BAQUIANA – Año XIX / Nº 107 – 108 / Julio – Diciembre 2018 (Narrativa II)

LA CARRERA PROHIBIDA

por

Andrés Hernández Alende

Rey Fabrizio al volante de su fiel Honda rojo fuego apodado “el Diablo” fue el primero en llegar a la carrera clandestina. Después, como una tropa de ataque, rugiendo sordamente los motores bien afinados, fue arribando el resto de la escudería, entre ellos yo, con un hip hop a todo dar en el equipo de sonido recién instalado en mi Mitsubishi Eclipse.

     La calle 88 del barrio de Kendall, también llamada Kendall Drive, es un hervidero de automóviles por el día. Está llena de negocios, restaurantes, oficinas, centros comerciales, concesionarios de vehículos. Pero por la noche, cuando los esclavos de las corporaciones y los vivos que les exprimen el bolsillo y los hacen trabajar por un sueldo de miseria están en sus casas o en sus apartamentos, en sus hogares aburridos, viendo insulsos programas de televisión cortados por la publicidad chillona, las calles del hervidero se convierten en un desierto oscuro. Los policías se apostan en algunas esquinas para parar a los noctámbulos desprevenidos y ponerles una multa. Tienen que detener a los conductores porque los superiores les imponen cuotas mensuales de multas que tienen que cumplir. Eso es así porque el castigo monetario a los infractores es una de las fuentes de ingresos de los gobiernos municipales, siempre con hambre de fondos para los gastos públicos y para costear los jugosos salarios de los funcionarios, sus prebendas y el dinero que dan a sus socios y a sus queridas.

     La calle 88 es también una de nuestras pistas de carrera. Los fines de semana, tarde en la noche, nos agrupamos en su extremo oeste, lejos de las carreteras que bajan a la amplia calle para que no nos vean los policías de la patrulla de caminos que circulan por la autopista, arriba. Toda la actividad del día ha cesado por completo y el lugar tiene una oscuridad siniestra. Los conductores, las chicas con atuendos y peinados provocativos, los curiosos que van a apostar o sólo a ver, se reúnen en un sitio acordado de antemano, donde rugen nuestros cohetes de arroz, los autos importados –casi todos japoneses– que modificamos para competir.

     No somos tontos. Tenemos guardias que se colocan en puntos estratégicos para avisar si viene la policía. Nos comunicamos con teléfonos celulares o walkie-talkies. Usamos la misma tecnología que el sistema ha creado para esclavizar a los empleados. Los policías saben que en la zona hay carreras nocturnas y hasta conocen a algunos de nosotros. Pero no pueden detenernos a menos que nos sorprendan en plena competencia. Por lo menos, eso es lo que dice la ley.

     Tampoco les importa mucho. Saben que el mayor daño que podemos causar, nos lo hacemos a nosotros mismos. A esa hora, pocos automovilistas andan en la calle. El sueño de las autoridades es que la gente salga de día a trabajar, a comprar en el supermercado y a resolver sus asuntos, y por la noche se quede en la casa, aburriéndose y echando barriga frente al televisor.

     Lo siento. No tengo deseos de ser obediente. Desde que empecé en las carreras, vivo para la velocidad. Aceptar un reto, sentir el temblor del motor cuando me pide la quinta para pasar a un rival, recibir el aire cortante de la noche en pleno rostro, beber alcohol, seducir a las mujeres que nos admiran a nosotros, los campeones, e irme con una de ellas a la cama, o a un rincón oscuro, nada de eso me podrán quitar jamás. Ni la policía ni nadie.

     Esa noche habíamos decidido que las carreras serían de cuatrocientos metros. Las películas sobre competencias clandestinas han hecho creer al público que las distancias que se recorren son enormes, pero en la vida real no es así. Lo habitual es un cuarto de milla, y a veces corremos menos. El cuarto de milla es el tramo ideal.

     Yo sabía que no podía competir con el Diablo, porque Fabrizio había equipado su Honda Civic con el gas ansiado, el nitro, y yo todavía no había llegado a ese nivel y tenía que conformarme con los acondicionamientos que le había hecho al Mitsubishi en el taller de Cheo, unos acondicionamientos más bien básicos. Tenía que compensar la deficiencia técnica con la pericia que había ganado en mi afición nocturna y con mi destreza que poco a poco se iba haciendo legendaria en el mundo de las carreras prohibidas.

     Fabrizio estaba en el lugar mucho antes que yo, acompañado por su nueva novia, una morena bellísima que se llamaba Gladys, con unos ojos enormes que se maquillaba exageradamente y el busto sobresaliente siempre muy apretado por blusas minúsculas que le dejaban ver la cintura y la joya que llevaba atravesada en el ombligo. Cuando yo llegué, Gladys estaba de pie junto al Honda rojo, mientras Fabrizio hacía rugir el motor, más para alardear de su potencia que para probarlo. La saludé desde lejos, y Fabrizio me lanzó una mirada iracunda por encima de las gafas oscuras que llevaba puestas aunque era noche cerrada. Fabrizio era un joven obeso, con el pelo cortado como un indígena del Amazonas. Muchos conductores de los cohetes de arroz eran gordos y chambones. Se vestían con pantalones o shorts muy anchos y camisetas muy amplias. Y no era raro que conquistaran a las muchachas más bonitas, como Gladys. No era el físico lo que importaba; era la actitud ante la vida lo que seducía a las jóvenes.

     La mirada de Fabrizio me indicó que a lo mejor esa noche el gordo me desafiaba para humillarme delante de su novia, y de los demás. Yo no quería competir con él porque sabía que ganarle era casi imposible por ahora, hasta que consiguiera el dinero para situar mi bólido entre los mejores caños de las picadas. Por suerte otros contendientes llegaban y en unos minutos la calle, desolada hacía un rato, se poblaba de jóvenes conductores, de chicas y de mirones. Junto al trepidar de los motores y la música a todo volumen que llenaba el aire, el consumo de alcohol empezó a alegrar a la concurrencia. Algunos fumaban marihuana o crack, pero a esa hora inicial entre los pilotos sólo circulaban metanfetaminas, la droga que los mantenía alertas, la misma que usaban los aviadores norteamericanos en sus guerras al otro lado del mundo. Yo apenas probaba alcohol hasta que las carreras habían terminado, y a veces me relajaba con un porro, pero en realidad nunca me habían atraído mucho las drogas. Sabía que la lucidez era una de mis principales armas para ganar.

     El primer reto de la noche fue entre Fabrizio y el Patilla, un tipo enjuto con la cara llena de marcas de viruela, y de quien todo el mundo sabía que se dedicaba a vender éxtasis. Tenía un Toyota Supra formidable, propulsado por nitrógeno y con la caja de cambios arrimada. En la lejanía, los guardias dieron por los celulares la señal de que la vía estaba limpia. El humo que salía por los enormes tubos de escape y el olor de la gasolina y los fluidos de los motores se combinaban con la música de rap para darle a ese tramo de Kendall Drive un ambiente de espectáculo portentoso e irreal.

     Todos los nervios quedaron en suspenso cuando dieron la señal de salida y los dos vehículos saltaron hacia delante como impulsados por un resorte invisible. En el primer momento, el Patilla le sacó un auto de ventaja a Fabrizio, pero el narco era un conductor más bien torpe y no supo mantener la distancia. Con un rugido, el Diablo se le encimó en la segunda calle. Los dos pilotos tiraban cambios alocadamente. Fabrizio supo utilizar mejor la potencia del nitro y llegó a la meta con medio carro de delantera, elogiado a gritos por la multitud, que ya estaba borracha. El Patilla había perdido el control de su vehículo en el último tramo y lo clavó contra los arbustos de la isla en el centro de la calle. Una llanta voló por los aires. Rápidamente, varios presentes corrieron a ayudar al traficante, que había salido ileso. Tenía que arreglar su auto velozmente y sacarlo del medio de la calle para no llamar la atención de algún policía que pasara por el lugar.

     El Patilla estaba fuera de combate, pero eso no amilanó al resto. Uno detrás de otro, los adictos a la velocidad se batieron en las cuatro cuadras de Kendall Drive. Algunos tenían tronadores en los tubos de escape para que el motor bramara más fuerte, o tripulaban autos muy llamativos, pintados con colores brillantes y cargados de luces deslumbrantes. Yo me batí con uno de esos fachendosos; mi Eclipse negro, rápido y derecho como una bala, voló el cuarto de milla con más rapidez de la que se pudiera esperar, gracias a las bolitas de naftalina que le había echado al combustible y a la habilidad que había adquirido para tirar los cambios con precisión y en estricta conformidad con la configuración del motor. Manejé con la música a todo dar, pero la gente me dijo que cuando yo conducía, mi cara parecía inmóvil, como si nada en el mundo me pudiera distraer.

     A esa hora, bien pasada la medianoche, las apuestas alcanzaban un ritmo vertiginoso, el alcohol rodaba por la calle y algunas parejas desaparecían en la oscuridad. Yo y varios más seguíamos calentando los motores porque todavía no se nos había calmado la fiebre de la carrera, cuando Fabrizio se me acercó con aire de bravucón.

—Oye, Flaco, ¿esa chatarra que manejas tiene nombre?

     La verdad era que nunca se me había ocurrido bautizar a mi Eclipse, pero la insolencia de Fabrizio me molestó y el nombre me salió de la boca casi sin pensar.

—Vengador.

—¿Vengador? Con ese nombre y todo te paso por arriba con mi bólido.

—Cuando quieras.

     El gordo me dio la espalda y se fue a su auto, mientras yo me acomodaba al volante de mi Eclipse. Gladys nos miraba a los dos.

     Sí, era cierto, el vehículo de Fabrizio estaba mejor equipado que el mío, pero yo había observado que en las carreras había forzado su motor y probablemente lo había dañado. El aliento etílico de Fabrizio era ya tan quemante como el de un dragón, mientras yo seguía sereno, sólo con un buche de whisky en el estómago.

     En la madrugada la adrenalina ya estaba muy alta y algunos empezaban a perder el control de sus vehículos. Para manejar bien, para conducir como un auténtico campeón, uno tiene que sentir la máquina. El piloto y su bólido tienen que convertirse en una sola cosa. Tienen que ser uno. Un solo ente de músculo y metal, de cerebro y potencia. Yo llegué a ese nivel intuitivamente; nadie me lo enseñó. Cuando se lo conté al veterano de Viet Nam medio loco que me daba clases de karate, mi maestro me dijo que esa actitud mental tenía que ver con el budismo zen, el fundamento del arte marcial. Pero él no dominaba esa filosofía, ni a mí me interesaban gran cosa los misticismos. Yo sólo sabía que cuando mi cohete de arroz doblaba en una esquina, mi cuerpo doblaba junto con el auto; y que los dos acelerábamos a la vez. Esa era mi ventaja sobre Fabrizio: él tenía la habilidad técnica de un gran conductor, pero yo estaba seguro de que él y su carro no eran uno, como yo y el mío.

     Gladys, de pie entre los dos autos, con su cuerpo impresionante enfundado en licra negra, dio la señal de partida. La muchedumbre aulló ante la última carrera de la noche. El gordo me sacó una ventaja de medio carro desde el primer momento, ansioso por ganarme y destruir mi reputación frente a su chica. El combustible que en realidad movía su bólido eran los celos. Mi mirada se concentró en el cuarto de milla que desaparecía velozmente en un vértigo. Apenas le prestaba atención al Diablo de Fabrizio, como si no estuviera compitiendo, o como si sólo compitiera conmigo mismo. Yo sabía que no podía ganarle al nitro, pero también sabía que el auto de mi rival estaba dañado por los maltratos que le había causado durante la noche. En efecto, tenía rota la quinta velocidad de la transmisión y sólo podía dar cuatro cambios.

     A las dos cuadras, los dos bólidos se empataron, nariz con nariz. Miré con el rabillo del ojo a Fabrizio, que bufaba, el rostro contorsionado por la velocidad y empapado de sudor bajo las luces débiles de la calle. No era sólo el problema de la transmisión lo que afrontaba: seguramente había sobrepasado las revoluciones y había lastimado algo en el motor, a lo mejor la compresión. Además, había inyectado el nitro mucho antes de lo que yo lo hubiera hecho y ya su carro no daba más. En la última cuadra tiré de nuevo los cambios, y el Vengador dio un salto y llegó a la meta unas fracciones de segundo antes que el Diablo.

     Todos los tuercas y las chicas daban saltos y gritos, completamente borrachos, cuando dimos la vuelta hacia el punto de partida. Fabrizio se bajó rezongando de su maltrecho vehículo y me apuntó con un dedo, mientras su novia se le acercaba.

—Te graduaste, Flaco —me dijo el derrotado.

     Le respondí con un ademán de modestia, restándole importancia a mi triunfo. En realidad, si el Honda rojo hubiera estado en su mejor condición, Fabrizio me habría ganado por lo menos por un carro de ventaja.

     A lo lejos se oía la sirena de un auto policial. La muchachada bajó el volumen de la música estridente y empezó a alejarse del lugar. Yo me quedé unos minutos recostado a mi auto, bebiéndome una cerveza y fumando, saboreando mi victoria. Gladys me dirigió una mirada que se me antojó insinuante antes de subir al Honda con Fabrizio, y se fueron rápidamente, dejando atrás una nube de humo. Fui el último en irme del escenario de las carreras, una calle convertida en basurero nocturno de latas y botellas vacías, de colillas de cigarros, de condones y desechos de marihuana. Cuando la policía irrumpió en la zona, alardeando con sus sirenas y sus luces, yo había desaparecido por una calle lateral y oscura.

 

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ANDRÉS HERNÁNDEZ ALENDE

Nació en La Habana, Cuba (1953). Es periodista de profesión y escritor de ficción por vocación. Después de vivir varios años en España, donde trabajó en medios de prensa y en editoriales, se desempeñó como columnista, redactor y traductor en El Diario/La Prensa de Nueva York hasta 1988, cuando se trasladó a Miami contratado por el diario más importante de la ciudad. Ha sido editor y columnista de las páginas de Opiniones. En la actualidad está a cargo de la Sección de Opiniones del diario El Nuevo Herald. Ha publicado tres novelas: De un solo tajo (en versión digital en e-libro.net), El paraíso tenía un precio (versión digital e impresa en Amazon.com), El Ocaso (versión impresa y digital en Barnes & Noble y en Amazon), publicada por la Editorial Pukiyari y finalista en el Concurso de Novela de Contacto Latino 2013 y Bajo el ciclón (versión impresa en Independent Publishing House, 2017).

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