BAQUIANA – Año XIX / Nº 107 – 108 / Julio – Diciembre 2018 (Cuento III)

HORMIGAS

por

 

Guillermo Neyra Borges


     Aquella mañana me levanté temprano con la idea de derrumbar una vieja casucha que se hallaba a un costado de mi jardín. Por años me había servido como almacén de herramientas y cosas que pensé debía guardar, pero el tiempo y la lluvia habían corroído las tablas  y la vista que ofrecía ahora afectaba  la belleza general de mi huerto, que tanto me afanaba yo por mantener.

     Del otro lado de la cerca escuché a Jacinto, mi vecino, jugueteando con su perro.  Hacía unas semanas discutimos por un asunto trivial: a su perro le gusta hacer huecos en la tierra y termina metiéndose por debajo de la cerca de madera que da a mi patio, y después pisotea y se orina en mis sembrados de tilo; también tiene una mata de cocos que se inclina hacia  mi jardín y los cocos me han aplastado un par matas de rosas. Pero íbamos mejorando, él cortó los cocos, y el perrito, después de una surra  dejó de abrir huecos. Hacía poco, Jacinto me había brindado una cerveza desde la cerca,  y su mujer me regaló unos pasteles acabados de hornear. Su esposa, Esmeralda, es muy amable, y bella.

     Por fin comencé sacando de la casucha las cosas que me interesaban, lo demás lo fui apartando para echarlo a la basura. Empecé a destruir las paredes húmedas y carcomidas, desclavando las tablas, por las que corrían  arañas, comejenes e insectos que huían despavoridos mientras yo les destruía su escondrijo. Sentí de pronto un aguijonazo en la mano,  me rasqué, y vi una hormiga diminuta aplastada en mi piel  con las pesuñas aún asidas a la  carne. Miré al suelo, que era de tierra apisonada, y un conjunto de hormigas comenzaron a brotar de un pequeño cráter perfectamente conformado. Todas se dirigían a mis pies, intentado trepar por mis botas, las cuales sacudí a puro golpe.  Aquello me provocó gran irritación, fui a la casa y volví con varios insecticidas. Tomé el pico y lo dejé caer con fuerza sobre el agujero en el suelo, y una y otra vez ahuequé la tierra con furia en el interior de la casucha. Las hormigas corrían  despavoridas, muchas tratando de llegar a mis pies para picarme, pero en vano, las rocié con el veneno y se morían agonizantes. Experimenté entonces un no sé qué, un raro sentimiento de lástima como si me hubiese sobrepasado en mi venganza. Pero después reanudé mi tarea, y por fin al caer la noche terminé por completo de destruir el escondrijo.

     Esmeralda me tocó a la puerta y me trajo un poco de flan.

 

—Mira, después me dices si te gusta. Qué calor hace ¿verdad? El tiempo está raro, como de tormenta—.  Dijo ella.

 

     Usaba unos shorts apretados y últimamente me saludaba con mucha confianza, no sé si para que terminara de hacer las paces con su marido,  o por algo más.

     Ya tarde en la noche me sentía cansado, aunque sin sueño. Prendí el televisor hasta que me pesaron los párpados, y después me dormí feliz, no antes de ingerir una copita de ron que ayudó a acompasar mi descanso.

     Me desperté temprano, tras escuchar un zumbido. Miré por la ventana para saciarme con la belleza de mi jardín, que a esa hora luciría deslumbrante por los rayos del sol y los colores de las  plantas y las flores. Extrañado observé la orquídea, que ya no tenía ni uno  de sus bellos capullos, ni una sola hoja, solo veía manchones negros impregnados en el árbol. Salté de la cama siguiendo hasta el patio, y pensé desfallecer ante aquella horrible  visión: un enjambre de manchas oscuras se desplazaban por todos lados, como un lodo, cubriendo las inmediaciones de mi propiedad. Mi jardín en sí había desaparecido: las rosas, los lirios, los galanes de noche, las enredaderas, el pequeño cantero sembrado de tilo, las orquídeas olorosas, todo yacía revuelto y aplastado. Solo quedaban en pie varios arbustos pelados y acribillados por un río de diminutos punticos negros que corrían voraces transformándolo todo a su paso.

     Quedé absorto, observando cómo aquella plaga diluía mi huerto, tragándoselo poco a poco, y en medio del caos un zumbido siniestro, punzante, que me atormentaba en el interior de mis sesos.  Fue simplemente el principio, ahora las veía avanzar  hacia la casa, amontonándose en una marea oscura y que producía aquel murmullo repugnante, ocasionado por los millones de patas y garras pequeñísimas que parecían erguirse en un himno de destrucción.

     Corrí hasta la sala buscando la escalera que daba a la azotea. Las hormigas trepaban por las paredes y se colaban por los agujeros. Escuché caer una puerta, luego un estruendo mayor, y entendí que mi vida peligraba incluso en el techo. Me arriesgué a bajar por el frente de la casa, por una de las rejas de la ventana. Tenía que buscar ayuda. Para mi asombro no había un alma en el vecindario. Las calles estaban vacías y solo se escuchaba el sonido del viento, que no era viento, sino el bullicio que emitían las hormigas.

     Fui y le toqué a la puerta a Jacinto, mi vecino, pero nadie respondía. Forcé la puerta y entré, todo estaba inmaculado. Escuché algo en la próxima habitación. Continué y me pareció ver la figura de Jacinto sentado en un sillón meciéndose. Estaba de espaldas a mí. Me le acerqué y le puse la mano en el hombro: — ¿Qué pasa? Levántate —le dije.

     Jacinto no se movió. Solo su cabeza pareció volverse hacia mí, en un raro gesto. Sus ojos estaban fijos, vacíos. Su boca se abrió, y por los labios se pasearon un montoncito de hormigas negras y horribles. Di un grito y retrocedí. A su lado, en el suelo, yacía su perro, como momificado y recubierto de capas ondulantes de hormigas. Escuché otro sonido en el interior de la casa. La pobre Esmeralda, ¿qué sería de ella? El sonido del agua se escuchaba en la bañera. Jacinto yacía impávido en el sillón y era devorado lentamente. Pero me atrajo el tintineo del agua en la ducha. Me asaltó la imagen de Esmeralda bañándose, su hermosa piel rociada por el agua, en una limpieza fresca, exuberante y comestible como yo siempre la imaginaba. El cuarto de baño estaba vacío, el agua caía y ni una pista de Esmeralda. En eso pude ver cabellos sueltos en el suelo. Seguí como un rastro y descubrí  mechones de pelo en el patio, eran cabellos largos y perfumados de Esmeralda. Solo sentí un poco de envidia y rabia por aquellas hormigas, que habían probado antes que yo aquella fabulosa mujer.

     Eché a correr con todas mis fuerzas. Otra vez me acometía la soledad de la calle, pero tenía que buscar ayuda. Me dirigí a la estación de policía, allí tal vez alguien pudiera ayudarme, al menos habría algún arma con qué defenderme.  Pero no encontré a nadie, ni tampoco armas. Bajé hasta los calabozos, las celdas estaban abiertas y los presos habrían escapado, con buena suerte. Recordé cuando era joven y me habían encerrado aquí un par de días por causa de una pelea y de la embriaguez. Salí de nuevo a la calle, y por momentos escuchaba como un zumbido, estaba en el aire, como una onda persistente  que entraba y salía de mi cerebro.

     Sentí  hambre, sed. Iba advirtiendo que estaba solo en la ciudad.  Entré a una cafetería y las mesas estaban puestas, ordenadas y solitarias. En la cocina no encontré nada de comer, ni siquiera un trozo de pan, solo agua en la pila. Tragué toda el agua que pude, hasta llenarme. Continué por las calles en las que no había un alma.

     Pasé cerca de una de mis tiendas preferidas y vi las chaquetas piel, los trajes y las corbatas  en los percheros, los  relojes. Entré. Me probé un par de trajes, unos zapatos y un reloj que siempre me gustó. La campanita de la puerta vibró armónicamente  cuando entré y cuando salí, sin gastarme un centavo. Yo observaba mi nuevo reloj, de un acero pulido, marcaba la hora suavemente y con una elegancia impávida en mi muñeca. Encontré un auto con las llaves y escapé a toda velocidad. Las calles estaban solitarias y producían cierta tristeza, pero en el fondo, yo pensaba que nunca me sentí  completamente a gusto en aquel pueblo, y esta tremebunda circunstancia me permitía no más pasearme a mis anchas sin que nadie me estorbara, o decirle adiós de una vez. De todas formas, esto de las hormigas debía ser algo local, de este pueblo, que siempre tuvo su mala suerte. Por la vía, en una plaza, vi una gran estatua de una hormiga de hierro. Era lo último que me faltaba, me acordaba el día que inauguraron la  estatua, o la escultura, y premiaron al artista con un cheque y un diploma.

     Pasé cerca del hotel donde trabajaba, desde la carretera lucía como siempre un bello resort rodeado de palmas y arbustos podados. Parqueé  inmediato al recibidor y entré en la galería donde usualmente estaban los maleteros y el conserje, pero no había nadie. Más allá del lobby se extendían los salones y pasillos iluminados y decorados con cuadros y alfombras. Seguí por un corredor y llegué hasta la piscina, el agua clara y azul hacía ondas a causa de una ligera brisa, me dio por sentarme en una tumbona y cruzar los pies, mirando el agua. Fui al bar y me tomé un trago. Todo estaba tan calmado, no como habitualmente era en aquel maldito hotel,  donde los clientes se la pasaban fastidiándonos con sus exigencias.

     Me alejé del hotel, seguiría por la carretera en línea recta hasta que tropezara con alguien, con otro ser vivo, pero ya no sabía si eso sucedería.

     Pasé por un caserío en las afueras de la ciudad, me acordé que por allí vivía Ana, de joven era delgada y atractiva, y hablaba con esa voz de mujer inteligente, ingenua y práctica.  Éramos amigos y nunca me atreví a decirle cuanto me gustaba. Conduje cerca de donde se hallaba su casa, veía los dos sillones de siempre en el portal. Me pareció verla, de lejos, abrir la puerta y entrar en la casa. Detuve el auto y corrí tras ella: —¡Ana, Ana! Pero no la encontré. Oí unos pasos en la cocina, fui y busqué como un loco, pero no había nadie. Encima de una mesa, donde había un teléfono encontré una nota: “Regreso pronto”.

     Dejé el caserío y continué mi carrera, o huida. El auto comenzó a fallar, haciendo saltos. Se quedó muerto en la carretera. Abrí el capó y no noté nada extraño, pero no  volvió a funcionar. Eché a correr. El cielo estaba limpio, sin que ningún ave o insecto revoloteara. El sol alumbraba indiferente, como un día cualquiera, aunque todo estuviese muerto, excepto yo mismo, quizá por el momento.

     Los zapatos que me había llevado de la tienda me pesaban cada vez más, debería  haber tomado un par de tenis. Me sentía agotado, y me parecía seguir escuchando, a lo lejos, el bullicio del hormiguero. Pensé que debía dirigirme al mar, las hormigas no podían sobrevivir al agua salada. No me faltaba mucho para llegar a la orilla del océano, podía ver olas azules reflejando el color del cielo, y a pesar de todo no vi barco alguno, solo un espacio de soledad. La brisa del mar revivió un poco mi espíritu agotado. Me quité los zapatos y sumergí los pies en el agua, sintiendo el frescor, dejándome caer en la arena mojada. Había dejado atrás la ciudad, unos pinos a mi costado ondulaban como péndulos dispuestos a hipnotizarme. La arena era tan blanca allí, como harina, empinada en granulosa neblina por la brisa marítima.

     Me percaté entonces de que nunca había estado en aquella playa. Los colores eran más intensos, brillantes, nubes blanquísimas brotaban del horizonte, a puro capricho. El aire era denso y mimoso, más bien la  playa era un cuadro que había visto en una galería, en un libro. Un crisol de paisajes marinos en época de verano, solo faltaban las velas de los barcos, el ladeado caminar de un cangrejo, u otros seres que me hicieran compañía. Y  de pronto una voz dijo dentro de mí, eres tan excesivamente solitario y egoísta. No conocía aquella playa de nubes y arena, sin un solo pez ni paseantes ni nada vivo, pero me habría quedado allí sin más, en la bochornosa soledad. Volví a escuchar el silbido, viajaba en el aire, muy penetrante, venía de mí mismo, de mi propio cerebro. Sentí un cosquilleo en toda la piel, el silbido se hizo un dolor agudo en mi cabeza. Me retiré rápido de la arena, chillando, y al revisar de un vistazo mi cuerpo percibí aquella nata oscura de hormigas que me cubría completamente.

     Estaba en medio de la cama, agobiado y sudoroso tras el súbito despertar. Encendí la luz y miré a mi alrededor, imperaba la calma. A pesar de la oscuridad que prevalecía afuera pude ver mi orquídea arrimada a la ventana, con sus capullos  violetas a punto de abrirse. Volví a sentir la punzada, estaba en mi oído. Me encaminé al baño y prendí la luz. Lucía enormemente cansado, como si hubiera corrido kilómetros. Abrí la pila de agua y eché un chorro en mi oído, aliviándose el dolor. Incliné la cabeza, arrascándome repetidamente  con el dedo meñique. Al mirar mi mano ella estaba allí, había salido, una diminuta hormiga negra moviendo aún sus patitas. Parecía observarme desde su ínfima condición, intentando susurrarme todavía, evocando las pesadillas en un gesto de venganza por haberle destruido su hogar. De un soplido la mandé a volar, y fui a contemplar mi jardín en la oscuridad de la noche. Del otro lado de la cerca se oían los ladridos de un perro.

     De pronto me sentía mejor, más ligero, como si me hubiesen limpiado el cerebro. No sabía si iría a trabajar al hotel el próximo día, no sentía el más mínimo deseo. Volví a la cama, tan limpia y acolchonada, solo para mí. ¿Y qué sería de Ana? Pensé. Busqué en el diccionario alguna información sobre las hormigas. Tiré un vistazo a la hora en mi viejo reloj digital. “Las hormigas son insectos sociales”, decía el diccionario…

     Me pesaban los párpados, me volví a dormir.

_____________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
GUILLERMO NEYRA BORGES

Nació en Cárdenas, Cuba (1975). Narrador. Reside en los Estados Unidos desde 1999. Ha participado y obtenido menciones en concursos literarios en Miami, Florida. En 2008 resultó finalista en el concurso de cuentos “Hucha de oro” en España. Ha publicado el libro: El tren que me regaló mi padre y otros cuentos (Barcelona, España, 2015). 

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________