BAQUIANA – Año XVI / Nº 91 – 92 / Septiembre – Diciembre 2014 (Cuento I)

MI CAUSA

por

Miguel Campion

 


     Siempre había creído en la causa, pero nunca me habría puesto a defenderla mediante la lucha armada si no hubiera sido por Eva. Si alguien me hubiera dicho seis años atrás que iba a acabar manchando mis manos de sangre por una idea, lo habría tomado por loco. Pero Eva me hizo ver las cosas de otra manera.

     Había que oírla hablando de la opresión que sufría nuestro pueblo para darse cuenta de la injusticia y de la crueldad de la situación; había que ver su pavoroso retrato del invasor para sentir sinceramente, en las tripas, el odio que su tiranía había engendrado en todo buen hijo del país; había que llorar con sus ojos a los caídos, besar con sus labios nuestra bandera, y acariciar con sus manos la metralleta para darse cuenta de que no nos habían dejado otra elección. La lucha armada era la única manera de poner fin a esta injusticia.

     He de reconocer que al principio yo recelaba un poco ante la idea de empuñar un arma para defender cualquier causa, por noble que fuera. Yo amaba la libertad del ser humano, y para mí la expresión suprema de esa libertad era la vida. Por simple lógica no podía aceptar que nadie quitara la vida a otra persona, aunque fuera en nombre de una libertad colectiva. Pero Eva me sacó de mi error. La gente que nos negaba el derecho a llevar la vida que queríamos, la gente que no respetaba nuestro modo de ser, nuestra capacidad de elección, no merecía ningún respeto por nuestra parte. Aquellos que limitaban nuestra vida libre merecían, sin duda, que acabáramos con su vida tiránica. Matar a los enemigos de la libertad era avanzar hacia ella.

Siempre he sido un poco cobarde. Me costó convencerme de la necesidad de sumarme a la lucha, y tal vez nunca hubiera pasado de la idea al hecho si no hubiera sido porque Eva estaba allí para animarme. Me convenció, me propuso unirme a la lucha, y yo no tuve que hacer más que tomar la mano que ella me tendía, como una madre a su pequeño, y dejarme conducir por Eva hacia mi lugar en el mundo.

     Como todos, tuve que superar las pruebas que me hicieron para comprobar mi grado de compromiso con la causa, y mi fiabilidad como compañero. Las palabras limpísimas de Eva, su voz como un arroyo, sus ideas como cielos, resonaban en las paredes de mi cabeza mientras explicaba a mis compañeros mis ganas de luchar por la libertad de mi pueblo. Hasta que no consiguiera esa libertad, no podría considerarme libre yo mismo.

Me aceptaron y Eva fue la encargada de mi formación. ¡Qué felices fueron aquellos días perdido en la bruma de la montaña, en lo oscuro del bosque, aprendiendo de su boca, de sus manos, los secretos que iban a llevarme hacia la libertad! El resonar de su metralleta en las escarpadas paredes de nuestros montes era para mí el más hermoso de los cantos, la voz del más hermoso pájaro, del más libre. Se me escapa el alma del cuerpo si me pongo a rememorar el momento en que Eva me rodeó con sus brazos frescos, desnudos, para enseñarme cómo empuñar el arma. ¿Cómo no iba a aprender rápidamente si bebía cada táctica, cada indicación, de los labios de Eva, si las relaciones entre las cosas y los seres del mundo se establecían en mi mente como si viera a través de sus mismos ojos?

     Pronto los compañeros se dieron cuenta de que Eva y yo podíamos formar un equipo prácticamente invencible. Nos comprendíamos sin falta de palabras. Entre su mente y mi mano, entre sus ojos y mis labios, había una corriente de entendimiento que superaba cualquier lenguaje conocido. Lo demostramos en nuestra primera misión en común. Fue una de los mayores victorias de nuestra lucha. No quedó ni una piedra entera de aquel templo de la opresión.

Eva y yo lo celebramos en nuestro escondite, nos bañamos en champán, parecía que íbamos a morir ahogados por la dicha. Pero, en medio de la alegría, me vino a la mente una idea áspera, como un latigazo. Me di cuenta de que acababa de cometer mi primer crimen. Vi de pronto, en la sonrisa de Eva, los cuerpos desgajados de las personas que habían sido alcanzadas por la explosión. ¿Qué diferencia había entre esa carne rota y mi propia carne? ¿Por qué yo me consideraba con el derecho, con el deber, de acabar con aquellas vidas que no eran sino vidas hermanas de mi propia existencia? De nuevo la boca de Eva, posándose en mi boca como un ángel descendido del paraíso, despejó todas las dudas que trataban de empañar mi felicidad.

Aquel primer beso de Eva puso fin a todos mis recelos, mis remordimientos, mis vacilaciones. A partir de entonces no volví a plantearme nada más. Si esa boca más nutricia y providencial que el maná decía que ellos debían morir, no había nada más que pensar. Esos dientes como palomas no podían mentir, esa lengua trémula como el pecho de un ave solamente podía ser expresión suprema y hermosísima del Bien. Esos cadáveres eran como la ropa que había que quitar para llegar a su cuerpo. Su sangre era mi comunión con Eva.

Desde que ella me dejó instalarme en aquel templo rojísimo y vivo de su boca, mi existencia fue un plácido y gozoso fluir por su cauce. Tomado de su mano, había llegado al varadero último de mi travesía. Luchar por la libertad junto a Eva colmaba de tal modo mis anhelos que cada día que pasaba no era más que una prolongación de la felicidad eterna. No me importa que mis actos me hayan condenado al infierno porque yo ya he vivido en el cielo.

Pero aquellos días felices terminaron. Por más que queramos convencernos de ello, la felicidad absoluta no existe. Entre otras cosas, porque en cuanto alguien es feliz siempre hay algún mezquino engendro que, azuzado por la envidia, envenenado por su amargura, trata de acabar con su alegría. Había manzanas podridas en nuestro cesto, ratas en nuestro granero, malos compañeros que hicieron suya la causa de convertir nuestras horas de luz en horas tan oscuras como las suyas.

     Moisés llegó por sorpresa. Dijo que traía órdenes de la dirección. Sabían que Eva y yo nos queríamos y decían que eso podía afectar a nuestra capacidad de lucha. Querían saber hasta qué punto estábamos dispuestos a sacrificarnos por la causa. Temían que, en una situación comprometida, pusiéramos nuestros sentimientos por delante de la misión. Eva estuvo a punto de escupir a Moisés. Aquella insinuación que ponía en entredicho su compromiso con la libertad de la patria le resultaba más ofensiva que cualquier insulto. Dijo que nuestro amor era pequeño, incompleto, limitado, si no estaba enmarcado en la libertad de nuestro pueblo.

Preguntó Moisés:

– ¿Estaríais, pues, dispuestos a separaros por el bien de nuestra causa?

     Hubo un breve silencio tras la pregunta de Moisés. Fue suficiente para que me diera cuenta de la verdadera naturaleza de mis pasiones. Pensar en mí mismo separado de Eva fue como asomarme a un precipicio inmenso, aterrador. Me di cuenta de que habría firmado la rendición de mi pueblo, que habría vendido cada palmo de mi tierra, que habría quemado cada rincón de mi país si con ello hubiera logrado retener a Eva a mi lado. Ninguna patria era suficiente sin ella.

     Pero Eva contestó:

– Si los compañeros creen que estando juntos perjudicamos a la causa, nos separaremos.

     Me miró esperando obtener mi aprobación. Por suerte, mi entrenamiento me permitió esbozar una máscara neutra lo suficientemente convincente como para ocultar mi desesperación. Eva y Moisés pensaron que yo estaba de acuerdo con el plan. Aquella noche Moisés dormiría en nuestra casa, y al alba se llevaría a Eva a su nuevo destino, en otros montes, en otra casa, con otro compañero. Disimulé como pude mi dolor y mi ira mientras trataba de inventar un plan para salvar mi felicidad. Sabía que ningún escrúpulo debía detenerme si quería luchar por mi causa.

     Dormí a Eva con cloroformo. Para cuando despertó, nuestro jeep ya estaba muy lejos de la casa donde Moisés, con un tiro en cada rodilla, esperaba que el ejército invasor llegara para atraparle. Deseché la idea de matarlo porque me pareció demasiado poco sufrimiento para aquel mensajero del mal. Así todos podríamos comprobar qué grado de compromiso tenía ese repelente niñato con la lucha, cuánto dolor era capaz de soportar sin traicionar a sus ideales y a sus compañeros. Pero el merecido castigo de Moisés nos obligaba a Eva y a mí a alejarnos de ahí lo más rápidamente que pudiéramos.

Cuando despertó, me preguntó por lo sucedido. Le dije que Moisés era un traidor, que era un topo, que nos había delatado, pero que yo me había dado cuenta a tiempo y le había dado su merecido. Huíamos para evitar que nos capturaran tal y como había previsto Moisés. Tal vez no debería haber mentido, pero no tenía otra elección. Y Eva me descubrió. Escuchó mi historia y, tras un pequeño silencio reflexivo, me preguntó por qué la había drogado. Entonces me di cuenta de que había dejado suelto ese cabo de mi coartada; entonces oímos las aspas del helicóptero sobrevolándonos.

     La urgencia de la situación se impuso a todo lo demás. Eva cogió su metralleta y empezó a disparar al helicóptero. Yo apreté el acelerador y traté de correr tanto como me permitía la pista forestal, la noche y los disparos de nuestros enemigos. Finalmente conseguimos darles esquinazo, pero nuestro vehículo estaba inutilizado. Me di la vuelta para pedirle un arma a Eva, pero hallé el cañón de su metralleta apuntándome a la cabeza.

     Me hizo bajarme del jeep. Yo empecé a pedirle perdón por mi engaño, empecé a decirle que la quería, que no había podido soportar la idea de no volver a verla, que la amaba por encima de todas las banderas y las ideas del mundo. No quiso escucharme. Me hizo dar cinco pasos hacia la linde del bosque. Luego escuché dos disparos, y sentí cómo se me doblaban las rodillas. Caí al suelo, y escuché sus rápidos pasos internándose en la espesura.

     No me importa que me dejara tirado, herido, sobre el barro. Una vez que me he dado cuenta de que Eva es mi verdadera causa, una vez que la he perdido para siempre precisamente por eso, ya nada más me importa, ni siquiera mi vida. No me arrepiento de nada porque todo lo hice por ella, y todo y más volvería a hacerlo sólo para conseguir estar un día más a su lado. Sé que no hay causa más noble y elevada que la mía. Sé que no hay otra.

     Ella es mi causa, y no ha podido soportar darse cuenta de ello. Ha castigado mi engaño, mi traición, con dos disparos, con el abandono más cruel que amante alguno haya tenido jamás. No le guardo rencor. Su voz de claro trueno, su cabellera fresca como el musgo, sus hombros de manzana, sus pechos como vendavales, su vientre de tierra, la acogedora hojarasca de su sexo húmedo, sus piernas de ciervo y sus pies como alas sólo pueden inspirarme amor y alegría. Me ha dejado exánime, desangrado, casi muerto, pero allá lejos, en lo más escondido del bosque, en el corazón de nuestra tierra, Eva sigue siendo mi ángel, mi sueño, mi pensamiento, mi vida…

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MIGUEL CAMPION

Nació en Pamplona, España (1974). Escritor, dramaturgo y guionista, especialista en desarrollo de proyectos audiovisuales y teatrales. Ha trabajado en  productoras de cine y televisión como El Terrat y El Deseo compaginando su labor profesional con la docente en instituciones privadas y públicas, como la UPF o la ESCAC, impartiendo clases de guión de ficción y escritura creativa. Su libreto “Rosaura tiene un fantasma” ganó el primer premio del Certamen de Teatro Joven de Navarra en 2000. Además de sus obras escritas, ha realizado sus propios trabajos como guionista, director y productor en cine: “Pepita Chan” (2007) y “No sé qué hacer contigo” (2012).

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