mal llamado ‘progreso moderno’ que estamos pagando a precio de hecatombe y devastación global. De estas cuestiones, de suma importancia, es de las que quieren apartarnos los que hoy se embolsan las riquezas que aún quedan en un mundo cada vez más expoliado, entreteniéndonos mientras tanto con espejitos de colores. Se quieren devorar nuestro paraíso, o lo que nos queda de él, para su propio provecho, y nada les importa de lo que sea mañana y después de mañana.

     ”Cada vez hay más cosas a nuestro alrededor para consumir; cada vez hay más objetos amontonados en los escaparates de las urbes modernas sin cuya adquisición creemos estar perdiéndonos de algo, acaso de todo. ¿No es esto por ventura lo opuesto a lo deseable? ¿No debiéramos priorizar el ser por sobre el tener? ¿No debiéramos aspirar a menos para ser más nosotros mismos? Atarnos más y más a las cosas, ¿no es inversamente proporcional a un sincero progreso humano? A cada momento se exacerba lo peor del hombre en desmedro de lo mejor. Se exacerba la rapiña, la avaricia, el egoísmo caníbal, la lucha de todos contra todos, el consumismo inmisericorde que, en fin de cuentas, no puede redundar en otra cosa que en la total consumación de todos los recursos naturales. Y para escamotear tal degradación humana nos salen al paso los panegiristas de siempre hablándonos de las conquistas realizadas en el campo de los derechos ciudadanos. Pero si se nos está tomando por tontos, señores míos, y verdad es que razón no les falta, ya que prácticamente en tontos hemos devenido de tanto manipular aparatitos y presionar botoncitos. Es bien cierto que hoy un ‘negro’ vale lo mismo que un ‘blanco’, un ‘amarillo’, un ‘piel roja’, un ‘verdeazulado’ y cuanto se quiera… Pero, ¿para qué? Para ser esclavizado al dólar y a la máquina, y sospechado cuando se advierte en él algún rasgo de autonomía y libre albedrío. Hoy todos tenemos el mismo “derecho” de consumir y dejarnos explotar. Pero el derecho a decir: “no”, ¿lo tenemos, acaso? ¿Tenemos por ventura derecho y opción de vivir al margen del tecnicismo los pocos que aún consideramos que este planeta merece un mejor destino que ser devorado a fin de que unos cuantos puedan presionar botoncitos? ¿Se nos permite actuar con altura de sabio y despreciar un consumo exacerbado, inclemente e injustificable que nutre lo peor de nosotros mismos? ¿Acaso no es este tecnicismo imperante una suerte de imposición que deja hoy prácticamente fuera de todo a quien se niega a plegarse a él? ¿Se nos educa para obrar con sabiduría o para ser más dependientes del consumo irracional e indiscriminado? ¿Se nos educa en verdad o… se nos adoctrina?”.

     Todas estas imprecaciones eran saludadas con fuertes “vivas” por los allí reunidos, que cada vez aumentaban más y más en número. No obstante, fue llegado a este tramo del discurso (que, cual llevo dicho, todos los presentes escuchábamos con suma atención, eufórico bullicio y visiblemente emocionados ‒dicho sea para vergüenza de todos y para vergüenza mía, por supuesto), que una suerte de estampida humana, avanzando por la avenida adyacente a aquella en que tenía lugar la arenga que yo presenciaba, desvió todas las miradas en su dirección. Corrían como enajenados aquellos hombres y mujeres y niños, y su barullo apagó la voz del orador que hasta entonces tan absortos nos tuviera a los del corro. Pasado el primer momento de sorpresa, alguien preguntó a los de la estampida cuál era el motivo de tanto apremio. Y entonces, uno de los que corrían con el malón, uno de los miles, se detuvo un momento ante nosotros para informarnos, muy excitado, a grito vivo y con lágrimas en los ojos (lágrimas de emoción, por supuesto), que, en sólo cuestión de segundos, abrirían las puertas del mayor hipermercado de electrodomésticos de la ciudad, donde se haría la tan ansiada presentación del nuevo teléfono móvil con banda de frecuencia 6G, dotado de pantalla elástica y transparente y con tinta electrónica en 3D, y cuya carga no demoraría más de tres segundos de tiempo, rindiendo hasta cuarenta mil ciclos antes de agotarse; en suma, se trataba de la novedad que estaba llamada a revolucionar el mercado de la tecnología moderna. 

     Esto fue dicho muy rápidamente, por supuesto; el teléfono en asunto contaba con muchas otras bondades que no viene al caso pormenorizar aquí. El punto es que, en cosa de segundos, o de milésimas de segundo, allí donde había un numeroso gentío formando corro en torno a la palabra, se había hecho el vacío y el silencio absoluto. Todos, todos sin excepción de los presentes, se plegaron al malón sin tardanzas; ese malón, sí, que semejante a una estampida se desplazaba hacia las puertas del mayor de los hipermercados de la ciudad. El éxodo fue tan inmediato, acorde y completo, que hasta se podría haber dicho que estaba programado. Desde luego que yo me hubiese plegado lo mismo y al momento de no ser porque me hallaba recuperándome de un fuerte desgarro en mi pierna derecha. Y por ello (y sólo por dicho motivo) permanecí allí en mi sitio lo suficiente como para ser testigo de lo que quedaba del escenario en donde, segundos antes (acaso milésimas de segundo), reinara la palabra como en aquellos tiempos que ilustran los libros que ya nadie lee. 

     En cuanto al viejo orador, había quedado hecho jirones en el piso, semi-sepultado bajo los cajones de madera apolillada que momentos antes le habían servido de improvisado estrado. Eso era lo que quedaba de él, de su discurso y de su palabra. Me dio pena (he de reconocerlo) ver al viejo reincorporarse trabajosamente. Le hubiera dado una mano de no ser porque me apremiaba llegar a las puertas del hipermercado antes de que fuese imposible hacerse un lugar en la fila de curiosos. Por otro lado, ver al orador vencido me hizo sentir también íntimamente reconfortado. ¡Y no era para menos! Después de haber sido testigo de cómo el mundo zozobraba ante mis ojos a causa de su intempestiva perorata, era consoladoramente gratificante verificar cuán rápidamente volvía todo a la normalidad.

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RICARDO GIRALDEZ

Nació en Buenos Aires, Argentina. Publicaciones y premios: 2001, En la decrepitud de la humanidad (Dunken). 2004 Mención de honor en el “Concurso Internacional de Ensayo” celebrado en la ciudad de Rosario por El hombre moderno. 2007, El Inadaptado (RyC). 2012, Idilios y Cuentos modernos (RyC). 2013 Premio FINALISTA en el “I Premio ‘Palabra sobre Palabra’ de Relato Breve 2013”, por Un cuento de hadas. 2013 Seleccionado para Calabazas en el Trastero: Especial Mitos de Cthulhu por La transfiguración. 2013 Seleccionado para las Antologías de editorial red Literaria por Los faros del fin del mundo. Finalista en el III Concurso de relatos Punto de Libro 2013. Mención de honor en el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras” 2014 por La isla de las Tortugas. 2014 Seleccionado para la Antología de microrrelatos “Otoño e invierno” por Afinidades. 2014 Seleccionado para el Concurso Pensamientos para la Eternidad, por Aqua Vitae. 2014 Seleccionado para el “I Concurso Relato Corto de Terror”, por Descensus ad Inferos. 2014 Publicación del relato Serafina en el N° 256 de la Revista Axxón.

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