BAQUIANA – Año XIX / Nº 107 – 108 / Julio – Diciembre 2018 (Ensayo II)

TAÑE CARPENTIER LA VOZ Y LA SOMBRA DEL ALMIRANTE

 

por

 

Manuel R. Montes


Has puesto en cruz los dos abismos

José Lezama Lima («Rapsodia para el mulo»)

 

     Alejo Carpentier eligió, al emprender su aventura narrativa final, al causante de su más emblemático principio como novelista; optó por el intuitivo adelantado de mar, voraz lector de leyendas, mujeres y mapas, de quien se habría de asumir obligado heredero, aceptando «la muy honrosa condición de cronista mayor, de cronista de Indias» (Cabrera Salinas, 40). Cristóbal Colón, el cartógrafo culpable de redondear el mundo, es el equívoco sobre el cual queda fraguada El arpa y la sombra (1978), cuyo capítulo más memorable, «La mano», retoca y reivindica, si no para la historia o la fe católica, sí para la modernidad literaria, los imprecisables perfiles del Almirante, quien para el cubano, «a pesar de haber sido el protagonista del acontecimiento más importante de la historia universal (…) sigue siendo, sin embargo, uno de los personajes más misteriosos» (Dara E. Golmann, 295). Carpentier no lo devela o tergiversa con la pátina superficial, comercializable, del mero autor documentalista, sino que lo redimensiona y, a mi modo de ver, se lo apropia y amolda para sí mismo, clausurando con ello su vasta bibliografía narrativa y cometiendo, para ello, no pocos abusos que si bien deslumbran gracias a la destreza de una prosa infalible, sobrecargan El arpa y la sombra, en ocasiones, de una «ideología neorromántica» («Carpentier y Colón», 161). El juicio es de González Echevarría y abre una brecha para ensayar un detenido comentario, que aventuro en estos párrafos a propósito de un extrañamiento que me produjeron algunas líneas auto panegíricas, por llamarlas de un lamentable, aunque útil modo, y que sin ser abundantes en «La mano» ostentan una relevancia primordial; se trata de líneas que desvirtúan o concienzudamente subvierten las principales ambigüedades que rodean la naturaleza críptica del Diario en el que se basara parcialmente Carpentier para la confección de su entreacto. Parcialmente, reitero, pues El libro de las profecías (1502–1504), si bien sólo implícito en el monólogo de Colón, lo mismo serpea como una vértebra omnisciente en las inflexiones afiebradas de su delirio ficcional. Este apunte centrará, pues, sus reflexiones en la estrategia de hibridación que Alejo Carpentier efectúa para dotar de voz a un héroe proclive a desleírse, merced a sus impasibles testimonios pero también a los tráfagos a los que la historia lleva sometiendo su nombre y sus acervos desde el teutónico 1492.

     Alejo Carpentier adapta en 1933 Le Livre de Christophe Colomb, drame lyrique en deux parties, de Paul Claudel, para la emisora Radio Luxemburgo. El acopio de materiales para tal encargo desemboca, entre otros volúmenes, en Le Revélateur du Globe del paladín católico León Bloy, en donde éste compara, «llanamente» según adverbio del cubano, a Cristóbal Colón con Moisés y san Pablo. Se sabe que a Carpentier, «con una mezcla de fervor y de impaciencia» (Fuquet, 56), exultó sobremanera tal analogía. La historia lo auspiciará luego con otro llamativo pormenor, decididamente acorde a su poética y a la novela que publicará movido por ulteriores exégesis en 1978, y que será la última de su seminal carrera literaria; dicho pormenor es el de la tentativa ininterrumpida de los papas Pío Nono (pontífice de 1846 a 1878), y su sucesor León XIII (1878 a 1903), quienes abanderaron la frustrada beatificación de Cristóbal Colón, para la cual 850 obispos hubieron estampado su firma de acuerdo en la flamante propuesta de Postulación ante la Sacra Congregación de Ritos.

     La consecuencia de las antes mencionadas convergencias obran el resultado de un libro cuyo desbalance no es tal que lo cimbre o demerite, y cuyos apartados a continuación sintetizo: «El arpa» narra en retrospectiva, con lujo de escalas y epifanías, el periplo de nueve meses que el canónigo Giovanni Maria Giambattista Pietro Pellegrino Isidoro Mastaï Ferretti, futuro Pío Nono, realiza a Chile en 1823 por órdenes de Monseñor Giovanni Muzi, quien le confiere la condición de Enviado al Nuevo Mundo como parte de la primera misión en la América del Sur postrevolucionaria. El establecimiento de la Primera Junta Nacional de Gobierno el 18 de septiembre de 1810 y la abdicación de Bernardo O’Higgins al cargo de Director Supremo, el 28 de enero de 1823, hace necesaria la presencia de Matsäi para reorganizar la Iglesia Chilena. Pío Nono recuerda sus avatares al respecto de este viaje de iniciación mientas revisa y posteriormente firma el documento para determinar la canonización del Descubridor. Su pluma suspendida, antes de suscribir al calce, es el espacio de que Carpentier dispone para una digresión mural, dentro de la que el joven Matsäi, infatuado, desanda casi cuatro siglos más tarde latitudes latinoamericanas con el mismo asombro que produjeran en Cristóbal Colón, entonces, algunas de sus peripecias; «La mano», catalizador del presente comentario, es la digresión eje de la obra, y mediante la que la voz reconstruida de Cristóbal Colón, en su lecho de muerte (Valladolid, 1506), relee su Diario a la espera del sacerdote que habrá de darle confesión, mientras desdice sus testimonios, los reivindica, los exacerba, sustenta o abomina; «La sombra», episodio de cierre, comienza entrometiéndose en los burocráticos debates que un joven seminarista entabla con un conservador respecto de lo que conviene hacer en la Lipsonoteca Vaticana; charla entablada en un presente en que Pío Nono ya ha muerto y el papa en funciones es León XIII. Retomada la autopsia tramitológica para que se inmortalice católicamente al Almirante, conocemos que la dificultad de hallar los restos de Colón imposibilita la clasificación de la reliquia, pues aquéllos, como su dueño, «perpetuaron su trashumancia» (El arpa, 208). De este segmento es remarcable, a la manera de los palimpsestos que Alejo Carpentier gusta de animar––Concierto barroco (1972)––la eventual aparición de personajes de diversas épocas que discuten los pros y los contras de la beatificación: entre otros, el ya mentado León Bloy, José Baldi, Alfonso Lamartine, Víctor Hugo, Julio Verne y un Abogado del Diablo, quien propone: «¿Por qué no convocan de una vez a Fileas Fogg o a los hijos del Capitán Grant?» (219). La discusión llega a término cuando las partes concluyen su disparatado conciliábulo reconociendo la imposibilidad de que el proceso toque buen puerto debido a «dos grandes cargos contra el Postulado Colón: uno, gravísimo, de concubinato (…) y otro, no menos grave, de haber iniciado y alentado un incalificable comercio de esclavos» (230).

     De entre las aproximaciones interpretativas más sugerentes a propósito de El arpa y la sombra, luego de compulsada gran parte de las casi innumerables fuentes, son a mi ver las que a continuación enumero las más asertivas: 1) Vicente Cervera Salinas («El diario de Colón y Carpentier») aborda El arpa y la sombra desde la perspectiva de lo que Roa Bastos llamó «utopía concreta», para referirse a ésta como al valor que regía las percepciones del Almirante durante sus navegaciones; Cervera Salinas establece un paralelismo entre la historia de América, a partir de Colón, y la historia de las utopías: Quiroga en el siglo XVI, la misiones jesuíticas en el XVII, así como los avatares independentistas fraguados en los «yunques visionarios (…) de la “enciclopédica” revolución francesa»: última utopía que teje la «verdadera historia americana» del siglo XIX; 2) Félix Lugo Nazario («Sentido y función del mito de Jasón») aproxima su escueto aunque indispensable análisis desde las bases mítico-estructuralistas de Levi-Strauss y lee la novela como un ensamble derivado casi unidireccionalmente de la leyenda griega; 3) González Aníbal («Ética y teatralidad») subraya las intermitencias intertextuales entre la novela de Carpentier y El Retablo de las Maravillas cervantino, implantación alusiva particularmente notoria en el capítulo «La sombra»; 4) Dara E. Golmann («Érase una isla») explora el tropo de la llegada como núcleo de la novelística caribeña, fenómeno que paulatinamente se dispersará a toda Hispanoamérica, demostrando, a su vez, que la búsqueda de los orígenes constituye el tema principal de varias obras de Carpentier, adepto a variar en sus prosas la búsqueda de un punto de partida que la madurez resignada del pensamiento ha perdido; 5) Javier Mompó («El arpa y la sombra, procesos intertextuales») coteja la obra de Paul Claudel con la de Carpentier y compara las abundantes evidencias de la clara, y obvia, interacción entre ambas, lo cual según sus apreciaciones constituye un rasgo de la nueva novela histórica, en tanto reinterpreta «hechos históricos importantes, como es el descubrimiento y conquista del Nuevo Continente, a partir de la relectura y reescritura ficcional de sus fuentes documentales» (139); 6) Karen Stolley («Death by Attrition»), admirable, minuciosa y ampliamente documenta y comprueba la subversión del valor confesional católico en «La mano», mediante un recuento cabal de las infracciones sacramentales cometidas a placer por nuestro novelista: «There’s a continual subversion of the medieval and Renaissance conventions in Carpentier’s portrayal of Columbus whose confession is neither simple, nor humble, nor ashamed», tal como Tomás de Aquino la prescribiera: «simple, humble, pure, faifhful, and frequent, unadorned» (509).

     La voz que Carpentier dispendia a Cristóbal Colón no podía ser ni mucho menos unívoca, o eludir sin más su esencia de matices, ensanchada por siglos de leyendas, tesis y especulaciones historiográficas. Y es que, por principio de cuentas, el Diario fuente, huelga reconvenir, no es el de Cristóbal Colón, o no siempre, no íntegramente, sino de Fray Bartolomé de las Casas, responsable de su copia, ordenamiento e inclusión en su Historia de las Indias. El arpa y la sombra no es, por consiguiente, una relectura inventiva tanto de Colón como de Colón–vía–De las Casas, o al menos en lo que toca a los vértices más logrados del monólogo extraordinario en que se cifra «La mano». La reflexión fragmentaria, digresiva, con que Carpentier abruma ficticiamente la memoria del Almirante, que desvaría poco antes de (no) confesarse, es una reflexión sobre lo que Fray Bartolomé dejó transcrito, y no sobre el Diario original que se supone tiene bajo las almohadas Cristóbal Colón en la trama, y del que no se sabe sobre su paradero. Que Colón parafraseé un manuscrito perdido, un documento que para él, verosímilmente, aún no existe––es decir su Diario futuro, intervenido por el dominico––es de cualquier modo una delicada, funcional disparidad que me perturba todavía menos que la «ideología neorromántica» mencionada en mi «Liminar». Si Carpentier deliberadamente obvió, sabrán él y su imaginario por qué razones, la presencia capital del fraile al darle voz a su héroe, no me resulta tan llamativo como el hecho de que, aun habida cuenta de esta azarosa complicidad en el Diario, al retratar a su Almirante lo precise tan claramente predestinado a cumplimentar su Descubrimiento, y que con tan grandilocuentes epítetos lo haga ufanarse de sí mismo. Y es que ni el propio Colón, cuando Fray Bartolomé lo entrecomilla, ni éste, cuando le parafrasea extensas descripciones, filtran la contrastada aura de supremacía con que Carpentier recubre ocasionalmente las enunciaciones de su naviero. El calculado error, o el exceso permisible, al propiciar que Colón en su lecho de muerte se lea como una profecía en acto que fracturara el tiempo, el espacio y la humanidad irreversiblemente, y que sea lea de tal modo sólo en base al cotejo agonizante de sus anotaciones en el Diario, es un elemento que desconcierta y complejiza––más o menos, lector depende––El arpa y la sombra. La explicación es, pese a mis exultaciones, harto simple, que no fácil: el eslabón entre los raptos de contrición y arrogancia en el Almirante remite indudablemente a la influencia omnisciente, no declarada, de El libro de las profecías en la hechura de El arpa.

     Desde su oracular epígrafe––«Extendió su mano sobre el mar para trastornar los reinos» (Isaías, 23, 11)––la inclinación a un punto narcisista del segundo segmento de la novela, amparada en un versículo premonitorio, va derivando hacia el encomio de una especie de híbrido que Carpentier anhela legendario, y que concilia dos hemisferios conceptuales: un ente valuado como «la figura de proa del Renacimiento» (Bernard Foque, 56) que razona, se arrepiente y cuestiona con audacia y que, a su vez, enaltece sus inmortales fechos de «Caballero inactual» (55) deslizando muletillas revolucionarias que parecen haberse acuñado al calor de los humores idealistas del XIX. Había declarado Carpentier: «El hombre cambia de circunstancias pero no de esencias y, en el fondo de sus acciones, repite una eterna fábula cuyo diseño es posible captar y fijar en una obra de arte» (Lugo Nazario, 106). ¿Qué tan válido es atribuirle a su Cristophoros una extemporánea interpolación? Considero plausible argumentar que la rendija a través de la que Carpentier filtra una estima de sí tan alta en el Almirante proviene, como se dijo, de El libro de las profecías aunque perpendicularmente de su tentativa de armonizar, en un personaje de proporciones cardinales, el Golpe de Estado de 1789 que desencadena las independencias latinoamericanas y el golpe de remo de 1492 que delinea la fracción restante de la esfera terrestre, exponiendo la cultura occidental a uno de sus más fascinantes enigmas. La intención de Carpentier sería la de entablar un diálogo entre dos maneras de asimilarse y confrontarse individuo, diluyéndolas en las enunciaciones de Cristóbal Colón, con lo que El arpa y la sombra condensa un anacronismo exacerbado que apuesta por contener dentro de sí la zaga narrativa que precede a su creador, aquella que más íntimamente lo implica como tal. Así como en Los pasos perdidos, «lo que aparece es un nuevo mito ecuménico, universalizante» (Volek, 137), encarnado en la figura del marino que como incógnita cautivó durante décadas a Alejo Carpentier; incógnita que se propuso hacer hablar aunque no necesariamente para interpelarla ante la historia, pues recordemos que a la promesa de decirlo todo, en el íncipit de «La mano», sigue su deserción, y una vez que el confesor arriba a «esta habitación de putas donde reflexiono» (El arpa, 71), el Almirante se calla lo que El arpa y la sombra ha ido profiriendo como palimpsesto a las anotaciones del dominico grafómano.

     Me parece que la ya aludida preferencia de Carpentier por las preeminentes consecuencias, para el continente americano, de la Francia que derrocó el absolutismo––El reino de este mundo (1949)––, afecta de manera incuestionable la escritura de El arpa y la sombra. Y la afecta en un sentido más profundo, curiosamente, no en el capítulo «El arpa», que por cronología es más próximo a la Toma de la Bastilla, pues corresponde al viaje del canónigo Matsäi y eventual papa Pío Nono a Chile, en calidad de Enviado al Nuevo Mundo en 1823. La influencia arquetípica del hombre libertario se imprime con particular altisonancia en el Cristóbal Colón de la novela, que aguarda su hora mortal y que prorrumpe: «el Señalado, el Escogido, era yo» (El arpa, 188). Esta temeridad, que por oposición al humilde pulso del Diario es absolutamente moderna, permea el discurso del Almirante de Carpentier; temeridad que no aflora sino por razones meramente referenciales, protocolarias, en el Almirante de Fray Bartolomé, y que se halla sin embargo claramente adjudicada en El libro de las profecías. El puntilloso e insoslayable estudio de Juan Luis de León Azcárate («El libro de las profecías de Cristóbal Colón») ya subrayaba estas no pocas y deliberadas adscripciones: «Colón, por tanto, opta por una interpretación muy personal de los textos bíblicos, y en particular dando preferencia al sentido típico, es decir, el concepto de promesa–cumplimiento, que en ocasiones aplicará a sí mismo» (380). Releyendo Colón su Diario como a un texto sagrado, repasando en él una crónica velada de vaticinios y preanuncios, es lo que origina que en El arpa y la sombra leamos estas eufónicas exaltaciones: «Ensanchador del mundo (…) Gigante Atlas (…) Almirante Mayor de la Mar Océana y Virrey y Gobernador Perpetuo de Todas las Islas y Tierra Firme» (El arpa, 122). Carpentier procede aquí a una interesantísima superposición perceptiva: Colón parafrasea su Diario con los ánimos con que glosó e interceptó en flagrancia de intertexto los pasajes bíblicos que originaron El libro de las profecías. Y es que en el Diario, o, concretamente, en la carta–prólogo a Luis de Santángel, lo que leemos es la mesura, el tacto, la diplomática gratitud: «Y para ello me hicieron grandes mercedes y me ennoblecieron que dende en adelante yo me llamase Don, y fuese Almirante Mayor del Mar Océano y Virrey y Gobernador perpetuo de todas las islas y tierra firme que yo descubriese y ganase» (Crónicas de indias, 126). La adición de Carpentier, se puede argüir, es más bien minúscula, aunque no por ello, discreparía por mi parte, menos sustancial: «Ensanchador del mundo», «Gigante Atlas». El tono de autosuficiencia y entronización, o, en un nivel aún más elemental, el «yo» estratégicamente elidido, a veces, por el fraile, en la misma carta que se cita, proviene no de la contemplación en el espejo de la grandeza sino de una percepción indirecta que de sí mismo registra el Almirante: «y creían [los catalogados “monicongos” en El arpa] muy firme que yo con estos navíos y gente venía del cielo y en tal acatamiento me recibían en todo cabo después de haber perdido el miedo (…) siempre están a propósito que vengo del cielo, por mucha conversación que hayan habido conmigo» (121). Asimismo, a los triunfos que se pudiera atribuir Colón con autosuficiencia los intercede la potestad inefable de Dios: «Así que, pues Nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimos Rey y Reina y a sus reinos famosos» (124). En El arpa, sin embargo, Cristóbal Colón, con una insolencia que Carpentier estilísticamente pule hasta el destello, se califica de «Predestinado, de Hombre Único y Necesario» (126), «Abridor y Ujier de los Horizontes Insospechados» (161). En el Diario, pues, no se proclama héroe, sino que reporta con fidelidad los avatares del viaje, pormenorizando su crónica, y omitiendo a su vez las desavenencias, con alusiones más bien imperceptibles a las dificultades padecidas. Muy otro––y más, diríamos, «carpentereano»––es el autorretrato que de sí configura en El libro de las profecías:

Colón se identificará con distintas figuras bíblicas que permitan visualizarlo como el Enviado o Mensajero de Dios que descubre las Indias, las da a conocer y las evangeliza. Principalmente, con el mensajero de Isaías, en ocasiones con el «buen pastor» y con Pablo, en cuanto apóstol de los gentiles, y también con el rey David e incluso el Siervo Sufriente. Con estos dos últimos se identificará según las circunstancias personales por las que atraviese. Muy secundariamente, parece encontrar algún tipo de conexión entre su persona y una pléyade de figuras bíblicas como Ciro, el siervo Eliaquín, el evangelista Juan en la isla de Patmos e incluso (en una ocasión) Moisés (Azcárate, 401)

     La acaso extravagante canonización cabildeada por Pío Nono y León XIII no parece entonces un capricho autoritario de fanático cerril o una gestión sólo acorde al imputado dogma «real–maravilloso» de Carpentier, sino un respetuoso acatamiento a la que sería en algún momento la voluntad entera y lúcida de Cristóbal Colón.

     Huelga traer a cuento, ahora, una particularidad de El libro de las profecías que lo vincula con el Diario. Los he querido contraponer para entresacar la voz que luego Carpentier ha remasterizado. Pero no es ocioso considerar que, antes que clarificar una de las muchas facetas del Almirante––la de autoproclamarse un ente profetizado––El libro de las profecías también debe precavernos con respecto a toda facilidad de captura interpretativa que supongamos fehaciente al confrontar las máscaras del genovés: «El Libro de las Profecías no es una obra desarrollada y sistemática. Más bien se trata de una colección abrumadora de citas, fundamentalmente bíblicas, inconexas entre sí y sin comentar» (362). González Echevarría ha especulado con acierto sobre las lagunas que oscurecen el aura de Colón, si bien enfocándose en el Diario; éste, a pesar de que fecunda las narrativas por venir, consiste un «principio sin principio», con todo y que represente la «escritura de fundación» (161). El Diario––que asimismo, otra bifurcación, puede catalogarse con el plural Diarios––comporta el bagaje rudimentario del archivo––el arche, el arcano––que modela «la figura (…) fundamental en la narrativa hispanoamericana moderna»; es las anotaciones nucleares que «guardan el tiempo del origen, el tiempo sin desgaste ni duración; sin historia, pero que hacen historia. A este archivo acude la narrativa moderna para participar de las crónicas, para ungirse de su sacralidad (…) para compartir el secreto», si bien «la verdad del archivo es que no encierra verdad alguna» («Carpentier y Colón», 162–64). O, si es que la encierra, difícil es establecer sus cabales tendencias, pues, a propósito del gran émulo de Andrea Doria, «cabe decir que sus motivaciones parecen ambiguas» (Azcárate, 367). El arpa y la sombra, producto luminoso de una inercia de afortunados y contrastantes malentendidos, «subraya la anacrónica temporalidad de la literatura, dentro de la cual los autores pueden “crear” a sus precursores» (González Aníbal, 486). Es así que el numen ególatra que le depara Carpentier al Almirante concuerda, quizá, con la consigna de complementar con atributos disímiles aquellas oquedades que dotan de una considerable ductilidad el cimiento testimonial al que se remonta en particular su prosa en El arpa. Semejante maniobra es acaso menos un defecto potencial que un rasgo de vigencia estética: «La continuidad y el valor de cualquier obra moderna depende, paradójicamente, de la capacidad de su autor para poner en duda la validez de todo aquello que la sostiene y perpetúa» (González Echevarría, 161).

     La sobreexposición lírica de Cristóbal Colón en El arpa y la sombra, que aquí se discute, no es tan notoria bajo el duplicado de De las Casas, quien hizo lo propio en términos de malabares novelescos, intercalando ¿arbitrariamente?, su voz narrativa con la del emisor de las notas que calca: «Esto que se sigue son palabras formales del Almirante: (…) Todas son palabras del Almirante» (Crónicas de Indias, 130–31). ¿Bajo qué criterios procedía su quizá involuntaria incursión en lo que sería luego un recurso harto común en el oficio del novelista? ¿Por qué no vulnera, por ejemplo, las frases en que Colón se torna un espectador sensible, atento a frecuencias poéticas: «Y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol» (131–32)? Me pregunto, también, si el fraile ejerció un veto de pundonor ante las descripciones, imagino en su versión primigenia más prolíficas, del Almirante sobre las nativas desnudas. Al describirlas en el Diario practica este registro: «son ellas de muy buen acatamiento, ni muy negras, salvo menos que canarias» (139). E inmediatamente después de referirlas, Bartolomé lo reprime– absuelve–subtitula encomendándose al Creador. Carpentier celebra, por el contrario, la faceta de polígamo codicioso, devoto por conveniencia y afecto al sarcasmo: «Aquí no se venía a joder, sino a buscar oro»; «¡Cortes de monarcas en pelotas!» (El arpa, 134, 142). Ahí donde Bartolomé transcribe «amén» (Crónicas de indias, 140), Carpentier introduce un remilgo cáustico: «en lo que se refiere al adoctrinamiento de los indios, ¡que de ello se ocupen varones más capaces que yo para desempeñar tamaña misión! Ganar almas no es mi tarea» (El arpa, 167). De las Casas a su vez enfoca, entrecomillándolos, los pasajes en que Cristóbal Colón incide en el tema de la fe, y actúa de tal modo debido a que a dicho tema va indefectiblemente ligado el de las remuneraciones económicas que los trasiegos del Almirante reportarán a la Corona. Fray Bartolomé, un dominico, comunica claves decisivas que fortalecerán el poder de la Iglesia secular. Antes de que reitere su harto revelador estribillo, que lo deslinda: «Estas son todas palabras del Almirante» (Crónicas de indias, 140) reproduce pasajes como el siguiente: «en poco tiempo acabarán los haber convertido a nuestra Santa Fe multidumbre de pueblos, y cobrando grandes señoríos y riqueza y todos sus pueblos de la España, porque sin duda es en estas tierras grandísima suma de oro» (141). Cuando Bartolomé permite al Almirante extenderse sobre los recursos naturales, sin intervenir él con sus resúmenes, es para evidenciar lo que dichos recursos, explotados, pueden retribuir a las arcas del reino:

sin duda hay grandísima cantidad de almáciga y mayor si mayor se quisiese hacer (…) y mandé sangrar muchos de esos árboles para ver si echarían resina para traer, y como siempre haya llovido el tiempo que yo he estado en el dicho río, no he podido haber de ella, salvo muy poquita que traigo a vuestras Altezas (…) Y también aquí se habría grande suma de algodón y creo que se vendería muy bien acá sin le llevar a España (141).

Por lo demás, cuando Cristóbal Colón habla de los frutos de los árboles: «todos huelen que es maravilla (…) que yo estoy el más apenado del mundo de no conocerlos» (132), la voz es diametralmente opuesta a la que le adjudica Carpentier, quien prefiere, de un hombre que ansiaba nombrarlo todo, por desconocido, a uno que reproduce e improvisa los elementos de ese todo, verificando las visiones de Marco Polo, Toscanelli, Pierre D’Ailly. El Almirante, en el Diario, nombra así todo lo que ve a su paso: río de Luna, río de Mares, Cabo de Palmas, como un nativo idiomático, un docto ignorante sin alfabeto ideográfico en que cupieran los hallazgos que increíblemente presencia. Parece irse desprendiendo de sus lecturas, parece ir borrando sus nociones, convenciones y prejuicios previos y fundirse en una voluptuosidad que hace trastabillar aun su imaginario fantástico, «apenado del mundo». Los países del Gran Kan, las islas de Catay o la prodigiosa isla japonesa de Cipango son suplantadas en su mente por un escenario que, si bien no las borra, violenta las analogías abruptamente, amenaza con crear un vacío cognitivo, un vacío que Carpentier, al fin un campeón barroco, no ve, o no admite ver si no muy esporádicamente a través de su novela, que suplanta las aprehensiones del Almirante por el alarde neorromántico de su preconcepción mítica. Así como Fray Bartolomé alternara sus paráfrasis con las notas auténticas de Colón, así como éste intercala, copia y pega sus apostillas en el cadáver exquisito de una proto Biblia personal que lo profetiza y encumbra, así también Carpentier, hilando fino con las antedichas interconexiones, hace hablar a su fascinación por la narrativa maestra de los movimientos independentistas decimonónicos que alumbraron el mapa sin fin de América.

     El carácter de fundación de novela que González Echevarría le atribuye a Cristóbal Colón, y que se ratifica en palabras de Cervera Salinas, en tanto la novela moderna hispanoamericana «es el resultado de la transformación paulatina de aquellos primeros textos cronísticos» («El diario de Colón y Carpentier», 40); dicho carácter, pues, no reside únicamente en el azar involuntario, intuitivo, del cariz con que redactó el genovés sus informes sino, a mi modo de ver, en la nodal intervención de Bartolomé, quien se sirvió del Almirante, hasta cierto punto, como Cervantes de Cide Hammete para urdir su Historia. Carpentier novela su paráfrasis neobarroca en base a una paráfrasis facturada por un monje de una orden regular. ¿Cuáles son entonces, siguiendo a Bartolomé, «todas palabras del Almirante» (Crónicas de indias, 140)? Otro eco en la fisonomía coral de Colón radica en la permisibilidad y anuencia del dominico, quien sólo «manuscribe» sin intervenir ni suavizar los relatos de la esclavitud de indios o la toma de posesión de tierras con arbitraria legalidad.

     ¿Es que Bartolomé y Carpentier lo tornan más asequible, o más exquisitamente––en el obvio adjetivo para un cadáver––invisible? ¿En qué documento queda el marino más fielmente reverberado? ¿En El arpa y la sombra, en el Diario, en El libro de las profecías? Por lo que toca a las crónicas de Indias, y si querríamos ahí notarlo con velos más nítidos, de cualquier modo «la historia se funde tan íntima con la ficción que resulta casi imposible desbrozar sus íntimos estadios en deslindes pertinentes» (Cervera Salinas, 37). ¿Convendría para los fines de esta incauta aproximación a El arpa y la sombra aceptar, pues, que «Colón y Carpentier conforman el haz y el envés, la cara y la cruz de una misma moneda» (41)?, ¿aquella troquelada por lo que Roa Bastos denominó, como se citara al principio, la «utopía concreta»? Y es que Carpentier contrasta en voz de Colón, siguiendo a Montaigne, el padre del perspectivismo contrastivo; contrasta, pues, «la sociedad que Europa instaura en América y la que América y sus habitantes proyectan hacia Europa» (41). ¿Carpentier es, y hasta qué punto, el más adelantado, en lo que toca a la novela latinoamericana, «re–creador» del Diario y de El libro de las profecías colombinos, y quien «completa cuanto allí se silenciaba» (42)?

     Si el arpa es la historia, Carpentier la pulsa con la mano del Almirante, entresacando para revivirlo, como se aventura, armonías en que se interpenetran imaginación, capitalismo, romanticismo, mesianismo y poética narrativa. Para Carpentier la historia, su historia, la de América, puede caber en un solo hombre y en sus desafueros alucinantes, y Colón es, en El arpa, ese hombre. El cometido del novelista cubano es entonar esa figura y rendirle un sitio como conciencia y voz presente, dentro de la que se fundan y funden, sempiternos y activos, los claroscuros del continente. Como el primero de sus epígrafes––Salmo 150––, la exhortación de la novela es la de alabar a Dios, y a uno de sus presuntos heraldos, con una música que sea inmortal y cíclica: «¡Loado sea con los címbalos triunfantes! ¡Loado sea con el arpa!»

     La novela–epílogo de Alejo Carpentier revisa el Descubrimiento de América como una confesión febril, apócrifa, desmandada y torrencial, que colma de referentes la voz a un punto polifónica de un moribundo sobre quien, como nadie, gravita «el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores a los de su propia ventura»; hombres que no «tienen tanto que decir» como él (El arpa, 60). Como el de Matsaï, el del Almirante es un viaje en retroceso a través de la memoria moderna, encarnada por Alejo Carpentier, para redescubrir el descubrimiento. El novelista cubano remonta el origen de su ficción siglos atrás de la de Pío IX. Luego, Colón rememora lo que el Papa recorriera, figuradamente. Juego de presentes que nos comunican el trazo de un trayecto del que somos, cada lector latinoamericano, último emisario y salvaguarda. Carpentier nos guía en el desenlace del Almirante hacia la nada, e, impersonalizándolo, capitanea su palabra, acercándonos a los resuellos contrapuntísticos de Cristóbal Colón. Obra con ello el ilusionismo de permitirnos escucharlo amonestarse: «recuerda que, con tales cavilaciones, estás faltando gravemente a las reglas espirituales de tu orden (…) Recuerda, marinero» (63). Como en casi todas sus novelas, nada puede dejar de percibirse como un fenómeno portentoso; aquí, por ejemplo, la topografía imaginaria entremezclada con la verdad testimonial de viajeros que la documentan y que atestiguan la existencia de razas humanas peculiares, que se confunden en el inventario de Carpentier, sin disociación, otra vez, entre lo real y lo maravilloso, esa doble moneda mágica con que continúa saldando con creces sus cuotas y débitos a la historia y a la inventiva. En El arpa y la sombra se habla, entre muchas especies anormales, de «ancianos que rejuvenecen y acaban volviéndose niños en la edad adulta» (70). Tal es la criatura de regresión que parece regir el revisionismo de Carpentier en su título de cierre, cuyas fuentes son san Jerónimo, san Isidoro de Sevilla, Maestre Jacobo, Juan de Monte Corvino, si bien «nunca lo cité, por conveniencia, en mis discursos» (125); a los anteriores se suman «mensajeros, embajadores, mercaderes y nautas» al servicio del Rey Salomón, lo mismo que anónimos «testigos de incuestionable autoridad» (70), a quienes no se nombra por ser metonimia de un incontrolable y vasto imaginario. Lo que un mundo aún no descubierto infundía en el Almirante es la probabilidad de que, en tanto la corroboración de un portento no se lleve a efecto, toda leyenda es verídica: tal es la consigna de los que viajan por su memoria para resolver esta responsabilidad con lo que se vive. «Estoy convencido ––aunque este criterio me sea muy personal–– que los antípodas son de distinta naturaleza (…) aunque el Obispo de Hipone (…) negara su realidad» (71). El razonamiento del Almirante se basa en verdades naturales incontrovertibles: «si los murciélagos pueden dormir colgados de sus patas» (71), ¿por qué no habría de existir una rama evolutiva de hombres que se arropan con los pliegues cutáneos de sus orejas para dormir? Tal es el salvoconducto de permisibilidad imaginativa a que Carpentier recurrentemente apela en sus libros: «Negamos muchas cosas, porque nuestro limitado entendimiento nos hace creer que son imposibles» (72). En su viaje regresivo a los viajes (imaginarios y carnales) la mente del Almirante confunde lo legendario con lo visto, lo cual no borra de su recorrido las marcas indelebles de lo que por su asombro le fue dado captar.

     La presunta soberbia y fácilmente asimilada predestinación de Cristóbal Colón sería entonces poco menos que un lógico derivado de su privilegiada circunstancia. El ego que la novela exacerba es ya nuclear y late como una pulsación visible en el Diario y en El libro de las profecías. Carpentier lo que ha hecho es desentumecer con pericia de musicólogo ese ancestral y ominoso vibrato, liberando, en palabras de su héroe, «un Espíritu Nefando que, de repente, se alojó en mi alma» (133). El Espíritu de hacerse a la mar, auspiciado por «el oro que sería nuestra brújula» (134).

     Alquimizar la voz del Almirante devino luego, como en cada obra mayor, un reencuentro decisivo con la voz propia. Cuando Colón está describiendo fielmente la realidad para sí, está inventándola irremediablemente para Carpentier, en una sincrónica espiral de asombros que oscilan. La voz de Colón, entonces, y su viaje extemporáneo, eran imprescindibles para que Carpentier, en el ocaso vital, tocara de nueva cuenta, y proviniendo de un más remoto periplo, su puerto de origen. Pues en El arpa y la sombra se narran por supuesto las vicisitudes de cuando las carabelas arriban a «Cobla o Cuba», y Carpentier describe su isla a través del iris y las hipérboles de Colón, en tanto quiere redescubrirla (y redescubrirse) en las Relaciones del Almirante: oír de la voz que ha pergeñado un relato que le despliegue como una partitura nueva esa ficción primigenia que lo define: «aquella tierra que me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto» (134). Lo que atesora bajo la almohada Colón en El arpa y la sombra, al fin al cabo, es un «Repertorio de Buenas Nuevas, mi Catálogo de Relucientes Pronósticos» (138). Carpentier condice alternativamente las intenciones de Bartolomé, de Pío Nono, y aboga por beatificarlo, depositando en otros augures inmateriales la maldad que visiblemente se cierne sobre las aberraciones cometidas por su pastor de océanos: «Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito» (146). El recurso y apuesta de Carpentier es un monólogo truculento en que Cristóbal Colón se cita a sí mismo utilizando otro registro, o «llega a citar al propio Carpentier, teórico de lo “real–maravilloso”» (Bernard Foque, 62). Carpentier, entretanto, hurga en las mentiras de Colón imaginariamente: «Pero cuando escribía a Sus Altezas estaba mintiendo una vez más» (El arpa, 175). ¿Es el papel de la ficción desmentir la historia o, en este caso, reivindicar una imagen de sí que tuvo un personaje; imagen a la cual hábilmente camuflara en lo que dejó testado como crucigrama para recreo de lectores y especialistas?

      Para Carpentier estamos ante un «Astrólogo y Milagrero, Gran Inquisidor (…) Príncipe de Sangre, Príncipe de Lágrimas, Príncipe de Plagas––Jinete del Apocalipsis» (190-193). González Aníbal objetaría: «¿Es Colón (…) un héroe o un infame? ¿Fueron los efectos de su obra, en retrospectiva histórica, benéficos o malignos?» (498). Tales fronteras no le son de pertinencia al presente apunte, sino sólo las que competen a la configuración tonal de Colón, cuyo espíritu parece menos imbuido de la cultura renacentista en la obra de Carpentier que de romanticismo. El Diario, como «grado cero de la literatura latinoamericana» (González Echevarría, 299), no parece filtrar como se dijo esa cultura, la renacentista, de manera tácita, pues «vaya a saber, pues, quién fue Colón y de qué época. Hoy por hoy, queda abierto un debate de siglos» (Bernard Foque, 56). Creo, no sin reservas, que Carpentier se lo obsequia primordialmente al romanticismo, al trasluz de una «aportación pasablemente heterodoxa» (57). Ya que su monólogo está compuesto de retazos de percepciones ulteriores que se tienen sobre él, es difícil, que no inquietante, penetrar en su consciencia debido a la proliferación selvática, biográfica, que se cierne al paso de las consultas una vez habiéndonos acercado a «la garrafal mentira en que descansa la aventura colombina» (59).

     El cuerpo de la voz, de la que parece abrevar más directamente Carpentier, se hallaría en El Libro de las profecías. Sin embargo, aquí el Almirante no deja también de ser quimera, destacando por lo demás, en desbalance, un afán de resarcirse y en el que prevalecen la limpieza moral y el retoque, para las postrimerías, de los ímpetus individuales: «no es difícil comprender que Cristóbal Colón pretendiera reivindicarse ofreciendo una imagen positiva de sí mismo y de las intenciones de sus viajes. El Libro de las Profecías [¿lo mismo que El arpa y la sombra?] podría ser un buen instrumento para ello» (Azcárate, 367).

     Juan Luis de León Azcárate supo ver traslucida en la voz de Colón una mucha mayor repercusión y un ámbito de consecuencias más amplias a las que aquí, circunscrito a la literatura, abordo. Amén de beatitudes y satanizaciones, de tergiversaciones, reinvenciones, falacias, fidelidades y acrimonias suscitadas por el apelativo provocador «Cristóbal Colón», Azcárate pondera los otros elementos que distorsionan la intencionalidad retórica del Almirante, tan escurridiza como esencial:

las interpretaciones de los comentaristas modernos oscilan de un extremo a otro, desde los que interpretan que su confesada religiosidad y sus interpretaciones bíblicas no son más que, podría llamarse, una «exégesis colonialista» justificadora del Imperio español, hasta los que la consideran auténtica y juzgan providencial su descubrimiento (368).

     Provenga o no de la intención apologética de Carpentier, fincada quizá en una tendencia romanticista o neorromanticista, la restauración y problematización de la efigie colombina intensifica las polémicas merced El arpa y la sombra, cuyo protagonista, de cualquier modo, excluyó diplomáticamente ego y ambiciones en el Diario, sí, pero para camuflarlos posteriormente, entre citas y palimpsestos subliminales, en El Libro de las profecías,

donde Colón va a mostrar, mediante una identificación personal con distintas imágenes y figuras de las Escrituras, particularmente del Antiguo Testamento, una conciencia muy clara de ser el enviado o mensajero de Dios para el descubrimiento de las Indias (392),

y de donde Carpentier derivó con sutileza bibliográfica el recubrimiento de altanería heroica que dotó a su Almirante de un registro vocal seductoramente heterogéneo.

 

 

 

Obras consultadas

Azcárate, Juan Luis de León. «El “Libro de las Profecías” (1504), de Cristóbal Colón: 
la Biblia y el Descubrimiento de América.» Religión y Cultura, LIII (2007), 361-406.

Carpentier, Alejo. El arpa y la sombra. FCE: España, 1994.

Cervera Salinas, Vicente. «El “Diario” de Colón y Carpentier: cara y cruz de la utopía americana.» Revista Signos: Estudios de Lengua y Literatura 25. 31-32 (1992): 35-43

Fouques, Bernard. «La sombra de Cristóbal Colón en el arpa de Alejo Carpentier.» Edad Media y Renacimiento: Continuidades y rupturas. 55-63. Caen: Univ. de Caen, 1991

Golmann, Dara E. «Érase una isla: la llegada como fundamento retórico en la literatura del Caribe hispánico.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 29.2 (2005): 285-305

González, Aníbal. «Ética y teatralidad: el retablo de las maravillas de Cervantes y El Arpa y la sombra de Alejo Carpentier.» La Torre: Revista de la Universidad de Puerto Rico 7.27-28 [1] (1993): 485-502

Lugo-Nazario, Félix. «Sentido y función del mito de Jasón en El arpa y la sombraCírculo: Revista de Cultura 24. (1995): 99-108

Mompó Valor, Javier. «El arpa y la sombra: procesos intertextuales en la construcción del personaje de Cristóbal Colón.» América Sin Nombre 9-10. (2007): 139-47

Stolley, Karen. «Death by Attrition: The Confessions of Christopher Columbus in Carpentier’s El arpa y la sombraRevista de Estudios Hispánicos 31.3 (1997): 505-31

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MANUEL R. MONTES

Nació en Zacatecas, México (1981). Narrador y ensayista. Autor de las colecciones de cuento El inconcluso decaedro y otros relatos (2003), Loquios (2008), y Pentimenti. Cuentos en retrospectiva. 2011-2004 (2012). Compuso la Tetralogía de la heredad, que conforman Infinita sangre bajo nuestros túneles (Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2007), Llanto de Lisboa (Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2009), En par de los levantes de la aurora e Instrumentos de naufragio (distinguida ésta con una Beca fonca para Jóvenes Creadores en la categoría Novela, periodo 2011-2012). Con el volumen experimental sobre la novelística de Josefina Vicens Aurea mediocritas (2015), obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes en 2014. Ha sido traducido al inglés por Toshiya Kamei y por el poeta José Ángel Araguz. Sus cuentos y ensayos no compilados han aparecido en numerosas publicaciones internacionales. Junto al prosista Aguillón-Mata fundó la extinta revista literaria La Cabeza del Moro, de la que fue director único de 2005 a 2009. Terminó sus primeros estudios de literatura en la Universidad Autónoma de Zacatecas con una tesis sobre la teoría del género fantástico y la mitología prehispánica. Maestro en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla con un estudio crítico en torno a la biografía del autor Francisco Tario y su ópera prima La noche. Doctor en Lenguas y Literaturas Romance por la Universidad de Cincinnati con un análisis que indaga los orígenes, la continuidad y la preeminencia del escritor como personaje principal en la novela en lengua española desde Miguel de Cervantes Saavedra hasta Enrique Vila-Matas (trabajo de investigación académico por el que le fue otorgada en 2014 la Beca FONCA-CONACYT para Estudios en el Extranjero, así como la Beca de Fondos de Investigación del Centro Taft de la Universidad de Cincinnati para Proyectos de Disertación Doctorales). Profesor Visitante en el Departamento de Español y Estudios Hispánicos del Colegio de Artes Liberales Earlham (Richmond, Indiana, Estados Unidos).

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